Read La muerte de la hierba Online

Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (8 page)

BOOK: La muerte de la hierba
6.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Generosidad? ¿Con bombas de hidrógeno?

—Van a morir. En Inglaterra van a morir por lo menos treinta millones de personas para que puedan sobrevivir las restantes. ¿Qué modo es el mejor: por hambre, por tus parientes o por una bomba de hidrógeno? Después de todo, la bomba es más rápida. Y luego se podrá mantener el número hasta los treinta millones, y conservar los campos para cultivar las cosechas con las que alimentar a los supervivientes. Esa es la teoría.

Del otro lado del salón les llegó una suave musiquilla procedente de un transistor que había puesto en marcha la camarera. El mundo regular seguía su curso, inafectado, tranquilo.

—No saldrá bien —dijo John.

—Me inclino por opinar igual —contestó Roger—. Creo que la noticia se filtrará y que las ciudades reventarán antes de que Welling tenga dispuestos sus bombarderos. Pero no me hago ilusiones en cuanto a que las cosas vayan a ir mejor por eso. Según mis cálculos, eso significaría la agonía de cincuenta millones en lugar de treinta, y una existencia muchísimo más cruel y primitiva para aquellos que sobrevivieran. ¿Quién se iba a hacer cargo del poder para proteger los patatales contra las multitudes amotinadas? ¿Quién iba a guardar las simientes de patata para el próximo año? Welling es un cerdo, pero un cerdo de ideas claras. A su modo, está tratando de salvar el país.

—¿Crees que se propagarán las noticias? —preguntó John.

—Causa preocupación, ¿verdad? —dijo con sonrisa burlona Roger—. Es divertido, pero tengo una idea para marcharnos de Londres y liberarnos de la inquietud que supondría quedarnos en medio del hervidero de millones que va a ser esta ciudad. Y cuanto antes nos vayamos, mejor.

—Los niños... —empezó a decir John.

—Mary está en Beckenham y Davey en ese sitio de Hertfordshire. Ya lo había pensado. Podemos recoger a Davey en el camino hacia el norte. Tú tienes que ir a por Mary. Pero ahora mismo. Yo me acercaré a decírselo a Ann, para que empaquete lo esencial. Olivia, Steve y yo iremos a tu casa con el coche ya cargado. En cuanto regreses con Mary, pondremos vuestras cosas en tu coche y nos largaremos. Si puede ser, tendríamos que estar fuera de Londres antes de que oscurezca.

—Supongo que debe ser así —respondió John.

Roger siguió su mirada hacia el interior del bar; había unas flores en un bonito jarro de cobre y un calendario moviéndose a impulsos de una suave brisa; el suelo se hallaba todavía húmedo por un reciente fregado.

—Di adiós a todo esto —observó Roger—. Ese es el mundo de ayer. A partir de ahora somos campesinos, y gracias podemos dar por ello.

Roger le había dicho que Beckenham quedaba dentro de la zona que iba a ser acordonada. John fue llevado al despacho de la señorita Errington, la directora, y allí permaneció aguardándola. La habitación era sencilla, pero provista de un toque femenino. Él recordaba ahora que aquella combinación, así como la propia señorita Errington, habían impresionado a Ann. La directora era una mujer muy alta, con una suave afabilidad.

Al traspasar la entrada, la señorita Errington inclinó cortésmente la cabeza, y dijo:

—Buenas tardes, señor Custance. Siento mucho haberle hecho esperar.

John observó que eran las doce y media. Por eso trató de disculparse:

—Confío en no haber interrumpido su comida...

—Eso no es mucha molestia en estos días, señor Custance —replicó, sonriendo, ella—. ¿Ha venido usted por Mary?

—Sí. Quisiera llevármela conmigo.

—Siéntese —respondió la directora, señalando a una silla—. ¿Quiere usted llevársela? ¿Por qué?

En aquel momento experimentó todo el amargo sabor de su conocimiento secreto. No debía advertir a nadie de lo que iba a acontecer; Roger había insistido sobre ello y él estaba de acuerdo. Como ocurría con el extenso programa destructivo de Welling, para sus planes era también esencial que las noticias no se propagaran.

Y esta necesidad exigía que él dejara morir a aquella agradable mujer junto a los que estaban a su cuidado.

—Es un asunto de familia —explicó él débilmente—. Se trata de un familiar que está de paso por Londres. Ya me comprende...

—Verá usted, señor Custance; aquí tratamos de reducir al máximo estos paréntesis. Usted se dará cuenta de que eso es muy molesto. Es diferente a los fines de semana.

—Sí, claro, ya me doy cuenta de ello. Pero se trata de... su tío, y se va al extranjero esta noche.

—¿Sí? ¿Y por mucho tiempo?

Algo más tranquilo, John contestó:

—Es posible que permanezca fuera muchos años. Y antes de irse deseaba ardientemente ver a Mary.

—También podía usted haberle traído a él aquí —replicó con vacilación la señorita Errington—. ¿Cuándo la devolverá?

—Podríamos regresar aquí esta noche.

—Bueno, en ese caso... Voy a pedir a alguien que la llame.

Se aproximó a la puerta y la abrió. Dio una voz en el pasillo:

—¿Helena? ¿Quiere usted decir a Mary Custance que venga aquí, por favor? Su padre ha venido a verla.

Y dirigiéndose a John, añadió:

—Si es sólo para esta tarde, no se llevará sus cosas, ¿verdad?

—No —respondió él—. No se moleste por eso.

—Tengo que decirle —continuó la directora, volviéndose a sentar— que estoy muy satisfecha de su hija, señor Custance. A su edad es difícil adivinar lo que van a ser las chicas, aunque una ya vislumbra algo. Mary se ha portado muy bien últimamente. Y creo que si ella quiere puede tener un estupendo futuro académico.

John pensó en seguida en que el futuro académico de Mary poco podía contribuir al sostenimiento de un pequeño oasis contra un mundo desértico.

—Eso es muy gratificador —contestó.

—Si bien es probable —añadió sonriente la señorita Errington— que el problema radique en el hecho de ser un futuro académico. Una duda de que sus jóvenes conocidos, me refiero a los varones, la permitan dedicarse a una vida tan estéril.

—Yo no creo que sea estéril, señorita Errington. La suya mismo debe ser muy fructífera.

—¡Ha resultado ser mejor de lo que yo pensaba! —exclamó soltando una ligera carcajada—. Ya estoy considerando mi retiro.

Apareció Mary, saludó con una breve reverencia a la señorita Errington y corrió hacia su padre.

—¡Papá! ¿Qué ha pasado?

—Tu padre quiere llevarte con él por unas cuantas horas —intervino la directora—. Tu tío está de paso por Londres, camino del extranjero, y quiere verte.

—¿El tío David? ¿Al extranjero?

—Ha sido muy inesperado —replicó rápidamente John—. Ya te lo explicaré todo por el camino. ¿Estás preparada para venir conmigo?

—Sí, claro.

—Entonces no les retengo —dijo la señorita Errington—. ¿Puede usted traerla a eso de las ocho, señor Custance?

—Trataré de que sea así.

Ella le alargó su delicada mano.

—Adiós.

John vaciló; su mente se rebelaba contra la idea de tomarla la mano y dejarla sin ningún aviso sobre lo que se avecinaba; sin embargo, no se atrevió a decírselo; por otro lado, pensó él, tampoco le habría creído ella.

—Si no traigo a Mary a las ocho —dijo él de pronto—, será porque me habré enterado de que todo Londres va a ser tragado por un terremoto. Por tanto, si no volvemos, le aconsejo que reúna a todas las niñas y se las lleve al campo. Y sean cuales fueren los inconvenientes.

La señorita Errington le miró con indulgente sorpresa al escuchar aquella absurda y ridícula salida. Mary también se le quedó mirando asombrada. La directora indicó:

—Bueno, sí, pero ustedes regresarán naturalmente a las ocho.

—Desde luego —dijo él, sintiéndose miserable.

Cuando el coche abandonó la demarcación escolar, Mary inquirió:

—No se trata del tío David, ¿verdad?

—No.

—¿Entonces qué es, papá?

—No puedo decírtelo aún. Pero nos vamos de Londres.

—¿Hoy? ¿Así que no voy a volver esta noche al colegio?

Y como él no diera ninguna respuesta, agregó: —¿Se trata de algo grave?

—Mucho. Nos vamos a vivir al valle. ¿Te gusta la idea?

—Yo no llamaría a eso grave —contestó, sonriendo.

—La parte grave —dijo él lentamente— será para otras personas.

Llegaron a casa poco después de las dos. Cuando avanzaban por el camino del jardín, Ann les abrió la puerta. Ella parecía nerviosa e infeliz. John puso un brazo alrededor de su cintura.

—Primer paso dado sin accidentes. Todo va bien, cariño. No tienes que preocuparte por nada. ¿No están aquí Roger y los suyos?

—Se trata de su coche. El bloque de los cilindros roto o algo así. Ha ido al taller para darles prisa. Regresarán en cuanto puedan.

—¿Te dijo el tiempo que iban a tardar? —dijo John.

—Creía que no más de una hora.

—¿Vienen los Buckleys con nosotros? —preguntó Mary—. ¿Qué es lo que pasa?

—Sube a tu alcoba, querida —le dijo la madre—. He metido algunas de tus cosas en la maleta, pero he dejado un poco de sitio para lo que tú consideres especialmente importante. Sin embargo, tendrás que seleccionar mucho, ya que como te digo el espacio es muy pequeño.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar fuera?

—Quizá un largo período —contestó Ann—. De hecho, debes actuar como si no fuéramos a volver nunca más.

Mary les observó por un momento. Luego dijo seriamente:

—¿Y las cosas de Davey? ¿Las echo un vistazo también?

—Sí, cariño —respondió su madre—. Mira a ver si me he dejado algo importante fuera.

Cuando Mary hubo subido las escaleras, Ann se estrechó contra su marido.

—¡No puede ser cierto, John!

—Sí. Pero no pueden hacer eso, no es posible.

—¿Te ha contado todo Roger?

—¿Y por qué no? Le acabo de decir a la señorita Errington que les devolveré a Mary esta noche. Sabiendo lo que sé, ¿soy yo muy distinto a ellos?

Ann se quedó callada. Luego preguntó:

—¿Crees que no vamos a terminar por odiarnos... antes de que todo esto finalice? ¿O quizá nos vamos a acostumbrar de tal modo a las cosas, que no nos daremos cuenta de la transformación que estamos sufriendo?

—No lo sé —replicó John—. Yo no sé nada excepto que tenemos que salvarnos nosotros y nuestros hijos.

—Salvar a los niños, ¿para qué?

—Más tarde discutiremos eso. Ahora todo nos parece brutal, como el marcharnos sin decir ni una palabra a los demás, que no saben lo que va a acontecer. Pero no podemos remediarlo. Ya tendremos ocasión de vivir decentemente otra vez.

—¿Decentemente?

—La vida va a ser dura, pero no demasiado mala. Todo dependerá de lo que nosotros hagamos por ella. Por lo menos, seremos nuestros propios amos. Dejaremos de sufrir y de vivir en un estado que engaña, tiraniza y chupa la sangre a sus ciudadanos, para, al final, cuando éstos se convierten en una carga, asesinarlos.

—Sí, supongo que sí.

—¡Sinvergüenzas! —exclamó Roger—. Les pago el doble por hacer un trabajo rápido y se tiran tres cuartos de hora buscando las herramientas.

Eran las cuatro. Ann preguntó:

—¿Nos queda tiempo para tomar una taza de té? Sólo tengo que poner la tetera en el fuego.

—Teóricamente —respondió Roger— disponemos de todo el tiempo del mundo. Sin embargo, creo que debemos saltarnos el té. Se respira un ambiente... de inquietud. Deben haber habido otras filtraciones, y me pregunto cuántas habrán sido. De cualquier modo, me sentiré mucho mejor cuando estemos lejos de Londres.

—De acuerdo —asintió Ann.

Luego se dirigió a la cocina. John le preguntó, alzando la voz:

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Tenía la tetera llena de agua —contestó su mujer—. Voy a guardarla.

—Esa es nuestra esperanza —intervino Roger—. El equilibrante femenino. Se va de su casa para siempre, pero guarda la tetera. Lo más probable es que un hombre la hubiera tirado al suelo y luego pegara fuego a la casa.

Al fin salieron de la casa de los Custance. El coche de John iba delante, camino del Norte. La idea era seguir la Gran Carretera del Norte hasta una bifurcación que había más allá de Welwyn para luego torcer hacia el Oeste en dirección al colegio de Davey.

Al pasar por East Finchley, Roger tocó la bocina, y un momento después aceleró para adelantarles. Al ponerse junto a ellos en el adelantamiento, Olivia sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

—¡La radio!

John giró el botón para escucharla.

—... se hace hincapié en que los rumores que están circulando no tienen ningún fundamento. Toda la situación está controlada, y el país cuenta con grandes reservas de alimentos.

Una vez parados los dos coches, Roger comentó:

—Alguien está preocupado.

—Se está plantando grano libre del virus —continuó la voz— en diversas partes de Inglaterra, Gales y Escocia, y se confía en obtener una buena cosecha para finales del otoño.

—¡Plantando en julio! —exclamó John.

—¡Una salida genial! —apuntó Roger—. Cuando haya rumores de malas noticias, di que el hada madrina está bajando por la chimenea. La credibilidad no importa en unos tiempos como estos.

La voz del locutor varió ligeramente:

—El gobierno cree que sólo habrá peligro si cunde el pánico entre la población. Como medidas preventivas se han promulgado varias normas provisionales que se pondrán en práctica inmediatamente. La primera de ellas se refiere a la limitación de movimientos. Quedan prohibidos de modo temporal los viajes inter-ciudades. Se confía en que mañana podrá arbitrarse un sistema de prioridades para los traslados imprescindibles que tengan que efectuarse, pero hasta entonces el veto es absoluto...

—¡Se han adelantado! —exclamó Roger—. De prisa, vámonos. Es posible que aún podamos salir.

Los dos coches se pusieron de nuevo en camino por el Cinturón del Norte y a través de North Finchley y Barnet. La firme y confiada voz de la radio seguía anunciando normas, y una vez acabadas éstas la misma emisora puso música de órgano. En las calles se observaba la circulación habitual, y la gente iba de compras o simplemente paseaba. No se notaban signos de pánico en los suburbios extremos de la ciudad. Los problemas, si los había, se habrían producido en el centro de Londres.

Un poco más allá de Wrotham Park se encontraron con el bloqueo de la carretera, en donde habían sido colocadas unas barreras. Al otro lado de ellas se veían unas figuras vestidas de caqui. Los dos coches se pararon. John y Roger se apearon y se dirigieron hacia la barrera. Ya estaban allí media docena de conductores discutiendo con el oficial encargado. Otros que lo acababan de hacer se disponían a maniobrar sus automóviles para dar la vuelta.

BOOK: La muerte de la hierba
6.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Language of Bees by Laurie R. King
Mrs. Jeffries Takes the Stage by Emily Brightwell
Diecinueve minutos by Jodi Picoult
Consigned to Death by Jane K. Cleland
The Road to Gandolfo by Robert Ludlum
Breath of Winter, A by Edwards, Hailey