La muerte de la hierba (27 page)

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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La muerte de la hierba
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Había confiado en que le fueran abriendo la puerta a medida que le vieran aproximarse, pero comprendió que la prudencia —quizá excesiva, pero en conjunto justificada— era lo que lo impedía hasta que hubiera quedado clara la situación de John y la del grupo que le acompañaba. Una vez delante de la empalizada, sin conocer aún lo que estaba ocurriendo en el otro lado, gritó:

—¡Dave! ¿Estás ahí?

—¡Claro que sí! —oyó exclamar a su hermano—. Abran la puerta. ¿Cómo diablos va a entrar si no la abren?

Mientras veía abrirse levemente la puerta, acertó a distinguir un ligero movimiento del cañón de la ametralladora. No se corrían riesgos. John se dirigió hacia la abertura y comprobó que David le aguardaba al otro lado. Cuando estrecharon sus manos, la puerta se cerró tras él.

—¿Cómo lo habéis hecho? —preguntó David—. ¿Dónde está Davey..., y Ann y Mary?

—Ahí fuera. Escondidos en la cuneta. Tu ametrallador casi nos mata a todos.

—¡No puedo creerlo! —replicó David, mirando al aludido—. Les dije a los encargados de la puerta que estuvieran pendientes de vosotros, pero nunca creí que pudierais llegar hasta aquí. Las noticias de la prohibición de viajar..., y luego los tumultos y los rumores de los bombardeos... Ya no contaba contigo.

—Es una larga historia —comentó John— que puede esperar. Voy a decir primero a mi partida que entre.

—¿Tu partida? ¿Quieres decir...? Me dijeron que había mucha gente en la carretera.

—Sí —asintió John—, somos una multitud. Treinta y cuatro en total, diez de ellos niños. Todos hemos venido por la carretera desde hace tiempo. Los traeré aquí.

La expresión que ahora tenía su hermano sólo la había visto John en otra ocasión: cuando, a la muerte de su abuelo, había escuchado que toda la propiedad pasaba a pertenecer a David. Aquel rostro mostraba culpabilidad y aturdimiento.

—Es un poco difícil, Johnny —acertó a decir David.

—¿En qué sentido?

—Ya estamos completos. Cuando las cosas empezaron a ponerse mal, la gente de por aquí principió a aposentarse en el valle. Primero fueron los Rivers de Stonebeck, y luego todos los demás. Fue precisamente su hijo quien se apoderó de la ametralladora..., la trajo de una unidad del ejército que había cerca de Windermere. Tres o cuatro de los soldados vinieron con él. Es una máquina fabulosa. Nos las apañamos muy bien pero no hay margen para los accidentes, como una mala cosecha de patatas o algo así.

—Pero mis treinta y cuatro personas trabajarán para su sustento —replicó John—. De eso respondo yo.

—No es ese el punto —observó David—. La tierra sólo puede producir para un número determinado. Y ya superamos ese número.

Se hizo un breve silencio. El Lepe discurría a su derecha. Había próximo a su orilla un hombre que atendía un fuego sobre el que se calentaba una marmita y los dos hombres que se encontraban encima de la plataforma de la ametralladora tampoco podían oír nada. Sin embargo, John se dio cuenta de que bajaba la voz.

—¿Qué sugieres entonces? —dijo—. ¿Que regresemos a Londres?

—¡Buen Dios, no! —exclamó David, cogiéndole el brazo—. No seas tonto, caramba. Estoy tratando de decírtelo... Puedo hacer sitio para ti, Ann y los niños; pero no para los otros.

—Dave —contestó John—, tienes que conseguir sitio para ellos. Tú puedes y debes hacerlo.

—Lo haría si pudiera —replicó David, moviendo la cabeza—. ¿Es que no lo entiendes? Esa gente tuya... no son los primeros que rechazamos. Ha habido otros. Algunos de ellos parientes de familias ya instaladas aquí. Hemos tenido que ser duros. Yo siempre les he dicho que tú y los tuyos debíais ser admitidos si veníais. Pero treinta y cuatro... ¡Es imposible! Aunque yo consintiera, los otros no me lo permitirían.

—¡Es tu tierra!

—Nadie tiene tierra excepto por el consentimiento de los demás. Son mayoría. Johnny..., ya sé que no te agrada la idea de abandonar a la gente con la que has venido. Pero tendrás que hacerlo. No hay otra alternativa.

—Siempre hay otra alternativa.

—Ninguna en este caso. Tráelos aquí... a Ann y a los chicos... Puedes aducir alguna excusa para ello. Los otros tienen armas, ¿no? Se las arreglarán bien.

—Tú no has estado ahí fuera.

—Ya sé que no te gusta hacerlo —respondió David cruzando su vista con la de su hermano—, pero es necesario. No es posible que antepongas la seguridad de todos esos a la de Ann y los niños.

John se echó a reír. Los dos hombres de la plataforma se los quedaron mirando.

—¡Pirrie! —exclamó—. Debe ser adivino.

—¿Pirrie?

—Uno de mi partida. No creo que hubiéramos podido llegar aquí sin él. Y ahora iba a haber traído conmigo a Ann y los niños, pero él se opuso. Logró que se quedaran allí. Yo me he dado cuenta de que se estaba protegiendo él, y a los demás también, claro, por si acaso les traicionaba. Me he sentido justamente indignado. Pero... si los tuviera aquí conmigo, dentro de la empalizada... ¿qué haría?

—Eso es grave —observó David—. ¿No puedes engañarle?

—¿Engañarle? ¿A Pirrie?

John miró a lo lejos, levantando la vista a lo largo de Blind Gilí, fijándola en sus protectores montes. Luego continuó:

—Si rechazas a esa gente, nos rechazas a nosotros..., rechazas a Davey.

—Ese hombre... Pirrie. Quizás pudiera persuadir a éstos para que dejaran entrar a uno más contigo. ¿Se le puede sobornar?

—Indudablemente. Pero la idea ya habrá penetrado en las cabezas de los demás, sobre todo si tengo que decirles que no pueden entrar en seguida como han estado esperando. No hay ninguna posibilidad de poder meter aquí a mis hijos sin que vengan los otros.

—Pero tiene que haber alguna forma.

—Eso es lo que te he dicho yo antes, ¿no? Pero como ya no somos libres... En un sentido, somos incluso enemigos.

—No. Encontraremos algún rodeo. ¿Qué te parece... si regresas y yo salgo a atacaros con mi gente cubriéndonos la ametralladora? Tú podrías haber pasado la voz a Ann y los niños para que se quedaran tumbados en el suelo hasta que hubiéramos alejado a los otros.

—Aunque yo estuviera dispuesto a hacer eso —replicó John riendo irónicamente—, no daría resultado. Los míos podrían ser heridos. Además esa cuneta es un magnífico refugio. La ametralladora nos les amedrentaría.

—Entonces... no sé. Pero tiene que haber algún modo.

John volvió a contemplar el valle. Los campos estaban bien sembrados, mayormente de patatas.

—Ann se estará haciendo cruces por mi tardanza —comentó—. Y no te digo nada los otros. Tengo que regresar. ¿Qué hacemos, Dave?

Había tomado ya una decisión, y la agonía de la incertidumbre de su hermano no podía afectarla en nada. Al fin, Dave dijo, forzando las palabras:

—Hablaré con ellos. Vuelve dentro de una hora. Trataré de que dejen entrar a los otros. O quizás podamos pensar mientras tanto en otra cosa. ¡A ver qué discurres, Johnny!

—Lo intentaré —asintió John—. Hasta luego, Dave.

—Dales un abrazo a todos —pidió David con rostro triste—. A Davey...

—Claro que sí. No te preocupes.

Los dos hombres bajaron de la plataforma para abrir la puerta. Al cruzarla, John no volvió la cabeza para mirar a David.

Su grupo seguía esperándole en la cuneta, ahora con intranquilidad. Al unirse a ellos, vio en sus caras que no aguardaban sino malas noticias; cualquier información era de esta índole, si no iba acompañada por la abertura de la entrada al valle y por una inmediata indicación de que podían entrar en él.

—¿Cómo le ha ido, señor Custance? —preguntó Noah Blennitt.

—Nada bien —replicó.

Luego les relató a grandes rasgos la entrevista, pasando por alto la referencia a la invitación a su familia. Cuando terminó, Roger comentó:

—Ya. Pero él podrá hacerte sitio a ti, a Ann y a los niños, ¿no?


El
no puede hacer nada. Los otros ya lo habían aceptado y al parecer están dispuestos a mantenerlo.

—Coge lo que te dan, Johnny —sugirió Roger—. Tú nos has traído hasta aquí y nosotros no hemos perdido nada por ello. Además sería absurdo que desaprovecharas esa oportunidad porque todos no podemos tenerla.

El murmullo que provocaron los otros fue lo bastante incierto como para resultar tentador. Me lo han ofrecido —pensó John—, y no me detendrán si echo a andar mientras ellos se quedan aquí, desconcertados por su propia generosidad. Coger a Ann, y a Mary y a Davey y caminar con ellos hasta la puerta; ver cómo ésta se abre, y más allá el valle... Al mirar a Pirrie, éste desvió calmadamente su vista; su pequeña mano derecha, sus dedos tan cuidados todavía, descansaban en la culata de su rifle.

Al imaginar en su mente la tentación perdida, se preguntó sobre la forma en que habría reaccionado si, en vez de contar con la aparente libertad de acción, hubiera tenido la verdadera. El señor feudal, pensó, y dispuesto a vender tan alegremente a sus seguidores. Porque lo más probable era que la mayoría, al menos, lo fueran.

—Lo he pensado mucho —dijo, por fin, dirigiéndose a Pirrie—. Con toda franqueza, no creo que haya ninguna posibilidad de que mi hermano convenza a los otros para que nos dejen entrar. Ya me ha dicho que algunos de ellos vieron cómo sus parientes eran rechazados. Eso nos deja dos opciones: o seguimos buscando un refugio por otros lugares, o luchamos para abrirnos camino y tomamos el valle por asalto.

—¡No! —exclamó Ann con voz entrecortada.

—¿Quieres decir —intervino Davey— luchar contra el tío Dave, papá?

Los otros permanecieron silenciosos.

—No tenemos que tomar una decisión rápida —explicó John—. Hasta que vuelva a ver a mi hermano, supongo que podemos pensar en que existe todavía una posibilidad remota de arreglarlo pacíficamente. De todos modos, es cuestión de seguir pensando en soluciones probables.

—Por mi parte —medió Roger—, continúo creyendo que debes aceptar lo que se te ofrece, Johnny.

Esta vez no hubo reacción; John notó que el momento de la indecisión había pasado ya. Los seguidores volvían a considerar las obligaciones que para con ellos tenía el señor feudal.

—¿Qué piensa usted, señor Custance? —preguntó Alf Parsons.

—Me reservo la opinión hasta que regrese de la entrevista con mi hermano —replicó John—. Mientras tanto, piensen ustedes en algo.

Pirrie siguió sin decir nada; solamente esbozaba sonrisas de vez en cuando. Con la cabeza vendada, parecía un frágil e inocente anciano. Jane, en actitud protectora, continuaba sentada a su lado.

Sin embargo, cuando John se aprestaba de nuevo a volver a la empalizada para hablar con David, Pirrie indicó:

—Naturalmente, usted se fijará bien en todo lo que hay allí, ¿no? Quiero decir dentro.

—Desde luego —asintió John.

Si había habido alguna esperanza en su mente respecto a que David pudiera persuadir a sus compañeros del valle para que cedieran a su petición, aquélla quedó desvanecida en el momento en que vio otra vez la cara de su hermano. A éste le acompañaron hasta la empalizada cuatro o cinco hombres, probablemente como refuerzo de los tres que estaban de guardia y para el caso de que la partida de John se resistiera a aceptar su negativa. John observó que en el interior del vallado había colgado un teléfono, de modo que los defensores del valle podrían ser convocados rápidamente si las circunstancias lo requerían. John miró a su alrededor, grabando en su mente los detalles de las defensas del valle.

—No lo aceptan —empezó David—. En realidad no podíamos esperar que lo hicieran.

Los hombres que le habían acompañado se quedaron a corta distancia de ambos, sin disimular siquiera que no deseaban proporcionarles ninguna intimidad. Para John, aquella actitud demostraba sobre todo la pérdida de poder de su hermano.

—Así que tendremos que volver de nuevo a caminar —replicó John—. Ya le di a Davey un abrazo de tu parte. Siento que no le hayas podido ver.

—Oye... —indicó vehementemente David—, lo he estado pensando y hay un modo... se podía intentar. Tú puedes hacerlo.

John le miró con interés. Había estado observando el ángulo que formaba la empalizada con el río.

—Diles que este sitio no es bueno —prosiguió David—, que tendréis que buscar otra cosa. Pero no os alejéis mucho esta noche. Dispón la marcha de tal manera que Ann, tú y los niños podáis escabulliros... y regresar aquí. Os dejarán entrar. Yo mismo estaré aquí esta noche para que no hayan impedimentos.

John reconoció que para otra gente y en otras condiciones, el plan podía resultar. Pero él no sintió ninguna tentación. Además, David estaba subestimando la intervención que Pirrie pudiera tener en el proyecto; error razonable por otro lado en alguien que no conocía a Pirrie.

—Sí —asintió John lentamente—, creo que eso podría salir bien. En cualquier caso merece la pena intentarlo. Pero no me agrada la idea de esa ametralladora vuestra amenazando a mis hijos esta noche.

—No hay por qué temer eso ahora —respondió David con ansia—. Cuando vengáis por la carretera, silba como solíamos hacerlo en nuestra infancia. Además hay luna llena esta noche.

—Sí —dijo John—. Es cierto.

12

Al llegar a la cuneta en donde estaban los demás, John explicó en seguida:

—No hay manera de entrar ahí pacíficamente. No quieren hacernos sitio. Mi hermano trató de convencerles, pero no lo aceptaron. Por tanto, tenemos las alternativas de que les hablé, o irnos a otra parte o entrar a tiros en Blind Gilí. ¿Han pensado ustedes en algo?

Se hizo el silencio, que rompió poco después Alf Parsons al indicar:

—Eso es cosa suya, señor Custance..., usted lo sabe. Nosotros haremos lo que crea que es mejor.

—De acuerdo —contestó John—. Pero primero sepan que mi hermano se parece a mí y que viste un mono de verano azul y una camisa a rayas blancas y grises. Se lo digo a ustedes para que lleven cuidado con él. No quiero que sufra ningún daño si es posible.

—Entonces, ¿es que vamos a intentar entrar, señor Custance? —preguntó Joe Harris.

—En efecto. Pero no ahora. Esta noche. Dispónganse a retirarse ordenadamente para salir del radio de visión de los tipos de la empalizada. Hemos de dar la impresión de que abandonamos la idea de entrar en el valle. Nuestra única esperanza es contar con la ventaja de la sorpresa.

Llevando a la práctica el plan indicado, los componentes del grupo salieron de la cuneta y se alejaron del valle por la misma carretera que les había traído a él. En esta ocasión, John, Roger y Pirrie marcharon a la retaguardia.

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