La muerte de la hierba (12 page)

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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La muerte de la hierba
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—¿Y cuándo llegó usted al último momento? —preguntó Roger.

—Hace mucho tiempo —contestó sonriendo Pirrie—. Llegué a la conclusión de que todos los hombres son amigos por conveniencia y enemigos por elección.

Roger contemplaba con curiosidad a su interlocutor.

—Estoy en parte con usted. Pero hay algunas uniones reales...

—Algunas alianzas —replicó Pirrie— duran más tiempo que otras. Pero siguen siendo alianzas. La nuestra, por ejemplo, es una muy valiosa.

Las mujeres se hallaban en el coche de los Buckleys. Millicent sacó la
cabeza
por la ventanilla y gritó a los hombres:

—¡Noticias!

Una de las radios de los tres coches se hallaban en continuo funcionamiento. Los hombres se acercaron adonde estaban las mujeres. Al verlos aproximarse, Ann dijo:

—Parece ser que hay problemas.

Aunque la voz del locutor era suave, se notaba un tono de gravedad.

—... se radiarán boletines de emergencia si se considera necesario, aparte de los diarios hablados normales. Se han producido más tumultos en el centro de Londres, y ha sido precisa la entrada de tropas procedentes de los suburbios a fin de lograr su control y mantener el orden. En el sur de Londres, una multitud organizada ha intentado romper el bloqueo militar impuesto ayer con motivo de la prohibición temporal respecto a las salidas de la ciudad. La situación es confusa. Divisiones militares de refresco se dirigen en estos momentos hacia la capital de la nación.

—Ahora que nosotros estamos fuera —comentó Roger—, me importa muy poco que cuenten con las fuerzas necesarias para escapar. No obstante, tienen toda mi simpatía.

—Hay noticias de que se han producido alteraciones más graves en el norte de Inglaterra —continuó la voz del locutor—. Nos informan de que se han originado revueltas en varias ciudades grandes, sobre todo en Liverpool, Manchester y Leeds, y en el caso de esta última se ha perdido incluso el contacto oficial.

—¡Leeds! —exclamó John—. Eso me gusta menos. —El gobierno —prosiguió el locutor— ha emitido el siguiente parte: «En vista de los disturbios producidos en determinadas regiones, se advierte a la población que podrían tomarse graves contramedidas. Si continúan los tumultos violentos, existe el peligro real de que el país se precipite en la anarquía, situación que el gobierno está decidido a evitar por todos los medios. La obligación de los ciudadanos es la de desempeñar serenamente sus funciones y la de cooperar con la policía y las autoridades militares encargadas del mantenimiento del orden.» Fin del boletín.

Un órgano comenzó a tocar «The Teddy-Bears' Picnic»; Ann bajó el volumen del aparato hasta conseguir que la música sólo se oyera ligeramente. Roger observó: —Si conducimos toda la noche, podremos llegar al valle por la mañana. No me gusta el cariz que toma todo esto. Parece ser que Leeds se ha sacudido el bloqueo. Creo que es mejor viajar mientras podemos hacerlo.

—Apenas dormimos anoche —replicó John—. Y una noche más a través de Mossdale no es precisamente una excursión.

—Ann y Millicent pueden relevaros al volante —indicó Roger.

—Pero Olivia no puede conducir, ¿verdad? —intervino Ann.

—No os preocupéis por mí —dijo Roger—. Me he traído la benzedrina y puedo mantenerme despierto dos o tres días si es preciso.

—Les sugiero —advirtió Pirrie— que nos concentremos inmediatamente en la operación alejamiento de West Riding. Cuando hayamos decidido este asunto, entonces podremos determinar si hacemos el viaje de un tirón o no.

—De acuerdo —asintió John.

Desde la cima del banco de tierra, los niños les llamaron al tiempo que les señalaban con las manos hacia el cielo. Poniéndose a la escucha, oyeron el zumbido de motores de avión aproximándose. Sus ojos buscaron por encima del montón de tierra. Se trataba de bombarderos pesados en dirección al norte y a no más de novecientos o mil metros de altitud.

En medio de un silencio escalofriante, el grupo contempló los aparatos hasta que fueron desapareciendo en la lejanía. Aún se oían los motores y la excitada cháchara de los chicos, pero ninguno de estos sonidos alteró el cerrado mutismo en que, debido a sus pensamientos, se habían sumido los adultos.

—¿Leeds? —preguntó en un susurro Ann, cuando dejaron de ver los aviones.

Nadie contestó en seguida. Finalmente fue Pirrie quien con su tranquila y modulada voz de siempre, dijo:

—Es posible. Claro que hay otras explicaciones. Pero en cualquier caso, creo que debemos marcharnos.

En el Citroen, que ahora marchaba en primer lugar, iban Roger, Olivia, Steve, Spooks y Davey, quien había preferido unirse a sus amigos. El Ford circulaba en segundo término y el Vauxhall, que marchaba a la cola, llevaba únicamente a John, Mary y Ann.

Doncaster estaba acordonado, pero los desvíos habían sido bien señalizados. Mezclados entre un incesante tráfico militar, siguieron la dirección del nordeste a través de una serie de pequeñas y tranquilas aldeas. Pasaron por el valle de York; la tierra era muy llana y los pueblos, esparcidos aquí y allá, mostraban signos de prosperidad. La marcha la realizaron con toda normalidad hasta que al coger de nuevo la Carretera del Norte fueron detenidos por un puesto de control militar.

Al mando del puesto se hallaba un sargento que, por su deje, era sin duda nativo del condado de Yorkshire. El hombre habló a Roger con benevolencia:

—La A. 1 está cerrada a todos los vehículos con excepción de los militares, señor.

—¿Y por qué? —preguntó Roger.

—Dificultades en Leeds. ¿A dónde querían ir ustedes?

—A Westmorland.

El oficial movió la cabeza de lado a lado, pero más en señal de aprecio por su problema que como negación. Luego indicó:

—Si yo fuese ustedes volvería a la carretera de York. Si toman el desvío que hay poco antes de Selby podrán llegar a Tadcaster pasando por Thorpe Willoughby. En cualquier caso, yo me alejaría cuanto pudiera de Leeds.

—Se dicen cosas raras acerca de Leeds —comentó Roger.

—Reconozco que hay rumores, sí —asintió el sargento.

—Hace un par de horas vimos unos aviones volando en esta dirección —añadió Roger—. Eran bombarderos.

—Sí. Pasaron por aquí. Yo me siento mucho mejor en el campo cuando esos aparatos están ahí arriba. Qué curioso, ¿verdad?, intranquilizarse cuando los aviones de uno pasan por encima. Quizás no ocurra nada, pero de todos modos yo me mantendría lejos de Leeds.

—Gracias —contestó Roger—. Seguiremos su consejo.

El convoy dio media vuelta y se fue por donde había venido. Al llegar a un cruce, en vez de seguir hacia el sur, torcieron en dirección al nordeste dejando atrás los vehículos militares y marchando a través de caminos desérticos.

—Cuesta creerlo, ¿verdad? —comentó Ann—. Los boletines informativos, los controles militares... todo eso es una cosa. Pero esta es otra: una tarde de verano en el campo, y el mismo campo de siempre.

—Un poco pelado —observó John, señalando a la tierra sin hierba.

—Pero no parece que eso baste para que haya hambre, fugas, asesinatos, bombas atómicas...

Y después de una ligera vacilación, producida por la intensa mirada que le echó su marido, continuó:

—... o para que yo me niegue a salvar a un niño.

—Los motivos son ahora evidentes —dijo John—. Y tendremos que aprender a vivir con ellos.

—¡Cuánto daría por estar ya allí! —exclamó vehementemente Ann—. ¡Cómo me gustaría estar ya dentro del valle y cerrar la puerta de David tras nosotros!

—Espero que eso ocurra mañana.

El camino que recorrían serpenteaba formando cerradas curvas a medida que ascendía por el solitario altozano. Mientras el Ford de Pirrie, en un alarde de capacidad de maniobra, iba pegado a las ruedas del Citroen, el Vauxhall de John había quedado muy distanciado de ambos. Al aproximarse este último coche a la caseta de un paso a nivel que había en la carretera, las barreras empezaron a descender lentamente para cerrarles el camino.

—¡Maldición! —exclamó John, dando un fuerte frenazo—. Si no me equivoco, nos tocará esperar aquí diez minutos por lo menos antes de que veamos siquiera aparecer el tren. Los pasos a nivel rurales son así. Voy a ver si les convenzo con cinco chelines para que nos dejen pasar.

Se apeó del coche y se dirigió hacia la barrera. A la derecha se veía una árida cordillera de montículos próxima a una mina de carbón. Se asomó por encima de la valla y miró a lo largo de la vía. No había signos de humo y la línea se hallaba totalmente expedita en ambas direcciones. Se aproximó a la garita y gritó:

—¡Oiga!

No hubo respuesta inmediata. Llamó de nuevo y esta vez le pareció oír algo, si bien no lo bastante claro como para que fuese una contestación a su llamada. Más bien parecía ser un siseo, como un sollozo, que procedía de la caseta.

Por la ventana que daba a la carretera no se veía nada. Dio la vuelta, pues, para mirar por la ventana que había en la parte de los raíles. Desde aquí pudo distinguir fácilmente el origen del leve ruido. Una mujer yacía tendida en medio de la habitación. Tenía roto el vestido y había sangre en su rostro; una de las piernas estaba doblada debajo de ella. A su alrededor había un completo desorden: cajones fuera de su sitio, un reloj de pared destrozado, etc.

Era la primera vez que John veía una escena así en Inglaterra, aunque en Italia, durante la guerra, había visto muchas semejantes. La huella del saqueador..., pero aquí, en la Inglaterra rural. La realidad casual de este horror en tan remoto lugar mostraba con más claridad que los controles militares o los bombarderos el comienzo de la sedición, y además irrevocablemente.

Todavía se hallaba mirando por la ventana cuando la memoria le sacudió y le hizo ponerse tenso. Las barreras... Si la mujer estaba ahí tendida, quizás agonizando, ¿quién había bajado las barreras? ¿Y por qué? Desde donde se hallaba no se veía ni la carretera ni el coche. Dio la vuelta con toda celeridad y a mitad de camino oyó un grito proferido por Ann.

Al doblar la esquina de la garita vio abiertas las puertas del automóvil y que dentro de éste se estaba desarrollando una pelea. Pudo contemplar cómo su mujer luchaba con un hombre en la parte delantera y que en el asiento posterior la presencia de otro individuo le impedía ver a Mary.

Instantáneamente pensó en la posibilidad de sorprenderlos. Como las armas estaban en el coche, echó una rápida ojeada a su alrededor en busca de algo que le sirviera para atacar a aquellos hombres; junto a la entrada de la caseta vio un grueso trozo de madera tirado en el suelo. Sin embargo, al agacharse para cogerlo oyó encima de él la estridente risotada de un individuo. Aunque se enderezó en seguida, no tuvo tiempo de ver sino los ojos del hombre que estaba escondido detrás de la puerta, ya que una dura cachiporra le golpeó fuertemente en la sien.

John trató de gritar, pero la voz se cortó en su garganta mientras su cuerpo vacilaba y caía.

Alguien le estaba lavando la cabeza. Lo primero que vio fue un pañuelo y que éste se hallaba oscurecido por la sangre coagulada; luego distinguió la cara de Olivia.

—Johnny —dijo ella—, ¿te encuentras mejor?

—¿Ann? —llamó él—. ¿Mary?

—Tranquilízate —replicó Olivia—. Roger, ya ha vuelto en sí.

Las barreras estaban levantadas. El Citroen y el Ford se hallaban a un lado de la carretera. Los tres niños estaban en el asiento posterior del primer coche, observando la escena, pero silenciosos. Roger y los Pirrie salieron de la garita. Mientras que el primero mostraba un rostro ceñudo, en la cara de Pirrie había la acostumbrada suavidad.

—¿Qué ha ocurrido, Johnny? —preguntó Roger.

El herido les contó lo que había pasado. Le dolía la cabeza y sentía la necesidad física de tenderse y dormir.

—Has estado casi media hora sin sentido —le explicó su amigo—. Habíamos cruzado ya la carretera de Leeds cuando os echamos a faltar.

—Según mis cálculos —intervino Pirrie—, para los saqueadores en este tipo de terreno media hora debe suponer unos treinta y cinco kilómetros. Se trata, pues, de un círculo más bien amplio. Y estos lugares cuentan con una extensa red de caminos.

Mientras hablaban los hombres, Olivia fue vendando la cabeza del descalabrado; la presión, aun siendo suave, agudizó su dolor.

—Bueno, Johnny —dijo Roger—. ¿Qué hacemos? Hay que tomar una decisión rápida.

El aludido trató de reunir sus confusos pensamientos. Luego contestó:

—¿Podéis haceros cargo de Davey? Eso es lo único que me importa. Por lo demás, conocéis el camino al valle, ¿verdad?

—¿Y tú? —preguntó Roger.

John se quedó callado. Empezaba a comprender las implicaciones de lo que había dicho Pirrie. Las probabilidades de encontrar a su esposa e hija eran realmente escasas. Y sabía que si daba con ellas...

—Si pudierais dejarme un arma —dijo—. Se llevaron también las que yo tenía.

—Escucha, Johnny —observó suavemente Roger—. Tú estás al mando de la expedición y no puedes hacer planes sólo para ti. En tus proyectos debes incluirnos a todos nosotros.

—Si no entráis esta noche al menos en la región de North Riding —insistió John, moviendo la cabeza—, es posible que no podáis llegar nunca. Yo ya me las arreglaré solo.

Pirrie se había apartado un poco del grupo; estaba observando el cielo en actitud abstraída.

—Sí, claro —replicó Roger—, tú te las apañarás solo. ¿Qué diablos te crees que eres, una combinación de Napoleón y Supermán? ¿Y qué vas a utilizar como alas?

—Quizás pudierais ir todos vosotros en el Citroen... y dejarme a mí el Ford...

—Viajamos como grupo —repuso Roger—. Si tú vuelves para atrás, nosotros iremos contigo.

Y después de una breve pausa, añadió:

—Esa mujer de la garita está muerta; creo que debes saberlo.

—Llevaos a Davey —pidió de nuevo John—. Eso es lo único que quiero.

—¡Tú eres tonto! ¿Crees que Olivia lo consentiría aunque yo lo quisiera? Las encontraremos. Y al diablo los riesgos.

Pirrie se volvió hacia ellos y les preguntó con absoluta cordialidad:

—¿Han tomado ya una decisión?

—Parece ser que la han tomado por mí —contestó John—. Supongo que aquí es donde la alianza deja de ser valiosa, ¿verdad, señor Pirrie? Usted tiene señalado el valle en su mapa de carreteras. Si le parece bien, puedo darle una nota para mi hermano. Puede usted decirle que a nosotros nos han detenido.

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