Nick le dice que no hable. Ahorre fuerzas, le aconseja, y mientras Ed trata de aguantar el dolor que le quema el pecho, que le baja por el brazo izquierdo y le sube hasta la mandíbula, sus pensamientos vuelven a la Oficina de Preservación Histórica. Probablemente voy a pasar un tiempo en el hospital, dice, y me fastidia pensar que se interrumpa el trabajo que hemos empezado. Nick le asegura que está dispuesto a seguir haciéndolo solo y Ed, conmovido por la lealtad de su ayudante, cierra los ojos para contener las lágrimas que involuntariamente se le agolpan en los párpados y le asegura que es una buena persona. Entonces, como está demasiado débil para hacerlo por sí mismo, dice a Bowen que le meta la mano en el bolsillo para cogerle la cartera y el llavero. Nick le saca las dos cosas del pantalón, y un momento después Ed le dice que abra la cartera y coja el dinero que hay dentro. Sólo déjeme veinte pavos, le dice, y quédese con lo demás: un adelanto por servicios prestados. Entonces es cuando Nick se entera de que su verdadero nombre es Johnson, pero enseguida decide que ese descubrimiento no tiene gran importancia y no hace observación alguna. En cambio, cuenta el dinero, que asciende a más de seiscientos dólares, y se guarda el fajo en el bolsillo derecho del pantalón. Y después, en una especie de jadeante letanía, esforzándose por hablar a pesar del dolor, Ed le especifica de dónde son las llaves del llavero: el portal de la pensión, la puerta de su habitación del último piso, el cajetín de la estafeta de correos del barrio, el candado de la puerta de madera de la Oficina y la puerta del apartamento subterráneo. Mientras Bowen introduce en el llavero su propia llave del apartamento, Ed le comunica que esa semana está esperando un envío de guías de teléfono europeas, por lo que Nick no debe olvidarse de pasar el viernes por la estafeta de correos para ver si han llegado. Sigue un largo silencio a esa observación, mientras Ed se recluye en sí mismo y lucha por recobrar de nuevo el aliento, pero justo antes de llegar al hospital abre los ojos y dice a Nick que si quiere puede quedarse en su habitación de la pensión mientras él está en el hospital. Nick lo piensa un momento y luego rechaza el ofrecimiento. Es muy amable por su parte, le dice, pero no hay necesidad de cambiar nada. Estoy contento de vivir en mi agujero.
Permanece unas cuantas horas en el hospital, pues antes de irse quiere asegurarse de que Ed se encuentra fuera de peligro. Han previsto operarlo a la mañana siguiente para hacerle un triple bypass, y a las tres de la tarde, cuando sale del Saint Anselm's, Nick tiene plena confianza en que en su próxima visita Ed estará en vías de franca recuperación. O eso le induce a creer el cardiólogo. Pero nada es seguro en el reino de la medicina, y mucho menos si hay cuchillos que se abren camino entre la carne de cuerpos enfermos, y cuando Edward M. Johnson, más conocido como Ed Victory, expira en la mesa de operaciones el jueves por la mañana, el mismo cardiólogo que ofreció a Nick tan prometedor diagnóstico no puede hacer otra cosa que reconocer que se había equivocado.
Pero Nick ya no está en condiciones de hablar con el médico y preguntarle por qué se ha quedado su amigo en la operación. Menos de una hora después de volver el miércoles al archivo subterráneo, Bowen comete uno de los grandes errores de su vida, y como supone que Ed vivirá —y sigue creyéndolo después de que su jefe haya muerto—, no se da cuenta de la enorme calamidad que ha atraído sobre sí mismo.
Cuando baja la escalera hacia la entrada de la Oficina, lleva el llavero y el fajo de billetes que le ha dado Ed en el bolsillo delantero derecho del pantalón. Después de abrir el candado de la puerta de madera se guarda las llaves en el bolsillo izquierdo de los viejos pantalones del ejército que ha comprado en la tienda de ropa usada. Da la casualidad de que ese bolsillo tiene un gran agujero, y por ahí se le caen las llaves, que se van deslizando por su pierna hasta aterrizar a sus pies. Se agacha y las recoge, pero en vez de volver a guardárselas en el bolsillo derecho, se las queda en la mano, las lleva al sitio donde tiene intención de empezar a trabajar, y las deja en un anaquel delante de una fila de guías de teléfono; sólo para que no le abulten en los pantalones y se le claven en la pierna cuando empiece a agacharse y levantarse para coger los volúmenes y cambiarlos de sitio. En el subsuelo, la atmósfera es especialmente húmeda ese día. Nick trabaja media hora, esperando entrar en calor con el ejercicio, pero siente que el frío lo está calando hasta los huesos, y por fin decide retirarse al apartamento del fondo de la sala, que dispone de un calentador eléctrico portátil. Recuerda las llaves, vuelve al sitio donde ha dejado el llavero y de nuevo se queda con ellas en la mano. Pero en vez de ir derecho al apartamento se pone a pensar en la guía de teléfonos de Varsovia de 1937/38 que le llamó la atención el primer día que fue con Ed a la Oficina. Va a buscada al otro extremo de la estancia, con idea de llevársela al apartamento y examinarla durante el descanso. De nuevo deja las llaves en un estante, pero esta vez, absorto en la búsqueda del volumen, se olvida de cogerlas cuando localiza la guía. En circunstancias normales, aquello no habría causado problema alguno. Al necesitar las llaves para abrir la puerta del apartamento, y una vez percatado del error, habría vuelto a recogerlas. Pero aquella mañana, en el frenesí subsiguiente al inesperado ataque de Ed, la puerta se había quedado abierta, y mientras se dirige ahora hacia allí, hojeando ya las páginas de la guía de teléfonos de Varsovia y pensando en alguna de las historias truculentas que Ed le ha contado en relación con 1945, Nick está lo bastante distraído como para no prestar atención a lo que hace. Si en un momento dado llega a pensar en las llaves, dará por sentado que las lleva en el bolsillo derecho, así que entra directamente en la habitación, enciende la luz del techo y cierra la puerta de una patada, quedándose por tanto encerrado. Ed ha instalado una puerta de cierre automático, y una vez que alguien entra en el cuarto, no puede salir a menos que utilice la llave para abrir la puerta desde dentro.
Como imagina que lleva la llave en el bolsillo, Nick sigue sin darse cuenta de lo que ha hecho. Enciende el calentador eléctrico, se sienta en la cama y empieza a leer la guía de Varsovia con más detenimiento, prestando plena atención a sus amarillentas y quebradizas páginas. Pasa una hora, y cuando Nick siente que ha entrado en calor lo suficiente para volver al trabajo, se da finalmente cuenta de su error. Su primera reacción es reírse, pero a medida que va percibiendo la escalofriante realidad de lo que ha hecho, deja de reír y se pasa dos horas intentando frenéticamente encontrar el modo de salir de allí.
Se trata de un refugio antiatómico, no de una habitación vulgar y corriente, y los muros de doble aislamiento tienen un metro veinte de espesor, el suelo de hormigón se prolonga noventa centímetros bajo sus pies, e incluso el techo, que Bowen considera el sitio más vulnerable, está construido con una mezcla de yeso y cemento tan sólida como inexpugnable. Los conductos de ventilación corren a lo largo de la parte alta de las cuatro paredes, pero después de que Bowen logra soltar una de las rejillas de su firme marco metálico, comprende que la abertura es demasiado estrecha para que un hombre pueda pasar a través de ella, incluso alguien de cuerpo menudo como él.
En la superficie, bajo la luminosidad del sol de la tarde, la mujer de Nick está pegando carteles con su retrato en todos los muros y farolas del centro de Kansas City, y al día siguiente, cuando los residentes de la zona se levanten de la cama y se dirijan a la cocina a tomar el café del desayuno, se encontrarán frente a la misma fotografía que figura en la página siete del periódico de la mañana: ¿HA VISTO A ESTE HOMBRE?
Agotado por el esfuerzo, Bowen se sienta en la cama y trata de volver a examinar con calma la situación. Pese a todo, decide que no hay necesidad de dejarse llevar por el pánico. El frigorífico y los aparadores están llenos de comida, hay abundante provisión de agua y cerveza, y en el peor de los casos estaría en condiciones de aguantar dos o tres semanas con relativa comodidad. Pero la cosa no durará tanto, dice para sus adentros, ni la mitad de eso. Ed saldrá del hospital dentro de unos días, y una vez que recupere la movilidad lo suficiente para volver a bajar la escalera, vendrá a la Oficina y lo liberará.
Como no puede hacer otra cosa, Bowen se resigna a que alguien ponga fin a su confinamiento solitario, esperando hacer suficiente acopio de paciencia y fortaleza para soportar su absurda situación. Pasa el tiempo leyendo el manuscrito de
La noche del oráculo
y examinando detenidamente el contenido de la guía de teléfonos de Varsovia. Medita, sueña y hace unas mil flexiones diarias. Traza planes para el futuro. Procura no pensar en el pasado. Aunque no cree en Dios, se dice a sí mismo que Dios lo está poniendo a prueba; y que no debe dejar de asumir su mala fortuna con gracia y espíritu ecuánime.
Cuando el autocar de Rosa Leightman llega a Kansas City el domingo por la noche, Nick lleva cinco días encerrado en la habitación. La liberación está próxima, dice para sí, Ed aparecerá en cualquier momento, y diez minutos después de haber pensado en eso la bombilla del techo se funde y Nick se encuentra sentado, solo y a oscuras, mirando la espiral anaranjada que fulgura en el calentador eléctrico.
Los médicos me habían dicho que la recuperación dependía de llevar un horario regular y dormir todas las noches un número determinado de horas. Trabajar hasta las tres de la madrugada no era precisamente una medida inteligente, pero había estado tan absorto en el cuaderno azul que no me había dado cuenta de cómo pasaba el tiempo, y cuando me metí en la cama al lado de Grace a las cuatro menos cuarto, comprendí que probablemente tendría que pagar las consecuencias de haberme saltado el régimen. Otra hemorragia nasal, quizá, o un nuevo acceso de temblores, o una prolongada jaqueca de gran intensidad: algo que prometía desequilibrarme el organismo y hacer que el día siguiente fuera más difícil que los demás. Sin embargo, cuando abrí los ojos a las nueve y media no me sentía peor que de costumbre al despertarme por la mañana. A lo mejor el remedio no era descansar, observé para mis adentros, sino escribir. El trabajo quizá fuera la medicina que necesitaba para volver a ponerme en plena forma.
Después de sus vómitos del domingo, había dado por supuesto que Grace se tomaría el lunes libre, pero cuando me di la vuelta para ver si seguía durmiendo, descubrí que su lado de la cama estaba vacío. Miré en el baño, pero allí no estaba. Cuando fui a la cocina, encontré una nota sobre la mesa.
Me encuentro mucho mejor
, decía.
Gracias por portarte tan bien conmigo anoche. Eres un verdadero sol Sid, Equipo Azul de pies a cabeza
. Luego, después de firmar con su nombre, había añadido una posdata al pie de la página.
Casi se me olvida. Nos hemos quedado sin celo y quiero envolver el regalo de cumpleaños de mi padre esta noche para que lo reciba a tiempo. ¿Podrías comprar un rollo cuando vayas a darte el paseo?
Era consciente de que sólo se trataba de un pequeño detalle, pero ese encargo parecía simbolizar todo lo bueno que tenía Grace. Trabajaba de diseñadora gráfica en una importante editorial de Nueva York, y si había algo de lo que su departamento estaba bien aprovisionado era de celo. Casi todos los oficinistas de Estados Unidos roban en el trabajo. Hordas de asalariados se meten rutinariamente en el bolsillo montones de bolígrafos, lápices, sobres, clips y gomas elásticas, y muy pocos sienten el más mínimo remordimiento de conciencia por esos mezquinos hurtos. Pero Grace no era de esas personas. No tenía nada que ver con el miedo de que la pillaran: sencillamente nunca se le había pasado por la cabeza coger algo que no fuera suyo. No por respeto a la ley, ni debido a una rectitud mojigata, ni tampoco porque la formación religiosa de su infancia le hubiese enseñado a temblar ante las exhortaciones de los Diez Mandamientos, sino porque la idea de robar era ajena al concepto que tenía de sí misma, contraria a la forma en que ella quería vivir. Puede que no le gustara mucho la sugerencia, pero Grace era del Equipo Azul hasta la médula, y me conmovió el hecho de que se hubiera molestado en sacar el tema a relucir en la nota. Constituía su modo de decirme que lamentaba su pequeña salida de tono en el taxi el sábado por la noche, una manera discreta y enteramente típica de pedir disculpas. Gracie en su más pura esencia.
Me tragué las cuatro pastillas que debía tomarme por las mañanas con el desayuno, me bebí el café, comí un par de tostadas, y luego me dirigí al fondo del pasillo y abrí la puerta de mi cuarto de trabajo. Pensaba que podría seguir con la historia hasta la hora del almuerzo, después de lo cual saldría a hacer otra visita a la tienda de Chang: no sólo para comprarle el celo a Grace, sino para llevarme todos los cuadernos portugueses que todavía quedaran. No me importaba que no fuesen azules. Negros, rojos y marrones me servirían lo mismo, y quería tener a mano tantos como fuese posible. No para aquel momento, quizá, sino para acumular reservas para futuros proyectos, y cuanto más retrasara la vuelta a la tienda de Chang, más posibilidades habría de que se hubieran agotado.
Hasta entonces, escribir en el cuaderno azul no me había dado más que satisfacciones, una vertiginosa y frenética sensación de plenitud. Las palabras fluían fácilmente de mi interior, como dictadas por una voz que hablara en el cristalino lenguaje de los sueños, las pesadillas y la libre asociación de ideas. La mañana del 20 de septiembre, sin embargo, dos días después del día en cuestión, aquella voz enmudeció de pronto. Abrí el cuaderno y, cuando bajé la vista a la página que tenía ante mí, me di cuenta de que estaba perdido, de que ya no sabía lo que estaba haciendo. Había metido a Bowen en la habitación. Había cerrado la puerta a cal y canto y cortado la luz, y ahora no tenía la menor idea de cómo sacarlo de allí. Me pasaron por la cabeza docenas de soluciones, pero todas parecían trilladas, artificiales, insípidas. Dejar a Nick atrapado en el refugio antiatómico subterráneo era una idea cautivadora para mí —a la vez espeluznante y misteriosa, más allá de toda explicación racional— y no quería abandonarla. Pero, una vez impulsada la historia en esa dirección, me había apartado de la premisa inicial del ejercicio. Mi personaje ya no iba por el camino que Flitcraft había seguido. Hammett concluye su parábola con un giro claramente cómico, y aunque tiene cierto aire de inevitable, ese desenlace resulta un tanto previsible para mi gusto. Tras vagabundear un par de años, Flitcraft acaba parando en Spokane, donde se casa con una mujer que es casi clavada a su primera esposa. Así se lo dice Sam Spade a Brigid O'Shaughnessy: «No creo que se diera cuenta siquiera de que, con la mayor naturalidad del mundo, había vuelto a atarse a la misma rutina de la que había huido en Tacoma. Pero ésa es la parte que siempre me ha gustado. Se adaptó al hecho de que las vigas caían, y cuando dejaron de caer, se adaptó al hecho de que no cayeran». Efectista, simétrico e irónico; pero sin la fuerza suficiente para el tipo de historia que a mí me interesaba contar. Permanecí más de una hora sentado a la mesa con la pluma en la mano, pero no escribí una palabra. Quizá era a eso a lo que se refería John cuando mencionó la «crueldad» de los cuadernos portugueses. Te lanzas a volar en ellos durante un tiempo, arrastrado por cierta sensación de poderío personal, como un Superman surcando como el rayo el cielo azul y la capa ondeando al viento, pero entonces, sin previo aviso, te caes y te estrellas contra el suelo. Después de tanta excitación y tanto hacerse ilusiones (incluso, lo confieso, hasta el punto de imaginar que podía convertir la historia en una novela), me sentía asqueado, lleno de vergüenza por haber permitido que tres docenas de páginas escritas a toda prisa me engañaran haciéndome pensar que de pronto había dado un vuelco súbito a las cosas. Lo único que había conseguido era volver a ponerme contra las cuerdas. A lo mejor había alguna salida, pero de momento yo no alcanzaba a verla. Lo único que veía aquella mañana era a mi desventurado hombrecillo sentado a oscuras en la habitación subterránea, esperando que alguien lo rescatara.