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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (14 page)

BOOK: La noche del oráculo
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Si había algo que me atraía del libro, era la idea subyacente, la noción misma del viaje a través del tiempo. Pero me parecía que, en cierto modo, Wells se las había arreglado para entender mal también eso. Había enviado a su protagonista al futuro, pero cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de que la mayoría de nosotros habría preferido ir a parar al pasado. La historia de Trause sobre su cuñado y el estereoscopio era un buen ejemplo del dominio que los muertos siguen ejerciendo sobre nosotros. Si me dieran a elegir entre ir adelante o hacia atrás, yo desde luego no lo dudaría. Preferiría con mucho encontrarme entre los que ya no viven que con los que aún no han nacido. Con tantísimos enigmas históricos por resolver, ¿es posible no sentir curiosidad por saber cómo era el mundo en, digamos, la Atenas de Sócrates o la Virginia de Thomas Jefferson? O, como el cuñado de Trause, ¿cómo resistirse al impulso de volver a encontrarse con los seres queridos que ya no están con nosotros? ¿Ver a tu padre y a tu madre el día que se conocieron, por ejemplo, o hablar con tus abuelos cuando eran pequeños? ¿Acaso rechazaría alguien esa oportunidad a cambio de un vistazo a un futuro desconocido e incomprensible? Lemuel Flagg veía el futuro en
La noche del oráculo
, y eso acabó con su vida. No queremos saber cuándo vamos a morir ni cuándo va a traicionamos la persona a quien amamos. Pero nos encantaría saber cómo eran los muertos antes de morir, conocer a los muertos cuando estaban vivos.

Comprendía que Wells necesitara enviar a su personaje hacia delante en el tiempo con objeto de exponer su punto de vista sobre las injusticias del sistema de clases inglés, que podría exagerarse hasta niveles catastróficos si se situaba en el futuro, pero, aun concediéndole el derecho de hacerlo, en el libro había un problema más grave. Si alguien que viviera en Londres en el siglo XIX podía inventar una máquina del tiempo, entonces era lógico que otras personas que vivieran en el futuro estuvieran en condiciones de hacer lo mismo. Si no por sí mismas, al menos con ayuda del viajero del tiempo. Y si la gente de futuras generaciones pudiera viajar hacia delante y hacia atrás en el tiempo a través de los años y los siglos, entonces tanto el pasado como el futuro estarían llenos de personas que no pertenecerían a la época que estuvieran visitando. Al final, todas las épocas estarían contaminadas, abarrotadas de intrusos y turistas de otras eras, y una vez que la gente del futuro hiciera sentir su influencia en los hechos del pasado y la gente del pasado empezara a influir en los acontecimientos del futuro, la naturaleza del tiempo se modificaría. En vez de ser una continua progresión de discretos momentos que avanzan lentamente en una sola dirección, se disgregaría y se convertiría en una vasta y difusa nebulosa. Sencilla y llanamente, en cuanto una persona empezara a viajar en el tiempo, el tiempo tal como lo conocemos se destruiría.

Pero cincuenta mil dólares era mucho dinero, y no estaba dispuesto a permitir que unas cuantas contradicciones lógicas se interpusieran en mi camino. Dejé el libro y empecé a deambular por el apartamento, entrando y saliendo de las habitaciones, recorriendo con la vista los títulos de los libros en las estanterías, apartando los visillos y mirando por la ventana a la calle bañada por la lluvia, hasta pasar un par de horas sin hacer absolutamente nada. A las siete, fui a la cocina a preparar algo de cena para cuando Grace volviera de Manhattan. Una tortilla de champiñones, ensalada verde, patatas hervidas y brécol. Mis habilidades culinarias eran limitadas, pero una vez había trabajado en la plancha de una cafetería y no se me daba mal improvisar cenas sencillas y rápidas. La primera tarea consistía en pelar las patatas, y en cuanto empecé a poner las mondas en una bolsa de papel marrón me vino finalmente la trama de la historia. No era más que un principio, con muchas aristas por pulir y multitud de detalles que debían añadirse más tarde, pero me sentí satisfecho. No porque me pareciese buena, sino porque pensaba que podía gustar a Bobby Hunter, cuya opinión era la única que contaba.

Iba a haber dos viajeros del tiempo, según decidí, un hombre del pasado y una mujer del futuro. La acción saltaría de uno a otro hacia atrás y hacia delante hasta que emprendieran sus respectivos viajes, y entonces, más o menos hacia la tercera parte de la película, se encontrarían en el presente. Aún no sabía qué nombre ponerles, pero de momento los llamaba Jack y Jill.

Jack es parecido al personaje del libro de Wells, pero norteamericano, no inglés. Estamos en 1895 y vive en un rancho de Texas, tiene veintiocho años y es hijo de un magnate del ganado, ya fallecido. Independiente y adinerado, sin interés alguno en proseguir el negocio de su padre, deja la administración del rancho en manos de su madre y su hermana mayor y se dedica a la investigación científica y la experimentación. Al cabo de dos años de incesantes trabajos y fracasos, logra construir una máquina del tiempo. Emprende su primer viaje. No a miles de años en el futuro, como hace el personaje de Wells, sino sólo sesenta y ocho años hacia delante, y desembarca de su reluciente artefacto en un fresco y soleado día de noviembre de 1963.

Jill pertenece al mundo de mediados del siglo XXII. En esa época se domina la técnica del viaje a través del tiempo, aunque sólo se practica rara vez, y su utilización es objeto de severas restricciones. Consciente de los posibles desastres y rupturas, el gobierno no permite realizar más que un viaje por persona. No por el placer de visitar otros momentos de la historia, sino como un rito de iniciación en la vida adulta, lo cual se produce al cumplir los veinte años. Se celebra una fiesta en honor del protagonista del acontecimiento, y esa misma noche se le envía al pasado para que transite por el mundo durante un año y observe la vida de sus antepasados. Se empieza unos doscientos años antes de la propia fecha de nacimiento, más o menos unas siete generaciones atrás, y luego se va avanzando poco a poco hacia delante hasta llegar de nuevo al punto del presente histórico de partida. El objeto del viaje consiste en aprender humildad y compasión, tolerancia hacia los semejantes. Entre los cientos de antepasados que puede encontrar en la travesía, todo el espectro de las posibilidades humanas desfila ante el viajero, todos los números de la lotería genética acabarán saliendo. El viajero comprenderá que procede de un inmenso crisol de contradicciones y que entre sus antecesores se encuentran mendigos y locos, santos y héroes, tullidos y seres hermosos, espíritus amables y criminales violentos, altruistas y ladrones. Al ver tantas vidas al descubierto en tan poco espacio de tiempo, el viajero adquiere una nueva comprensión de sí mismo y de su lugar en el mundo. Se ve como un elemento de un vasto conjunto, y se ve como un individuo diferenciado, un ser sin precedentes con un futuro personal insustituible. Y entiende, por último, que sobre él recae la exclusiva responsabilidad de ser quien es.

Se han de cumplir determinadas normas a todo lo largo del viaje. No debe revelarse la verdadera identidad; no debe interferirse en los actos de nadie; a nadie debe permitirse la entrada en la máquina. El quebrantamiento de alguna de esas normas supone el destierro de la propia época y la condena al exilio de por vida.

La historia de Jill empieza en la mañana de su vigésimo aniversario. Una vez que concluye la fiesta, se despide de sus padres y amigos y se abrocha el cinturón en su máquina del tiempo, facilitada por el gobierno. Lleva consigo una larga lista de nombres, un expediente de los antepasados con quienes se encontrará en la travesía. En el cuadro de mandos el dial señala el 20 de noviembre de 1963, exactamente doscientos años antes de su nacimiento. Estudia los papeles por última vez, se los guarda en el bolsillo y enciende el motor de la máquina. Diez segundos después, con sus amigos y su familia lanzándole emotivos adioses, la máquina desaparece como por ensalmo y Jill emprende el viaje.

La máquina de Jack se ha detenido en un prado a las afueras de DalIas. Es el 27 de noviembre, cinco días después del asesinato de Kennedy, y Oswald ya ha muerto, tiroteado por Jack Ruby en un pasaje de los sótanos del Ayuntamiento. A las seis horas de su llegada, Jack ha leído bastantes periódicos y escuchado suficientes boletines de noticias en la radio y la televisión como para comprender que ha llegado en medio de una tragedia nacional. Él ha vivido otro asesinato presidencial (Garfield, en 1881), y tiene un recuerdo doloroso del trauma y el caos que aquello produjo. Considera el problema durante un par de días, preguntándose si tiene el derecho moral de alterar los hechos de la historia, y al final concluye que sí lo tiene. Intervendrá por el bien de su país; hará todo lo que esté en su mano para salvar la vida de Kennedy. Vuelve a su máquina del tiempo, inmóvil en medio del prado, pone el dial del cronómetro en el 20 de noviembre y viaja nueve días hacia atrás en el tiempo. Cuando sale de la cabina de la nave, se encuentra a unos tres metros de otra máquina del tiempo: una versión del siglo XXII, de líneas estilizadas. Jill, algo mareada y con el pelo alborotado, pone pie a tierra. Al ver a Jack parado delante de ella, mirándola con absoluta estupefacción, se mete la mano en el bolsillo y saca la lista de nombres. Disculpe, señor, le dice, me pregunto si por casualidad sabe dónde podría encontrar a un tal Lee Harvey Oswald.

A partir de ahí no sabía muy bien adónde ir. Estaba seguro de que Jack y Jill iban a enamorarse (al fin y al cabo, era para Hollywood), y también de que Jack acabaría convenciéndola de que lo ayudara a impedir que Oswald asesinara a Kennedy, aun a riesgo de convertirla en una fugitiva de la justicia, de condenarla a no volver a su propia época. El día 22 por la mañana sorprenderían a Oswald justo en el momento en que entraba en la Biblioteca Escolar de Texas, en DalIas, armado con el rifle, lo atarían y lo retendrían como rehén durante varias horas. Y sin embargo, pese a todos sus esfuerzos, nada cambiaría. A Kennedy lo matarían y la historia de Estados Unidos no se vería alterada en lo más mínimo. Oswald, al proclamarse cabeza de turco, había dicho la verdad. Hubiera o no disparado contra el presidente, no fue el único tirador implicado en la conspiración.

Como Jill ya no puede volver a casa, y Jack no puede soportar la idea de abandonarla porque se ha enamorado de ella, deciden quedarse en 1963. En la escena final de la película, destruyen sus máquinas del tiempo y las entierran en el prado. Luego, con el sol alzándose frente a ellos, se alejan en la mañana del 23 de noviembre: dos jóvenes que han renunciado a su pasado, preparándose para afrontar juntos el futuro.

Una verdadera chorrada, desde luego, literatura fantástica de lo peorcito, pero como película parecía posible, y eso era todo lo que pretendía: producir algo que encajara en la fórmula que ellos querían. No se trataba de prostitución sino más bien de un arreglo económico, y no me asaltaban dudas sobre la conveniencia de aceptar trabajos de encargo si con ello me agenciaba un montón de dinero, que buena falta me hacía. Había pasado un día fatal, primero con el fracaso para llevar adelante la historia que estaba escribiendo, luego con el sobresalto al descubrir que la papelería de Chang había cerrado y, para terminar, el horripilante artículo que había leído a la hora de comer. Aunque sólo fuera por eso, pensar en
La máquina del tiempo
me había servido de agradable distracción, y cuando Grace entró por la puerta a las ocho y media, me encontraba relativamente animado. Tenía la mesa puesta, una botella de vino blanco en el frigorífico y la tortilla preparada y lista para echarla a la sartén. Se sorprendió un poco de que la hubiera esperado, me parece, pero no hizo ningún comentario al respecto. Parecía agotada, mostraba círculos oscuros bajo los ojos y cierta pesadez de movimientos. Después de ayudarla a quitarse el abrigo, la llevé inmediatamente a la cocina y la senté a la mesa.

—Come —le dije—. Estarás hambrienta.

Le puse un plato de ensalada y pan y me dirigí al fogón a preparar la tortilla.

Me felicitó por la cena, pero aparte de eso casi no habló mientras comíamos. Me alegraba ver que había recuperado el apetito, pero al mismo tiempo parecía estar en otra parte, menos presente que de costumbre. Cuando le conté lo del paseo para comprar el celo y el misterioso cierre de la papelería de Chang, apenas me escuchó. Estuve tentado de hablarle de la oferta del guión, pero no me pareció el momento adecuado. Tal vez después de cenar, pensé, y entonces, justo cuando me levanté para empezar a quitar la mesa, alzó la cabeza, me miró y dijo:

—Me parece que estoy embarazada, Sid.

Soltó la noticia de manera tan brusca, que no se me ocurrió otra cosa que hacer salvo volverme a sentar en la silla.

—Hace ya casi seis semanas desde la última vez que tuve el periodo. Ya sabes lo regular que soy. Y todos esos vómitos de ayer. ¿Qué otra cosa puede ser?

—No pareces muy contenta —observé al cabo.

—No sé cómo reaccionar. Siempre hemos hablado de tener niños, pero éste parece el peor momento posible.

—No necesariamente. Si la prueba da positivo, ya se nos ocurrirá algo. Eso es lo que hace todo el mundo. No somos idiotas, Grace. Ya encontraremos el modo.

—El apartamento es muy pequeño, no tenemos dinero y dentro de tres o cuatro meses tendré que dejar de trabajar. Si estuvieras completamente recuperado, nada de eso tendría importancia. Pero estás muy lejos de haberte repuesto del todo.

—Te he dejado embarazada, ¿no? ¿Quién dice que no estoy recuperado? En todo caso, no me pasa nada en las tuberías.

Grace sonrió.

—De modo que tú votas que sí.

—Pues claro.

—Eso hace un sí y un no. Y, ahora, ¿cómo hacemos?

—No lo dirás en serio.

—¿Qué quieres decir?

—Abortar. No estarás pensando en quitártelo de en medio, ¿verdad?

—No sé. Es una idea horrible, pero lo mejor sería olvidarnos de niños durante un tiempo.

—Los casados no matan a sus hijos. Cuando se quieren, no.

—No digas cosas horribles, Sidney. No me gusta.

—Anoche dijiste: «Sigue queriéndome, y todo lo demás se arreglará solo». Eso es lo que intento hacer. Quererte y cuidar de ti.

—Eso no es amor. Es tratar de saber qué es lo mejor para nosotros.

—Ya lo sabes, ¿verdad?

—¿Qué tengo que saber?

—Que estás embarazada. No es que creas que estás embarazada. Ya sabes que estás embarazada. ¿Cuándo te has hecho la prueba?

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