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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (5 page)

BOOK: La noche del oráculo
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»Después de verlas todas de la primera a la última, volvió a verlas de nuevo, y la segunda vez fue tomando conciencia poco a poco de que la mayoría de las personas retratadas ya estaban muertas. Su padre, fallecido de un ataque al corazón en 1969. Su madre, que murió en 1972 a consecuencia de un ataque renal. Tina, de cáncer, en 1974. Y de los seis tíos y tías que asistieron aquel día, cuatro ya estaban muertos y enterrados. En una de las fotos salía él en el jardín, con sus padres y Tina. Sólo estaban los cuatro —cogidos del brazo, apoyados los unos en los otros, una hilera de cuatro rostros sonrientes, ridículamente animados, haciendo el tonto delante de la cámara—, y cuando Richard puso la diapositiva en el visor por segunda vez, los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquélla fue la que pudo con él, me confesó, la que acabó derrotándolo. De pronto comprendió que se encontraba en el césped con tres fantasmas, que era el único superviviente de aquella tarde de treinta años atrás, y una vez que se le saltaron las lágrimas, no pudo hacer nada para contenerlas. Dejó el estereoscopio, se llevó las manos a la cara y prorrumpió en sollozos. Ésa fue la palabra que empleó cuando me contó la historia:
sollozar
. “Sollocé hasta que no pude más”, explicó. “Me quedé deshecho”.

»Se trataba de Richard, no lo olvidéis, una persona sin poesía alguna, un hombre con la sensibilidad de un picaporte; pero que cuando encontró esas fotografías, no podía pensar en otra cosa. El estereoscopio era como una linterna mágica que le permitía viajar en el tiempo y visitar a los muertos. Miraba las fotografías por la mañana, antes de salir a trabajar, y las miraba de nuevo por la tarde, cuando volvía a casa. Siempre en el garaje, a solas, lejos de su mujer y sus hijas, volviendo obsesivamente a aquella tarde de 1953, incapaz de cansarse de verlas. El hechizo duró dos meses, y luego una mañana Richard fue al garaje y el visor no funcionaba. El aparato se había atascado, era imposible apretar el botón para que se encendiera la luz. A lo mejor es que lo había utilizado demasiado, me dijo, y como no sabía arreglarlo supuso que se había terminado la aventura, que se había quedado de un plumazo sin aquella cosa maravillosa que había descubierto. Fue una pérdida catastrófica, la más cruel de las privaciones. Ni siquiera podía mirar las diapositivas poniéndolas a contraluz. Las transparencias en tres dimensiones no son diapositivas convencionales, y se necesita el estereoscopio para traducirlas a imágenes coherentes. Sin aparato, no hay imagen. Sin imágenes, se acabaron los viajes al pasado. Sin viajes al pasado, se terminó la alegría. Otro periodo de luto, otro tiempo de dolor; como si después de traer a los muertos de vuelta a la vida tuviera que enterrarlos otra vez.

»Ésa era la situación cuando lo vi hace dos semanas. El aparato estaba roto y Richard seguía tratando de entender lo que le había sucedido. No podéis imaginar lo que me emocionó su historia. Ver a aquel individuo inculto y vulgar convertido en un filósofo soñador, en un espíritu angustiado en busca de lo inalcanzable. Le dije que estaba dispuesto a hacer cuanto estuviera en mi mano para ayudarlo. Estamos en Nueva York, le recordé, y como en esta ciudad se puede encontrar cualquier cosa que exista en el mundo, tiene que haber alguien que sea capaz de arreglarlo. Richard pareció sentirse un tanto incómodo por mi entusiasmo, pero me agradeció el ofrecimiento y ahí dejamos el asunto. A la mañana siguiente, me puse en movimiento. Hice unas cuantas llamadas, investigué un poco y al cabo de un par de días localicé al dueño de una tienda de cámaras en la calle Treinta y uno Oeste que creía que podía arreglar el estereoscopio. Richard ya había vuelto a Florida, y cuando lo llamé aquella noche para darle la noticia pensé que se entusiasmaría, que enseguida empezaríamos a hablar de cómo embalar el aparato y mandarlo a Nueva York. Pero entonces hubo una larga pausa al otro extremo de la línea. “No sé, John”, dijo Richard al cabo. “Lo he estado pensando mucho desde que nos vimos, y a lo mejor no es tan buena idea que me pase el tiempo mirando esas fotografías. Arlene estaba muy preocupada y yo no prestaba mucha atención a las niñas. Quizá sea mejor así. Hay que vivir en el presente, ¿no es verdad? El pasado, pasado está, y por mucho que mire esas fotos, jamás podré recuperarlo”.

Y así acababa la historia. Un final decepcionante, según John, pero Grace no estaba de acuerdo con él. Después de estar dos meses comunicándose con los muertos, Richard se había puesto en peligro, afirmó ella, y quizá corría el riesgo de caer en una grave depresión. Yo estaba a punto de decir algo en aquel preciso instante, pero justo cuando abría la boca para exponer mi punto de vista, me empezó a sangrar otra vez la nariz. Eso me ocurría desde un par de meses antes de ingresar en el hospital, y aun cuando habían desaparecido casi todos los demás síntomas, aquellas infernales hemorragias persistían, se presentaban siempre, al parecer, en los momentos más inoportunos y nunca dejaban de causarme un fastidio considerable. No soportaba perder el dominio de mí mismo, encontrarme tranquilamente sentado en una habitación como lo estaba aquella noche, por ejemplo, tomando parte en una conversación, notar de pronto que me salía sangre a borbotones y ver cómo se me manchaban la camisa y el pantalón, sin poder hacer ni puñetera cosa por remediarlo. Los médicos me habían dicho que no me preocupara —no había secuelas clínicas, ni señales de problemas inminentes—, pero eso no hacía que me sintiera menos desvalido y avergonzado. Cada vez que me salía sangre de la nariz, me sentía como un niño que se mea en los pantalones.

Me levanté de un salto de la butaca y, llevándome un pañuelo a la cara, me precipité hacia el baño más próximo. Grace me preguntó si necesitaba ayuda, y debí de darle una respuesta un tanto desagradable, aunque no recuerdo lo que dije. «No te molestes», quizá, o «Déjame en paz». Algo con la suficiente mala uva como para que hiciese gracia a John, en cualquier caso, porque recuerdo claramente que oí cómo se reía cuando yo salía de la habitación. «Otra vez la fiel compañera», comentó. «La napia menstruante de Orr. No te deprimas por eso, Sidney. Al menos tienes la seguridad de que no estás embarazado».

La casa tenía dos baños, uno en cada nivel del dúplex. En circunstancias normales habríamos pasado la tarde abajo, en el comedor y la sala de estar, pero la flebitis de John nos había obligado a subir a la segunda planta porque allí era donde él pasaba ahora la mayor parte del tiempo. La habitación del piso de arriba era una especie de salón suplementario, una estancia pequeña, cómoda y agradable, de amplios ventanales, estanterías con libros a lo largo de tres paredes y espacios empotrados para la televisión y el equipo de sonido estereofónico: el enclave perfecto para la convalecencia de un inválido. El cuarto de baño de aquella planta estaba junto al dormitorio de John, y para llegar a él tuve que cruzar el estudio, el cuarto donde escribía. Encendí la luz al entrar, pero estaba demasiado preocupado por la hemorragia para prestar atención a otra cosa. Debí de pasar unos quince minutos en el baño, con la cabeza echada hacia atrás y comprimiéndome las fosas nasales, pero cuando esos antiguos remedios empezaron a surtir efecto ya había perdido tanto líquido que me pregunté si no tendría que acudir al hospital para que me hicieran una transfusión de emergencia. Qué impresión producía el rojo de la sangre contra el blanco del lavabo de porcelana, pensé. Con cuánta viveza llegaba aquel color a la imaginación, vaya sacudida estética. En comparación, los demás fluidos que segregábamos eran pálidos, chorritos apagados. Babas blancuzcas, semen lechoso, meados amarillos, mocos verdosos. Excretábamos colores de otoño e invierno, pero corriendo invisible por nuestras venas, la esencia misma que nos mantenía con vida, estaba el carmesí de un pintor enloquecido: un rojo brillante como pintura fresca.

Cuando cedió el acceso, me quedé un rato frente al lavabo, haciendo lo posible por recuperar un aspecto presentable. Era demasiado tarde para quitarme las salpicaduras de la ropa (se habían solidificado, formando unos circulitos herrumbrosos que embadurnaron el tejido cuando intenté quitarlos), pero me lavé bien la cara y las manos y me mojé el pelo, peinándome después con el peine de John para rematar la tarea. Ya no me daba tanta lástima de mí mismo, me encontraba algo menos maltrecho. Seguía teniendo la camisa y los pantalones adornados con horribles lunares, pero el torrente ya no fluía, y felizmente se me había mitigado el escozor de la nariz.

Al cruzar la habitación de John y entrar en su cuarto de trabajo, eché una mirada al escritorio. No directamente, en realidad, sino abarcando la totalidad de la estancia mientras me dirigía a la puerta, pero allí, rodeado de un surtido de plumas, lápices y desordenados montones de papeles, saltaba a la vista un cuaderno azul de tapa dura bastante similar al que me había comprado en Brooklyn aquella misma mañana. La mesa de un escritor es un lugar sagrado, el santuario más íntimo del mundo, y está prohibido que los extraños se acerquen a él sin permiso. Nunca había estado en el estudio de John, pero me llevé tal sorpresa y sentí tal curiosidad por saber si el cuaderno era igual que el mío, que olvidé la discreción y me acerqué a echar un vistazo. El cuaderno estaba cerrado, puesto sobre un diccionario pequeño, y en el momento en que me agaché para examinarlo, vi que era exactamente igual que el que yo tenía en casa encima del escritorio. Por motivos que sigo sin explicarme, el descubrimiento me produjo una enorme agitación. ¿Qué más daba el tipo de cuaderno que utilizara John? Había vivido un par de años en Portugal, y sin duda aquellos cuadernos serían allí un artículo normal y corriente, fácil de conseguir en cualquier papelería. ¿Por qué no iba a escribir en un cuaderno azul de tapa dura hecho en Portugal? No había razón ni motivo alguno, y sin embargo, dadas las agradables y deliciosas sensaciones que había experimentado por la mañana al comprarme el cuaderno azul, y teniendo en cuenta que aquel mismo día me había pasado varias y fructíferas horas escribiendo en él (mis primeras tentativas literarias en casi un año), sin olvidar que había estado pensando en esos esfuerzos durante toda la noche en casa de John, aquello me pareció una conjunción asombrosa, un numerito de magia negra.

No pensaba mencionarlo al volver al cuarto de estar. Era un poco de locos, en cierto modo, demasiado extravagante y personal, y no quería dar a John la impresión de que había adquirido la costumbre de fisgonear en sus cosas. Pero al entrar en la habitación y verlo tumbado en el sofá, con la pierna en alto y mirando al techo con un tinte sombrío y derrotado en los ojos, cambié súbitamente de idea. Grace estaba abajo, en la cocina, fregando los platos y tirando a la basura los restos de la cena que nos habían traído del restaurante, así que me senté en la butaca que ella había ocupado antes y que por casualidad se encontraba justo a la derecha del sofá, a poco más de medio metro de la cabeza de John. Me preguntó si estaba mejor. Sí, respondí, mucho mejor, y entonces me incliné hacia él y le dije:

—Hoy me ha pasado una cosa de lo más extraña. Esta mañana, dando mi paseo de costumbre, he entrado en una papelería y me he comprado un cuaderno. Era un cuaderno tan exquisito, un objeto tan atractivo y tentador, que enseguida me han dado ganas de escribir. Y en cuanto he llegado a casa, me he sentado a la mesa y me he pasado dos horas y media escribiendo en él.

—Ésa es una buena noticia, Sidney —comentó John—. Has empezado a trabajar otra vez.

—El episodio de Flitcraft.

—Ah, mejor aún.

—Ya veremos. Hasta ahora no son más que notas para un borrador, nada del otro mundo. Pero el cuaderno parece haberme puesto las pilas, y estoy impaciente por utilizarlo mañana otra vez. Es azul oscuro, un tono muy bonito de azul, de tapa dura y con una tira de tela abarcando el lomo. Hecho ni más ni menos que en Portugal, figúrate.

—¿En Portugal?

—No sé en qué ciudad. Pero en la contracubierta hay una etiquetita que dice MADE IN PORTUGAL.

—¿Cómo demonios has encontrado en tu barrio una cosa así?

—Han abierto una papelería nueva, el Palacio de Papel. El dueño se llama Chang. Le quedan otros cuatro.

—Siempre que iba a Lisboa me compraba cuadernos de ésos. Son muy buenos. Muy sólidos. Una vez que se empieza a utilizarlos, no apetece escribir en otro papel.

—Hoy he tenido esa misma sensación. Espero que no signifique que vayan a crearme dependencia.

—Dependencia quizá sea una palabra un poco fuerte, pero es indudable que son sumamente tentadores. Ten cuidado, Sid. Hace años que los utilizo, y sé de lo que estoy hablando.

—Cualquiera que te oiga diría que son peligrosos.

—Depende de lo que escribas. Esos cuadernos son muy agradables, pero también pueden ser crueles, y tienes que estar atento para no perderte.

—Pues tú no pareces muy perdido; acabo de ver uno en tu mesa, cuando salía del baño.

—Compré un montón antes de volver a Nueva York. Lamentablemente, el que has visto es el último que me queda, y casi lo he terminado. No sabía que podían encontrarse en Estados Unidos. Estaba pensando en escribir al fabricante para encargarle unos cuantos.

—El dueño de la tienda me ha dicho que la fábrica ha cerrado.

—Menuda racha tengo. Pero no me sorprende. Al parecer no tienen mucha demanda.

—El lunes puedo comprarte uno, si quieres.

—¿Queda alguno azul?

—Negro, rojo y marrón. Yo he comprado el último azul.

—Lástima. El azul es el único color que me gusta. Como la empresa ha dejado de existir, supongo que ahora tendré que contraer nuevos hábitos.

—Qué curioso, pero cuando los he visto esta mañana, me he ido derecho por el azul. Me atraía mucho, era como si no pudiera resistido. ¿Qué podrá significar eso, en tu opinión?

—No significa nada, Sid. Salvo que estás un poco ido de la cabeza. Y yo estoy tan chalado como tú. Escribimos libros, ¿no es verdad? ¿Qué otra cosa se puede esperar de gente como nosotros?

Las calles de Nueva York están siempre atestadas de gente los sábados por la noche, pero aquélla en particular el gentío era más denso que de costumbre, y entre una cosa y otra tardamos más de una hora en llegar a casa. Grace consiguió parar un taxi frente al portal de John, pero cuando subimos y le dijimos que íbamos a Brooklyn, el taxista alegó que tenía poca gasolina y no podía hacer la carrera. Empecé a montar un follón, pero Grace me cogió del brazo y con mucho tacto me hizo bajar del taxi. Después no volvió a aparecer ninguno, de manera que nos encaminamos a la Séptima Avenida, abriéndonos paso entre escandalosas pandillas de chavales borrachos y una media docena de mendigos trastornados. El Village vibraba de energía aquella noche, una cacofonía de manicomio que amenazaba con un estallido de violencia en cualquier momento, y me resultaba agotador avanzar entre aquel gentío, bien agarrado al brazo de Grace para mantener el equilibrio. Estuvimos más de diez minutos parados en la esquina de Barrow y la Séptima, y hasta que al fin nos paró un taxi, Grace llegó a disculparse unas seis veces por haberme obligado a salir del otro.

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