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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (31 page)

BOOK: La meta
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Tengo que dejar pasar el tiempo, hasta que cuente con pruebas sólidas de que mi sistema — realmente, el sistema de Jonah — es el que funciona. Aún es demasiado pronto, y hemos roto demasiados esquemas para irle con toda la verdad.

Pero sigo preguntándome si tendremos tiempo para eso. Esperaba que, después de mi informe, Peach me indicase, pública o privadamente, que había abandonado la idea de cerrar la fábrica. Pero no ha ocurrido. Le observo desde el extremo opuesto de la mesa. Parece otro, como abstraído. Mientras los demás hablan, se le ve medio atento. Hilton parece ser el que le apunta qué decir. ¿Qué es lo que le ocurre?

Cuando la reunión termina, aproximadamente una hora después del almuerzo, he decidido ir a hablar con él, si es que lo consigo. Al salir de la sala le doy alcance por el pasillo y le pido una entrevista. Él me indica que entre en su despacho.

—Bueno, ¿cuándo piensas quitarnos la espada que pende sobre nuestras cabezas? — le pregunto vistiendo de jovialidad mi angustia.

Bill se sienta en el gran sillón situado tras su mesa y me indica el asiento frente al suyo. A no ser por la imponente mesa, podría figurarme que se trataba de una conversación íntima.

—¿Qué te hace pensar que lo voy a hacer?

—Bearington se está recuperando. Podremos lograr que la fábrica gane dinero para la división.

—¿De verdad? Lo que yo creo, Al, es que habéis tenido un buen mes. Que es un paso en la dirección correcta. Pero, ¿puedes asegurarme que el próximo será igual de bueno? ¿Y los siguientes? Prefiero esperar esos resultados.

—Los tendrás.

—Quiero serte sincero. Todavía no estoy convencido de que no hayáis hecho sonar la flauta por casualidad, si me permites la expresión. Tenías una importante acumulación de pedidos atrasados y os habéis puesto al día. Alguna vez tenía que suceder. Pero, ¿qué habéis hecho para reducir los costes? Nada que pueda verse. Necesitáis bajar entre un diez y un quince por ciento los gastos de operación para que la fábrica empiece a resultar realmente rentable a largo plazo.

Sus palabras son un jarro de agua fría.

—Bill, si el mes próximo volvemos a obtener una mejora apreciable, ¿retrasarás al menos tu recomendación de cerrar la fábrica?

Niega con la cabeza.

—Tendría que ser una mejora muy considerable, mayor que la que nos has enseñado hasta ahora.

—¿Cómo de importante?

—Me basta con que aumentes en un quince por ciento los resultados de este mes.

Asiento.

—Creo que lo podemos conseguir.

Observo fugazmente un relámpago de sorpresa en sus ojos.

—Estupendo. Si puedes obtener esa cifra, y mantenerla, no cerraré Bearington.

Sonrío. Si soy capaz de algo así, pienso, serías un tonto rematado cerrando la fábrica.

Peach se levanta y da por concluida la conversación.

Hago que el Buick tome casi sobre dos ruedas el desvío hacia la autopista Interestatal. Llevo el acelerador pisado a tope y la radio al máximo. Siento cómo la adrenalina bombea por todo mi organismo. Mis pensamientos vuelan por mi cabeza aún más deprisa que el coche por el asfalto.

Hace dos meses creía que a estas horas estaría ofreciendo mi dimisión. Ahora, Peach acaba de asegurar que, si conseguimos otro mes bueno, mantendría la fábrica abierta. Estamos a punto de conseguirlo, de sacarla adelante. Sólo un mes más.

¡¡Un 15 por 100!!, pienso. Me pregunto si lo conseguiremos.

Nos hemos estado alimentando de las reservas de pedidos atrasados. Eso nos ha permitido sacar un tremendo volumen de productos, tremendo en comparación con cualquier cifra anterior, mensual, trimestral e, incluso, anual. Y, por tanto, un incremento grande de ingresos, lo que resulta fantástico para los informes. Pero ahora que hemos servido todos los pedidos atrasados y que servimos sin apenas demoras…

No me quito de la cabeza que me enfrento a una peligrosa situación. ¿De dónde demonios saco yo los pedidos necesarios para aumentar mis ingresos en un 15 por 100?

Lo que me está exigiendo Peach no es otro mes de buenos resultados, sino un mes de increíbles resultados. Y, mientras él no ha prometido nada, yo sí he prometido. Probablemente, demasiado. Mentalmente, repaso el volumen de pedidos para las próximas semanas y el incremento necesario de ventas para cumplir ese fatídico aumento del 15 por 100 que Peach quiere ver. Un frío pensamiento me dice que no es posible.

Puedo, eso sí, adelantar los pedidos de julio a junio. Al menos, las dos primeras semanas. Pero, ¿luego? Llevaría la fábrica a un agujero en el que no tendríamos nada que llevarnos a la boca. Lo
que necesitamos son más pedidos.

Me gustaría saber dónde localizar a Jonah.

Un vistazo al cuentakilómetros me indica que voy a más de 130 por hora. Levanto el pie del acelerador y el coche aminora.

No tiene sentido que me estrelle intentando batir un récord por llegar antes a la fábrica. Además, para entonces ya será hora de volver a casa.

En ese momento paso una señal que indica un desvío a tres kilómetros hacia Forest Grove. Bien, ¿y por qué no? Hace un par de días que no veo ni a Julie ni a mis hijos. Desde el comienzo de las vacaciones, los niños están con ella y sus padres.

Tomo el desvío y salgo de la autopista. Antes de llegar, me detengo para telefonear desde una gasolinera. Fran coge el aparato y le pido que comunique a Stacey, Ralph, Lou y Bob que la reunión ha sido buena para nosotros y que no me esperen esa tarde. Tampoco puedo ser más prolijo ni quiero reflejar en ese momento los temores que me asaltan.

En la casa de los Barnett se me recibe con los brazos abiertos. La tarde parece mi aliada para hacer agradable el encuentro, y el cálido verano nos envuelve a Sharon, a Dave y a mí mientras nos

abrazamos y oigo complacido que Julie me propone pasear con ella. Sharon me susurra al oído:

—Papá, ¿cuándo nos vamos todos a casa?

—Espero que muy pronto — me oigo responder a mí mismo, como si tuviera alguna razón para saberlo, cuando, en realidad, es una pregunta que no ceso de hacerme y cuya contestación no puedo conocer. Pero la niña se queda, sin duda, más tranquila, y Julie y yo iniciamos nuestro paseo por el parque, que nos lleva hasta el último banco, junto al río. Permanecemos callados un rato, lo que no debe ser muy normal en mí, en tales circunstancias, porque pronto Julie me preguntó si me sucedía algo. Le conté la pregunta o, más bien, el deseo que Sharon acababa de formular.

—A mí también — dice ella —, no hace más que preguntármelo.

—¿De veras? ¿Y tú qué le contestas? Que espero que muy pronto.

Me echo a reír.

—Eso es precisamente lo que yo le he dicho. Y tú, ¿se lo dijiste sinceramente?

Se queda en silencio unos instantes. Por fin, sonríe y me dice en tono sincero:

—Lo he pasado muy bien contigo en las últimas semanas.

—Gracias, el sentimiento es mutuo. Siento cómo su mano se cierra sobre la mía.

—Yo…, lo siento, Al, todavía tengo miedo de volver a casa.

—¿Por qué? Últimamente nos hemos llevado tan bien. ¿Qué es lo que temes?

—Escucha, para variar, hemos tenido unos días muy buenos, y lo agradezco, porque de veras lo necesitaba. Pero si regreso, ya sabes lo que volverá a ocurrir. Las cosas marcharán bien al principio, pero ¿y dentro de una semana? Volverán las mismas discusiones y será peor dentro de un mes, aún peor dentro de un año… Ya sabes lo que quiero decir.

—¿Te ha ido tan mal viviendo conmigo?

—Al, no es que me haya ido mal sino…, no sé…, que no me prestabas ninguna atención.

—Pero es que tenía unos problemas muy graves en la fábrica. Hubo una época en que estaba fuera de mí. ¿Qué esperabas que hiciera?

—Algo más de lo que hiciste. De pequeña, mi padre llegaba siempre a casa a la misma hora, comíamos todos juntos a la mesa y pasábamos las tardes en compañía. Contigo jamás sé cuándo vas a llegar.

—No me puedes comparar con tu padre. Es un dentista. En cuanto termina con su último cliente, cuelga la bata y se vuelve a casa. Mi trabajo no es igual.

—El problema, Alex, es que tú no eres igual. Otras personas van a trabajar y regresan a casa a su hora.

—Sí, tienes, en parte, razón. No soy como las demás personas. Cuando me involucro en algo, me vuelco completamente en ello. Tal vez tenga su explicación en la forma en que fui educado. Fíjate en mi familia; casi nunca comíamos juntos. Siempre tenía que haber alguien cuidando la tienda. Era norma de mi padre atender primero el negocio que nos daba de comer a todos. Y todos lo entendíamos y trabajábamos juntos.

—Y eso, ¿qué prueba? Sólo que nuestras dos familias son diferentes. Yo me refiero a algo que me ha preocupado tanto, y durante tanto tiempo, que he llegado a dudar de si te seguía queriendo.

—¿Estás segura, ahora mismo, de que me quieres?

—¿Estás buscando que nos volvamos a pelear?

—No, no quiero ninguna pelea. Suspira aliviada.

—¿Lo ves? No ha cambiado nada — suspira.

Nos quedamos en silencio. Ella se levanta hasta acercarse al río. Por unos momentos pienso que podría echar a correr. Pero luego vuelve a sentarse a mi lado.

—Cuando tenía dieciocho años, ya tenía todo planeado: estudios, un diploma de maestra, boda, una casa, hijos. Y por ese orden. Había tomado todas mis decisiones. Sabía qué porcelana quería, la casa que deseaba y hasta el color de las cortinas que iba a poner. Y ha sido muy importante haberlo conseguido. Pero ahora…, ahora que tengo todo eso me encuentro que no es lo mismo. Nada de todo eso me parece importante.

—Julie, ¿por qué tiene que ajustarse tu vida a esas ideas, coincidir con la imagen perfecta que te has hecho en la cabeza? ¿Nunca te has preguntado por qué haces lo que haces?

—Porque ésa esa la forma en que me enseñaron de pequeña. Y tú, ¿qué? ¿Por qué tienes que ser el gran hombre de negocios? ¿Quién te empuja a trabajar las veinticuatro horas del día? Silencio.

—Perdóname. Creo que me siento un poco confusa.

—No, no, llevas razón. Es una buena pregunta. No sé por qué no tendría que sentirme satisfecho siendo un tendero o un oficinista como todo el mundo.

—Al, ¿por qué no nos olvidamos de todo este asunto?

—No creo que eso solucione nada. Todo lo contrario. Debemos empezar a plantearnos unas cuantas cuestiones. Julie me mira con bastante escepticismo.

—¿Como cuáles?

—Como qué es lo que estamos obteniendo en nuestro matrimonio. Para mí, la meta del matrimonio no es vivir en una casa perfecta, en la que todo marcha al compás del reloj. ¿Es ésta tu meta?

—Todo lo que pido es mayor atención de mi marido. ¿A qué viene hablar ahora de una meta? Si estás casado, estás casado y no hay ninguna meta.

—Entonces, ¿para qué casarse?

—Pues te casas por compromiso…, por amor…, porque todo el mundo lo hace. Alex, estás haciendo un montón de preguntas tontas.

—Aparte de que sean tontas o inteligentes, me interesa saber por qué hemos estado viviendo juntos, durante quince años, sin preguntarnos qué es lo que queríamos conseguir de nuestro matrimonio. Nos dejamos arrastrar por lo que todo el mundo hace. Pero resulta que cada uno tiene una idea muy diferente de lo que han de ser nuestras vidas.

—Mis padres han estado casados treinta y siete años y nunca se han hecho esas preguntas. Nadie lo hace. ¿Cuál es la meta del matrimonio? La gente, simplemente, se casa porque se quiere.

—Ah, bien, eso lo explica todo, ¿no?

—Por favor, Al, no hagas esas preguntas. No tienen respuesta. Si seguimos hablando de esto, vamos a estropearlo todo. Si ésa es tu forma de decir que tienes algo contra nuestro matrimonio…

—Julie, no es así, no tengo segundas intenciones. Eres tú quien no sabe lo que ocurre con respecto a nosotros. Si pudieses pensar en ello con lógica, sin tener que compararnos con los personajes de una novela rosa…

—Yo no leo esa clase de literatura.

—Entonces, ¿de dónde has sacado tus ideas de cómo ha de ser un matrimonio?

Se calla.

—Lo que quiero decir es que debemos olvidarnos de ideas preconcebidas y descubrir cómo es nuestro matrimonio, realmente. A lo mejor somos capaces, entonces, de saber lo que queremos y cómo conseguirlo.

Pero Julie no parece escuchar. Se levanta.

—Creo que es hora de regresar.

De vuelta, vamos más callados que los mudos. Yo miro hacia un lado de la acera y Julie al opuesto. Cuando entro en la casa, la señora Barnett me invita a quedarme a cenar, pero me disculpo. Digo adiós a los niños y me despido de Julie con un simple saludo.

Ya en el coche, oigo que llega corriendo.

—¿Podré verte el sábado? Sonrío levemente.

—Claro. Será estupendo.

—Siento mucho lo que pasó.

—Me parece que debemos seguir intentándolo, hasta que lo aclaremos.

Los dos comenzamos una sonrisa. Y, entonces, hicimos algo de eso que casi te compensa de la agonía de una discusión.

27

Llego a casa cuando empieza a atardecer. El cielo se ha teñido de un tono rosa pálido. Mientras abro la puerta, oigo sonar el teléfono. Me precipito dentro antes de que cuelguen.

—Buenos días. Descubro la voz de Jonah.

—¿Días? — me río —. En estos momentos estoy viendo cómo se pone el sol. ¿Desde dónde llamas?

—Singapur.

—¡Oh!

—Pues desde mi hotel estoy viendo salir el sol. Alex, no me gusta molestarte en casa, pero voy a estar ilocalizable en las próximas semanas.

—¿Y eso?

—Bueno, es una historia muy larga, en la que no voy a entrar ahora. Estoy seguro de que tendremos la oportunidad de hacerlo más adelante.

—Ya, pero lo que me dices no me gusta. Estaba a punto de pedirte nuevamente ayuda.

—¿Hay algo que no marcha?

—No exactamente. Desde un punto de vista técnico, todo marcha a las mil maravillas. Pero acabo de salir de una reunión con el vicepresidente de la división, que me ha exigido unos resultados aún mejores.

—¿Es que no estáis ya ganando dinero?

—Sí, hemos vuelto a ganar dinero, pero tenemos que acelerar los resultados si queremos que no nos cierren la fábrica.

Escucho una risa apagada al otro lado de la línea.

—Yo, en tu lugar, no me preocuparía de eso — me dice.

—Bueno, a juzgar por las palabras del jefe de mi división, tengo que contar con esa amenaza. Y mientras no cambie de opinión, no puedo tomármelo a la ligera.

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