—Ann hará la primera guardia —ordenó—. Los demás, a dormir. Vosotros, niños, apagad el fuego; separad bien los rescoldos.
Roger le despertó y le entregó la escopeta que debía tener el centinela. Al ponerse en pie, y sentirse torpe, se frotó las piernas con las manos. La luna estaba en su apogeo; su luz se reflejaba en el cercano río y recortaba las sombras de las arrebujadas figuras.
—A Dios gracias —dijo Roger—, hace el calor adecuado.
—¿Algo de lo que informar?
—¿Y qué podría haber, aparte de fantasmas?
—¿Algún fantasma entonces?
—Sí, un breve vestigio de una aparición... y además lo más rancia de todas... El tren fantasma. Me ha parecido oírle lanzar su grito de susto a lo lejos, y durante los diez minutos siguientes podría jurar que le he oído aullar a mucha distancia.
—Quizá fuera un tren de verdad —replicó John—. Si funciona todavía alguno y queda alguien capaz de manejarlo, entra en lo posible que hayan intentado un viaje nocturno. Pero, de todos modos, me parece poco probable.
—Yo prefiero creer que se trata de un tren fantasma. Un tren cargado pesadamente con los substanciales fantasmas de los hombres de los valles camino del mercado, o camiones de fantasmagórico carbón o de insubstanciales vigas metálicas que están cruzando las Pennines. Estoy pensando..., ¿cuánto tiempo crees que tardaremos en dejar de reconocer a las líneas férreas como tales? ¿Veinte... treinta años? ¿Y durante cuánto tiempo recordará la gente que una vez existieron cosas así? ¿Contaremos a nuestros bisnietos historias sobre los monstruos de metal que comían carbón y exhalaban humo?
—Vete a dormir —indicó John—. Ya tendrás tiempo suficiente para pensar en tus bisnietos.
—Fantasmas —comentó Roger—. Esta noche veo fantasmas por todas partes. Los fantasmas de mis lejanos descendientes pintados de glasto.
John no contestó. Silenciosamente se dirigió hacia la altura que debía ocupar el centinela, junto a la vía del ferrocarril. Cuando miró desde arriba, Roger ya estaba intentando dormir.
La obligación del que estaba de guardia era la de observar continuamente ambas orillas de la línea férrea, si bien la parte más lejana, la del norte, tenía más importancia porque la carretera principal estaba en esa dirección. Sin embargo, instalado en aquella posición el centinela quedaba fuera del radio de visión de los durmientes. Una vez en su puesto, John encendió un cigarrillo procurando proteger la parte prendida contra cualquier posible observación. En realidad no creía que eso fuese necesario, pero resultaba natural el adaptar los viejos trucos del ejército a una situación que contaba con tantos elementos comunes.
Se quedó mirando al pequeño cilindro blanco sumergido en su mano. Se trataba de un vicio que tendría que desaparecer, pero no le veía sentido a terminar con él ahora cuando la necesidad lo finiquitaría a su tiempo. Se preguntó acerca del período que iban a tardar los exploradores norteamericanos en desembarcar en los olvidados puertos y en penetrar en el interior de las tierras, llevando consigo conservas y cigarros, y dejando a su paso semillas de hierbas inmunes al Chung-Li. En cada pequeño lugar como Blind Gilí, en donde quedara algún remanente inglés, esa sería más o menos la ilusión regular del día, y también el tema de las charlas invernales. Quizás fuera una leyenda lo que espoleara a los nuevos bárbaros a cruzar al fin el océano del occidente para dar con una tierra que era tan áspera y brutal como la suya.
Porque ya no creía en la posible existencia de un último minuto de tregua para la humanidad. Primero fue China, luego el resto de Asia, y ahora Europa. Los demás, y a pesar de lo increíble que pudiera parecer, caerían igualmente a su tiempo. La naturaleza estaba borrando la pizarra de la historia humana, a fin de que quedara limpia para los garabatos patéticos de aquellos que, aquí y allá sobre la faz del globo, sobrevivieran.
De pronto oyó un ruido al otro lado de la vía, por lo que se movió cautamente para investigar su origen. Al llegar a la orilla del terraplén, vio una tenue figura ascendiendo los últimos metros de la pendiente en dirección a él. Era Millicent. Le alargó la mano y él se la cogió para tirar de ella.
—¿Qué demonios hace aquí? —preguntó John.
—Chist... —murmuró ella—. Va a despertar a los otros.
Después de observar al grupo que dormía abajo, Millicent abrió el camino hacia el puesto de vigilancia. John la siguió. Estaba razonablemente seguro del motivo de la visita. Y el sereno descaro de ella le encolerizaba.
—No le toca a usted la guardia hasta dentro de dos horas —dijo—. ¿Quiere regresar y dormir un poco? Nos aguarda un día muy largo.
—¿Tiene un cigarro? —pidió ella.
El sacó uno de su cajetilla y se lo dio.
—¿Le importa encendérmelo? —solicitó.
—No creo que sea acertado hacerlo sin precauciones —indicó John—. Póngaselo en la boca y cúbralo con las manos cuando lo encienda.
—Está usted en todo, ¿verdad?
Ella se inclinó un poco al darle él fuego. Su pelo negro brillaba a la luz de la luna. John se dio cuenta de que no estaba tratando muy bien la situación. Había sido una equivocación darle el cigarrillo que le había pedido; debía haberla mandado a la cama. En esos momentos la mujer volvió a ponerse derecha, sujetando ahora el cigarro entre sus dedos curvados.
—No podía dormir —explicó—. Recuerdo un fin de semana en el que no dormí más que tres horas entre el viernes y el lunes. Sin embargo, me encontraba tan fresca como una flor.
—No es necesario que lo jure. Se nota en toda su persona.
—¿De veras? —preguntó en un murmullo.
Y luego de una pausa, continuó:
—¿Qué le pasa a Ann?
—Sé tanto como usted —respondió John, fríamente—. Supongo que a usted no le hubiera afectado en caso de ser ella... ni lo que le pasó ni lo que hizo después.
—No es tan malo eso de no tener elevados principios —repuso Millicent con afabilidad—. Uno no se sale de sus casillas cuando se carga a alguien desagradable... o cuando a uno le pasa algo grave.
—No quiero hablar de Ann —replicó él, llevándose el cigarro a la boca—. Y tampoco deseo tener un
affaire
con usted, ¿comprende? Confiaba en que, aparte de otras consideraciones, se diera usted cuenta de que esta no es la mejor ocasión para esas cosas.
—La ocasión para algo depende de que uno quiera ese algo.
—Pues se ha equivocado. Yo no lo deseo.
Ella se echó a reír, y al hacerlo bajó la voz todavía más, si bien sonó más bien ronca.
—Portémonos como gente madura —pidió—. Cometo muchos errores, pero no en ese tipo de cuestiones.
—¿Pretende usted conocer mi mente mejor que yo?
—No me sorprendería. Se lo expondré así, gran jefe. Si hubiera sido Olivia quien hubiera venido a verle, usted la habría hecho regresar inmediatamente, y sin conversación. ¿Y por qué habla en susurros? ¿Teme despertar a alguien?
John no había notado que, en efecto, hablaba en voz baja. Por eso la levantó ahora:
—Creo que es mejor que se vaya en seguida Millicent.
—¿Qué tiene de malo —preguntó ella, riendo de nuevo— que usted no quiera despertar a nadie? Me parece que ellos no se van a portar mañana tan bien como yo si no duermen. Se excita usted fácilmente.
—De acuerdo. No quiero discutir con usted. Vuelva con los otros y olvide todo esto.
—Está bien —replicó ella obediente.
Luego arrojó al suelo el cigarro a medio fumar y lo pisó con la puntera del zapato. Mas, no obstante sus palabras, acercándose a él, añadió, insinuante:
—Haré sólo la prueba de la chispa, y si no te quemas me marcharé con una buena chica.
—No seas estúpida, Millicent.
—No hay nada malo en un beso de despedida, ¿verdad? —preguntó junto a él.
Ella se echó en sus brazos. John se vio ante la disyuntiva de, o cogerla, o dejarla caer; y la cogió. Millicent era muy cálida, y entre los brazos mucho más suave de lo que él había pensado. Además sintió cómo su cuerpo se apretaba contra el suyo.
—Creo que la prueba de la chispa ha sido positiva —susurró ella.
Ambos se volvieron al oír la caída de unas pequeñas piedras. Una figura había aparecido por el borde del terraplén y les estaba observando.
Pirrie golpeó ligeramente el rifle que llevaba bajo el brazo. Había reproche en su tono al decir:
—A pesar de venir cargado con esto, he estado a punto de sorprenderles. Usted no está todo lo alerta que debe estar un buen centinela, Custance.
Millicent, que ya se había separado de John, preguntó:
—¿Puede saberse qué demonios haces vagando por ahí en plena noche?
—¿Sería inadecuado hacerte a tí la misma pregunta? —replicó Pirrie.
—Creía —repuso, desdeñosa, Millicent— que habías tenido bastante con el trastorno que te produjo la última vez que me hiciste espiar. ¿O es esa la forma en que te autocastigas ahora?
—Las abundantes últimas veces —explicó el hombre— tuve que tragar por considerarlo el mal menor. Por otro lado, tengo que admitir que fuiste discreta. Lo único que hubiera logrado con actuar es airear mi calidad de cornudo, y siempre deseé evitar esa situación.
—No te preocupes —indicó ella irónica—. Seguiré siendo discreta.
—¡Pirrie! —llamó John—. Nada ha sucedido entre su esposa y yo. Y nada va a suceder. Lo único que quiero es que lleguemos todos sanos y salvos a Blind Gilí.
—Siempre sentí la inclinación natural de matarla explicó como absorto Pirrie—. Sin embargo, en las sociedades normales el crimen es un riesgo demasiado grande. Llegué hasta el extremo de hacer planes, y algunos muy buenos, pero nunca los hubiera puesto en práctica.
—¡Henry! —chistó Millicent—. No empieces a decir tonterías.
A la luz de la luna, John pudo apreciar que Pirrie levantaba la mano derecha para frotarse con los dedos la nariz. Mientras hacía este movimiento, exclamó, cortante:
—¡Pero ya está bien!
De modo deliberado, Pirrie quitó el seguro al rifle. Instantáneamente, John alzó su escopeta.
—No —dijo Pirrie con tranquilidad—. Baje esa arma. Sabe muy bien que yo puedo disparar con más rapidez que usted. ¡Bájela! No se le ocurra provocarme temerariamente.
John bajó la escopeta. En cualquier caso —pensó— era ridículo considerar a Pirrie como una figura salida de una tragedia del período de Elizabeth I.
—Creo que debe usted explicarme algo —pidió—. Aunque la parezca absurdo en mis circunstancias actuales. Si usted quería realmente castigar a Millicent, ¿qué le impidió abandonarla en Londres?
—Una pregunta interesante —replicó Pirrie—, pero no válida. Recordará usted que aunque yo me incorporé a ustedes lo hice con las debidas reservas en cuanto a la certidumbre de la historia que Buckley me pedía que creyera. Estuve dispuesto a romper con ustedes el cordón policial porque no puedo soportar la falta de libertad de acción. Eso fue todo.
—Podéis continuar vosotros solos la conversación —intervino Millicent—. Yo me voy a acostar.
—No contestó suavemente Pirrie—. Tú te quedas donde estás. Quédate ahí y no te muevas.
Millícent, al oír las imperiosas palabras de su marido y el ligero golpe que dio al cañón del rifle, detuvo la marcha que acababa de iniciar. Entre tanto, el hombre agregó:
—Debo decir que consideré seria pero brevemente la idea de abandonar a mi mujer en Londres. Una de las razones por las que rechacé tal pensamiento fue la seguridad de que, si nada peor ocurría que la crisis civil, Millicent saldría muy bien del trance mediante la ofrenda de sus servicios eróticos al jefe de la primera partida que se encontrase. Y no me satisfacía la idea de dejarla a tan buena suerte.
—¿Y qué le importaba ya a usted eso? —preguntó John.
—No soy la clase de persona a la que se pueda humillar así como así. Hay algo en mi carácter que podría describirse como primitivo. Dígame, Custance, ¿estamos de acuerdo en que en esta nación ha dejado de existir el proceso legal?
—Y si no es así, entre todos lo hemos invalidado.
—Exacto. Ahora bien, si falta la ley del estado, ¿qué queda?
—La ley del grupo —respondió cuidadosamente John—. Para protegerse.
—¿Y la ley de la familia?
—Esa queda dentro del grupo. Las necesidades del grupo son antes.
—¿Y el cabeza de familia?
Al oír aquellas palabras, Millicent empezó a reír en medio de un nerviosismo casi histérico. Jocosamente, dijo:
—Cómo te diviertes tú solo, ¡eh, querido!
—Me encanta verte feliz —continuó por su parte Pirrie—. Bueno, Custance, ¿verdad que el hombre es la cabeza natural de su grupo familiar?
Lógicamente, la insensata e inexorable argumentación sólo podía dirigirse a un fin específico. Por eso, dudando, aceptó John:
—Sí. Dentro del grupo... Yo soy quien manda aquí ahora. La última palabra es la mía.
Creyó ver sonreír a Pirrie; pero en medio de aquella escasa luz era difícil asegurarlo.
—La última palabra es la de esto —replicó Pirrie, dando un golpecito al rifle—. Si quisiera, podría destruir el grupo. Yo soy un marido ofendido, Custance; quizás celoso, o posiblemente altivo. Estoy decidido a hacer uso de mis derechos. Espero que usted no me contradiga, porque no quisiera ser su enemigo.
—Conoce usted el camino a Blind Gilí —dijo John—. Pero casi con seguridad que tendría dificultades para entrar si no le acompaño yo.
—Dispongo de una buena arma y sé utilizarla. Creo que encontraría en seguida ocupación.
Hubo una pausa. En el silencio se produjo un repentino gorjeo de un pájaro cantor que John reconoció emocionado como de ruiseñor. La insistente voz de Pirrie quebró el agradable momento:
—Y bien. ¿Me concede usted mis derechos?
—¡No! —exclamó Millicent—. John, deténgale. No puede hacer eso... es inhumano. Henry, te prometo...
—Dejarlo a medianoche —cortó Pirrie—, y sin dolor. Hay instantes en que hasta yo sé hacer poesía. ¡Custance! ¿Me concede o no mis derechos?
La luz de la luna reverberó en el cañón del rifle cuando Pirrie lo levantó hacia John. De pronto éste sintió miedo, y no sólo por él, sino también por Ann y los niños. No cabía dudar de la inflexibilidad de aquel hombre; la única vacilación estaba en saber hasta qué extremo podía llegar si se le provocaba.
—Haga uso de sus derechos —contestó.
—¡No! —gritó con voz agitada y rara Millicent—. No aquí...
Torpemente, tropezando en las vías del tren, la mujer se apresuró a echarse sobre su marido. Este esperó a casi tenerla encima para hacer fuego. Su cuerpo giró hacia atrás por la fuerza de la bala, y quedó tendido sobre uno de los raíles. Las montañas devolvieron los ecos del disparo.