—Siento no haberte dejado que armaras un escándalo —confesó—. Es culpa mía. Lo que menos necesitas es estar parado en la calle con este frío, pero no me gusta discutir con gente estúpida. Es algo que me descompone.
Pero aquella noche Grace no estaba descompuesta únicamente por la estupidez de algunos taxistas: Momentos después de subir al segundo taxi, inexplicablemente, se puso a llorar. No con gran aparato, no con jadeantes y prolongados sollozos, sino que el llanto se le empezó a agolpar en el rabillo de los ojos, y cuando paramos delante de un semáforo rojo en Clarkson y la luz de las farolas de la calle irrumpió en el interior del taxi, vi cómo refulgían sus lágrimas, que le inundaban los globos oculares como pequeñas lentes de aumento. Grace nunca se derrumbaba así. Nunca lloraba ni mostraba sus emociones, e incluso en los momentos de mayor tensión (durante mi enfermedad, por ejemplo, sobre todo en las primeras y desesperadas semanas de mi estancia en el hospital) parecía desplegar una capacidad innata para dominarse, para enfrentarse a las verdades más siniestras. Le pregunté lo que le pasaba, pero ella se limitó a sacudir la cabeza y volver la cara. Cuando la rodeé con el brazo y le repetí la pregunta, me apartó la mano con un brusco encogimiento de hombros; que era algo que nunca había hecho. No se trataba de un gesto realmente hostil, pero Grace tampoco solía comportarse así, y reconozco que me sentí un tanto dolido. Como no quería importunarla ni darle a entender que me había molestado su actitud, me retiré al otro extremo del asiento y esperé en silencio mientras el taxi avanzaba lentamente hacia el sur por la Séptima Avenida. Cuando llegamos al cruce de Canal con Varick, nos vimos atrapados durante varios minutos en un atasco. Era un embotellamiento monumental: coches y camiones que tocaban el claxon, los conductores gritándose tacos unos a otros, el caos neoyorquino en su más pura esencia. En medio de todo aquel jaleo y desconcierto, Grace se volvió bruscamente hacia mí y se disculpó.
—Es que John estaba tan descompuesto esta noche… —explicó—. Todos los hombres que quiero se están haciendo pedazos. Empieza a ser un poco difícil de sobrellevar.
No la creí. Yo iba mejorando, y no parecía muy convincente que Grace estuviera tan desalentada por la transitoria dolencia de John. Otra cosa la atormentaba, algún problema íntimo que no estaba dispuesta a compartir conmigo, pero yo sabía que si empezaba a insistir para que se desahogara, no haría sino empeorar las cosas. Le rodeé el hombro con el brazo y la atraje suavemente hacia mí. No ofreció resistencia esta vez. Sentí que relajaba los músculos y un momento después se acurrucaba contra mí y apoyaba la cabeza en mi pecho. Le puse la mano en la frente y empecé a acariciarle el pelo. Era un antiguo ritual nuestro, la expresión de una muda intimidad que seguía definiendo nuestra identidad de pareja, y como nunca me aburría de tocar a Grace, como nunca me cansaba de pasarle las manos por alguna parte del cuerpo, continué haciéndolo, repitiendo los gestos docenas de veces mientras nos abríamos camino hacia la parte oeste de Broadway y poco a poco nos acercábamos al puente de Brooklyn.
Estuvimos varios minutos sin decir palabra. Cuando el taxi dobló a la izquierda por la calle Chambers y se dirigió a la embocadura del puente, todas las vías de acceso estaban atascadas y apenas podíamos avanzar. El taxista, que se llamaba Boris Stepanovich, farfullaba maldiciones en ruso, sin duda lamentando la locura de tratar de cruzar el puente de Brooklyn un sábado por la noche. Me incliné hacia delante y traté de animarlo hablándole por la ranura por donde se pasaba el dinero, a través de la mampara de plástico llena de rayajos. No se preocupe, le dije, la paciencia siempre tiene su recompensa. ¿Ah, sí?, contestó. ¿Y qué me vale eso? Una buena propina, respondí. Con tal de que nos deje sanos y salvos en nuestro destino, recibirá usted la mayor propina de la noche.
Grace soltó una pequeña carcajada ante la incorrección —
¿Y qué me vale eso?
—, lo que consideré una señal de que se le iba pasando el berrinche. Volví a recostarme en el asiento para continuar acariciándole la cabeza, y mientras subíamos por el puente a paso de tortuga, a una velocidad que no llegaba a los dos kilómetros por hora, suspendidos sobre el río con el resplandor de los edificios bañados en luz a nuestra espalda y la Estatua de la Libertad a la derecha, empecé a hablar —sin ton ni son, por decir algo— con objeto de retener su atención y evitar que volviera a alejarse de mí.
—Esta noche he hecho un descubrimiento interesante.
—Algo bueno, supongo.
—He descubierto que John y yo tenemos la misma pasión.
—¿Ah, sí?
—Resulta que los dos estamos enamorados del color azul. En particular, de una difunta serie de cuadernos que antes hacían en Portugal.
—Bueno, el azul es buen color. Muy tranquilo, muy sereno. Es agradable pensar en él. A mí me gusta mucho, me cuesta trabajo no utilizarlo en todas las cubiertas que me encargan.
—¿Realmente transmiten emociones los colores?
—Pues claro que sí.
¿Y cualidades morales?
—¿En qué sentido?
—Amarillo, cobardía. Blanco, pureza. Negro, maldad. Verde, inocencia.
—Verde, envidia.
—Sí, eso también. Pero ¿qué significa el azul?
—No sé. Esperanza, quizá.
—Y tristeza. Es un color frío. Sugiere soledad.
—No te olvides de la
sangre azul
.
—Sí, tienes razón. El azul aristocrático.
—Pero el rojo significa pasión. Todo el mundo está de acuerdo en eso.
—Al rojo vivo. La bandera roja del socialismo.
—La bandera blanca de la rendición.
—La bandera negra del anarquismo. El Partido Verde.
—Pero el rojo, amor y odio. Rojo, guerra.
—Se defienden los colores al entrar en combate. ¿No se dice así?
—Creo que sí.
—¿Has oído la expresión
guerra de colores?
—No me suena.
—Es de mi infancia. Tú te pasabas los veranos montando a caballo en Virginia, pero a mí me enviaba mi madre a una colonia de vacaciones al norte del estado. Se llamaba Campamento Pontiac, como el gran jefe indio. A finales del verano nos dividían a todos en dos equipos, y durante cuatro o cinco días competían diversos grupos de ambos bandos.
—¿Competían en qué?
—Béisbol, baloncesto, tenis, natación, la cuerda…, e incluso carreras de relevos y concursos de canto. Como los colores del campamento eran el rojo y el blanco, un bando se llamaba Equipo Rojo y el otro Equipo Blanco.
—Y eso es la guerra de los colores.
—Para un maniático de los deportes como yo, era tremendamente divertido. Unos años me tocaba en el Equipo Blanco y otros en el Rojo. Al cabo del tiempo, sin embargo, se creó un tercer equipo, una especie de sociedad secreta, una hermandad de almas gemelas. Hace años que no pienso en ello, pero en aquella época fue algo muy importante para mí. El Equipo Azul.
—Una hermandad secreta. Eso me suena a una bobada de críos.
—Eso fue. No…, en realidad no fue eso. Cuando ahora lo pienso, no me parece ninguna estupidez.
—Entonces debías de ser diferente. Ahora no quieres apuntarte a nada.
—No me apunté. Me eligieron. Como miembro fundador. Me sentí muy honrado.
—Ya tenías el Rojo y el Blanco. ¿Qué había de especial en el Azul?
—Se creó cuando yo tenía catorce años. Aquel año llegó un instructor nuevo a la colonia, algo mayor que los demás educadores, en su mayoría estudiantes universitarios de diecinueve o veinte años. Bruce…, Bruce no sé qué…, ya me acordaré luego del apellido. Bruce se había licenciado en filosofía y letras y acababa de terminar el primer curso de derecho en Columbia. Era un individuo pequeño y escuálido, un poco enano, la antítesis del atleta entregado al deporte que trabaja en un campamento de verano. Pero tenía un ingenio agudo y chispeante, siempre hacía preguntas comprometidas. Adler, eso es. Bruce Adler. Aunque todo el mundo lo llamaba el Rabino.
—Y fue él quien inventó el Equipo Azul?
—Más o menos. Para ser exactos, lo recreó como un ejercicio de nostalgia.
—No te entiendo.
—Unos años antes había trabajado de instructor en otra colonia. Los colores de aquel campamento eran el azul y el gris. Cuando estalló la guerra de los colores aquel verano, a Bruce le pusieron en el Equipo Azul, y cuando miró a sus compañeros vio que en su equipo estaba toda la gente que le caía bien, todos los chicos que más respetaba. El Equipo Gris era justo lo contrario: lleno de quejitas y tíos desagradables, la hez del campamento. En el fuero interno de Bruce, las palabras Equipo Azul significaban algo más que unas vulgares carreras de relevos. Representaban un ideal humano, una asociación estrechamente unida de individuos tolerantes y comprensivos, el sueño de una sociedad perfecta.
—Esto se está poniendo muy raro, Sid.
—Lo sé. Pero Bruce no se lo tomaba en serio. Eso era lo bueno del Equipo Azul. Que todo parecía reducirse a una broma.
—No sabía que a los rabinos se les permitiera gastar bromas.
—Probablemente no. Pero Bruce no era rabino. Sólo era un estudiante de derecho con un trabajo de verano que pretendía divertirse un poco. Cuando vino a nuestro campamento, le habló del Equipo Azul a otro instructor, y juntos decidieron crear una nueva agrupación, dándole un aspecto de organización secreta.
—¿Y cómo te eligieron a ti?
—Fue en plena noche. Yo estaba dormido como un tronco en mi cama, y Bruce y el otro instructor me despertaron zarandeándome. «Vamos», me dijeron, «tenemos que decirte algo», y luego nos llevaron a mí y a otros chicos al bosque guiándonos con linternas. Habían encendido una pequeña hoguera, así que nos sentamos alrededor del fuego y nos explicaron en qué consistía el Equipo Azul, los motivos por los que nos habían elegido como miembros fundadores y los requisitos que debían cumplir los candidatos…, en caso de que quisiéramos recomendar a otros.
—¿Y cuáles eran?
—Pues no se trataba de nada especial, en realidad. Los miembros del Equipo Azul no se ajustaban a una tipología única, cada uno era una persona distinta e independiente. Pero no se admitía a nadie que no poseyera sentido del humor, cualquiera que fuese la forma en que lo expresara. Hay gente que no para de contar chistes; y hay individuos que con sólo enarcar una ceja en el momento oportuno hacen que todos los presentes se revuelquen de risa. Sentido del humor, simplemente, gusto por las ironías de la vida, apreciación del absurdo. Pero también cierta modestia y discreción, amabilidad para con los demás, un corazón generoso. Nada de fanfarrones ni estúpidos engreídos, ni embusteros ni ladrones. Un miembro del Equipo Azul debía ser curioso, leer libros y tener conciencia de que no podía cambiar el mundo por obra y gracia de su voluntad. Debía ser un observador perspicaz, alguien capaz de establecer finas distinciones morales, un amante de la justicia. Un miembro del Equipo Azul se quitaría la camisa para dársela a cualquier necesitado, aunque preferiría meterle en el bolsillo un billete de diez dólares cuando no se diera cuenta. ¿Empiezas a entenderlo? Era algo así, aunque no sabría decirte exactamente. Todo eso a la vez, cada elemento concreto en interrelación con todos los demás.
—Me acabas de dar la descripción de una buena persona. Pura y simplemente. Mi padre habla del
hombre honrado
. Betty Stolowitz emplea la palabra
mensch
. John utiliza los términos
no es gilipollas
. Es lo mismo.
—Puede. Pero a mí me gusta más
Equipo Azul
. Lo de equipo supone un vínculo entre los miembros, unos lazos de solidaridad. Si estás en el Equipo Azul, no tienes que explicar tus principios. Se ponen inmediatamente de manifiesto por la forma en que actúas.
—Pero la gente no siempre se comporta de la misma manera. Las personas son buenas en este preciso momento y dentro de un rato se vuelven malas. Cometen errores. Hay buenas personas que hacen cosas malas, Sid.
—Pues claro que sí. No estoy hablando de la perfección.
—Sí, precisamente. Estás hablando de gente que se cree mejor que sus semejantes, que se siente moralmente superior al común de los mortales. Apuesto a que tus amigos y tú teníais un saludo secreto, ¿a que sí? Para distinguiros de la chusma y de los tarados, ¿no es verdad? Para tener la seguridad de que poseíais un conocimiento especial al que los demás no podían acceder porque no eran lo bastante listos.
—Joder, Grace. Sólo es una cosa sin importancia de hace veinte años. No hay por qué analizarlo ni interpretarlo de esa manera.
—Pero tú sigues creyendo en esas tonterías. Te lo noto en la voz.
—Yo no creo en nada. En estar vivo; en eso es en lo que creo. Vivir y estar contigo. Eso es lo único que existe para mí, Grace. No hay nada más, ni una sola cosa más en este puñetero mundo.
Era desalentador terminar así la conversación. Mi tentativa tan poco sutil de sacarla de su melancolía había dado resultado al principio, pero luego fui demasiado lejos, mencionando sin querer el tema menos adecuado, y se había vuelto contra mí con aquella denuncia tan cáustica. No era propio de ella hablar con tal beligerancia. Rara vez se molestaba por cuestiones de esa índole, y siempre que teníamos conversaciones de ese tipo (esos diálogos fluctuantes, sinuosos, que giran en torno a cualquier cosa, que pasan azarosamente de una asociación a otra), le hacían gracia las ideas que esgrimía frente a ella, sin tomarlas en serio ni ponerse a discutirlas, contenta con seguirme el juego y dejar que desgranara mis absurdas opiniones. Pero aquella noche no, no la noche del día en cuestión, y como de pronto se esforzaba de nuevo por contener las lágrimas, presa de la misma tristeza que la había invadido al principio del trayecto, me di cuenta de que estaba realmente afligida, de que no podía dejar de pensar en el desconocido problema que la atormentaba. Me habría gustado formularle un montón de preguntas, pero de nuevo me abstuve de hacerlo, sabiendo que no confiaría en mí hasta que se sintiera dispuesta a hablar; suponiendo que eso ocurriera alguna vez.
Para entonces ya habíamos pasado el puente y circulábamos por la calle Henry, una calzada estrecha, flanqueada de edificios sin ascensor, que llevaba de Brooklyn Heights a nuestra casa, en Cobble Hill, un poco más abajo de la Avenida Atlantic. No se trataba de algo personal, de eso estaba seguro. El pequeño arranque de Grace no era tanto una reacción contra mí como contra lo que yo había dicho: una chispa producida por una colisión accidental entre mis palabras y sus propias preocupaciones.
Hay buenas personas que hacen cosas malas
. ¿Había hecho Grace algo malo? Era imposible saberlo, pero alguien se sentía culpable de algo, resolví, y aun cuando mis palabras hubieran provocado las observaciones defensivas de Grace, estaba casi seguro de que el asunto no tenía nada que ver conmigo. Como para demostrar mi razonamiento, un momento después de cruzar la Avenida Atlantic y acometer el tramo final del trayecto Grace alargó el brazo, me puso la mano en la nuca, me atrajo hacia ella y apretó sus labios contra los míos, introduciendo despacio la lengua en un largo y provocador beso:
un ósculo integral
, como había dicho Trause.