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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (27 page)

BOOK: La meta
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Poco después, suceden algunas cosas sorprendentes. Descubro que, en los registros de la semana, el tercer turno supera a los otros, nada menos que en un 10 por 100 de piezas tratadas en los hornos. El encargado es Mike Haley, un titán negro cuyos bíceps parecen siempre a punto de reventar las mangas de su camisa. Naturalmente, me acerco esa misma noche para enterarme de cómo se realiza la proeza. La escena es ciertamente inusual. Los dos ayudantes no están esperando tranquilamente, como siempre, a que llegue el momento de cargar los hornos, sino que se afanan en colocar cuidadosamente las piezas frente a ellos.

Mike me explica lo que hacen con una sencillez que sólo ahora, retrospectivamente, parece una forma de actuar llena de lógica.

—Estamos preparando la carga del horno — me dice el encargado— con todas las piezas que se tratan a la misma temperatura.

—Entonces, ¿lo que usted está haciendo es partir y superponer lotes?

—Sí, aunque se supone que no hay que hacerlo. Pero usted necesita que el trabajo se realice cuanto antes, ¿no?

—Desde luego. ¡Pero es que hay un orden de prioridades!

—Y nosotros lo respetamos. Venga aquí que se lo enseñe. Mike me conduce hasta una vieja mesa cerca de los paneles de control donde tiene la lista de pedidos ordenada por prioridades.

—Por ejemplo, el pedido veintidós. Necesitamos cincuenta RB-11 de alta resistencia. Esas piezas se someten a mil doscientos grados. Pero, con cincuenta no llenamos el horno. Y ¿qué tenemos más abajo? El pedido treinta y uno, que lleva trescientos anillos de retención, que también reciben un tratamiento a mil doscientos grados.

—Así que usted completa la carga con todos los anillos que le entren.

—Eso es. Para eso seleccionamos y apilamos previamente las piezas y las tenemos listas para cargar el horno.

—¡Así se piensa Mike!

—Bueno, podríamos aumentar más el rendimiento si tuviese a alguien que escuchase un par de ideas.

—¿Qué es lo que se le ha ocurrido?

—Pues… ahora tardamos como una hora en cargar y descargar el horno, ya sea a mano o con una grúa. Podríamos reducir el tiempo, hasta unos minutos, si tuviésemos un sistema mejor.

Señala los hornos.

—Como ve, cada horno tiene una plataforma que va montada sobre cojinetes para que se pueda meter y sacar dentro. Si consiguiésemos una plancha de acero, y con alguna ayuda de ingeniería, podríamos hacer plataformas intercambiables. O sea, que podríamos cargar por adelantado una hornada, y cuando sacásemos la que ya está terminada, la sustituiríamos por la nueva con una grúa. Nos ahorraría unas cuantas horas al día, lo que significa una hornada extra a la semana.

—Mike, quiero que se tome la noche de mañana libre. Ya encontraré otro encargado que le reemplace.

—Por mí, encantado. ¿Puedo preguntar por qué?

—Porque pasado mañana le quiero trabajando en el turno de mañana. Voy a decir a Donovan que le ponga con un ingeniero para que me desarrollen esa idea suya. Espero que podamos aplicar el invento inmediatamente. ¡Ah!, y continúe dándole así a la cabeza. Necesitamos ideas como ésas.

A la mañana siguiente Donovan aparece por la oficina.

—Muy buenas, Al.

—¿Qué hay? ¿Viste la nota que te dejé sobre Haley?

—Ya se están ocupando de eso.

—Bien. Y asegúrate que le subimos el salario, en cuanto se termine la congelación.

—Entendido.

Una sonrisa le llena la cara, mientras se apoya en el vano de la puerta.

—¿Hay algo más?

—Buenas noticias.

—¿Cómo de buenas?

—¿Recuerdas cuando Jonah nos preguntó si estábamos seguios de que todas las piezas que recibían tratamiento térmico lo necesitaban? Pues acabo de descubrir que, en tres casos, no fue ingeniería quien recomendó el proceso, sino nosotros.

—A ver, explícate.

Bob me cuenta que, hace cinco años, a unos cabezas cuadradas se les ocurrió subir el rendimiento de determinadas máquinas, aumentando el espesor del cepillado en cada pasada, con lo que el material se fragilizaba y se hizo necesario un tratamiento térmico.

—El resultado fue que lograron mayor rendimiento en unas máquinas que no eran cuellos de botella. Tenemos suficiente capacidad en esas máquinas como para disminuir su velocidad, y de esa forma nos ahorramos hasta un treinta por ciento de piezas en el tratamiento térmico.

—Eso es fantástico. Pero, ¿no pondrá pegas ingeniería?

—Ahí está lo bonito del asunto. Fuimos nosotros los que introdujimos el cambio hace cinco años.

—Por tanto, al ser nuestra decisión tenemos capacidad para retirarla igualmente.

—Exacto. No necesitamos ninguna orden de ingeniería. Bob se marcha con mi enhorabuena y la recomendación de aplicar los cambios cuanto antes. Me resulta increíble pensar que estamos reduciendo los rendimientos en algunas operaciones y, al mismo tiempo, aumentando la productividad de la fábrica. En el consejo de administración no se lo podrían creer.

23

Es viernes por la tarde. Estoy inclinado sobre la mesa y embebido en el trabajo. Me llega el confuso rumor de quienes dejan el primer turno, congestionando las salidas de la fábrica. De pronto, por la puerta entreabierta de mi despacho… ¡BAM! Algo golpea el techo, desprendiendo partículas de yeso. Me palpo el cuerpo esperando, quizá, encontrar sangre. Veo un tapón de botella de champán rodando por la moqueta.

Mis «agresores» revientan en carcajadas cuando entran en el despacho, como una invasión de alegría. Están ahí Stacey, Bob, Fran, Ralph, un par de secretarias y todo un enjambre de gente, además del «fusilero» Donovan, que es quien me ha disparado el corcho mortal. Incluso Lou se ha unido a la fiesta. En mi mano, levantada para pedir explicaciones, aparece un vaso de plástico que el vino espumoso desborda al instante.

—¿Se puede saber qué se celebra?

—Te lo diré — me asegura Bob— en cuanto todo el mundo tenga algo con qué brindar.

Siguen los descorches y, en medio de la algarabía, Bob grita:

—¡Por el nuevo récord de la fábrica, que ha superado este mes todas las marcas de salidas de pedidos! Lou acaba de entregarnos los resultados. Bob se pone radiante para darnos las estadísticas:

—Hasta hoy, esta fábrica había conseguido servir la cifra de treinta y un pedidos al mes, por valor de dos millones de dólares. ¡Este mes hemos servido cincuenta y siete pedidos, por tres millones de dólares!

Aplausos.

—No es sólo ese récord — recoge Stacey la antorcha del entusiasmo colectivo—. Acabo de comprobar personalmente, y tengo el gusto de comunicarlo, que hemos hecho bajar en un doce por ciento el inventario con respecto al mes pasado.

—Bien, eso merece otro trago —reconozco—. ¡Para que sigamos ganando dinero!

Nadie parece tener inconveniente en ganar dinero porque todos los vasos se alzan y se apuran al conjuro de mi brindis. Reina el buen humor.

—Mmmmmm…, las burbujas de este brebaje son puro gas industrial —se lamenta Stacey.

—¡Qué elegante es la señora! —replica Ralph—. Bob, ¿te preocupaste tú en persona de escoger la cosecha?

—Sigue bebiendo —bromea alguien—, al cabo de varios vasos ya no se nota el sabor.

Por mi parte, bueno o malo, me dispongo a servirme un nuevo sorbo y dejarme ganar por el contento general, cuando Fran llama discretamente mi atención:

—¿Señor Rogo?

—¿Sí?

—Bill Peach está al teléfono y quiere hablar con usted. Muevo la cabeza contrariado, preguntándome qué diablos pasará esta vez. Salgo a contestar la llamada desde el teléfono de Fran.

—¿Qué hay Bill? ¿En qué te puedo servir?

—Acabo de hablar con Johnny Jons —dice la voz al otro lado del hilo.

Algo así me temía. Me apresuro a coger papel y lápiz para apuntar cuál es el pedido que va a echar por tierra nuestra alegría, pero parece que mi interlocutor se resiste a hablar.

—Bueno, ¿cuál es problema, Bill?

—Ninguno. Por el contrario, Jons estaba muy contento. Una verdadera sorpresa, casi algo tan sorprendente como el taponazo de momentos antes.

—Me ha estado contando —me explica Bill— que has servido últimamente un montón de pedidos que tenías atrasados. Supongo que ha sido un esfuerzo especial de tu parte.

—Sí y no. Hemos estado aplicando ciertas novedades, ¿sabes?

—Es igual. Te he llamado porque siempre te estoy dando la lata cuando las cosas van mal. Ahora que te ha salido algo bien, quería darte las gracias, por mi parte y por la de Jons.

—Muchas gracias a ti, Bill, te agradezco esta llamada.

Mientras Stacey sitúa el coche sobre el camino de entrada a mi casa, le digo:

—Gracias, gracias, gracias y, una vez más, gracias. Eres verdaderamente maravillosa por traerme a casa, y cuando digo verdaderamente, me refiero, de verdad y con toda sinceridad, a que eres maravillosa.

—Ni lo menciones. Me alegro de tener algo que celebrar. Apaga el motor. Las ventanas de mi casa están todas a oscuras, salvo una pequeña luz en una de ellas. He tenido la precaución de llamar a mi madre para decirle que no iría a cenar. He acertado porque la fiesta en la oficina siguió mucho después de la llamada de Peach. Luego, la mitad del grupo fuimos a cenar por ahí, a tomarnos la última copa. Es la una y media de la madrugada y me siento alegremente bebido.

Por la salud del Buick, he dejado el coche aparcado frente al último bar. Stacey ha tenido la amabilidad de servirnos de chófer a Bob y a mí. Hace varias horas que dejó las copas y se pasó a la soda, lo que la convierte en la única persona responsable del grupo. Acabamos de dejar a Bob en su casa. Con alguna ayudita de nuestra parte, logró traspasar la puerta de la cocina, delante de la que se quedó pensativo un rato, antes de volverse y desearnos buenas noches. Se supone que por la mañana pedirá a su mujer que nos lleve de nuevo al bar a recoger nuestros coches. Si se acuerda.

Stacey sale del coche y da la vuelta para abrirme mi puerta. Consigo despegarme de la espuma del asiento, no sin trabajo, y mantenerme más o menos erguido sobre mis dos tambaleantes piernas. Al final, termino por apoyarme en el coche.

—Nunca te he visto reír tanto.

—Es que tengo buenos motivos para ello, Stacey.

—Ojalá tuvieses tan buenos ánimos en las reuniones de trabajo.

—Desde hoy proclamo solemnemente que tendré siempre este humor en las reuniones de trabajo.

Sujetándome firmemente por el brazo, Stacey consigue llevarme a la entrada.

—¿Te apetece una taza de café?

—Gracias, pero ya es bastante tarde.

—¿Seguro?

—Completamente.

Hurgo en el manojo de llaves y consigo meter la correcta en la cerradura. La puerta se abre, descubriendo el salón en sombras.

—Gracias por esta noche maravillosa. Sí que lo hemos pasado bien, ¿eh?

Y cuando nos estamos dando la mano, tropiezo no sé cómo y los dos caemos rodando cuan largos somos sobre el suelo.

Lo siguiente que recuerdo es a Stacey y a mí, tendidos en el suelo. Por suerte, o por desgracia, pienso ahora, a Stacey le divierte el episodio. Se ríe tanto que le bajan gruesos lagrimones por las mejillas. Y yo empiezo a reírme también. Estamos rodando por el suelo entre carcajadas, cuando se enciende la luz.

—¡Bastardo!

Miro hacia arriba, deslumhrado por, la repentina claridad. Allí está ella.

—¡Julie! ¿Qué haces aquí?

Sin responderme, se dirige en tromba a la cocina. Consigo incorporarme y caminar, vacilante, tras ella, cuando se abre la puerta del garaje. Veo su silueta durante medio segundo.

—¡Julie! ¡Espera un minuto!

Intento ir tras ella. Cuando llego al garaje, está entrando en el coche. Lo cierra con un portazo. Corro zigzagueante, moviendo los brazos. El motor arranca.

—Llevo toda la noche esperándote, aguantando seis horas a tu madre —chilla a través de la ventanilla, ¡y tú llegas borracho perdido con una furcia!

—Que Stacey no es una furcia, es…

Julie sale, marcha atrás, a unas 30 millas por hora, del garaje, rozando el coche de Stacey, y se pierde en la noche. Me quedo quieto en el garaje. Los neumáticos del coche de Julie chirrían en el asfalto.

Se ha ido.

A la mañana del día siguiente, sábado, el dolor de cabeza y el mal sabor de boca de la resaca no son las mejores ayudas para consolarme por lo ocurrido con Julie. Haciendo acopio de fuerzas, voy hacia el café que mi madre ya ha preparado en la cocina y allí ella misma me da las noticias.

—Ya sabes que Julie estuvo anoche aquí.

Con la primera taza, me entero de que mi mujer me echaba de menos y decidió darme una sorpresa. Desde luego lo consiguió.

Poco después, llamé a los Barnett, sólo para que Ada me diera la respuesta «de manual» para estos casos: «Julie no quiere hablar nunca más contigo».

Cuando llego el lunes a la oficina, Fran me informa que Stacey ha estado intentado comunicar conmigo toda la mañana. No acabo de acomodarme en la mesa, cuando Stacey aparece en la puerta.

—Hola, ¿podemos hablar ahora?

—Claro, Stacey, entra.

Parece turbada. Evita mi mirada mientras toma asiento.

—Escucha —le digo— siento lo del viernes pasado.

—No importa. ¿Regresó tu mujer?

—No, que va. Se quedará con sus padres durante algún tiempo.

—¿Por mi culpa?

—No. Ya teníamos anteriormente algunos problemas.

—¿De verdad? Pensé que a lo mejor convendría que yo la llamase. Me siento un poco culpable.

—No te preocupes. No tienes ninguna necesidad de llamarla.

—De verdad que quiero hacerlo. ¿Me puedes dar su número? Finalmente, admito que puede ser el remedio. Le dicto el número de los Barnett y Stacey me promete telefonear en el transcurso de la mañana. Pero después, sigue sentada.

—¿Ocurre algo más?

—Me temo que sí.

—Bien, ¿y qué?

—Me parece que no te va a gustar. Pero estoy bastante segura de lo que voy a decirte.

—Bueno, Stacey, ¿qué ocurre?

—Los cuellos de botella se han extendido.

—¿Qué quieres decir con que se han extendido? ¿Ha habido epidemia?

—Lo que quiero decir es que han aparecido nuevos cuellos de botella. Permíteme que te lo enseñe.

Se acerca a mí con unos cuantos impresos de ordenador en la mano.

—Son listas de piezas que esperan en la sección final de montaje.

Repasamos juntos las listas. Como es habitual, las piezas de los cuellos de botella generan carencia en el montaje. Pero, últimamente, también han empezado a faltar piezas de las que no pasan por los cuellos de botella.

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