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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (22 page)

BOOK: La muerte de la hierba
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—¿Cuántas armas llevan? —preguntó John.

—Ninguna —respondió el hombre moviendo la cabeza.

—Nosotros tenemos tres para defender a seis adultos y cuatro niños. No son suficientes. Precisamente por eso estamos aquí, aguardando a otros que lleven armas y quieran unirse a nosotros. Lo siento, pero no podemos aceptar pasajeros.

—¡Pero nosotros no seríamos pasajeros! Yo puedo desempeñar un montón de funciones. Puedo disparar inclusive, si consiguen otra arma. Fui un buen tirador en el cuerpo de fusileros.

—Si fueran usted y su compañero solos, podrían venir con nosotros. Pero con cuatro mujeres y dos niños... no podemos cargarnos de más obstáculos.

Aunque había cesado ya la lluvia, el cielo era gris y disforme, y hacía más bien fresco. El hombre más joven, que aún no había abierto la boca para hablar, tiritó de frío y se arrebujó todavía más en su sucio chubasquero.

—Disponemos de comida —observó desesperadamente el individuo mayor—. En uno de los cochecitos hay tocino...

—También nosotros tenemos bastantes víveres. Matamos para conseguirlos y podemos volver a matar.

—No nos rechacen —pidió la madre—. Piensen en los niños. No es posible que ustedes nos despidan con los niños.

—Estoy pensando en mis propios niños —replicó John—. Si fuera capaz de pensar en otros, tendría que preocuparme de millones de ellos. Si yo fuera ustedes, seguiría andando. Si quieren encontrar ese sitio de paz que buscan, háganlo antes de que lo halle el populacho.

En su mirada había ahora entendimiento de lo que John había dicho, pero indisposición a creer que éste pudiera rechazarles.

—Podríamos llevarles, ¿no? —intervino Ann, que se hallaba junto a su marido—. Los niños...

Vaciló al sentir los ojos de John clavados en los suyos; pero reaccionó diciendo:

—Sí..., no he olvidado lo que yo dije acerca de Spooks. Pero estaba equivocada.

—No —contestó él—. Estabas en lo cierto. No hay lugar ya para la compasión.

—No digas eso —pidió Ann, horrorizada.

—La compasión siempre ha sido un lujo —indicó John señalando el humo que se alzaba del valle—. Eso está muy bien si la tragedia se halla a bastante distancia, si la puedes contemplar desde la barrera. Es distinto cuando la tienes en la puerta, en cada puerta.

Olivia había venido también desde el otro grupo. Jane, que había hecho poco caso de Olivia después de su reacción por ir con Pirrie, se había acercado asimismo a los que discutían, pero se había colocado junto a Pirrie. Este la echó una profunda mirada, pero no dijo nada.

—No sé qué mal puede reportarnos el que vengan con nosotros —medió Olivia—. Es posible que hasta nos sirvieran de ayuda.

—Fíjate en que han dejado que el niño viniera en zapatillas —explicó John—, y con este tiempo. Debías de haber comprendido ya, Olivia, que no sólo el más débil, sino el menos eficiente son quienes corren más riesgo de sufrir el desastre; no nos serían de ayuda, sino de estorbo.

—Le dije que se pusiera las botas —respondió la madre del niño—. No nos dimos cuenta de que no se las había puesto hasta hallarnos a unos cuatro kilómetros de la aldea. Y entonces no nos atrevimos a volver.

—Ya me lo supongo —contestó, aburrido, John—. Lo único que digo es que no hay opción ya a olvidar las cosas, aunque sean mínimas. Si usted no se dio cuenta de los pies de su hijo, es posible que no note algo de mayor importancia. Y como consecuencia muriera alguien de nosotros. Yo no quiero correr ese riesgo. Mejor dicho, no quiero correr ningún riesgo. —Roger... —llamó Olivia.

—La situación ha cambiado en los tres últimos días —replicó Roger, con un movimiento de la cabeza—. Cuando Johnny y yo tiramos aquella moneda al aire, la verdad es que no me lo tomé demasiado en serio. Pero él es ahora el jefe, ¿no? El está dispuesto a cargárselo todo sobre su conciencia, y eso nos deja a los demás al margen. Por otro lado, probablemente está en lo cierto.

Los recién llegados habían seguido absortos el intercambio de palabras. Ahora el hombre mayor, viendo que con el asentimiento de Roger se esfumaban sus esperanzas, meneó la cabeza. Sin embargo, la madre de los niños no era tan fácil de convencer.

—Podemos seguirles —dijo—. Podemos quedarnos aquí hasta que echen ustedes a andar y luego seguirles. No pueden impedir hacer eso.

—Mejor será que se vayan —indicó John—. No tiene sentido el continuar hablando.

—¡No; nos quedaremos aquí! No pueden obligarnos a marchar.

—No podemos obligarles a marchar —intervino Pirrie, por vez primera, al tiempo que acariciaba su rifle—; pero sí que podemos obligarles a que se queden aquí después de irnos nosotros. Creo que es mucho más sensato que se vayan ahora.

—Usted no haría eso —contestó la mujer, sin convicción.

—Sí que lo haría —medió Ann, con amargura—. Dependemos de él. Váyanse, por favor.

La mujer miró intensamente a cada uno de los rostros que tenía ante sí. Después se volvió y llamó a sus hijos:

—¡Bessie! ¡Wilf!

Los niños se apartaron de sus nuevos compañeros con desgana. Como en cualquier ocasión en la que unos niños se relacionan por primera vez, el capricho de los padres iba a quebrar aquella incipiente amistad. Ann observó su aproximación.

—Por favor, John... —dijo a su marido.

—Tengo que hacer lo que más nos convenga a nosotros —indicó, a la vez que negaba con la cabeza—. Hay millones de ellos..., estos son sólo los que vemos.

—La caridad debe ser para los que vemos.

—Ya te lo he dicho..., la caridad, la compasión..., todo eso proviene de una situación estable y de dinero de sobra. Pero ahora estamos en la bancarrota.

—¡Custance! —llamó de pronto Pirrie—. Mire allí, en la carretera.

Entre Baugh Fell y Rise Hill, la carretera ascendía recta durante un trecho de más o menos un kilómetro. En el otro vieron a una serie de figuras que bajaban andando.

Se trataba de una partida numerosa, compuesta de siete u ocho hombres, además de mujeres y algunos niños. Caminaban con confianza, y a pesar de encontrarse todavía lejos, a juzgar por unos destellos metálicos que se veían, parecía que llevaban armas.

—¡Eso es lo que queríamos! —exclamó John, con satisfacción.

—Si hablan —replicó Roger—. Quizá sean de la clase de gente que dispara primero. ¿Por qué no nos ponemos detrás de la pared antes de iniciar el diálogo?

—Si lo hiciéramos, les daríamos probablemente razones para disparar primero.

—Por lo menos las mujeres y los niños...

—Lo mismo da. Y los suyos van al descubierto.

—¿Podemos quedarnos con ustedes hasta que se vayan? —preguntó el hombre mayor del otro grupo.

John estaba a punto de negárselo cuando advirtió una mirada de inteligencia por parte de Pirrie. Este asintió ligeramente con la cabeza. John captó la indicación: aumento de personas temporal, por si sólo era el número y no la fuerza lo que desequilibraba la balanza.

—Si les apetece —contestó con indiferencia.

Se quedaron contemplando el acercamiento de la otra partida. Al poco tiempo, Bessie y Wilf regresaron a la pared, en donde seguían jugando los otros niños.

La mayoría de los hombres en movimiento parecía portar armas. John pudo hasta discernir el calibre de algunas de ellas; había un par de rifles del .300 procedentes del ejército, un Winchester .202 y las inevitables escopetas. Con creciente seguridad, pensó: esto es lo que necesitamos. Consideró que aquello sería suficiente para atravesar cualquier tipo de caos hasta llegar a Blind Gilí. El único problema era el de hacer que aquella gente se les uniera.

John había esperado que se detuvieran a corta distancia, pero al no recelar ni dudar de su capacidad para salir de cualquier apuro, continuaron sin pararse. Su cabecilla era un hombre voluminoso de rostro sanguíneo y pesado. En el cinto de cuero llevaba colgado un revólver. Cuando pasaron junto al grupo de John, aquel hombre miró a éstos con indiferencia. Era otra buena señal de que no codiciaba las armas que pudieran tener otros; o al menos no las codiciaba lo bastante como para luchar incluso por ellas.

—Aguarde un momento —pidió John.

El hombre se detuvo para mirar a John con un gesto deliberado; evidentemente lo hizo para impresionar. Al hablar se notó que su acento era de cerrado Yorkshire.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Me llamo John Custance. Nos dirigimos a un lugar que conozco, en las montañas. Mi hermano tiene tierras en un valle que es ciego en un extremo y sólo tiene unos metros de abertura en el otro. Una vez dentro, puede defenderse contra un ejército. ¿Les interesa?

Después de considerarlo por un momento, el cabecilla contestó:

—¿Con qué objeto nos lo dice a nosotros?

—La situación allí abajo —indicó John, señalando hacia el valle— es muy problemática. Demasiado difícil para una pequeña partida como la nuestra. Estamos buscando acompañantes.

—Lo que sucede —respondió el hombre— es que nosotros no queremos cambiar. Las cosas nos van muy bien.

—Les va bien ahora —insistió John—, que hay patatas en el campo y carne para saquear en las granjas. Pero la carne se agotará antes de lo que se imagina y luego no podrá encontrar más. Como tampoco habrá patatas en los campos el año próximo.

—Yo resolveremos ese problema cuando llegue la ocasión.

—Yo puedo adelantarles cómo. Convirtiéndose en caníbales. ¿Les agrada la idea?

Aunque el cabecilla seguía mostrando una desdeñosa hostilidad, John creyó captar algunas reacciones positivas en los seguidores de aquél. Probablemente, no llevarían mucho tiempo juntos y casi con seguridad que en el grupo había opiniones divergentes y quizá hasta contrarias.

—A lo mejor nos gusta entonces —replicó el hombre—. Ahora mismo no sé cómo le guisaría a usted.

—Allá usted —dijo John.

Y mirando al grupo que había detrás del cabecilla, contó cinco mujeres y cuatro niños de entre cinco y quince años, aparte de los hombres. En seguida añadió:

—Quienes no encuentren un fructífero terreno que puedan conservar, acabarán siendo salvajes, eso si sobreviven. Quizá les complazca eso a ustedes, pero no a nosotros.

—Le diré lo que a mí no me complace, señor: la palabrería. Nunca he tenido tiempo para los charlatanes.

—No va a tener usted necesidad de hablar durante unos cuantos años —cortó John—. Se verá obligado a utilizar nuevamente gruñidos y el lenguaje por señas. Me he dirigido a usted porque tenía algo que decirle, y si tuviera sentido común se daría cuenta de que les conviene escucharme.

—Con que nos conviene a nosotros, ¿eh? ¿Por qué no dice mejor que nos ha hablado por conveniencia de ustedes?

—Sería del género tonto si no fuese así. Pero ustedes pueden aprovecharse de las circunstancias. Nosotros necesitamos ayuda temporal para poder llegar a los dominios de mi hermano. A cambio les ofrecemos un sitio en el que será posible vivir en paz y criar a los hijos para que sean algo mejor que animales salvajes.

El hombre se volvió para mirar a sus seguidores, como sintiendo el efecto que estaban produciendo en ellos las palabras de John. Incómodo, contestó:

—Nada más que palabrería. ¿Cree usted que vamos a aceptar por las buenas lo que dice y a meternos entre los gansos salvajes de las montañas?

—¿Y es que tienen ustedes algún sitio mejor para ir? Mejor dicho, ¿tienen ustedes siquiera algún sitio a donde ir? ¿Qué perjuicio les va a reportar el que vengan con nosotros y comprueben por sí mismos lo que les digo?

Aunque la actitud del cabecilla siguió siendo hostil, se apreció claramente que los argumentos de John le habían desconcertado. Por último, preguntó a sus seguidores:

—¿Qué pensáis vosotros?

—Yo creo que no nos perjudicaría ir y echar una ojeada a ese valle —respondió un individuo moreno y corpulento.

Inmediatamente se produjo en el grupo un murmullo de asentimiento. El cabecilla de la cara rojiza se volvió hacía John, diciendo:

—De acuerdo. Enséñenos el camino que conduce a ese valle de su hermano. Ya veremos lo que nos parece cuando lo veamos. Por cierto, ¿hacia dónde cae?

Dispuesto a no revelar la situación de Blind Gilí, y ni siquiera a nombrarlo, John iba a dar ya una respuesta evasiva cuando intervino Pirrie con frialdad:

—Eso no es asunto suyo, sino del señor Custance. El es quien manda aquí. Por tanto, hagan lo que él les diga y todo irá bien.

John oyó el suspiro de desmayo que exhaló Ann. Ni siquiera él encontraba justificación para la insolencia de Pirrie, reflejada tanto en los modales como en el contenido de sus palabras; aquella actitud sólo podría reafirmar la hostilidad del cabecilla del otro grupo. Aunque pensó en decir algo que limara la aspereza de la frase, se detuvo por dos razones: primera, porque comprendió que probablemente no iba a remediar la situación, y segunda, porque desde hacía tiempo tenía una gran confianza en el buen juicio de Pirrie. Este, indudablemente, sabía lo que se estaba haciendo.

—Con que esas tenemos, ¿eh? —replicó el hombre—. Hemos de hacer lo que nos diga Custance, ¿verdad? Vuelva a considerar eso de nuevo, amigo, porque soy yo quien da las órdenes a los míos, y si ustedes se incorporan a nosotros, tendrán también que obedecerme.

—Usted es un hombre grandón —observó Pirrie, con ojos especulativos—, pero lo que la situación requiere es cerebro. Y me da la impresión de que anda usted escaso de eso.

Las palabras del individuo de la cara sanguínea salieron ahora de sus labios con incongruente blandura:

—No me gusta quitarles nada a los gilipuertas, precisamente porque son gilipuertas. Ahora no hay ningún policía a la vuelta de la esquina. Yo tengo mis propias normas, y una de ellas es que la gente que me rodea debe ser educada.

Para subrayar su dicho el hombre golpeó ligeramente el revólver que colgaba de su cinto. Al verlo hacer eso, Pirrie levantó su rifle. El cabecilla, ahora irritado de veras, empezó a sacar la pistola. Sin embargo, el cañón se hallaba todavía dentro de la funda cuando Pirrie hizo fuego. Disparada a tan corta distancia, la bala levantó al individuo rechoncho del suelo y lo arrojó de espaldas contra la carretera. Pirrie, con el rifle dispuesto de nuevo, se mantuvo alerta.

Algunas de las mujeres gritaron. Los ojos de John se dirigieron a los hombres que tenía enfrente. Había reprimido el impulso de alzar su propia escopeta y se alegró al comprobar que Roger tampoco se había movido. Aunque dos o tres de los otros individuos habían intentado coger sus armas, el incidente se había desarrollado con demasiada celeridad y les había sorprendido. Con todo, uno de ellos había llegado a medio levantar su rifle. Pero Pirrie, sin demostrar preocupación, había dirigido hacia él la boca de su arma y el hombre se vio obligado a desistir.

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