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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (16 page)

BOOK: La muerte de la hierba
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«Esta mañana —pensó John— mis razones podrían haberse basado en escrúpulos, y junto a éstos quizá hubiera sentido incertidumbre y repugnancia a la hora de imponer mis decisiones a los demás. Sin embargo, ahora era distinto.» Por eso, dijo tajante:

—No vamos a apoderarnos de ningún coche porque los coches son en estos momentos muy peligrosos. Tuvimos suerte ahí abajo. Nos podían haber llenado de plomo primero, y luego saquear los automóviles, y eso sin ninguna dificultad. Y al final tendrán que hacerlo con otros. Consecuentemente, si intentamos llegar al valle en coche, estaremos pidiendo a gritos que pase algo así. En un coche te encuentras siempre dentro de una potencial emboscada.

—Razonable —murmuró Pirrie—. Muy razonable. —Ciento cincuenta kilómetros —comentó Roger—. ¿Y a pie? Porque no esperarás conseguir caballos, ¿verdad?

John se quedó mirando al rectángulo de tierra en el que se hallaban; tenía el aspecto de haber servido alguna vez de pasto.

—No —replicó—. Tendremos que hacerlo a pie. Es probable que eso signifique tres días en vez de unas cuantas horas. Pero si lo hacemos sin prisas, las posibilidades estarán a favor nuestro. Del otro modo las tendremos en contra.

—Insisto en que nos hagamos con un coche, y rápidamente —dijo Roger—. Existe la probabilidad de que no tropecemos con ningún contratiempo. No habrán muchas ciudades que se organicen con la misma celeridad que los de Masham; más todavía, no habrán muchas que tengan siquiera la intención de organizarse. Pero si vamos por el campo con los críos, estaremos expuestos a tener problemas.

—Sin embargo es lo que vamos a hacer —repuso John.

—¿Qué piensa usted, Pirrie? —preguntó Roger.

—No importa lo que él piense —medió John—. Ya os he dicho yo lo que vamos a hacer.

Roger hizo un movimiento con la cabeza hacia la silenciosa y vigilante figura de Pirrie.

—Es él quien tiene el rifle —observó. —Eso significa que puede hacerse cargo de la jefatura si le da la gana —contestó John—. Pero en tanto no tome sobre sí el mando, soy yo quien decide. ¿Qué dice usted, Pirrie?

—Una exposición admirable —respondió el aludido—. ¿Se me permite conservar el rifle? No creo que sea preciso insistir en que yo cuento con las mayores aptitudes para usarlo. Por otro lado, no tengo ambiciones de mando. Naturalmente, esto tendrán que aceptarlo ustedes con no más que la garantía de mi palabra.

—Desde luego que será usted quien lleve el rifle —dijo John.

—Así es la democracia —comentó Roger—. Y de ese modo debía haberlo interpretado yo. ¿A dónde vamos? —Ahora, a ninguna parte. Nos pondremos en camino al amanecer. Primero, porque todos nosotros necesitamos dormir; y segundo, porque no tiene sentido andar vagando en la oscuridad y por un terreno que desconocemos. Cada cual hará una hora de guardia. La primera será la mía; luego, tú Roger, Pirrie, Millicent, Olivia... y Ann. Disponemos de seis horas. Luego iremos a buscar el desayuno.

El aire era cálido, casi sin brisas. —Debemos dar gracias a Dios de nuevo —indicó Roger— porque no es invierno.

Y llamando a los tres niños, agregó: —Vamos, muchachos. Acostaos junto a mí y dadme calor.

La meseta se hallaba bajo la cresta de un monte. John se sentó arriba, y su vista se trasladaba periódicamente desde las figuras acostadas abajo hasta el pantano que se extendía hacia el Oeste. La luna saldría pronto; su resplandor había comenzado ya a reforzar la iluminación estelar.

La cuestión del clima favorable significaba muchísimo para ellos. «Cuan fácil sería —pensó— rezar, hacer sacrificios incluso, a los dioses del pantano para que éstos depusieran su ira.» Se quedó mirando a los tres niños que yacían encogidos entre Roger y Olivia. Ellos, o quizá sus hijos, aplacarían esa cólera.

Mientras pensaba en esto sintió una gran fatiga espiritual, como si el pasado de su vieja mismidad, su civilizado yo, hubiera sido llamado a rendir cuentas. Cuando aquello se hubo sumergido a una cierta profundidad, ¿continuó la vida siendo digna de vivirse? Habían vivido en un mundo de moralidad cuyo trazado se remontaba a casi cuatro mil años. En un día, todo eso había sido barrido.

Pero ¿no quedaría todavía alguien que hubiera resistido, que hablara aún la gramática del amor en tanto que Babel se elevaba a su alrededor? «Si los había —pensó John—, debían morir, y sus hijos con ellos, igual que habían muerto hacía mucho tiempo sus predecesores en los circos romanos.» Durante un instante creyó que le agradaría tener una fe como esa para morir así, pero luego volvió a mirar al pequeño grupo durmiente a cuyo mando se hallaba, y se dio cuenta de que para él aquellas vidas significaban mucho más que sus muertes.

Se levantó y anduvo calladamente hasta donde se encontraba Ann con Mary en los brazos. La muchacha estaba dormida, pero en la creciente luz de la luna pudo ver que los ojos de su esposa se hallaban abiertos.

—¡Ann! —llamó suavemente.

Ella no contestó. Ni siquiera levantó la vista. Al cabo de un rato, John se puso de nuevo en movimiento y volvió a su antigua posición.

Había alguien que preferiría morir en vez de vivir. El estaba seguro de ello, y esta confianza le tranquilizó.

8

En el período que duró su guardia, Millicent había visto dos o tres veces llamaradas distantes hacia el Sur, y luego oído prolongados estruendos. Caía dentro de lo probable que hubieran sido explosiones de bombas atómicas. La cuestión, empero, parecía ser insignificante. Casi con seguridad que jamás sabrían la historia completa de lo que estaba aconteciendo en las pobladísimas ciudades del país; y en cualquier caso, a ellos ya no les interesaba.

Comenzaron a andar en una mañana radiante; hacía frío, pero al entrar el día haría calor. El objetivo que les había propuesto John era el de cruzar la parte norte de Masham Moor y penetrar en Coverdale. Una vez allí, cogerían un pequeño camino a través de Carlton Moor, para luego seguir por el Norte hacia Wensleydale y penetrar por último en Westmorland. No muy lejos de donde habían estado durmiendo descubrieron una granja, y Roger quiso saquearla en busca de comida. Sin embargo, John se opuso a la idea argumentando que estaba demasiado próxima a Masham. Desconocían hasta qué punto los habitantes de Masham estaban dispuestos a proteger sus distritos exteriores. Pero el ruido de los disparos podría llamar la atención quizá de una ronda de vigilancia.

Por esta misma causa se mantuvieron lejos de las zonas habitadas, caminando a través de los campos desnudos o junto a los setos o paredes de piedra que marcaban los cercados. Hacia las seis y media cruzaron la carretera principal del norte de Masham, y para entonces el sol había caldeado ya el aire. Los chicos estaban contentos, y había que sujetarlos para que no corrieran innecesariamente. La totalidad del grupo tenía el aspecto de ir de excursión, si bien Ann seguía callada, como alejada, e infeliz.

Millicent se lo comentó a John cuando andaban juntos por una senda de piedras.

—Ann no debiera tomarse así las cosas, Johnny. No merece tanto la pena.

John se la quedó mirando. La limpieza era una característica predominante de Millicent, y ahora su aspecto era el de una mujer que fuera a dar su cotidiano paseo por el campo. Pirrie, con el rifle bajo el brazo, iba a unos quince metros delante de ellos.

—Me parece que lo que la preocupa no es tanto lo que pasó como lo que hizo ella después.

—Por eso he dicho yo eso —replicó Millicent. Y examinando a John con franca admiración, añadió: —Me gustó mucho la forma con que afrontó usted la situación anoche. Fue... con calma, pero no sin sensatez. Me agrada el hombre que sabe lo que quiere, y que va y lo toma.

Aparte de su cara —pensó John—, aquella mujer parecía bastantes años más joven que su marido. Su figura era delgada y algo rígida. Al advertir la mirada de él, Millicent le sonrió. John vio algo en la sonrisa de ella que le desconcertó. Por eso dijo, cortante: —Alguien tiene que decidir.

—A lo primero, yo no creía que fuese usted la persona adecuada para mandar. Pero anoche me di cuenta de mi error.

No había sido la concupiscencia —pensó él— la que lo había desconcertado, sino la presencia de esa concupiscencia en un contexto como aquél. Sin duda que Pirrie habría sido cornudo durante algún tiempo, pero eso había sido en Londres, en aquella conejera de bulliciosa humanidad en la que el consentimiento de una deshonestidad más no tenía ninguna importancia. Sin embargo aquí, en donde su interdependencia era tan evidente como las estériles líneas de lo que habían sido los pantanos, aquella insinuación era importantísima. Es posible que hasta entonces hubiera existido una moralidad en la que el caudillo de un grupo podía tomar las mujeres a su antojo. Pero los viejos sistemas de guiñar los ojos, tocarse con el codo y lanzarse indirectas estaban tan muertos como las charlas de negocios y las noches de teatro; tan muertos y sin posibilidades de resucitar. El hecho de su desconcierto por la falta de comprensión en este sentido de Millicent, evidenciaba cuan profundamente había penetrado este entendimiento en su mente y había condicionado a ésta.

—Vaya y coja aquella maleta a Olivia —dijo, aún más tajante—. Hace tiempo que la lleva.

—Hágase como tú dices, gran jefe —contestó ella, alzando un poco las cejas—. Lo que tú mandas, se cumple.

Cerca de Witton Moor descubrieron lo que había estado buscando John: una pequeña granja, sólida y aislada. Se levantaba en un breve promontorio y estaba rodeada de patatales. De la chimenea salía humo. Aquello le inquietó por un instante, hasta que recordó que en un sitio remoto como éste ellos necesitarían probablemente para cocinar un fuego de carbón, inclusive en verano. Al dar las instrucciones a Pirrie, éste asintió y frotó a la vez tres dedos de su mano derecha a lo largo de su nariz; ahora recordaba John que antes de ir tras la pandilla que había secuestrado a Ann y a Mary, Pirrie había realizado el mismo gesto.

John y Roger se dirigieron hacia la casa. No trataron de ocultarse; al contrario, querían dar la impresión de que pasaban por allí casualmente y que el motivo de su aproximación era la simple curiosidad. John se dio cuenta de que una de las cortinas de las ventanas delanteras se movía un poco; pero aparte de eso no apreció otro signo de estar siendo observados. Un viejo can tomaba el sol junto a uno de los laterales de la casa. Los guijarros crujientes bajo sus pies, un sonido casual y amistoso.

En la puerta había un aldabón en forma de cabeza de carnero. John lo levantó y lo dejó caer pesadamente para que rechinara de modo sordo sobre su base metálica. Al oír pasos en el otro lado de la puerta, los dos hombres se hicieron un poco a la derecha.

La puerta giró sobre sus goznes. El hombre que apareció por ella tuvo que salir al umbral para ver adecuadamente a los visitantes. Se trataba de un individuo grande, con ojos pequeños y fríos en una cara rojiza. John vio con satisfacción que portaba una escopeta.

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó el hombre—. No tenemos nada para venderles, si es comida lo que buscan.

Aún se hallaba demasiado dentro de la casa. —Gracias —respondió John—. Pero no se trata de comida. Desearíamos enseñarle algo que creemos puede interesarle.

—Quédense con ello —dijo el hombre—. Quédense con ello y váyanse.

—En ese caso... —repuso John. Y al hablar saltó hacia el lado derecho, de modo que al apretarse contra la pared quedó fuera de la visión del granjero. Este reaccionó inmediatamente saliendo al exterior con el arma preparada y el dedo en el gatillo. —Si es un tiro lo que desea... —replicó. A lo lejos se oyó un chasquido, y al mismo tiempo la masa corporal de aquel hombre cayó hacia atrás como cuando se tira al suelo un trompo para que baile. En la caída, un dedo se contrajo. El arma se disparó ruidosamente, explotando su carga contra la fachada de la casa. Los ecos que produjo parecían fragmentarse al chocar contra el sosegado cielo. El viejo perro se levantó y ladró lánguidamente al sol. Se oyó un grito dentro de la casa, y luego se hizo el silencio.

John sacó la escopeta de debajo del cuerpo del hombre. Quedaba un tiro por disparar. Haciendo un gesto a Roger con la cabeza, pasó por encima del hombre muerto o agonizante y penetró en la casa. La puerta daba en seguida a una sala enorme. No había mucha luz, y la mirada de John fue primero a las puertas cerradas que había en la sala y luego a la vacía escalera que se alzaba en un rincón. Pasaron algunos segundos antes de que viera a la mujer que estaba sumergida en las sombras que había junto a la escalera.

Era altísima, pero tan desproporcionadamente delgada como las anchuras de su marido. Llevaba un arma y les estaba mirando a ellos. Roger, que la vio al mismo tiempo, gritó:

—¡Atento, Johnny!

La mano de la mujer se movió a lo largo del arma, pero al hacerlo también se desplazó la mano de John. El estrépito fue aún más ensordecedor por la limitación que imponía la sala. Ella se mantuvo erguida un momento, y luego, aunque se agarró al pilar de su izquierda, se desplomó al suelo. Empezó a chillar mientras caía, y continuó después chillando en voz alta y sofocada.

—¡Dios mío! —exclamó Roger.

—¡No te quedes ahí parado! —ordenó John—. Muévete. Coge esa otra arma y busquemos por la casa. Hemos tenido suerte dos veces, pero no debemos confiar en una tercera.

Observó cómo Roger tiraba de mala gana del arma de la mujer; ésta no hizo ningún movimiento, pero siguió gritando.

—Su rostro... —indicó Roger.

—Ocúpate de la planta baja. Yo iré al piso.

John subió rápidamente las escaleras y se puso a buscar por las habitaciones abriendo de par en par las puertas. Hasta acabar casi su inspección no se dio cuenta de que había olvidado algo, esto es, que había disparado el segundo cartucho y se encontraba por tanto prácticamente desarmado. Quedaba todavía una puerta por abrir. Vaciló un poco, pero al fin la abrió de un puntapié.

Era una habitación pequeña. Una muchacha de unos quince años se hallaba sentada en la cama. La mirada que tenía puesta en el intruso mostraba terror.

—Quédate aquí, ¿comprendes? —dijo él—. No te pasará nada si te quedas donde estás.

—Las armas... —repuso ella—. Mamá y papá..., ¿qué fueron esos disparos? Ellos no...

—No salgas de la alcoba para nada —contestó John con frialdad.

Había una llave en la cerradura. La tomó y cerró la puerta tras él. La mujer seguía chillando junto a las escaleras, pero ahora menos agudamente que antes. Roger se hallaba junto a ella, observándola.

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