La muerte de la hierba (23 page)

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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La muerte de la hierba
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—Es una lástima —comentó John mirando a Pirrie—. Pero no debió amenazar a nadie con una pistola si no estaba seguro de poder disparar primero. Bueno, la oferta sigue en pie. Aceptamos a todo aquel que quiera unirse a nosotros en nuestra marcha hacia el valle.

Una de las mujeres se había arrodillado junto al hombre caído. Al levantarse, dijo:

—Está muerto.

Asintiendo con la cabeza, John preguntó a los otros:

—¿Se han decidido ya?

—Reconozco que se lo ha buscado él solo —observó el hombre rollizo que había hablado antes—. Yo voy con ustedes. Me llamo Parsons, Alf Parsons.

Lentamente, casi con una disposición de rito, Pirrie bajó su rifle. Luego se acercó al cadáver, sacó de la funda el revólver y se lo entregó a John. Después se dirigió a los recién llegados:

—Me llamo Pirrie, y el que está a mi derecha es Buckley. Como he dicho antes, quien manda aquí es el señor Custance. Aquellos que deseen unirse a nuestra pequeña partida, que se acerquen y estrechen la mano con el señor Custance al tiempo que se identifican. ¿De acuerdo?

Alf Parsons fue el primero en acercarse, pero los otros se alinearon tras él. Ahora, más que nunca, se estaba llevando a cabo un ritual. A su tiempo, quizás llegara incluso la inclinación de la rodilla, pero de momento aquellos apretones de manos simbolizaban claramente la rendición de lealtad.

John mismo vio en ello un acrecentamiento de su poder. La jefatura de su pequeño grupo, que al principio había sido accidental, cobraba un nuevo significado con este compromiso de fidelidad expresado por los seguidores de otro hombre. Aquello era un retorno al sistema de caudillaje feudal, y él se sorprendió al comprobar que no sólo lo consentía, sino que también le procuraba un gran placer. Al estrechar las manos con él, los hombres se fueron presentando: Joe Harris... Jess Awkright... Bill Riggs... Andy Anderson... Will Secombe... Martín Foster.

Las mujeres no le dieron la mano. Únicamente fueron presentadas por sus maridos:

—Mi esposa, Alicia —dijo Awkright.

—Mi mujer, Sylvie —indicó Riggs.

—Mi mujer, Hilda, y mi hija Hildegard —presentó Foster, un hombre de pelo canoso y rostro delgado.

—Aquélla —señaló Alf Parsons— es Emily, la esposa de Joe Ashton, el muerto. Se encontrará mejor cuando se reponga del choque. Por otro lado, Joe tampoco la trató nunca bien.

Cuando todos los seguidores del cabecilla muerto hubieron estrechado la mano de John, el hombre mayor del primer grupo, que estaba junto al nuevo jefe, preguntó:

—¿Ha cambiado de parecer, señor Custance? ¿Podemos ir con todos ustedes?

John comprobaba ahora que, con el aumento de fuerza, cualquier caudillo feudal habría sido capaz de conceder su auxilio al débil como acto de simple vanidad. Después de la entronización, el tono suplicante de los mendigos sonaba doblemente dulce. Era divertido.

—Pueden venir —contestó.

Y arrojándole la escopeta que él había llevado hasta entonces, continuó:

—Tenga. Después de todo hemos conseguido otra arma.

Cuando Pirrie mató a Joe Ashton, los niños, que se encontraban jugando junto a la pared, se quedaron paralizados de temor. Sin embargo, pronto volvieron a su anterior actividad, y ahora, una vez abreviadas las infantiles presentaciones, el nuevo conjunto de niños estaba ya incorporado al juego.

—Señor Custance —dijo el hombre mayor—, me llamo Noah Blennitt. Aquél es mi hijo Arthur, y ésa mi esposa, Iris; su hermana Nelly, mi hija más joven Barbara y mi hija casada Katie. Su marido se quedó en el sur, al pararse los trenes. Todos nosotros le estamos muy agradecidos, señor Custance, y le serviremos con fidelidad.

La mujer a la que había llamado Katie echó una mirada a John en la que se apreciaba inquietud y blandura.

—¿No sería buena idea tomar todos un poco de té? —preguntó—. Tenemos una lata llena de té y algo de leche en polvo. El agua lo podemos coger del arroyo.

—Sería una magnífica idea —replicó John— si hubiera dos tro2os de leña seca en treinta kilómetros a la redonda.

La joven, superada ahora la inquietud por un tímido triunfo y el deseo de agradar, manifestó con vehemencia:

—Eso también está resuelto, señor Custance. Llevamos un hornillo en el equipaje.

—Entonces, adelante. Tomaremos el té de la tarde antes de ponernos en camino.

Y echando una ojeada al cadáver de Joe Ashton, ordenó:

—Pero primero que alguien quite ese cuerpo de ahí.

Dos de los anteriores seguidores de Joe Ashton se apresuraron a hacer lo que había mandado.

10

Pirrie se colocó al lado de John cuando empezaron a andar otra vez; a un gesto de Pirrie, Jane se había colocado detrás y caminaba a unos diez pasos de ellos. Al igual que había hecho Joe Ashton, John iba a la cabeza de la columna, que ahora alcanzaba el impresionante número de treinta y cuatro personas: una docena de hombres, otra de mujeres, y diez niños. John había designado a cuatro hombres para que fueran con él a la vanguardia, y a cinco para que acompañaran a Roger en la retaguardia. En cuanto a Pirrie, ya había quedado especificada su condición de hombre errante. Podía caminar en el lugar que prefiriera.

Mientras bajaban hacia el valle por la carretera, yendo algo apartados de los otros acompañantes, John comentó:

—Ha salido bien. Pero ha sido un poco arriesgado.

—No lo creo —respondió Pirrie moviendo la cabeza—. Lo arriesgado, y mucho, hubiera sido no matarle. Aun cuando hubiera aceptado que usted dirigiera al grupo, pienso que no habríamos podido confiar en él.

—¿Tan esencial es que yo gobierne la partida? —preguntó John, mirándole fijamente—. Al fin y al cabo, lo único importante es llegar a Blind Gilí.

—Eso es lo que más importa, es cierto, pero no creo que debamos ignorar la cuestión de lo que va a pasar cuando lleguemos allí.

—¿Cuando lleguemos allí?

—Es probable que su valle sea pacífico y privado, pero tendrá que tener algunas defensas, aunque sean menores. Porque de lo que no hay duda es de que sufrirá asedios. Consecuentemente, habrá que establecer algo parecido a la ley marcial, y será preciso que una persona la decrete.

—No veo el porqué. Seguramente... bastará con una especie de comisión, compuesta de miembros elegidos, y autorizada para tomar decisiones.

—Me parece —insistió Pirrie —que el tiempo de las comisiones se ha acabado ya.

Sus palabras resultaban ser un eco de los pensamientos que el propio John había tenido un momento antes; por esa causa contestó con cierto enfado:

—Y ha vuelto la época del noble feudal, ¿verdad? En cuanto perdamos la fe en nuestra capacidad de resolver democráticamente los problemas...

—¿Lo cree usted así, señor Custance?

Pirrie había puesto un ligero énfasis en la palabra «señor», como para aclarar que a partir de la muerte de Joe Ashton la expresión se había convertido de algún modo en un título. Excepto para Ann, Roger y Olivia, John era ahora el señor Custance; a los demás se les llamaba por el nombre o por el apellido. Era un detalle pequeño, pero no insignificante. John no pudo por menos que preguntarse si Davey, a su debido tiempo, sería también señor por derecho de sucesión. La extravagante reflexión le hizo sentirse incómodo.

—Si ha de haber alguien que gobierne las cuestiones del valle —cortó fríamente John—, ése será mi hermano. La tierra es suya y él es la persona más indicada para cuidarla.

Pirrie se limitó entonces a levantar los brazos en un pequeño gesto de resignación burlona, al tiempo que concluía:

De cualquier modo no habrá comisión. No lo lamento. Esa es otra de las razones por las que usted debe estar al mando de la partida que llegue a Blind Gilí. Alguna otra persona no estaría tan dispuesta a considerar ese punto de su hermano. Al bajar al valle y pasar junto a los signos de la destrucción, comprobaron que si desde cotas más altas ya habían sido evidentes los destrozos, de cerca el asolamiento era brutal. Los habitantes que aún quedaban les rehuían; no les tentaba pedir ayuda a un grupo armado. Al acercarse a las ruinas de Sedbergh vieron que una partida, de aproximadamente el mismo número que la de ellos, salía del pueblo. Las mujeres lucían joyas de, al parecer, mucho precio, y uno de los varones iba cargado con distintas piezas de una vajilla de oro. El hombre, aun cuando se dio cuenta de que John le estaba observando, arrojó al suelo algunas de ellas por considerarlas demasiado pesadas. Otro de los hombres se agachó a coger una, la sopesó durante un instante, y la volvió a tirar al suelo soltando a la vez una risotada. El grupo continuó la marcha, manteniéndose alejado de John y sus seguidores, mientras el brillo del oro caído contrastaba con el color parduzco de la tierra pelada.

Cuando comenzaron el ascenso hacia el valle de Lune, procedente de una granja aislada, escucharon un agudo y continuo grito que inquietó a los niños y a algunas de las mujeres. En el exterior de la granja, y haraganeando, se encontraban dos o tres hombres armados. John pasó de largo con su acompañamiento, y los gritos se perdieron en la distancia.

Los Blennitt habían abandonado su cochecito de niño cuando dejaron la carretera a las afueras de Sedbergh, y llevaban sus pertenencias repartidas en zafios bultos que acarreaban los seis adultos. La andadura era evidentemente para ellos más difícil que para los demás, y no trataron de ocultar su alivio cuando en las alturas del valle de Lune, al borde de los pantanos, John dio la orden de hacer alto. Continuaba sin llover; las nubes se habían convertido en cirros y salpicaban el cielo a una considerable altura. Hacia el oeste, y por encima de las elevadas curvas de los pantanos, el sol del atardecer iluminaba las rizadas nubéculas.

—Mañana por la mañana nos las veremos con los pantanos —indicó John—. Creo que no estamos ya a mucho más de cuarenta kilómetros del valle, pero la marcha no va a ser fácil. Sin embargo, confío en que podamos alcanzarlo mañana por la noche.

Y señalando a una casa que había en una pequeña elevación por encima de ellos, y que tenía los cristales rotos, agregó:

—Aquello parece ser un buen alojamiento para pasar la noche. Pirrie, coja a un par de hombres y vaya a hacer un reconocimiento, ¿quiere?

Sin vacilar, Pirrie eligió a Alf Parsons y a Bill Riggs, quienes, al aceptar la elección, buscaron con los ojos el asentimiento de John. Luego, los tres hombres se dirigieron hacia la casa. Cuando se hallaban a unos veinte metros de distancia, Pirrie dijo a los otros dos que se pusieran a cubierto en una pequeña depresión. Mientras tanto él, con calma, apuntó y disparó una bala a través de una de las ventanas del piso superior. Después de la detonación del rifle, y del ruido que produjeron al caer las pequeñas astillas de vidrio, se hizo de nuevo el silencio.

Un minuto más tarde, la menuda figura de Pirrie se levantó y anduvo hacia la casa. Sin contar el rifle que llevaba bajo el brazo, su pinta era la de un funcionario del servicio civil que fuese a cumplir una tarea rutinaria. Al llegar a la puerta, que encontró entornada, la pegó una patada para abrirla del todo. Luego desapareció en el interior.

John se vio obligado a considerar una vez más lo temible que hubiera sido Pirrie como oponente si en lugar de orientar sus esfuerzos hacia la promoción del poder de otro, hubiera ambicionado para sí el ejercicio consciente del mando. Ahora se había metido solo en una casa, cuya condición de desocupada era únicamente un supuesto suyo. Si aquel hombre tenía nervios, difícilmente volvería a encontrarse en otra situación en la que fuera más comprensible un estado de tensión.

En una de las ventanas del piso de arriba apareció una cabeza —la cabeza de Pirrie—, que volvió a ocultarse de nuevo. Al cabo de una corta espera, le vieron salir por la puerta principal. Después de que se le unieran los otros dos hombres, se dirigió hacia donde estaba John.

—¿Y bien? —le preguntó John.

—Reconocimiento satisfactorio. Ni siquiera cadáveres. Sus habitantes deben haberse marchado antes de que llegaran los saqueadores.

—¿Ha sido saqueada?

—Hasta cierto punto. Pero no con mucha habilidad.

—Nos servirá de cobijo para esta noche —dijo John—. Las camas que hayan serán para los niños. Los demás nos arreglaremos en el suelo.

—Somos treinta y cuatro personas —replicó Pirrie, echando una ojeada a los circunstantes—. Y no es una casa muy grande. Me parece que Jane y yo correremos el riesgo de pasar la noche al raso.

Mientras pronunciaba las últimas palabras hizo una seña a la muchacha con la cabeza. Al acercarse a él, el estúpido rostro de provinciana de Jane seguía sin mostrar otra cosa que sumisión a lo inevitable. Cuando Pirrie la cogió la mano, John le dijo:

—Haga lo que guste. Le libro esta noche de la guardia.

—Gracias —repuso Pirrie—. Gracias, señor Custance.

John encontró una habitación en el piso superior que tenía dos camas, por lo que llamó a Davey y Mary para que se acostaran. No obstante, como descubrió también un lavabo en el pasillo, les envió antes a lavarse. Cuando hubieron salido sus hijos, él se sentó en una de las camas; desde allí, y a través de una ventana, se puso a contemplar el valle que llegaba hasta Sedbergh. Una perspectiva magnífica. Quienquiera que hubiera vivido en aquella casa —pensó—, probablemente habría estado de acuerdo con cualquier indicación, si es que ésta era necesaria, en el sentido de que las posesiones inmateriales eran tan inseguras como las materiales.

Su breve reflexión fue interrumpida por la entrada de Ann en la alcoba. La mujer parecía cansada. John, al tiempo que hacía un gesto hacia la otra cama, invitó: —Acuéstate. Acabo de mandar a los niños a asearse.

Ann, empero, se quedó de pie, mirando por la ventana.

—Todas las mujeres me preguntan a mí —dijo—. ¿Qué carne vamos a cenar esta noche?... ¿Podemos poner las patatas y confiar en que conseguiremos más mañana?... ¿Las hacemos asadas o las pelamos para hacerlas de otro modo?... ¿Por qué a mí?

—¿Y por qué no? —contestó él, mirándola.

—Porque aunque a ti te guste ser el amo y el señor, eso no quiere decir que yo quiera ser la señora.

—Quítatelas de encima entonces.

—Ya les he dicho que hagan todas las preguntas a Olivia.

—Delegación de responsabilidades —repuso John, riendo—. Eso es lo que hace una buena ama.

—¿Era preciso todo esto?... —quiso saber ella después de una pausa—. ¿Unirnos a esa gente y convertirnos en un ejército?

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