Al volver al apartamento a las cinco y media me encontré con un mensaje de Grace en el contestador. Sin rodeos pero con calma, en una serie de frases sencillas y directas, desmontó la arquitectura de desdicha que se había erigido a nuestro alrededor durante los últimos días. Llamaba desde la oficina, decía, y tenía que hablar en voz baja, «pero si puedes oírme, Sid», proseguía, «hay cuatro cosas que quiero que sepas. Primero, no he dejado de pensar en ti desde que salí de casa esta mañana. Segundo, he decidido tener el niño, y nunca más vamos a pronunciar la palabra
aborto
. Tercero, no te molestes en preparar cena. Salgo de la oficina a las cinco en punto, y voy a ir derecha a Balducci's a pedir una buena comida preparada que se pueda calentar en el horno. Si no hay avería en el metro, estaré en casa a las seis y veinte o las seis y media. Cuarto, procura que el señor Johnson esté preparado para entrar en acción. Voy a saltarte encima en cuanto entre por la puerta, amor mío, así que vete preparando. La señorita Virginia se muere por estar desnuda con su amante».
Señorita Virginia
era uno de los apelativos con que la llamaba cariñosamente, pero no lo utilizaba desde el primer o segundo año de nuestro matrimonio, y desde luego nunca después de haber salido del hospital. Con aquella frase Grace evocaba los buenos tiempos del principio, y me conmovió ver que lo recordaba, porque en general lo reservábamos para momentos de descompresión poscoital: Grace levantándose de la cama después de que hubiéramos acabado de hacer el amor y encaminándose al cuarto de baño, impúdica, lánguida, feliz con la desnudez de su cuerpo, por lo que en ocasiones (me vino entonces a la memoria) la llamaba en broma
Señorita Virginia Desnuda
, cosa que siempre la hacía reír, y luego, inevitablemente, se detenía para adoptar una postura propia de las revistas de mujeres desnudas, lo que a su vez me hacía reír a mí. En efecto,
Señorita Virginia
era un apócope de
Señorita Virginia Desnuda
, y siempre que la llamaba Señorita Virginia en público, se trataba de una comunicación secreta en torno a nuestra vida sexual, una referencia a la piel desnuda bajo la ropa, un homenaje a su hermoso cuerpo, tan adorado. Y ahora, inmediatamente después de anunciar que iba a seguir adelante con el embarazo, había reanimado al mítico personaje de la Señorita Virginia, y al yuxtaponer una y otra afirmación me estaba diciendo que era mía otra vez, mía como antes pero también mía de otra manera distinta, anunciando sutilmente (como sólo Grace era capaz de hacerlo) que estaba preparada para pasar a la siguiente fase de nuestro matrimonio, que una nueva etapa de nuestra vida en común estaba a punto de comenzar.
Suspendí el interrogatorio que venía planeando para la noche y no le formulé ninguna pregunta sobre su ausencia de la víspera. Hicimos todo lo que me había anunciado en el mensaje del contestador, echándonos el uno en brazos del otro y rodando por el suelo en cuanto entró en el apartamento, y luego arrastrándonos medio desnudos hacia el dormitorio, adonde no conseguimos llegar del todo. Más tarde, ya con la bata puesta, calentamos la comida en el horno y nos sentamos a cenar. Le enseñé la tostadora que había comprado por la tarde, con sus anchas ranuras donde cabían panecillos redondos, y aunque eso nos condujo al doloroso asunto del robo, la conversación no duró mucho porque de pronto me empezó a sangrar la nariz, salpicando la tartaleta de albaricoque que Grace acababa de ponerme de postre. Mientras yo echaba la cabeza atrás frente a la pila y esperaba a que se cortara la hemorragia, ella se puso a mi espalda, me abrazó y empezó a besarme en el hombro y el cuello, sugiriendo todo el tiempo divertidos nombres para ponerle al niño. Si era niña, decidimos llamarla Goldie Off. Si era niño, lo llamaríamos Ira Orr, como un libro de Kierkegaard. Aquella noche fuimos estúpidamente felices, y no recuerdo otro momento en que Grace se hubiera mostrado más pródiga o efusiva en sus manifestaciones de cariño hacia mí. Cuando la sangre dejó finalmente de manarme de la nariz, Grace hizo que me volviera hacia ella y me lavó la cara con una toalla húmeda, mirándome fijamente a los ojos mientras me limpiaba la boca y la barbilla hasta que hubo desaparecido el último rastro de la hemorragia.
—Ya arreglaremos la cocina por la mañana —me dijo. Entonces, sin añadir una palabra más, me cogió de la mano y me condujo a la habitación.
Me desperté tarde al día siguiente, y cuando por fin me levanté a las diez y media, hacía mucho que Grace se había ido. Fui a la cocina a poner la cafetera y tomarme las pastillas, y luego empecé a arreglar con parsimonia el desorden que habíamos dejado la noche anterior. Diez minutos después de haber colocado el último plato en el aparador, Mary Sklarr llamó para darme malas noticias. Después de leer mi adaptación, la gente de Bobby Hunter había decidido pasar de ella.
—Lo siento —prosiguió Mary—, pero no voy a decir que estoy conmocionada.
—No pasa nada —respondí, sintiéndome menos disgustado de lo que hubiera pensado—. La idea era una verdadera mierda. Me alegro de que no lo quieran.
—Han dicho que tu argumento les parecía demasiado cerebral.
—Me sorprende que sepan lo que significa esa palabra.
—Me alegro de que no te lo tomes a mal. No merece la pena.
—Sólo me interesaba el dinero, nada más. Puro afán de lucro. Y tampoco he obrado de manera muy profesional, ¿verdad? No se debe escribir nada si no hay contrato de por medio. Es la primera regla del oficio.
—Bueno, los dejaste bastante
asombrados
. La rapidez con que lo hiciste. No están acostumbrados a tales excesos de celo. Primero les gusta mantener largas discusiones con abogados y agentes. Así tienen la impresión de que están haciendo algo importante.
—Sigo sin entender por qué pensaron en mí.
—Ahí hay alguien a quien le gusta tu obra. Puede ser Bobby Hunter o el chico que distribuye el correo. ¿Quién sabe? En cualquier caso, te van a mandar un cheque. Como muestra de buena voluntad. Escribiste el guión sin contrato, pero quieren resarcirte por el tiempo que has empleado.
—¿ Un cheque?
—Sólo un detalle.
—¿A cuánto asciende ese detalle?
—A mil dólares.
—Bueno, menos es nada. El primer dinero que gano en mucho tiempo.
—Te olvidas de Portugal.
—Sí, Portugal. ¿Cómo se me puede olvidar Portugal?
—¿Algo nuevo sobre la novela que puedes o no puedes estar escribiendo?
—No mucho. Quizá haya una parte que valga la pena rescatar, pero no estoy seguro. Una novela dentro de la novela. Sigo pensando en ello, de manera que quizá sea buena señal.
—Dame cincuenta páginas y te conseguiré un contrato, Sid.
—Nunca me han pagado por un libro que no hubiera terminado. ¿Qué pasaría si no fuera capaz de escribir la página cincuenta y uno?
—Son tiempos difíciles, amigo mío. Si necesitas dinero, yo trataré de conseguírtelo. Es mi trabajo.
—Deja que me lo piense.
—Tú te lo piensas y yo te espero. Cuando te decidas, llámame.
Después de colgar, fui a la habitación a coger la chaqueta del armario. Ahora que el asunto de
La máquina del tiempo
estaba muerto y enterrado, tenía que ponerme a pensar en un nuevo proyecto, y me figuré que me vendría bien un paseo y tomar el aire. Pero justo cuando me disponía a salir del apartamento, volvió a sonar el teléfono. Tentado estuve de no cogerlo, pero luego cambié de opinión y contesté a la cuarta llamada, esperando que fuera Grace. Resultó que era Trause, probablemente la última persona del mundo con la que me apetecía hablar en aquel preciso momento. Todavía no le había dicho que había perdido su relato, y al prepararme para hacerlo entonces la confesión que había estado aplazando durante los últimos dos días, me dejé arrastrar por mis pensamientos hasta el punto de no entender muy bien lo que me estaba diciendo. Eleanor y su marido habían encontrado a Jacob, me explicó. Ya lo habían ingresado en una clínica para toxicómanos: un sitio llamado Smithers, en el Upper East Side.
—¿Me has oído? —preguntó John—. Lo van a someter a un tratamiento de veintiocho días. Probablemente no sea suficiente, pero no está mal para empezar.
—Ah —respondí con voz débil—. ¿Cuándo lo han encontrado?
—El miércoles por la tarde, poco después de que tú te marcharas. Tuvieron que utilizar sus influencias para que lo admitieran. Afortunadamente, Don conocía a alguien que a su vez conocía a alguien, y así lograron saltarse la burocracia.
—¿Don?
—El marido de Eleanor.
—Claro. El marido de Eleanor.
—¿Te encuentras bien, Sid? Parece que estás con la cabeza en otra parte.
—No, no. Estoy bien. Don. El actual marido de Eleanor.
—Te llamo para pedirte un favor. Espero que no te importe.
—No me importa. Sea lo que sea. No tienes más que pedírmelo.
—Mañana es sábado, y el horario de visita de la clínica es de nueve a cinco. Me preguntaba si podías ir en mi lugar y ver cómo está. No tienes que quedarte mucho rato. Eleanor y Don no pueden ir. Están de vuelta en Long Island, y en realidad ya han hecho bastante. Sólo quiero saber si se encuentra bien. Es un centro de puertas abiertas. Como se trata de un tratamiento voluntario, me gustaría asegurarme de que no ha cambiado de opinión. Después de todo lo que hemos pasado, sería una pena que decidiera abandonarlo.
—¿No crees que deberías ir tú? Al fin y al cabo, eres su padre. Yo apenas conozco al chico.
—A mí no me dirige la palabra. Y si por casualidad se le olvida que no me habla, no me soltará más que un montón de mentiras. Si pensara que con eso arreglaría algo, cogería la muleta y me iría cojeando hasta allí. Pero no serviría de nada.
—¿Y por qué crees que hablará conmigo?
—Le caes bien. No me preguntes por qué, pero te con sidera una persona genial. Sus palabras textuales. «Sid es una persona genial».
Puede que sea porque eres joven, no sé. O a lo mejor porque una vez le hablaste de un grupo de rock que a él le interesaba.
—Los Bean Spasms, una banda
punk
de Chicago. Una noche, un amigo mío me puso un par de canciones suyas. No son muy buenos. Creo que ya se han disuelto.
—Al menos sabías quiénes eran.
—Ésa fue la conversación más larga que he mantenido nunca con Jacob. Duró unos cuatro minutos.
—Bueno, cuatro minutos no está mal. Si mañana consigues que te atienda durante cuatro minutos, será toda una hazaña.
—¿No crees que sería mejor que llevara a Grace conmigo? Ella lo conoce desde hace mucho más tiempo que yo.
—Ni hablar.
—¿Por qué?
—Jacob la odia profundamente. No soporta estar en la misma habitación que ella.
—Nadie odia a Grace. Sólo un enfermo mental podría odiarla.
—Mi hijo no opina lo mismo.
—Ella nunca me ha dicho una palabra de eso.
—Todo viene de la primera vez que se vieron. Grace tenía trece años, y Jacob tres. Eleanor y yo acabábamos de concluir los trámites del divorcio, y Bill Tebbetts me invitó a pasar un par de semanas con la familia en su casa de campo de Virginia. Era verano, y fui con Jacob. Parecía llevarse bien con los críos de los Tebbetts, pero cada vez que Grace se presentaba en la habitación, le daba un puñetazo o se ponía a tirarle cosas. Una vez, cogió un camión de juguete y se lo aplastó en la rodilla. La pobre chica empezó a sangrar y lo puso todo perdido. La llevamos inmediatamente al médico, que tuvo que darle diez puntos para coserle la herida.
—Conozco esa cicatriz. Grace me contó una vez cómo se la había hecho, pero no mencionó a Jacob. Dijo que había sido un niño pequeño, nada más.
—Parece que la odia desde el principio, desde el momento en que puso los ojos en ella.
—Probablemente notó lo mucho que la querías, y se convirtió en una rival. Los niños de tres años son unos seres tremendamente irracionales. No poseen mucho vocabulario, y cuando se enfadan, sólo saben expresarse con los puños.
—Puede ser. Pero él se mantuvo en sus trece incluso cuando se hizo mayor. Lo peor pasó en Portugal, unos dos años después de la muerte de Tina. Yo acababa de comprarme la casita en la costa norte, y Eleanor me lo mandó allí para que pasara un mes conmigo. Entonces tenía catorce años, y sabía tanto vocabulario como yo. Dio la casualidad de que Grace estaba allí cuando él se presentó. Por entonces Grace había terminado la carrera y en septiembre empezaba a trabajar en Holst y McDermott. En julio fue a Europa a ver cuadros; primero a Amsterdam, luego a París y después a Madrid, desde donde vino en tren a Portugal. Hacía dos años que no la veía, y teníamos que ponemos al tanto de muchas cosas, pero entonces llegó Jacob y se negó a aceptar su presencia. Se ponía a mascullar y la insultaba en voz baja, hacía como si no la oyera cuando ella le preguntaba algo y un par de veces incluso se las arregló para mancharla, echándole comida encima. Yo no me cansaba de llamarle la atención, de decirle que abandonara aquella actitud. Otra mala pasada, le advertí, y te envío de vuelta a Estados Unidos con tu madre y tu padrastro. y entonces se pasó de la raya, con lo que lo metí en un avión y lo mandé a casa.
—¿Qué es lo que hizo? —Escupió a Grace en la cara.
—¡Santo Dios!
—Estábamos los tres en la cocina, limpiando verduras para la cena. Grace hizo una observación inofensiva, ni si quiera recuerdo sobre qué, y Jacob se molestó. Se acercó a ella blandiendo un cuchillo y llamándola zorra estúpida, con lo que Grace acabó perdiendo los estribos. Entonces fue cuando le escupió. Aunque ahora, mirándolo bien, fue una suerte que no le clavara el cuchillo en el pecho.
—¿Y a esa persona es a quien quieres que vaya a ver mañana? Lo que se merece es una buena patada en el culo.
—Me temo que eso es lo que pasaría en caso de que fuera yo. Pero sería mejor para todos que fueras tú.
—¿Pasó algo más después de Portugal?
—Los he mantenido aparte. Hace años que no se han vuelto a ver, y por lo que a mí respecta, el mundo será un sitio más seguro si no vuelven a encontrarse.
13]
Grace no tenía que ir a trabajar a la mañana siguiente, y aún seguía dormida cuando salí del apartamento. Tras mi conversación del viernes con Trause, decidí no hablarle de la promesa que había hecho de ir a Smithers aquella tarde. Eso la habría obligado a hablarme de Jacob, y no quería correr el riesgo de traerle malos recuerdos. Acabábamos de pasar unos días difíciles, y me resistía a hablar de nada que pudiera causar la menor agitación, rompiendo así el frágil equilibrio que habíamos logrado recuperar en las últimas cuarenta y ocho horas. Le dejé una nota en la mesa de la cocina para decirle que iba a Manhattan a ver unas cuantas librerías y que volvería a casa a las seis como muy tarde. Otra mentira, añadida a todas las demás mentirijillas que nos habíamos dicho el uno al otro la semana anterior. Pero yo no tenía intención de engañarla. Simplemente quería protegerla de nuevas situaciones desagradables, hacer que el espacio que compartíamos siguiera siendo lo más reducido y privado posible, sin tener que enredamos en penosos asuntos del pasado.