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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (16 page)

BOOK: La noche del oráculo
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—Lástima que estés casado —musitó—. Tú y yo habríamos hecho muy buenas migas juntos, Sid.

Angela siempre andaba tomándome el pelo con esas cosas, y al cabo de tres años de asidua práctica habíamos elaborado un numerito muy logrado. Cumpliendo con mi papel, le di la respuesta que esperaba.

—Nada es eterno. Ten un poco de paciencia, ángel mío, y antes o después acabaré siendo libre.

No tenía sentido volver a Brooklyn inmediatamente, así que decidí dar mi paseo vespertino en el Village, y luego rematar la excursión tomando un bocado en cualquier sitio antes de coger el metro y volverme a casa. Dejé la Quinta Avenida y me encaminé en dirección oeste, dando una vuelta por la calle Doce, con sus bonitas casas de piedra rojiza y sus arbolitos bien cuidados, y al pasar por delante de la Escuela Nueva y acercarme a la Sexta Avenida ya estaba completamente absorto en mis pensamientos. Bowen seguía atrapado en la habitación y, con los inquietantes detalles del sueño de Grace aún resonando en mi cabeza, se me habían ocurrido varias ideas nuevas sobre la historia. En algún momento perdí la noción de dónde estaba, y durante treinta o cuarenta minutos deambulé como un ciego por las calles, más en aquella estancia subterránea de Kansas City que en Manhattan, prestando muy escasa atención a las cosas que me rodeaban. Y no fue hasta que me encontré en la calle Hudson, pasando sin prisas por delante del escaparate de la Taberna del Caballo Blanco, cuando mis piernas dejaron finalmente de moverse. Me había entrado apetito, descubrí de pronto, y una vez que fui consciente de ello, dejé de pensar y centré la atención en el estómago. Ya podía sentarme a comer.
[10]

En una época frecuenté asiduamente el Caballo Blanco, pero hacía años que no entraba, y en cuanto abrí la puerta me alegré de ver que nada había cambiado. Seguía siendo la misma tasca de siempre, con sus paneles de madera, el ambiente lleno de humo, las mesas llenas de marcas y las sillas tambaleantes, el serrín por el suelo, el reloj en la pared del fondo. Todas las mesas estaban ocupadas, pero en la barra había algún que otro hueco. Me senté en un taburete y pedí una hamburguesa y una cerveza. Rara vez bebía durante el día, pero el hecho de encontrarme en el Caballo Blanco me produjo nostalgia (el recuerdo de todas aquellas horas pasadas allí entre los diecinueve y los veintiún años), y decidí brindar por los viejos tiempos. Sólo después de haber pedido la consumición al camarero miré a un lado y me fijé en el parroquiano sentado a mi derecha. Lo había visto de espaldas al entrar en la taberna, un individuo delgado con un jersey marrón, encogido sobre un vaso, y algo en su postura activó una señal en mi cabeza. No supe por qué. Porque lo conocía, tal vez. O por un motivo aún más recóndito: la memoria de otro parroquiano con jersey marrón que años atrás había visto sentado en la misma postura, un fragmento liliputiense del remoto pasado. Aquel hombre tenía la cabeza inclinada y la mirada fija en el vaso, que estaba medio lleno de whisky escocés o de bourbon. Sólo podía verlo de perfil, parcialmente oculto por la mano izquierda, pero no cabía la menor duda de que aquel rostro era el de alguien a quien había creído que no volvería a ver nunca más. M. R. Chang.

—¿Qué tal está, señor Chang? —lo saludé.

Al oír su nombre, Chang volvió la cabeza con expresión abatida. Parecía estar un poco borracho y al principio no se acordaba bien de mí, pero luego sus rasgos se fueron iluminando poco a poco.

—Ah —dijo—. Señor Sidney. Señor Sidney O. Buen tipo.

—Ayer volví a su tienda —respondí—, pero todo había desaparecido. ¿Qué ha pasado?

—Gran problema —contestó Chang, que, al borde de las lágrimas, sacudió la cabeza y bebió un trago de su copa—. El dueño subió alquiler. Dije que tenía contrato, pero él rió y dijo que embargaba mercancía con juez si no pagaba dinero en mano lunes mañana. Así que recogí tienda sábado noche y me fui. Todos mafiosos en ese barrio. Te matan a tiros si no haces lo que mandan.

—Debería contratar a un abogado y denunciarlo.

—Nada de ahogado. Mucho dinero. Mañana busco otro local. En Queens o Manhattan, quizá. Adiós Brooklyn. Palacio de Papel, fracaso. Gran sueño americano, fracaso.

No debí dejarme llevar por la compasión, pero cuando Chang me invitó a una copa, no tuve valor para decir que no. Ingerir whisky escocés a la una de la tarde no estaba en la lista de las múltiples terapias prescritas por el médico. Peor aún, ahora que Chang y yo habíamos hecho amistad y estábamos en plena conversación, me sentí obligado a corresponder y pedí otra ronda. Lo cual acabó siendo una cerveza y dos whiskys dobles en una hora aproximadamente. No lo suficiente para llegar a la embriaguez total, pero sí para tener una agradable sensación de levedad, y con mi habitual reserva debilitándose progresivamente a medida que pasaba el tiempo, empecé a hacer a Chang una serie de preguntas personales acerca de su vida en China y de cómo había venido a parar a Estados Unidos: algo a lo que jamás me hubiera atrevido de no haber bebido unas copas. Muchas de las cosas que me dijo me dejaron perplejo. Su capacidad de expresarse en inglés fue deteriorándose en proporción directa con su ingestión de alcohol, pero entre la plétora de historias sobre su infancia en Pekín, la revolución cultural y su peligrosa fuga del país a través de Hong Kong, hay una que destaca en particular, sin duda porque me la contó al principio de la conversación.

—Mi padre era profesor de matemáticas —empezó diciendo—, y daba clases en Instituto de Enseñanza Media Número Once de Pekín. Cuando llega revolución cultural, dicen que es de la Banda Negra, individuo burgués y reaccionario. Un día, guardias rojos ordenan a Banda Negra que saquen de la biblioteca todos los libros no escritos por presidente Mao. Los azotan con cinturones para obligarlos a hacerlo. Son libros malos, afirman. Divulgan ideas capitalistas y revisionistas, y hay que quemarlos. Mi padre y demás profesores de Banda Negra llevan los libros al campo de juego. Guardias rojos gritan y los golpean para que vayan deprisa. Una y otra vez cargan con grandes montones, y hacen una enorme montaña de libros. Guardias rojos les prenden fuego, y mi padre se pone a llorar. Y por eso lo azotan con sus cinturones. Luego el fuego crece y da mucho calor, y guardias rojos empujan a Banda Negra hasta borde de llamas. Los obligan a bajar cabeza, a inclinarse. Dicen que el fuego de la gran revolución cultural es su juez. Es un caluroso día de agosto, con sol tremendo. Mi padre tiene ampollas en cara y brazos, heridas y cardenales en toda la espalda. En casa, mi madre llora al verlo. Mi padre llora. Todos lloramos, señor Sidney. A la semana siguiente, detienen a mi padre y nos mandan a todos a trabajar al campo. Entonces empiezo a odiar a mi país, a mi China. Desde aquel día, no hago más que soñar con Estados Unidos. En China tengo mi gran sueño americano, pero en América no hay sueño. Este país también es malo. En todos sitios igual. Gente mala y podrida. Todos los países malos y podridos.
[11]

Cuando apuré el segundo Cutty Sark, dije a Chang que era hora de marcharme y le estreché la mano. Eran las dos y media, le expliqué, y tenía que volver a Cobble Hill y hacer la compra para la cena. Chang pareció decepcionado. Yo no sabía lo que esperaba de mí, pero quizá pensaba que estaba dispuesto a pasarme el día de juerga con él.

—Ningún problema —acabó diciendo—. Lo llevaré a casa.

—¿Tiene coche?

—Pues claro. Todo el mundo tiene coche. ¿Usted no?

—No. En realidad, en Nueva York no es necesario.

—Vamos, señor Sid. Usted me da ánimos, me devuelve alegría. Y ahora yo lo llevo a casa.

—No, gracias. En su estado no se debe conducir. Tiene una buena merluza.

—¿Merluza?

—Ha bebido mucho.

—Tonterías. M. R. Chang está sobrio como un juez.

Sonreí al escuchar esa expresión tan norteamericana, y, al ver que me hacía gracia, Chang se echó de pronto a reír. Era el mismo estallido entrecortado del sábado, cuando soltó aquellas carcajadas en la papelería.
Ja-ja-ja. Ja-ja-ja
. Una hilaridad que resultaba desconcertante, seca e impersonal a la vez, sin ese timbre vibrante y cadencioso que suele oírse en la risa de la gente. Para demostrar su afirmación, se bajó de un salto del taburete y empezó a andar de un lado para otro por el local, exhibiendo su capacidad de mantener el equilibrio y caminar en línea recta. Para ser justos con él, debo reconocer que pasó la prueba. Sus movimientos eran espontáneos y naturales, y parecía estar en pleno dominio de sus facultades. Comprendiendo que no había forma de convencerlo, que su apasionada decisión de llevarme a casa era inquebrantable, cedí de mala gana y acepté su ofrecimiento.

Tenía el coche aparcado a la vuelta de la esquina, en la calle Perry: un flamante Pontiac rojo con ruedas blancas y techo corredizo. Le dije a Chang que me recordaba a un tomate maduro, pero no le pregunté cómo era posible que alguien como él, un sedicente fracasado americano, hubiera podido comprarse un vehículo tan costoso. Con evidente orgullo, me abrió la puerta y me hizo subir al asiento del pasajero. Luego, dando unas palmaditas al capó mientras daba la vuelta por la parte delantera del coche, subió a la acera y abrió la otra puerta. Una vez que se instaló al volante, se volvió hacia mí y sonrió.

—Chapa maciza —observó.

—Sí —respondí—. Muy impresionante.

—Póngase cómodo, señor Sid. Asientos reclinables. Se tumban del todo.

Se inclinó para enseñarme el botón que debía apretar y, efectivamente, el asiento empezó a echarse hacia atrás y no se detuvo hasta describir un ángulo de cuarenta y cinco grados.

—Eso es —aprobó Chang—. Siempre mejor viajar cómodamente.

Eso no se lo podía discutir, y en mi estado ligeramente achispado era agradable encontrarse en una posición distinta de la vertical. Chang puso el motor en marcha y yo cerré los ojos un momento tratando de adivinar lo que le apetecería cenar a Grace y lo que debía comprar al volver a Brooklyn. Aquello resultó ser un gran error. En lugar de volver a abrir los ojos para ver la dirección que tomaba Chang, me quedé dormido al instante: igual que un borracho cualquiera en una parranda de mediodía.

No me desperté hasta que el coche se detuvo y Chang apagó el motor. Dando por sentado que estaba de vuelta en Cobble Hill, me disponía a darle las gracias por el paseo y abrir la puerta cuando me di cuenta de que me encontraba en otro sitio: una calle comercial abarrotada de gente en un barrio desconocido, sin duda lejos de donde yo vivía. Cuando me senté en la forma adecuada para mirar mejor a mi alrededor, vi que la mayoría de los letreros estaba en chino.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—En Flushing —contestó Chang—. El Segundo Barrio Chino.

—¿Por qué me ha traído aquí?

—Conduciendo, se me ocurrió idea mejor. En siguiente manzana hay un club muy bonito, buen sitio para distraerse. Parece cansado, señor Sid. Lo llevo allí, se sentirá mejor.

—Pero ¿qué está diciendo? Son las tres y cuarto, y tengo que volver a casa.

—Sólo media hora. Le sentará la mar de bien, lo prometo. Luego lo llevo a casa. ¿Vale?

—Preferiría irme ahora. Sólo indíqueme la estación de metro más cercana y volveré solo a casa.

—Por favor. Es muy importante para mí. Quizá salga un negocio, y necesito consejo de hombre inteligente. Usted, muy inteligente, señor Sid. Puedo confiar en usted.

—No tengo la menor idea de lo que me está hablando. Primero quiere que me distraiga. Y luego necesita mi consejo. ¿En qué quedamos?

—Las dos cosas. Todo a la vez. Usted ve el local, se distrae y luego dice su opinión. Muy sencillo.

—¿Media hora?

—No se preocupe de nada. Todo a mi cuenta, gratis. Luego lo llevo a Cobble Hill. ¿Hecho?

La tarde se iba volviendo cada vez más extraña, pero me dejé convencer y lo acompañé. En realidad no me explico por qué. Por curiosidad, tal vez, aunque puede que fuese precisamente lo contrario: una sensación de absoluta indiferencia. Chang había empezado a atacarme los nervios, y ya no podía soportar sus ruegos incesantes, sobre todo encerrado en aquel ridículo coche suyo. Si con otra media hora que pasara con él se quedaba satisfecho, entonces valdría la pena seguirle la corriente. De manera que bajé del Pontiac y lo seguí por aquella calle densamente transitada, respirando las penetrantes emanaciones y los desagradables olores de las pescaderías y verdulerías que se sucedían a lo largo de las aceras. En la primera esquina, torcimos a la izquierda, seguimos unos cuarenta metros más allá y luego volvimos a girar a la izquierda, entrando en un estrecho callejón con un pequeño edificio de bloques de hormigón al fondo, una casa pequeña, de tejado plano, una sola planta y sin ventanas. Era un sitio que ni pintado para un atraco, pero no tuve la menor impresión de amenaza. Chang estaba muy alegre, y con la habitual vehemencia que caracterizaba sus propósitos, parecía ansioso por llegar a nuestro destino.

Cuando estuvimos delante de la casa, pintada de amarillo, Chang pulsó el timbre con el dedo. Unos segundos después, la puerta se entreabrió y por la rendija asomó la cara de un chino de sesenta y tantos años. Saludó con una inclinación de cabeza cuando vio a Chang, con quien seguidamente intercambió unas frases en mandarín, y luego nos hizo pasar. El presunto club de esparcimiento resultó ser un pequeño taller clandestino. Veinte mujeres chinas se sentaban ante mesas provistas de máquinas de coser, ensamblando vestidos de colores vivos y tejidos sintéticos de aspecto ordinario. Ni una sola alzó la cabeza para mirarnos cuando entramos, y Chang pasó por delante de ellas lo más deprisa que pudo, haciendo como si no estuvieran allí. Seguimos adelante, avanzando entre las mesas, hasta que llegamos a una puerta situada al fondo del local. El chino viejo la abrió, y Chang y yo entramos en una sala tan lóbrega, tan oscura en comparación con el taller bañado de luz fluorescente que acabábamos de dejar atrás, que al principio fui incapaz de distinguir nada.

Una vez que se me habituaron un poco las pupilas, reparé en una serie de lámparas de pocos vatios que destellaban en diversos puntos de la estancia. Cada una de ellas tenía una bombilla de distinto color —rojo, amarillo, violeta, azul—, y por un momento pensé en los cuadernos portugueses de la fallida papelería de Chang. Me pregunté si aún le quedaría alguno de los que había visto el sábado y, en ese caso, si estaría dispuesto a vendérmelo. Tomé nota mentalmente de que debía preguntárselo antes de que nos despidiéramos.

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