La muerte de la hierba (15 page)

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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La muerte de la hierba
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Sabía que Masham era una pequeña ciudad comercial a orillas del Ure. Como la carretera se curvaba agudamente un poco más allá del río, pisó el pedal del freno para coger la curva.

El bloqueo había sido estratégicamente colocado, es decir, lo bastante alejado de la curva como para resultar invisible desde el otro lado, pero lo suficientemente cerca de ella como para impedir que el coche adquiriera de nuevo velocidad. La estrechez del camino no permitía maniobrar para dar la vuelta. Tuvo que apretar el freno a fondo, y antes de que pudiera meter la marcha atrás se encontró con la boca de un rifle apuntándole por la ventanilla. El sujeto que lo sostenía, un hombre rechoncho vestido de escocés, dijo a John:

—Bueno. Salga fuera.

—¿Qué es lo que pasa?

El hombre se echó un poco para atrás cuando vio que el Ford de Pirrie penetraba en sus dominios; sin embargo, siguió apuntando con el rifle al Vauxhall. John se dio cuenta de que detrás de aquel sujeto había otros individuos, los cuales se apresuraron a detener el Ford. Por último llegó el Citroen, y también fue obligado a pararse delante de la barricada.

—¿Qué es esto? ¿Un convoy? ¿Falta alguien más?

Las preguntas las había hecho el hombre rechoncho en un tono jovial y acento de Yorkshire; por otro lado, la inflexión no era amenazadora.

—Nos dirigimos al Oeste —dijo John, al salir del coche—. Vamos por los pantanos. Mi hermano tiene una granja en Westmorland y hacia allí marchamos.

—¿Y de dónde vienen ustedes, señor? —preguntó otra voz.

—De Londres.

—Pues sí que se han dado prisa —repuso riendo el hombre—. Al parecer, Londres no es ahora un sitio muy saludable, ¿eh?

Roger y Pirrie se habían apeado ya; John sintió alivio al ver que ambos habían dejado las armas en los coches. Roger señaló con la mano al bloqueo.

—¿Cuál es el motivo de esa barricada? —dijo—. ¿Preparándose para una invasión?

—Eso está bien dicho —replicó con aprobación el hombre del vestido escocés—. Usted lo ha captado enseguida. Cuando quien sea venga del West Riding, por el camino que han utilizado ustedes, no va a encontrar facilidades en el saqueo de este pequeño pueblo.

—Ya le entiendo —observó Roger.

En la situación aquella había algo que era artificial. John veía ahora con más claridad; había más de una docena de individuos en la carretera observándoles.

—¿Por qué no hablamos con toda franqueza? —preguntó—. ¿Quieren ustedes que demos la vuelta y busquemos una carretera que rodee el pueblo? Es una molestia para nosotros, pero comprendo su punto de vista.

—¡Ni hablar de eso! —exclamó otro de los hombres soltando una carcajada.

John no contestó. Durante un momento sopesó las posibilidades de volver a los coches y abrirse camino con lucha. Pero aun cuando consiguieran poder dar la vuelta, las mujeres y los niños se hallarían en la línea de fuego. Prefirió aguardar.

Era evidente que el sujeto rechoncho dirigía al grupo. Uno de los pequeños napoleones que produciría el nuevo caos. Su mala suerte estaba en que Masham lo hubiera producido tan pronto. No había sido nada irrazonable confiar en otras doce horas de gracia.

—Miren ustedes —empezó a explicar el hombre vestido de escocés—. Traten de verlo desde nuestro punto de vista. Si no nos protegemos, un lugar como éste quedaría sepultado a las primeras de cambio. Se lo digo para que entiendan que no estamos haciendo nada que no sea sensato y necesario. Puede decirse que, aparte de ser un objetivo apetecible, somos un buen panal. Todas esas moscas que tratan de escapar del hambre y de las bombas atómicas, tendrán que circular por las carreteras principales. Las capturamos y luego vivimos a base de ellas; esa es la idea.

—Es un canibalismo algo primitivo, ¿no? —comentó Roger—. ¿O es que es un hábito comer carne humana por estos pagos?

—Me alegra comprobar que tiene usted sentido del humor —replicó riendo el hombre rechoncho—. Todo no está perdido si hay algo que todavía nos hace gracia, ¿verdad? No es su carne lo que nosotros queremos, al menos no de momento. Pero la mayoría de esas personas llevarán cosas consigo, aunque sólo sea media onza de chocolate. Podría decirse que esto es una especie de peaje en combinación con unos derechos de aduana. Inspeccionamos el equipaje y nos quedamos con lo que necesitamos.

—¿Y nos dejarán pasar después? —preguntó en tono áspero John.

—Bueno, no exactamente. Pero sí que podrán dar un rodeo.

Los ojos de aquel individuo, pequeños y penetrantes, instalados en un rostro bien proporcionado, se clavaron en los de John al tiempo de proseguir:

—Ahora comprenderá usted nuestro punto de vista, ¿verdad?

—Lo que comprendo es que eso es robar —contestó John—. Y desde cualquier punto de vista que se lo mire.

—¡Ay! —exclamó el hombre—. Es posible que sea como usted dice. Pero si desde su salida de Londres hasta aquí no se han encontrado con nada peor que lo que usted llama robos, han sido más afortunados que muchos de los que les siguen. Y ya está bien, caballero. Diga a las mujeres que saquen a los niños. Vamos a hacer la inspección. Vamos; cuanto antes empecemos, antes acabaremos.

John miró a sus dos compañeros; en la cara de Roger había cólera, pero aquiescencia. Pirrie tenía su habitual aspecto de urbanidad y palidez.

—De acuerdo —repuso John—. Ann, me temo que tendré que despertar a Mary. Hazla salir un momento.

El grupo de expedicionarios se hizo a un lado para que algunos de los hombres que estaban en la carretera empezaran a rebuscar en el interior de los coches y en los maleteros. No tardaron en dar con las armas. Un individuo pequeño, de barba rapada, profirió un agudo grito al encontrar el rifle automático de John.

—Con que armas, ¿en? —comentó el hombre vestido de escocés—. Para ser nuestra primera redada, es mucho mejor de lo que esperábamos.

—También hay revólveres —observó John—. Confío en que ésos sí que nos los dejarán llevar.

—Sea razonable —dijo el rechoncho jefe—. Somos nosotros quienes tienen un pueblo que defender.

Y llamando a los rebuscadores, ordenó:

—Amontonad aquí todas las armas.

—¿Qué es lo que piensan quitarnos? —preguntó John.

—Eso es fácil de contestar. De entrada, las armas. Luego, y como ya le he dicho, la comida. Y naturalmente, la gasolina.

—¿Por qué la gasolina?

—Porque podemos necesitarla, aunque sólo sea para uso interior. Suena a muy militar, ¿no es cierto? En algún sentido, la situación se asemeja a los viejos tiempos. Pero es que ahora nos afecta de lleno.

—Nos quedan por recorrer ciento veinte o ciento cincuenta kilómetros. El Ford consume unos siete litros cada cien kilómetros, y los otros dos, alrededor de nueve litros en la misma distancia. Todos los depósitos están llenos. ¿Por qué no nos dejan cuarenta litros entre los tres?

El hombre vestido de escocés no contestó. Sólo esbozó una sonrisa.

—Abandonaremos uno de los coches grandes —insistió John, ante el mutismo del hombre—. ¿Nos dejarán treinta litros?

—Treinta litros o un revólver —empezó a explicar el rechoncho jefe— podría ser lo que marcara la diferencia entre seguir siendo nuestro el pueblo o verlo arder. Mire usted, señor, no vamos a dejarles nada que pueda servirnos a nosotros.

—Un coche y quince litros —pidió casi desesperado John—. Así no tendrán tres mujeres y cuatro niños sobre sus conciencias.

—No. Las charlas acerca de las conciencias suenan muy bien, pero tenemos que pensar en nuestras propias mujeres e hijos.

Roger y Pirrie estaban cerca de ellos. Roger intervino:

—Alguien tomará esta ciudad y la prenderá fuego. Espero que usted viva lo bastante para verlo.

—No querrá usted empeorar las cosas, ¿verdad, señor? —observó el hombre mirando fijamente a Roger—. Hasta ahora les hemos tratado con cortesía, pero podemos ser desagradables si nos da la gana.

Cuando Roger estaba a punto de replicarle, John le cortó: —Ya está bien, Roger.

Y dirigiéndose luego al rechoncho jefe, dijo: —Les regalamos los coches. ¿Pero podemos pasar por el pueblo con nuestras familias, y tomar el camino de Wensley? ¿Y no nos podrían dar un par de cochecitos de niño que no les sirvieran a ustedes?

—Me satisface comprobar que usted es más cortés que su amigo; sin embargo, la respuesta a ambas peticiones es no. Nadie va a entrar en este pueblo. Nos vemos obligados a vigilar nuestras carreteras y los hombres encargados de ello tienen que combinar el trabajo con el sueño. Así que no podemos permitirnos el lujo de asignarles a nadie para que les vigile a ustedes, y desde luego que no vamos a dejarles atravesar la ciudad solos.

John cruzó nuevamente su mirada con la de Roger, al tiempo que pedía Pirrie:

—Quizá quiera usted decirnos lo que podemos hacer. Y qué podemos llevarnos... ¿Mantas?

—Bueno, estamos bien abastecidos de mantas.

—¿Y los mapas?

Uno de los encargados de la inspección se acercó a su jefe para decirle:

—Hemos cogido todo lo que merecía la pena, señor Spruce. Comida y otras cosas. Y las armas, claro. Willie está bombeando el combustible.

—En ese caso —dijo el señor Spruce, dirigiéndose al grupo de expedicionarios—, pueden ustedes ahora coger lo que gusten. Con todo, si yo fuera ustedes no tomaría demasiadas cosas. La marcha no les resultará fácil. Para rodear el pueblo, el mejor camino es seguir el río por la derecha.

—Muchas gracias —replicó Roger—. Nos ha ayudado usted muchísimo.

—Han tenido ustedes suerte —contestó el hombre con benevolencia— al llegar aquí antes de que empiecen las prisas. Porque seguro que no vamos a tener tiempo para charlar cuando principien otros a agolparse aquí a la carrera.

—Me parece que están ustedes muy confiados —comentó John—, pero no creo que vaya a ser tan fácil como piensan.

—En alguna parte leí una vez —repuso el señor Spruce— que los sajones no paraban de reír y de cotorrear antes de la batalla de Hastings
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. Eso ocurría cuando acababan de librar una gran contienda y se estaban preparando para la próxima.

—Pero fueron derrotados —explicó John—. Ganaron los normandos.

—Quizá. Pero tardaron doscientos años en poder transitar a gusto por estos lugares. Buena suerte, señor.

John contempló los automóviles, ya saqueados de alimentos y armas, y a Willy, el joven larguirucho y animoso que estaba terminando de bombear la gasolina.

—Es probable que usted tenga la misma fortuna —replicó.

—Lo importante —decía John a los demás— es largarse de aquí cuanto antes. Luego podremos determinar el plan a seguir. En cuanto a nuestras cosas, sugiero que cojamos sólo tres pequeñas maletas. Mejor hubieran sido mochilas o talegas, pero no las hemos traído. Yo no me preocuparía por las mantas. Afortunadamente estamos en verano. Si hace frío nos juntaremos para entrar en calor.

—Me llevaré mi manta arrollada —observó Pirrie.

—No se lo aconsejo —advirtió John.

Pirrie sonrió, pero no dijo nada.

Los hombres de Masham, que ya habían recogido su botín, estaban ahora sumergidos en las sombras que bordeaban la carretera y contemplaban los movimientos del otro grupo con impasible desinterés. Los niños, medio dormidos y vacilantes, observaban asimismo cómo sus mayores recogían lo necesario de lo que les habían dejado. John comprendió entonces que ya no podría considerar a Mary como uno de los chicos. La muchacha estaba ayudando a su madre.

Por fin empezaron a caminar. Después de algunos pasos, John volvió la cabeza para ver que los hombres de Masham estaban empujando los coches abandonados y colocándolos como refuerzo de la barricada ya levantada. Por un momento se preguntó sobre lo que pasaría cuando otros automóviles principiaran de verdad a amontonarse en aquel lugar; probablemente los tirarían al río.

Siguieron subiendo trabajosamente una cuesta hasta que al llegar a una pequeña meseta pudieron volverse tranquilos para contemplar a la luz de las estrellas los tejados del pueblo que se hallaba entre ellos y los pantanos. La noche estaba en calma.

—Descansaremos aquí un rato —dijo John—. Podremos considerar nuestros planes.

Pirrie dejó caer al suelo la manta arrollada que había traído consigo, primero dificultosamente bajo el brazo, y luego, con más sensatez, sobre el hombro.

—En ese caso —observó—, puedo desembarazarme de esta manta.

—Me preguntaba —comentó Roger— cuánto tiempo iba a tardar usted en comprender que llevaba consigo un peso muerto.

Pirrie empezó a deshacer los complicados nudos de la cuerda que ataba el rollo; mientras se hallaba así ocupado, explicó:

—Esa gente de ahí abajo... cuentan con una excelente eficacia superficial, pero sospecho que van a ser los detalles menores los que van a hacerles caer. Me parece que el hombre que registró mi coche no llevaba siquiera cuchillo; pero si lo tenía, entonces su negligencia es inexcusable.

—¿Qué ha metido usted ahí? —preguntó Roger con curiosidad.

Pirrie levantó la vista; a la escasa luz de las estrellas, parecía que parpadeaba.

—Cuando yo era muy joven —contestó— hice algunos viajes por Oriente Medio, la TransJordania, el Irak, la Arabia Saudita, etc. Buscaba minerales, si bien no tuve mucho éxito. Allí fue donde aprendí el truco de esconder un rifle en una manta arrollada. Los árabes lo robaban todo, pero preferían los rifles.

Pirrie terminó de desatar el paquete; al desarrollarlo, del medio de la manta extrajo su rifle deportivo; aún llevaba puesta la mira telescópica.

—¡Bien pensado, puñeta! —exclamó Roger, soltando una carcajada—. Las cosas no se presentan tan mal, después de todo. ¡Bien por el viejo Pirrie!

El aclamado sacó además una pequeña caja, mientras explicaba:

—Por desgracia son sólo un par de docenas de disparos, pero mejor es eso que nada.

—Estoy de acuerdo —observó Roger—. Y si no somos capaces de dar con una granja que tenga coche y gasolina, no merece la pena que continuemos. Sin embargo, con un arma es diferente.

—No —repuso John—. No más coches.

Hubo un momento de silencio, roto al fin por Roger:

—No irás ahora a tener escrúpulos, ¿verdad, Johnny? Porque si es así, lo mejor que puedes hacer con el rifle de Pirrie es pegarte un tiro. A mí no me gustó la forma en que nos trataron esos canallas de ahí abajo, pero debo admitir que llevan razón. Lo que cuenta en estas circunstancias es la fuerza. Y quien no entienda eso tiene las mismas probabilidades de sobrevivir que un conejo en una jaula de hurones.

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