Ann estuvo callada un rato. John se volvió hacia ella. Estaba mirando fijamente la pantalla de la televisión, con la carta de David en la mano.
—Es posible que se esté preocupando más de lo que debe para su edad —dijo él—. Los granjeros solteros suelen hacerlo.
—Esta idea —replicó ella— del aviso de Roger para irnos al norte si las cosas se ponen mal, ¿sigue en pie?
—Sí, claro —contestó John con curiosidad—. Aunque no parece apremiante.
—¿Podemos fiarnos de él?
—¿Tú no lo crees así? Ann suponiendo que estuviera dispuesto a poner en peligro nuestras vidas, ¿piensas que también arriesgaría la suya, y la de Olivia, y la de Steve?
—Imagino que no. Sólo que...
—Además, en caso de que haya problemas no necesitaremos esperar al aviso de Roger. Los veremos venir, y con tiempo de sobra.
—Estaba pensando en los niños —dijo Ann.
—Ellos están bien. A Davey le gustan incluso las hamburguesas enlatadas que nos mandan los norteamericanos.
—Sí —contestó sonriendo Ann—. Siempre tendremos hamburguesas enlatadas a las que echar mano, ¿verdad?
Cuando los niños regresaron del colegio, debido a las vacaciones de mitad del verano, bajaron al mar con los Buckleys como ya era habitual. Fue un extraño viaje, efectuado a través de una tierra que únicamente mostraba la desoladora desnudez de un suelo ahogado por el virus, con campos intercalados en los que los tubérculos habían reemplazado a los sembrados de grano. Sin embargo, las carreteras se hallaban tan llenas de coches como siempre, y tuvieron las mismas dificultades de otras veces para encontrar un trozo de costa que no estuviera muy concurrido.
Aunque el tiempo era caluroso, el ambiente estaba oscurecido por nubes que amenazaban con descargar. Por eso no se alejaron demasiado del remolque.
Su lugar de acampada era un saliente elevado que miraba a la playa y desde el que se contemplaba un extenso panorama del Canal. Davey y Steve se mostraban muy interesados por la circulación en el mar; había una flotilla de pequeños barcos a unos tres kilómetros de la costa.
—Pesqueros —explicó Roger—. Para suplir la carne que no llega, debido a que no hay hierba para los animales.
—Y racionado a partir del lunes —observó Olivia—. ¿Os imagináis? ¡El pescado racionado!
—Ya era hora —comentó Ann—. Los precios eran absurdos.
—El suave mecanismo de la economía nacional inglesa continúa tejiendo su trampa con silenciosa eficacia —intervino Roger—. Nos dijeron que éramos diferentes a los asiáticos, ¡y pardiez si estaban en lo cierto! El cinturón se estrecha agujero por agujero y nadie se lamenta.
—Tampoco ganaríamos mucho con lamentarnos, ¿no es verdad? —replicó Ann.
—Ahora es distinto —dijo John—, por cuanto las perspectivas son francamente buenas. De no ser así, no sé lo tranquilos y calmados que íbamos a estar.
Mary, que había ido al remolque para secarse después del baño, se asomó por la ventana.
—Las tartas de pescado en el colegio solían estar hechas de una lata de anchoas por cada ocho kilos de patatas. En la actualidad es una lata de anchoas por cada doscientos kilos. ¿Qué perspectivas hay respecto a eso, papá?
—Tartas de patatas —contestó John—, y la lata vacía pasando por las mesas para que la oláis. Muy alimenticio también.
—Lo que no entiendo —dijo Davey— es por qué han racionado los postres. Los postres no se sacan de la hierba, ¿verdad?
—Demasiada gente se atracaba ya de ellos —le respondió John—. Tú entre otros. Ahora tienes que limitarte a tu ración y a lo que Mary no obtiene de la de tu madre y la mía. Contempla tu buena suerte. Podrías ser huérfano.
—Bueno, ¿pero cuánto va a durar el racionamiento?
—Unos cuantos años todavía; así que mejor será que te vayas acostumbrando.
—Es una lata —comentó Davey—. Racionamiento sin el aliciente siquiera de una guerra.
Los niños volvieron al colegio, y para los demás la vida continuó como era habitual. Hubo un período, poco después de que hicieran el pacto, en el que John telefoneaba a Roger cada dos o tres días que pasaban sin verse; pero ahora no se preocupaba por ello.
El racionamiento de las provisiones fue aumentando gradualmente, pero había comida suficiente para resistir los zarpazos del hambre. Se corrieron las noticias de que en otros países que sufrían escaseces semejantes, sobre todo en algunos de los situados en la ribera del Mediterráneo, había habido motines a causa de la falta de alimentos. La reacción de Londres fue de fastidiosa presunción, puesto que comparó aquella indisciplina con la paciencia y el orden demostrado por sus ciudadanos en parecidas circunstancias.
«Nuevamente —escribía un corresponsal al
Daily Telegraph
— les corresponde a los pueblos británicos el dar ejemplo al mundo de entereza y determinación frente a las desgracias. Es posible que las cosas se pongan todavía más negras, pero sabemos que esa paciencia y fortaleza no fallarán.»
John se hallaba en la obra en donde su empresa construía un nuevo edificio, a las afueras de la ciudad. Había problemas con la grúa y como consecuencia todo estaba detenido. Aunque su presencia no era estrictamente necesaria, al haber sido él quien eligiera la grúa, que además era de un tipo distinto al habitualmente utilizado por ellos, no quiso dejar de acudir.
Se encontraba ya en la cabina de la grúa, observando los cimientos del edificio, cuando vio que Roger le hacía señas desde el suelo. Al mover él la mano para indicarle que le había visto, los gestos de Roger se transformaron de tal modo que aun desde aquella altura podía apreciarse que eran de apremio.
John se dirigió al mecánico que estaba trabajando junto a él.
—¿Cómo va eso?
—Un poco mejor. Creo que lo arreglaré esta mañana.
—Volveré luego.
Roger le esperaba al final de la escalera.
—¿Qué? ¿Vienes a ver el lío en que estamos metidos?
Roger no sonrió. Miró a su alrededor como buscando algo.
—¿Hay algún sitio en el que podamos hablar en privado?
John se encogió de hombros.
—Podría echar de su oficina al administrador. Pero justo al cruzar la calle hay una tabernita que nos vendrá mejor.
—Donde tú quieras. Pero tiene que ser ahora, ¿de acuerdo?
El rostro de Roger mostraba la misma apacibilidad y tranquilidad de siempre, pero su voz era cortante y de urgencia. Cruzaron juntos la calle. «The Grapes», nombre de la taberna, contaba con un pequeño salón que no era muy utilizado y que ahora, a las once y media, se hallaba vacío.
John pidió en la barra dos güisquis dobles y los llevó a la mesa que se hallaba en el rincón más alejado del mostrador. Roger ya se había sentado a ella.
—¿Malas noticias? —preguntó.
—Tenemos que darnos prisa —replicó Roger.
Y después de beber unos sorbos de güisqui, continuó:
—La cosa se ha puesto muy fea.
—¿Cómo?
—¡Canallas! —exclamó Roger—. Canallas y sanguinarios asesinos. Así que no somos como los asiáticos, ¿eh? Claro, somos ingleses enteros y jugamos al críquet.
Su cólera, amarga y feroz, expuesta sin ningún disimulo, hizo comprender a John que se trataba de algo grave. Por eso preguntó en tono apremiante:
—¿Pero qué es? ¿Qué pasa?
Roger se terminó de un trago la bebida. Advirtiendo que pasaba por allí la camarera, pidió dos dobles más. Cuando los tuvo sobre la mesa, dijo:
—Lo que es antes es primero: el combate y la bolsa es para Chung-Li. Hemos perdido.
—¿Y qué ha pasado con el anti-virus?
—Es divertido eso de los virus —comentó Roger—. Se alzan en el tiempo como imperios y poderes, sólo que a una escala menor. Lo vencen todo durante un siglo, o durante tres o cuatro meses, y luego desaparecen. No es habitual que haya una Roma cuyo poder se mantenga a lo largo de medio milenio. —Y bien...
—El virus Chung-Li es una Roma. Si el contra-virus hubiera sido siquiera una Francia o una España, todo habría resultado bien. Pero era sólo una Suecia. Aún existe, pero en la forma suave y modificada que suelen adoptar al cabo del tiempo los virus. No afectará al Chung-Li.
—¿Y cuándo sucedió eso?
—Sólo Dios lo sabe. Hace tiempo. Se las han arreglado para mantenerlo en secreto mientras trataban de reavivar el cultivo rival.
—Pero no habrán abandonado la investigación, ¿verdad?
—No lo sé. Supongo que no. Pero eso no importa.
—¡Claro que importa!
—Durante el mes último —agregó Roger— este país ha vivido prácticamente al día en lo que se refiere a reservas de alimentos, ya que las provisiones almacenadas no habrían dado de sí más de media semana. En realidad contábamos únicamente con los barcos de comida procedentes de Norteamérica y de la Commonwealth. Yo ya lo sabía, pero no lo consideré importante. Los alimentos se nos daban por compromisos adquiridos.
Volvió la camarera y empezó a limpiar unas mesas cercanas. Mientras lo hacía, silbaba una canción popular. Roger bajó la voz.
—Creo que mi error es perdonable. En circunstancias normales se alaba el cumplimiento de los compromisos. Gran parte del mundo había desaparecido ya en la barbarie; y los pueblos estaban dispuestos a hacer algunos sacrificios para salvar al resto.
Después de beber otro trago de güisqui, continuó:
—Pero la caridad empieza en casa. Por eso he dicho que no tiene importancia ya el que consigan o no el contra-virus. El hecho es que los pueblos que cuentan con alimentos no creen que lo logren. Y consecuentemente quieren estar seguros de que no van a dar ningún bien que les vaya a hacer falta a ellos durante el próximo invierno. El último barco con alimentos procedente de la otra parte del Atlántico arribó ayer a Liverpool. Quizá haya otros en el mar que vienen de Australasia, pero no estamos seguros de que no les hagan regresar a su patria antes de llegar a nuestros puertos.
—Ya —dijo John—. Eso es lo que querías decir al hablar de canallas y asesinos... De todos modos, esa gente tiene que cuidar de sus propios pueblos. Es duro para nosotros, pero...
—No, yo no me refería a eso. Ya sabes que yo tengo un buen contacto en las altas esferas. Se trata de Haggerty, el secretario del primer ministro. Hace unos años le hice un gran favor. Y ahora él me lo ha hecho mayor a mí al revelarme los entresijos de lo que está sucediendo. Todo se ha desarrollado en las altas jerarquías del gobierno. Nuestro pueblo sabía lo que iba a pasar hace una semana. Han intentado conseguir nuevos suministros de alimentos para contener la catástrofe, esperando un milagro, supongo. Pero todo lo que han obtenido es la promesa de guardar silencio, una medida que ellos no dudarían en obstaculizar si creyeran que con propagar las noticias de la situación por el mundo iban a lograr el control del país. Pero de momento eso es lo que conviene a todos, y los pueblos del otro lado del océano habrán tomado sus posiciones antes de que se sepan las noticias; desde luego que esas medidas no serán comparables a las nuestras, pero serán preparadas mejor y sin alteraciones.
—¿Y las medidas que se van a tomar aquí? —preguntó John—. ¿Cuáles son?
—El gobierno cayó ayer. Welling se ha hecho cargo del poder, pero Lucas sigue aún en el Consejo. Aquel palacio parece atravesar una revolución. Lucas no quiere mancharse las manos de sangre. Eso es todo.
—¿Sangre?
—En estas islas hay unos cincuenta y cuatro millones de personas. Alrededor de cuarenta y cinco millones de ellos viven en Inglaterra. Si un tercio de ese número pudiera pasar a base de una dieta de tubérculos, sería estupendo. La única dificultad estriba en cómo seleccionar a los supervivientes.
—Yo creía que eso era evidente —dijo ásperamente John—. Se seleccionarán solos.
—Es un método inútil, aparte de que quebranta el orden público y la disciplina. En este país nos hemos tomado a la ligera eso de la disciplina, pero sus raíces son profundas. Siempre está pronta a surgir en una crisis.
—Welling —dijo John—. Nunca me han agradado sus ideas.
—Hay hombres que saben aprovechar las oportunidades que les brindan los tiempos. A mí tampoco me gusta ese tipo, pero alguien como él era inevitable. Lucas no tuvo nunca mucha imaginación política.
Roger echó una rápida ojeada al techo. Luego prosiguió:
—El ejército está tomando hoy posiciones en los suburbios de Londres y en otros lugares de gran población. Mañana al amanecer se cerrarán las carreteras...
—Si cree que es la manera mejor de... Ningún ejército del mundo podría detener la rebelión de una ciudad acuciada por el hambre. ¿Qué piensa él que va a conseguir con eso?
—Tiempo —replicó Roger—. El suficiente como para completar a su comodidad los preparativos de su segunda operación.
—¿Y ésta es?
—Bombas atómicas para las ciudades pequeñas y de hidrógeno para capitales como Liverpool, Birmingham, Glasgow, Leeds, etcétera. En Londres arrojaría dos o tres de ellas. No les importa gastarlas: no las van a necesitar en el próximo futuro.
Durante un rato, John estuvo callado. Después dijo lentamente:
—No puedo creerlo. Nadie haría eso.
—Lucas no, desde luego. Lucas fue siempre el hombre que utilizaba el primer ministro de cara a las masas, el que se encargaba de refrenar a los suburbios y de los prejuicios y emociones de éstos. Sin embargo, Lucas será miembro del gabinete de Welling, y pomposamente se lavará las manos mientras se lleva a cabo el plan. ¿Y qué otra cosa podía esperarse del hombre de las masas?
—Jamás dispondrán de pilotos para tripular esos aviones.
—Nos encontramos en una nueva era, John —replicó Roger—. O quizá en una muy antigua, no lo sé. Las graneles lealtades son lujos de la civilización. A partir de ahora las lealtades van a menguar, y a medida que vayan decreciendo habrá más crueldad. Si ésa fuera la única manera de salvar a Olivia y a Steve, yo mismo pilotaría uno de esos aviones.
Sin poderse contener, John protestó:
—¡No!
—Cuando he hablado de canallas asesinos —continuó Roger—, lo he hecho con admiración y disgusto a la vez. Desde ahora me propongo ser uno de ellos si es necesario, y confío realmente en que tú estés dispuesto a hacer lo mismo.
—Pero arrojar bombas de hidrógeno en las ciudades... y al propio pueblo de uno...
—Sí, para eso quiere ganar tiempo Welling. Supongo que los preparativos le llevarán por lo menos veinticuatro horas; quizá, como mucho, cuarenta y ocho. ¡No seas estúpido, Johnny! No hace tanto tiempo que el pueblo de uno era el que vivía en la misma aldea. Por otro lado, es posible que Welling cubra la acción con una buena capa de generosidad.