La muerte de la hierba (28 page)

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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La muerte de la hierba
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—Sigo creyendo que te equivocas, Johnny —comentó Roger—. Aún puedes dejarnos y volver con tu familia. Te recibirían.

—Me parece que no va a ser nada fácil —intervino Pirrie—; aunque sea un ataque por sorpresa. A menos que usted, señor Custance, conozca un camino para entrar por las montañas.

—No. No existe ese camino. Pero si lo hubiera tampoco serviría. Dentro, las laderas son muy escarpadas. No podríamos evitar la caída de pequeñas piedras y en cuanto advirtieran nuestra presencia les ofreceríamos un blanco imposible de fallar.

—Pero supongo —insistió Pirrie— que no pensará usted arrojarse sobre ese vallado... teniendo detrás una ametralladora Vickers como esa, ¿no?

—No —replicó John mirándole fijamente—. ¿Cómo se encuentra usted ahora?

—Normal.

—¿Lo bastante bien como para subir un kilómetro de un río que es frío aun en esta época del año?

—Sí.

Roger y Pirrie se le quedaron mirando con curiosidad.

—Mi hermano construyó una empalizada para tapar la abertura que hay entre la montaña y el río, pero dio por sentado que éste era en sí mismo un obstáculo insalvable. Por las orillas es hondo y turbulento y en él han perecido ahogados muchos animales y algunos hombres. Sin embargo, cuando yo era niño caí en sus aguas por el otro lado y no me ahogué. Y es que en el mismo centro del río hay un banco de arena, y recuerdo que a pesar de tener yo solamente once años pude andar por él con la cabeza fuera del agua.

—¿Estás sugiriendo que subamos todos por el río? —preguntó Roger—. Sin duda que nos verían. ¿Y cómo salir de ese banco, si dices que las orillas son tan profundas?

Como John había pensado, Pirrie sí que captó la idea sin necesidad de mayor elaboración.

—Así que yo tengo que poner fuera de combate la ametralladora —comentó—. ¿Y ustedes qué hacen?

—Yo iré con usted —afirmó John—. Cogeré uno de los rifles. No es que crea que voy a tener más éxito que usted, pero al menos contaremos con otra posibilidad. Roger, tu misión consiste en asaltar esa empalizada una vez que hayamos acallado nosotros la ametralladora. Lleva los hombres ocultos por la cuneta y sitúate a unos cien metros de la entrada al valle. Esa barrera es abordable. Y en cuanto esa gente note que les disparamos por detrás, dirigirán la ametralladora hacia nuestra posición. Ahí es donde entráis vosotros en liza.

—¿Saldrá bien? —preguntó Roger, vacilante.

—Sí —respondió Pirrie adelantándose a John—. Creo que sí.

El y Ann se hallaban contemplando a los niños dormidos sobre la tierra. Davey, Spooks y Steve estaban hechos un ovillo, mientras que Mary, un poco más apartada, dormía con la cabeza apoyada en uno de los brazos. En voz baja, John refirió a su mujer el plan de David. Cuando terminó de hablar, Ann contestó:

—¿Y por qué no lo aceptaste? Se trata de desembarazarnos de Pirrie como sea..., ¡matándole incluso si es preciso! Ya ha habido muchos muertos inocentes, y ahora va a haber más. ¡Oh! ¿Por qué no lo aceptaste? ¿No podríamos intentarlo todavía?

El sol se había puesto ya, pero la luna no había aparecido aún. Estaba completamente oscuro. Para ambos era muy difícil ver la cara del otro.

—Estoy contento con Pirrie —dijo él.

—¡Contento!

—Sí. Yo he necesitado pensar muchas veces en ese dedo siempre puesto en el gatillo para seguir adelante, y además seguir por el camino adecuado. Ann, algunas de las cosas que me he visto obligado a hacer para llegar hasta aquí han sido odiosas. De no haber tenido la esperanza de que una vez en el valle todo sería distinto, no hubiera podido justificarlas, ni siquiera ante mi conciencia.

—Pero será distinto.

—En eso confío. Y esa es la causa por la que no voy a cometer ahora un acto de traición.

—¿Traición?

—Sí —replicó John, haciendo un gesto con la cabeza hacia los demás—. Sería una traición abandonarles ahora.

—No lo entiendo —insistió ella, moviendo negativamente la cabeza—. No puedo entenderlo. ¿No es traicionar a David el entrar con lucha en el valle?

—David ya no es libre. Si lo fuera, nos habría permitido a todos entrar en Blind Gilí. Tú sabes que sí. ¡Piensa un poco, Ann! Dejar fuera a Roger, Olivia... Steve, Spooks. ¿Qué le dirías a Davey? ¿Y todos esos pobres diablos... Jane... y Pirrie? ¡Sí! A pesar de lo mucho que te disgusta, debes aceptar que sin él no hubiéramos llegado tan cerca del valle.

—Lo único que puedo decirte —replicó Ann, volviendo a mirar a los niños dormidos— es que podríamos haber estado a salvo en el valle esta noche; y sin lucha.

—Pero con recuerdos odiosos.

—¡Ya los tenemos!

—Pero no de la misma manera.

Ella hizo una pausa para continuar después:

—Tú eres el jefe, ¿verdad? La autoridad medieval, ¿no te has dicho eso a ti mismo?

—¿Y qué importa eso ahora? —preguntó él, encogiéndose de hombros.

—Importa para ti. Y ahora me doy cuenta de ello. Para ti, eso tiene más valor que nuestra salvación y la de los niños.

—Ann, cariño —empezó él suavemente—, ¿de qué estás hablando?

—De la obligación. De eso se trata, ¿verdad? En realidad no has pensado ni en Roger, ni en Olivia, ni en Steve ni en Spooks como personas. Para ti lo que está en juego es tu honor, tu honor de jefe. Te has convertido en un caudillo.

—Mañana se habrá acabado todo y podremos olvidarnos de cuanto nos ha desagradado.

—No. Me tenías ya medio convencida, pero ahora te conozco mejor. Tú has cambiado y no puedes volver a ser el de antes.

—Yo no se cambiado.

—Me pregunto —insistió ella— sobre el tiempo que tardarán en hacerte una corona cuando seas el rey de Blind Gilí.

La parte más peligrosa —pensó John— era la comprendida entre la curva del río y el paraje, a unos treinta metros de la barrera, en donde la sombra de la montaña eliminaba la luz lunar. De haber iniciado la marcha cuando la luna estuviera en su punto más elevado, el proyecto hubiera sido casi imposible, ya que la luz de la luna sería entonces resplandeciente y ellos tenían que pasar a muy pocos metros de los defensores del valle.

En la situación real se hallarían expuestos durante un trecho de alrededor de veinticinco metros a que los hombres de la empalizada inspeccionaran atentamente el río. Lo lógico era esperar que los centinelas concentraran su atención en la carretera, vía evidente de peligros, y no en el turbulento y profundo Lepe.

Pirrie, delante de él, se agachó todavía más al llegar a la zona de mayor riesgo, de modo que por encima del agua únicamente sobresalía de su persona la cabeza, los hombros y la mano que sostenía el rifle. John le imitó en seguida. El agua estaba más fría de lo que éste podía recordar, y el esfuerzo que tuvieron que hacer para superar la corriente era agotador. Una o dos veces Pirrie resbaló, y John se vio obligado a socorrerle. Representaba un consuelo que el ruido del río cubriera sus chapoteos.

Siguieron avanzando trabajosamente hasta que al fin, y para su alivio, salieron del trecho iluminado. La sombra que producía la montaña era larga, peto no muy ancha; desde donde estaban podían ver con absoluta claridad la carretera y la empalizada iluminadas por la luz de la luna. John no había estado antes muy seguro de poder contar con esta circunstancia favorable, por lo que ahora sintió aumentar sus esperanzas. Si la barrera hubiera caído dentro de la sombra, quizás ni siquiera la puntería de Pirrie les hubiera servido de mucho.

Cuando no estaban a más de diez metros del vallado, Pirrie se detuvo.

—¿Qué pasa? —murmuró John con urgencia.

—Estoy... —replicó Pirrie fatigosamente— exhausto...

Le trastornó recordar que Pirrie era un hombre viejo y de físico frágil, aparte de que había realizado un viaje agotador y había sido derribado por una bala. John se adelantó y puso su brazo libre alrededor de la cintura de Pirrie.

—Descanse un poco —dijo, suavemente—. Y si es demasiado para usted, regrese. Ya me las arreglaré yo como pueda.

Permanecieron así durante varios segundos. John notó el temblor que corría por el cuerpo de su amigo. Luego, Pirrie, al tiempo que echaba a andar otra vez, indicó:

—Vamos; ya estoy bien.

—¿Está seguro?

Sin contestar, Pirrie siguió avanzando. Pasaron por delante de la barrera y luego la superaron.

John volvió la vista atrás. Las defensas del valle se recortaban en el suave resplandor de la luna. Había tres hombres en la plataforma y otros tres o cuatro, probablemente dormidos, se hallaban tendidos debajo de ella. John susurró a Pirrie:

—¿Aquí?

—Pongámonos más a salvo —sugirió Pirrie—. Alejémonos un poco... Puedo darles a veinte metros más...

Su voz parecía de nuevo más fuerte. John pensó en que Pirrie era probablemente indestructible. Continuó tras él, andando trabajosamente contra las revueltas aguas y notando ya en sus miembros la fatiga producida por el esfuerzo.

Por fin se detuvo Pirrie, braceó contra la corriente y se volvió hacia el vallado. Se hallaban a unos veinticinco metros dentro del valle. John se situó a la izquierda de su compañero.

—Usted encárguese de aquel de la derecha —dijo Pirrie—. Yo me ocuparé de los otros dos.

—Primero la ametralladora —observó John.

Pirrie no se preocupó de contestarle. Levantó el rifle y apoyó la culata sobre su hombro. John, más lentamente, hizo lo mismo.

El arma de Pirrie restalló con fuerza y, a la luz de la luna, se vio con claridad que el hombre de detrás de la ametralladora se estiraba, gritaba de dolor y caía al suelo desde la plataforma. John disparó por su parte a su objetivo, pero no le dio. Sorprendentemente, también erró el blanco el segundo tiro de Pirrie. Los dos hombres que quedaban en la plataforma trataron rápidamente de dar la vuelta a la ametralladora. Sin embargo, con el nuevo disparo de Pirrie uno de ellos se desplomó sobre la mortífera máquina. El otro consiguió desembarazarse del cadáver y pudo situar el arma en la posición que deseaba. John y Pirrie volvieron a disparar, pero sin éxito. Por otro lado, las figuras que había debajo de la plataforma se habían puesto en pie y corrían a coger sus armas. En aquel momento la ametralladora empezó a vomitar proyectiles con su proverbial ritmo de ruido y fuego.

Con todo, había disparado poco más de una docena de tiros cuando Pirrie obtuvo su tercera víctima y consecuentemente cesó el mortal estruendo. Y aunque los individuos que estaban en el suelo habían principiado ya a disparar sobre ellos, los silbidos de las aisladas balas se les antojaban ahora insignificantes.

—¡La escalera!... —advirtió Pirrie—. Hay que evitar que suban a la plataforma...

Su voz era nuevamente más débil, pero John le vio cargar otra vez y herir con su habitual pericia a otra figura que había comenzado a ascender por la escalera de la plataforma. En el fragor de la lucha, John intentó escuchar los ruidos que le indicaran la presencia de Roger y sus acompañantes al otro lado de la empalizada; pero no oyó nada. Sin embargo, seguramente estaban ya allí. Tratando, pues, de descubrir las figuras que debían estar trepando por la barrera, John miró con atención a la blanca línea de la puerta superior de la empalizada.

De pronto, y en un tono completamente natural y simple, Pirrie pidió:

—Coja esto.

Le estaba alargando el rifle.

—¿Por qué?... —empezó a preguntar John.

—Es usted estúpido —dijo Pirrie—. Me han herido.

Una bala silbó cerca de ellos para ir a golpear la superficie del agua. Después de examinar con más detenimiento a su compañero, John se dio cuenta de que tenía agujereada la camisa y sangre en el hombro. Cogió el arma y arrojó su rifle al río.

—Apóyese en mí —indicó a Pirrie.

—No se preocupe de eso. ¡La escalera!

Había otro hombre en la escalera. John disparó una vez, volvió a cargar y tiró de nuevo. El tercer disparo dio en el blanco. Luego se giró hacia Pirrie.

—Ahora... —empezó a decir.

Pero Pirrie se había ido. John creyó ver su cuerpo en medio de la corriente bastantes metros más abajo; pero era difícil estar seguro. Se volvió en seguida a la preocupación más acuciante: la barrera. Se veían unas figuras en lo alto de ella y una se había apoderado ya de la ametralladora y dirigía su cañón hacia abajo.

Desde donde se hallaba observó cómo los defensores restantes arrojaban sus armas al suelo. Después, helado y cansadísimo, comenzó a buscar el mejor sitio para salir a la orilla.

13

En esta habitación había entrado con David, pegados el uno al otro y entrelazados los dedos de sus manos para calmarse mutuamente el miedo y la incertidumbre que les producía el misterio de la muerte, en aquel caso representado por el cadáver del abuelo Beverley. La alcoba había cambiado muy poco en aquella veintena de años. David nunca había querido modernizar sus contornos.

—Querido —dijo Ann—, siento... lo que dije anoche.

Y como no obtuviera respuesta, continuó:

—A partir de ahora será distinto. Llevabas razón.

En la tarde aquel lejano día en el que el notario había subido de Lepeton para leer el testamento del abuelo, David no había podido ocultar su aturdimiento y culpabilidad cuando todos se enteraron de que le había sido legado todo, dinero y tierra, porque un buen granjero jamás debe separar ambas cosas a menos que sea imprescindible. Bueno —pensó—, al final han sido mías.

—No es culpa tuya —insistió Ann—. No debes pensar que eres culpable.

—No te habrá molestado, ¿verdad, querido? —le había dicho su madre—. Eso no significa ni mucho menos que el abuelo no te quisiera. Al contrario, estaba muy orgulloso de ti. El ya me había anticipado a mí todo esto. Sabía que David deseaba ser granjero y que a ti no te atraía esta vida. Por otro lado, todo mi dinero será tuyo, todo lo que dejó tu padre. Tendrás la mejor preparación que pueda tener cualquier ingeniero. ¿Comprendes, hijo? El había contestado que sí, pero más desconcertado que otra cosa por la seriedad de su madre. Siempre había esperado que Blind Gilí pasara a ser de David; y ni la hacienda ni el dinero podían contrarrestar aquella abrumadora sensación de desagrado y repugnancia que sentía en presencia de su abuelo muerto. En cuanto terminaron los funerales y se alzaron de nuevo las persianas, su único deseo fue olvidar aquel horror y oscuridad.

—Tendrás lo suficiente para vivir —le había prometido su madre.

El había asentido con impaciencia, ansioso por acabar esta conversación que era el último eslabón que le unía con la molestia de la muerte. En aquel momento no se dio mucha cuenta de la urgencia que había en el tono de su madre, como tampoco había notado demasiado su incesante palidez y enflaquecimiento del pasado año. Y, al contrario de ella, él no sabía que a su madre le quedaba poco tiempo de vida.

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