—¡Millicent!
Una mujer salió del automóvil y vino hacia ellos. Tendría sus buenos veinte años menos que Pirrie, era de la misma altura más o menos que éste, y morena y atractiva, si bien algo rígida.
—¿Has hecho las maletas? —preguntó él—. No vamos a volver.
Ella aceptó esta explicación sin inmutarse. Y con un acento muy londinense replicó: —Creo que he empaquetado todo lo que vamos a necesitar. ¿De qué se trata? Le he pedido a Hilda que cuide del gato.
—Pobre gatita —dijo Pirrie—. Pero me temo que debemos abandonarla. Ya te contaré todo en el camino.
Y volviéndose a los otros dos hombres, agregó:
—Millicent y yo iremos juntos desde aquí.
Roger quedó con la mirada fija en el viejo coche que tenían delante.
—No quisiera parecer grosero —comentó—. ¿Pero no sería mejor que metieran todas sus cosas en nuestro coche? Nos podemos arreglar muy bien.
—¿Una bifurcación a la izquierda cerca de Wrotham Park? —preguntó Pirrie sonriendo—. Allí nos veremos.
Roger se encogió de hombros. Pirrie avanzó con su mujer hacia el otro automóvil. Roger puso en marcha el suyo y les adelantó lentamente. Un momento después él y John se quedaron asombrados cuando el Ford pasó junto a ellos a toda velocidad, se detuvo un instante en el cruce, y luego tiró rápidamente por la carretera principal. Roger intentó seguirles, pero en cuanto se metieron en medio del tráfico, lo perdieron de vista.
No volvieron a verlo hasta que llegaron a la Gran Carretera del Norte. El Ford de Pirrie les estaba aguardando ya, y a partir de allí les siguió a corta distancia.
Cada familia cenó en su propio coche. Una vez estuvieran fuera de Londres comerían comunalmente, pero en las actuales circunstancias un grupo comiendo en el campo podría llamar la atención. Por la misma causa habían aparcado también a cierta distancia entre sí.
Roger había explicado su plan a John y éste lo había aprobado. A las once la carretera en la que se hallaban era un desierto; los suburbios de Londres estaban ya descansando a esa hora. Pero no se moverían hasta medianoche. Aunque era una noche sin luna, había alguna luz procedente de las muy espaciadas farolas de la carretera. Los niños dormían en los asientos traseros de los automóviles. Ann estaba sentada delante, junto a su marido.
—¿Seguro que no hay ninguna otra manera de salir de Londres? —preguntó ella con un estremecimiento.
—No se me ocurre otra —contestó John con la mirada puesta en la poco alumbrada carretera.
—Tú no eres la misma persona, ¿verdad? —observó Ann—. Esa idea de planear tranquilamente un asesinato... resulta más grotesca que horrible.
—Ann —dijo él—. Davey se encuentra a cincuenta kilómetros de aquí, pero para nosotros estaría a cincuenta millones si nos dejamos persuadir y nos quedamos en esta trampa.
Y volviéndose hacia el asiento trasero en donde se hallaba acostada Mary hecha un ovillo, continuó:
—Y no es sólo por nosotros.
—Pero las probabilidades son tan escasas para vosotros...
—¿Afecta eso a la moralidad del caso? —preguntó John con una sonrisa—. Es verdad que sin Pirrie hubiéramos tenido muy pocas posibilidades. Pero ahora creo que no son tan escasas. Únicamente necesitábamos unas buenas armas.
—¿Tenéis que tirar a matar?
—Es cuestión de vida o muerte... —empezó a decir.
Sintió un crujido fuera del coche; Roger se había acercado calladamente y se asomaba por la ventanilla abierta.
—¿Listo? —preguntó Roger—. Olivia y Steve están en el coche con Millicent.
John salió de su coche. Desde fuera dijo a Ann:
—Recuerda. Tú y Millicent traeréis los coches en cuanto oigáis la bocina. Podéis adelantaros un poco si lo queréis, pero a estas horas de la noche no habrá dificultad para oír el pito.
—Buena suerte —deseó Ann, mirándolo fijamente.
—No te preocupes.
Los dos hombres se dirigieron al coche de Roger, donde ya les esperaba Pirrie. Luego Roger condujo lentamente su automóvil, pasando al coche aparcado de John y enfilando la despoblada carretera. Como ya la habían inspeccionado antes, sabían dónde se hallaba la última curva que precedía al bloqueo. Allí se detuvieron para que John y Pirrie bajaran y desaparecieran en la noche. Cinco minutos después Roger volvió a poner en marcha el motor y aceleró hacia la barrera haciendo mucho ruido.
En el reconocimiento anterior habían visto que el bloqueo lo vigilaban un cabo y dos soldados. Era presumible que dos de estos tres individuos estuvieran durmiendo; el otro, con su metralleta al hombro, se hallaba de pie junto a la valla de madera.
El coche pegó un estridente frenazo. El soldado colocó su automática en posición de disparo.
Roger, sacando la cabeza por la ventanilla, gritó:
—¿Qué demonios hace ese tinglado en medio de la carretera? ¡Quite eso de ahí, rápido!
Aparentó estar borracho y ser un mal educado. El centinela respondió:
—Lo siento, señor. La carretera está cortada. Todas las carreteras de salida de Londres están cortadas.
—Bueno, vamos a abrir otra vez las barreras reflectantes. Por lo menos ésta. Quiero llegar a casa.
John observaba la situación desde la cuneta de la izquierda. Lo raro era que no sentía ninguna tensión especial; la sensación era de desembarazo, ligado a la escena únicamente por la admiración hacia la ruidosa discusión de Roger.
Junto al primer soldado apareció de pronto otra figura, y un momento después una tercera. Los faros del automóvil derramaban su luz a lo largo de la asfaltada carretera. Al otro lado de la barrera de madera se recortaban, si bien con cierta opacidad, las tres siluetas de los soldados. Una segunda voz, presumiblemente la del cabo, dijo:
—Estamos cumpliendo órdenes. Y no queremos problemas. Mejor será que dé la vuelta, camarada. ¿De acuerdo?
—¡Nada de estar de acuerdo! ¿Quién se creen que son ustedes, soldaditos de tres al cuarto, para poner vallas en la carretera?
—Lleve cuidado —replicó en tono peligroso el cabo—. Ya se le ha dicho que dé la vuelta. Y no quiero oír ninguna impertinencia más.
—¿Por qué no tratan ustedes de hacerme volver? —preguntó Roger con voz áspera y cortante—. ¡Lo que hay en este país son demasiados militares inútiles, haciendo la pascua a los demás y engullendo buenas raciones!
—Está bien, camarada —repuso el cabo—. Usted lo ha querido.
Y dirigiéndose a los dos soldados, añadió:
—Vamos, muchachos. Demos la vuelta al coche de este charlatán.
Saltaron la barrera y avanzaron en medio del chorro de luz que salía de los faros.
—¡Adelante los centinelas! —exclamó burlonamente Roger.
De repente, la tensión se apoderó de John. La blanca línea del centro de la carretera separaba su demarcación de la de Pirrie. El cabo y el primer soldado se hallaban en aquel lado; el tercer militar estaba más cerca de John. Los tres avanzaban sin vacilar, protegiéndose los ojos del deslumbramiento.
Notó que el sudor le corría por los brazos y las piernas. Levantó el rifle y trató de mantenerlo erecto. En una fracción de segundo debía curvar su dedo sobre el gatillo y matar a este hombre, desconocido, inocente. Había matado en la guerra, pero nunca desde una distancia tan corta, y jamás a un conciudadano. La transpiración parecía desbordarse sobre su frente; aunque temió que le llegara a cegar, no intentó secársela por si acaso fallaba el blanco. Arcillas humanas que era necesario romper —pensó—, por Ann, por Mary y por Davey. Tenía la garganta seca.
La voz de Roger volvió a rasgar la noche, pero ahora era incisiva y sobria:
—¡Listos!
El primer disparo surgió antes de terminar la palabra, y le siguieron dos más mientras vibraba en el aire. John se hallaba de pie, con su rifle apuntando, en tanto que las tres figuras se desplomaban en el asfalto. No se movió hasta ver cómo Pirrie, avanzando desde su posición, se paraba junto a los tres cuerpos caídos. Entonces dejó caer a un lado el rifle, y salió a la carretera.
Roger bajó del coche. Pirrie miró a John.
—Debo pedirle disculpas por cazar en terreno que no era mío —dijo con la misma voz fría y precisa de siempre—. Pero estaban tan a tiro...
—¿Muertos? —preguntó Roger.
—Desde luego —afirmó Pirrie.
—Entonces los echaremos a la cuneta en seguida —ordenó Roger—. Luego quitaremos la barrera. No creo que vayamos a ser sorprendidos, pero mejor será que tomemos precauciones.
El cuerpo que cogió John era fláccido y pesado. A lo primero evitó el mirarle a la cara. Luego, en la semioscuridad del borde de la carretera, le echó una rápida ojeada. Se trataba de un mozo, de no más de veinte años, sin señales en el rostro a excepción del agujero que ahora tenía en una de las sienes y por el que goteaba sangre. Roger y Pirrie habían ya descargado los otros dos cadáveres y se dirigían hacia la barrera dándole la espalda a John. Este se inclinó y besó la parte sana de la frente; luego colocó el cuerpo en el suelo con suavidad.
No llevó mucho tiempo el quitar la barrera. Al otro lado de ésta se hallaba disperso el equipo de los soldados; también esto fue arrojado a la cuneta. Después Roger volvió corriendo al coche y apretó el claxon durante varios segundos. Sus desagradables notas se extendieron por el aire como si fuera el sonido de una campana.
Roger colocó el automóvil en una orilla de la carretera. Allí esperaron. Al poco rato oyeron el ruido de los otros dos coches aproximándose. En primer lugar venía el Vauxhall de John seguido muy de cerca por el Ford de Pirrie. El Vauxhall se detuvo y Ann se corrió al otro asiento cuando John abrió la puerta y entró en el coche. Una vez acomodado y en marcha, pisó el acelerador a fondo.
—¿Dónde los habéis puesto? —preguntó Ann tratando de atisbar por la ventanilla.
—En la cuneta —contestó él.
Luego, y durante varios kilómetros, permanecieron callados.
De acuerdo con lo planeado, evitaron las carreteras principales. Por fin llegaron a un recóndito camino que bordeaba un bosque, cerca de Stapleford, en donde acamparon. Allí, bajo los frondosos robles, y con sólo las luces interiores de uno de los automóviles, tomaron chocolate que llevaban preparado en termos. Como el Citroen de Roger podía convertirse en cama, las tres mujeres se acostaron en ella, mientras los niños quedaban suficientemente acomodados en los asientos traseros de los otros dos coches. Los hombres cogieron mantas para irse a dormir bajo los árboles.
Pirrie sugirió la idea de quedarse uno de centinela. Roger, que no estaba muy convencido, replicó:
—Me parece que aquí no vamos a tener ningún problema. Y necesitamos dormir el máximo posible, pues mañana estaremos muchísimo tiempo conduciendo. ¿Qué dices tú, jefe?
—Descansaremos toda la noche, o lo que queda de ella —contestó John.
Una vez situados, John se acostó sobre su estómago, en la postura aprendida en el ejército por ser la más cómoda cuando se duerme en terreno escabroso. Notó que la incomodidad física era menor de lo que él recordaba.
Sin embargo, no cogió el sueño rápidamente, y cuando lo hizo, sufrió diversas interrupciones debidas a pesadillas sin sentido.
Saxon Court se hallaba en una pequeña elevación. Era la parte más cercana a un monte en este lado del condado. Al igual que muchas otras escuelas preparatorias semejantes, se trataba de una casa rural reformada, y desde alguna distancia tenía cierta elegancia. Su bien conservado paseo, cuyo cuidado, según había dicho Dave y, lo utilizaban maestros y correctores como medida disciplinaria, corría por un despoblado marrón que había sido campos de juego y terminaba en dos alas del estilo de los Jorge
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, que flanqueaban un centro superior a este período y de arquitectura más fea.
En vista de que un convoy de tres automóviles podía ofrecer una apariencia sospechosa, se había acordado que sólo el coche de John subiera a la escuela, en tanto que los demás se quedaban discretamente aparcados en la carretera de donde salía el paseo. Steve, empero, se había empeñado en presenciar la recogida de Davey, por lo que Olivia decidió ir también con él. Aparte de ellos y de John, fueron también Ann y Mary.
El director no estaba en su despacho. La puerta de éste se hallaba abierta y ofrecía el aspecto de una habitación de trono vacante que daba a un palacio desordenado. En el salón y escalera principal había una continua circulación de chiquillos, cuyo parloteo era alto y excitado, y —pensó John— inseguro. De una de las aulas que daban al salón salía un murmullo de verbos latinos, pero de otras no provenía sino un constante alboroto. John estaba a punto de preguntar a uno de los niños por el director, cuando éste apareció bajando las escaleras a toda prisa. Al ver al pequeño grupo que le aguardaba, bajó los últimos escalones con más decoro.
El doctor Cassop era un director joven, no llegaba desde luego a los cuarenta años de edad, y siempre había sido elegante. Aún conservaba esta elegancia, pero la fina toga y el equilibrado birrete servían únicamente para destacar el hecho de que se trataba de un hombre preocupado e infeliz. Al aproximarse reconoció a John.
—El señor Custance, claro... y la señora Custance. Pero yo creía que vivían ustedes en Londres. ¿Cómo es que han podido salir?
—Hemos pasado unos días en el campo con amigos —explicó John—. Le presento a la señora Buckley y a su hijo. Hemos venido a por Davey. Queremos tenerlo con nosotros durante un tiempo, hasta que las cosas se normalicen.
El doctor Cassop no mostró ninguna de las dudas manifestadas por la señorita Errington ante la perspectiva de perder un alumno. Al contrario, dijo, vehementemente:
—Oh, sí, claro. Creo que es una buena idea.
—¿Han venido otros padres a por sus hijos? —preguntó John.
—Un par de ellos. Sucede que la mayoría son londinenses. Por mi parte, me sentiría mucho mejor si fuese posible mandar a todos los niños a sus casas, y cerrar el colegio por un período. Las noticias...
John asintió. En las radios de los coches habían oído un boletín reseñando los disturbios ocurridos en el centro de Londres y en determinadas capitales de provincia sin especificar. Era evidente que esta información se había dado sólo como acompañamiento de la advertencia en el sentido de que cualquier alteración del orden público sería aplastada rigurosamente.
—Aquí por lo menos las cosas están tranquilas —comentó John.