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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (15 page)

BOOK: La noche del oráculo
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Por primera vez desde que la conocía, Grace apartó la vista al hablarme: incapaz de mirarme a los ojos, dirigía sus palabras a la pared. La había pillado en una mentira, y la humillación le resultaba casi insoportable.

—El sábado por la mañana —confesó en voz casi inaudible, apenas más alta que un susurro.

—¿Y por qué no me lo has dicho, entonces?

—Porque no podía.

—¿Que no podías?

—Estaba demasiado afectada. No quería aceptado, y necesitaba tiempo para asimilar la noticia. Lo lamento, Sid. Lo siento mucho.

Seguimos hablando y al cabo de un par de horas logré debilitar su resistencia, insistiendo una y otra vez hasta que al final se dio por vencida y me prometió que tendría el niño. Probablemente se trataba de la peor discusión que habíamos mantenido en nuestra vida en común. Desde cualquier punto de vista práctico, ella tenía razón en no estar segura con respecto a su embarazo, pero la misma lógica de sus dudas parecía suscitar en mí un miedo morboso e irracional, y continué atacándola con argumentos exageradamente emocionales que no tenían mucho sentido. Cuando llegamos al aspecto económico del asunto, mencioné tanto el guión como la historia que estaba bosquejando en el cuaderno azul, omitiendo añadir que el primer proyecto no era más que una tentativa vacilante, la más vaga promesa de un trabajo futuro, y que el segundo ya había llegado a un punto muerto. Si no salía ninguno de los dos, le aseguré, solicitaría una plaza de profesor en todos los departamentos de creación literaria de Estados Unidos, y si no conseguía nada por ese lado, volvería a mi puesto de profesor de historia en el instituto, sabiendo perfectamente que aún carecía del aguante físico necesario para cumplir con un trabajo fijo. En otras palabras, le mentí. Mi único objetivo era convencerla de que no abortara, y para defender mi causa estaba dispuesto a emplear toda clase de falsedades. La cuestión era por qué. Incluso cuando la hostigaba con mis interminables justificaciones y una retórica tan cruda como eficaz, echando por tierra cada uno de sus argumentos sosegados y perfectamente razonables, me preguntaba por qué estaba batallando tan duramente. En el fondo, yo no me sentía muy preparado para ser padre, y era consciente de que Grace tenía razón al sostener que no nos encontrábamos en el mejor momento, que no debíamos empezar a pensar en niños hasta que yo me hubiera recuperado del todo. Pasaron meses antes de que llegara a comprender mis verdaderas intenciones de aquella noche. No se trataba de tener un niño; se trataba de mí. Desde el momento en que conocí a Grace, había vivido con un miedo mortal a perderla. Ya la había perdido una vez antes de casarnos, y después de caer enfermo y quedarme hecho casi un inválido, había ido sucumbiendo poco a poco a una especie de desesperanza extrema, a la secreta convicción de que Grace estaría mejor sin mí. Tener un hijo borraría esa ansiedad y le evitaría pensar en levantar el campo. Y, a la inversa, el hecho de que ella presentara argumentos en contra de tener el niño era señal de que pensaba abandonarme, de que ya se me estaba escapando. Supongo que eso explica por qué puse tanto empeño aquella noche, por qué me defendí con una ferocidad digna de cualquier abogaducho sin escrúpulos, llegando incluso a sacar de la cartera aquel horrendo recorte de periódico y dárselo para que lo leyera. TIRA AL NIÑO A LA BASURA TRAS DAR A LUZ EN EL RETRETE. Cuando llegó al final del artículo, Grace me miró con lágrimas en los ojos y dijo:

—No es justo, Sidney. ¿Qué tiene que ver con nosotros esta…, esta pesadilla? Me has hablado de niños muertos en Dachau, de parejas que no pueden tener hijos, y ahora me enseñas esto. ¿Qué es lo que te pasa? Yo sólo hago lo que puedo para que estemos siempre juntos. ¿Es que no lo entiendes?

A la mañana siguiente, me levanté temprano, hice el desayuno para los dos y luego lo llevé a la habitación un minuto antes de que sonara el despertador. Dejé la bandeja encima de la cómoda, desactivé el despertador y me senté en la cama junto a Grace. En cuanto abrió los ojos empecé a besarle la mejilla, el cuello y el hombro, apretando la cabeza contra ella y disculpándome por las estupideces que había dicho la noche anterior. Le dije que era libre de hacer lo que le viniera en gana, que era ella quien decidía y que la apoyaría en cualquier resolución que tomara. La preciosa Grace, que jamás parecía embotada ni tenía los ojos apagados por la mañana, que siempre surgía del sueño con la presteza del recluta en el campamento o la vivacidad de un niño pequeño, pasando de la inconsciencia profunda a la actitud más alerta en cuestión de segundos, me atrajo hacia sí con un fuerte abrazo, sin articular palabra, pero emitiendo una serie de murmullos desde el fondo de la garganta que me transmitían el perdón, que daban por olvidada nuestra discrepancia.

Desayunamos en la cama. Primero zumo de naranja, luego una taza de café con un poco de leche, seguido todo ello de un par de huevos cocidos durante dos minutos y medio y una rebanada de pan tostado. Tenía buen apetito, sin rastro de malestar ni náuseas matinales, y mientras yo me tomaba mi café y mi tostada pensé que nunca la había visto con un aspecto tan espléndido como aquella mañana. Mi mujer es una criatura luminosa, dije para mis adentros, y que me parta un rayo si alguna vez olvido la suerte que tengo de estar a su lado ahora mismo.

—He tenido un sueño de lo más extraño —anunció Grace—. Uno de esos frenéticos maratones donde todo se mezcla y una cosa se convierte en otra sin parar. Pero muy claro…, más real que la vida misma, no sé si entiendes lo que quiero decir.

—¿Te acuerdas de lo que era?

—De la mayor parte, creo que sí, pero ya se está empezando a difuminar todo. No alcanzo a ver el principio, pero en un momento u otro estábamos los dos con mis padres. Buscábamos otro sitio para vivir.

—Un apartamento más grande, supongo.

—No, un apartamento, no. Una casa. íbamos en coche por una ciudad. No era Nueva York ni Charlottesville, sino otro sitio, un lugar en el que nunca había estado. Y mi padre dijo que debíamos ir a ver una casa en la Avénida del Pájaro Azul. ¿De dónde crees que me he sacado eso? Avénida del Pájaro Azul.

—No sé. Pero es un nombre bonito.

—Eso es justo lo que dijiste en el sueño. Dijiste que era un nombre bonito.

—¿Seguro que ha acabado el sueño? A lo mejor seguimos durmiendo todavía, y estamos teniendo el mismo sueño a la vez.

—No seas tonto. íbamos en el coche de mis padres. Tú venías conmigo en el asiento de atrás, y le decías a mi madre: «Es un nombre muy bonito».

—¿Y luego?

—Paramos frente a una casa antigua. Era enorme, más bien una mansión, y entonces entramos los cuatro a echar una mirada. Todas las habitaciones estaban vacías, sin muebles ni nada, pero eran inmensas, como galerías de museo o canchas de baloncesto, y oíamos nuestros pasos que resonaban contra los muros. Luego mis padres decidieron subir por la escalera para ver cómo era el piso de arriba, pero yo quería bajar al sótano. Al principio tú no querías ir, pero te cogí de la mano y empecé a tirar de ti para que vinieras conmigo. Resultó ser más bonito que la planta baja, que no era más que una habitación detrás de otra, y justo en medio de la última estancia había una trampilla. La abrí de golpe y vi que había una escalera que conducía a un nivel inferior, y esta vez me seguiste sin rechistar. Entonces sentías tanta curiosidad como yo, y era como si estuviéramos viviendo una aventura. Dos críos explorando una casa extraña, ya sabes, los dos un poco asustados, pero pasándolo bien al mismo tiempo.

—¿Era muy larga la escalera?

—No sé. Tres o cuatro metros. Algo así.

—Tres o cuatro metros… ¿Y luego?

—Estábamos en una habitación. Más pequeña que las de arriba, con el techo mucho más bajo. La sala entera estaba llena de estanterías. Metálicas, de color gris, como las que utilizan en las bibliotecas. Nos pusimos a mirar los títulos de los libros, y resultó que todos los habías escrito tú, Sid. Centenares y centenares de libros, y en cada uno de los lomos estaba escrito tu nombre: Sidney Orr.

—Terrorífico.

—No, nada de eso. Me sentí muy orgullosa de ti. Después de mirar los libros durante un rato, eché a andar de nuevo y, al final, encontré una puerta. La abrí y me encontré con un dormitorio pequeño pero al que no le faltaba nada. Era de mucho lujo, con suaves alfombras persas y cómodas butacas, cuadros en las paredes, incienso humeando sobre la mesa y una cama con almohadas de seda y un edredón de satén rojo. Te llamé y, en cuanto entraste en la habitación, empecé a besarte en la boca. Estaba de lo más caliente. Muriéndome de ganas.

—¿Y yo?

—Tú tenías la mayor erección de tu vida.

—Como sigas así, Grace, aquí mismo me la vas a poner más grande todavía.

—Nos desnudamos y empezamos a revolcamos en la cama, llenos de sudor y ansiosos el uno por el otro. Fue delicioso. Nos corrimos los dos a la vez, y entonces, sin detenemos a tomar aliento, empezamos a darle otra vez, echándonos uno encima del otro como animales.

—Parece una película porno.

—Fue salvaje. No sé cuánto tiempo seguimos así, pero en cierto momento oímos el coche de mis padres, que se marchaban. No nos molestamos. Ya los veremos luego, dijimos, y nos pusimos a follar otra vez. Acabamos exhaustos. Yo me dormí un rato y, cuando me desperté, estabas de pie ante la puerta, desnudo, tirando del picaporte con aire de desesperación. «¿Qué pasa?», te pregunté, y tú me contestaste: «Me parece que nos hemos quedado encerrados».

—Es la cosa más extraña que he oído en la vida.

—No es más que un sueño, Sid. Todos los sueños son raros.

—No me has oído hablar dormido, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Sé que nunca entras en mi cuarto de trabajo. Pero si lo hicieras, y te diera por abrir el cuaderno azul que compré el sábado, verías que la historia que estoy escribiendo es parecida a tu sueño. La escalera por la que se baja a la habitación subterránea, las estanterías de biblioteca, el pequeño dormitorio al fondo. Mi protagonista está encerrado ahora mismo en esa habitación, y no sé cómo sacarlo de ahí.

—Qué raro.

—Más que raro, escalofriante.

—Lo curioso es que ahí se acababa el sueño. Tú tenías cara de susto, pero antes de que pudiera acudir en tu ayuda, me desperté. Y ahí estabas, a mi lado en la cama, rodeándome con tus brazos, lo mismo que en el sueño. Ha sido maravilloso. Parecía que seguía soñando incluso mucho después de haberme despertado.

—Así que no sabes lo que nos pasó después de que nos quedamos encerrados en la habitación.

—No llegué a eso. Pero seguro que habríamos encontrado una salida. En los sueños no se muere la gente, ¿sabes? Aunque la puerta siguiera cerrada, algo habría pasado para que saliéramos. Así es la cosa. Mientras estás soñando, siempre hay salvación.

Después de que Grace salió para Manhattan, me senté ante la máquina de escribir y empecé a trabajar en la versión preparatoria del guión para Bobby Hunter. Traté de reducir la sinopsis a cuatro páginas, pero acabé escribiendo seis. Había que aclarar algunos aspectos que, en mi opinión, resultaban confusos, y no quería que la historia tuviese fallos aparentes. En primer lugar, si el viaje de iniciación estaba erizado de peligros y suponía la posibilidad de un castigo tan severo, ¿por qué iba a querer alguien correr el riesgo de viajar al pasado? Resolví que el viaje debía ser facultativo, fruto de la propia voluntad, no una obligación. Y, en segundo lugar, ¿cómo saben los del siglo XXII que el viajero ha incumplido las normas? Me inventé una brigada especial de policía que se ocupaba de esos asuntos. Los agentes del viaje a través del tiempo trabajaban en bibliotecas y examinaban libros, revistas y periódicos, y cuando un joven viajero del tiempo interfería en algún acontecimiento del pasado, los datos de los libros cambiaban. El nombre de Lee Harvey Oswald, por ejemplo, desaparecía de pronto de todos los libros sobre el asesinato de Kennedy. Imaginándome aquella escena, comprendí que tales alteraciones podrían plasmarse con unos efectos visuales asombrosos: cientos de palabras disgregándose y ordenándose de otra forma en las páginas impresas, desplazándose hacia atrás y hacia delante como chinches enloquecidas.

Cuando terminé de teclear, leí el trabajo de principio a fin, corregí un par de erratas, salí al pasillo y llamé a la Agencia Sklarr. Mary estaba ocupada, hablando por otra línea, pero le dije a su secretaria que pasaría por su despacho en una hora para entregarle el texto.

—Qué rapidez —comentó ella.

—Sí, supongo —respondí—, pero ya sabes cómo son las cosas, Angela. Cuando viajas en el tiempo, no tienes un momento que perder.

Angela se rió de mi chiste malo.

—Vale —concluyó—. Le diré a Mary que vienes para acá.

Pero no hay tanta prisa, ¿sabes? Puedes enviado por correo y ahorrarte el viaje.

—No me fío del correo, señora —observé, pasando a mi acento nasal de vaquero de Oklahoma—. Nunca lo he hecho y nunca lo haré.

Nada más colgar, descolgué otra vez y marqué el número de Trause. La oficina de Mary estaba en la Quinta Avenida, entre las calles Doce y la Trece, no muy lejos de donde vivía John, y se me ocurrió que podría apetecerle que comiéramos juntos. También quería saber cómo le iba la pierna. No habíamos hablado desde el sábado por la noche, y ya era hora de llamarlo y enterarme de las últimas novedades.

—Nada nuevo —me dijo—. No va peor, pero tampoco ha mejorado. El médico me ha recetado un antiinflamatorio y ayer, cuando me tomé la primera pastilla, me hizo reacción. Empezó a darme vueltas la cabeza, vomité, en fin, de todo. Y hoy todavía no he recuperado las fuerzas.

—Voy a Manhattan dentro de un rato para ver a Mary Sklarr, y he pensado pasar por tu casa. A lo mejor podemos comer juntos luego, pero no parece buen momento.

—¿Por qué no vienes mañana? Ya estaré bien. Más me vale, joder.

Salí de casa a las once y media y fui andando hasta la calle Bergen, donde cogí la línea F del metro hacia Manhartan. Por el camino se produjo una serie de misteriosos problemas técnicos —una prolongada espera en un túnel, un apagón en el vagón que duró el lapso de cuatro paradas, una travesía insólitamente lenta de la estación de la calle York al otro lado del río—, y cuando llegué a la oficina de Mary, ella había salido a comer. Dejé la sinopsis a Angela, una chica gordita, fumadora empedernida, que contestaba al teléfono y enviaba los paquetes y que ahora me sorprendió levantándose de detrás de su escritorio para despedirme con un beso: uno en cada mejilla, en realidad, a la italiana.

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