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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (34 page)

BOOK: La meta
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—Oye, ¡no se me había ocurrido! — exclama Ralph. Pero Bob es menos entusiasta.

—¿Reducirlos más? Lo siento, Al, pero no veo que eso nos pueda ayudar, no con el volumen de producción que ya tenemos encima.

—Tenemos unos cuantos pedidos que habíamos planeado servir antes de fecha — asegura Ralph —. Podríamos modificar nuestras previsiones y entregarlos en la fecha prometida, en lugar de antes. Eso nos daría tiempo extra en los cuellos de botella, sin que nadie resultase perjudicado.

—Apúntate una, Ralph.

—Demonios, de todas formas, no hay manera de servir esas mil unidades en dos semanas — dice Bob.

—Si reducimos otra vez a la mitad el tamaño de los lotes, ¿cuántas unidades podemos producir sin sacrificar los pedidos comprometidos?

—Podríamos hacer algunos cálculos — afirma Bob.

—Bien, yo por mi parte — dice Ralph — voy a ver qué es lo que se puede hacer.

Mientras Ralph y Bob analizan la nueva posibilidad, Stacey llega con novedades sobre los materiales. Está segura de poder reunir todo lo necesario en pocos días, bien por tenerlo en almacén, bien a través de nuestros proveedores. Todo, salvo una excepción.

—Los módulos electrónicos de control del M-12 nos van a dar muchos problemas. No tenemos suficientes en almacén. Tampoco tenemos la tecnología para fabricarlos en la compañía. Pero he localizado una empresa en California que los hace. Por desgracia, el proveedor no puede asegurarnos un envío de ese volumen en menos de cuatro a seis semanas, incluyendo transporte. Opino que deberíamos olvidarnos del tema.

—No tan deprisa, Stacey. Vamos a cambiar un poco nuestra estrategia. ¿Has preguntado cuántos módulos nos pueden servir a la semana? Y, sobre todo, ¿cuándo podrían empezar a servírnoslos?

—No lo he hecho. Pero de esa forma no vamos a conseguir un descuento por cantidad.

—¿Por qué no? Nos comprometeríamos a adquirir los módulos, sólo que espaciaríamos las entregas.

—En ese caso hay que contar con los costes de transporte adicionales.

—Stacey, estamos hablando de un negocio de un millón de dólares.

—Bien, pero se tarda de cuatro a siete días en traerlos por camión.

—Entonces, los haremos transportar en avión. De todas formas no son de gran tamaño.

—No sé…

—Mira, compruébalo. Pero no creo que las tarifas aéreas nos vayan a comer las ganancias en un millón de dólares. Y, si conseguimos los módulos, tenemos el pedido en el bolsillo.

—De acuerdo. Veré lo que se puede hacer.

A última hora, aún estamos considerando los detalles, pero ya tengo suficientes datos como para llamar a Johnny por teléfono.

—Puedes decirle a Burnside que le serviremos sus M-12.

—¿De verdad? — Johnny está excitado —. ¿Quieres que cojamos el pedido?

Bajo ciertas condiciones. Primero, no hay forma de que suministremos las mil unidades en dos semanas. Pero podemos servirle doscientas cincuenta por semana, durante cuatro.

—Bien, creo que lo aceptarán. ¿Y cuándo podrás empezar a hacerlo?

—Dos semanas después de darnos el pedido.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo — digo resueltamente.

—¿No te equivocarás, Al?

—No te preocupes.

—Bien, bien, ahora mismo les llamo y les pregunto si están interesados. Pero, Al, quiero advertirte que no quiero pasar de nuevo vergüenza con esta gente.

Un par de horas más tarde recibo su llamada de teléfono en casa.

—¿Al? Lo hemos conseguido. Tenemos ese pedido. Johnny me ha dejado el oído derecho aturdido con su grito de alegría. Mientras, por el izquierdo oigo el tintinear de un millón de dólares entrando en caja.

—Y ¿sabes?, resulta que los envíos reducidos les vienen mejor que el grande.

—Estupendo. Puedes asegurarles que, de hoy en dos semanas, les enviaremos los doscientos cincuenta primeros M-12.

29

A primeros de mes, volvemos a reunimos en mi oficina. Estamos todos, excepto Lou, que se retrasará un poco, según me avisa Bob. Estoy nervioso y, para entretener la espera, pregunto sobre los últimos envíos.

—¿Qué tal se está despachando el pedido de Burnside?

—El primer envío salió según lo previsto — me contesta Donovan.

—¿Y los restantes? Esta vez responde Stacey.

—Se puede decir que sin problemas. Tuvimos algún retraso con los paneles de control, pero, al final, nos sobró tiempo para montar las piezas, sin tener que aplazar el envío. El lote correspondiente a esta semana ya ha llegado a tiempo.

—Bien. ¿Algún problema con la nueva reducción de los lotes?

—Ninguno. El flujo es mejor aún, si cabe — confirma Bob.

—Esa es una noticia excelente.

En ese momento, Lou se une a la reunión. Ha estado preparando el informe mensual sobre la fábrica. Se sienta y me mira fijamente. Los nervios me vuelven a atenazar.

—Y bien, Lou, ¿conseguiremos ese quince por ciento?

—No. Llegamos al diecisiete por ciento, gracias, en parte, a Burnside. Y el próximo mes se presenta aún mejor.

Se extiende en una amplia explicación de los resultados en el segundo trimestre. Según él, nos encontramos en una saneadísima posición, con el inventario un cuarenta por ciento más bajo que hace meses, y unos ingresos dobles.

—Bueno, muchachos, nuestro esfuerzo nos ha costado, ¿no? — les digo.

Al día siguiente, cuando regreso de almorzar, me esperan en la mesa de mi despacho dos inmaculados sobres blancos, con el anagrama de la división UniWare. Uno de ellos contiene dos parcos párrafos, con la firma de Bill Peach al pie. Es una felicitación por el éxito con el pedido de Burnside. La segunda carta también es de Peach y tan concisa como la primera. En ella me pide que prepare un informe detallado sobre la fábrica, que tendré que dar en los próximos días en las oficinas centrales.

No puedo decir que, a estas alturas, su petición me moleste. Algunos meses antes, me habría producido malos presagios, porque en ella hay un aviso mudo de que de mi informe depende el futuro de la fábrica. Ya esperaba yo algún tipo de auditoría así. Y, sin embargo, ahora no solo no me asusta, sino que me alegra contar con la ocasión de anunciarles nuestros progresos.

A medida que márketing hace publicidad sobre nuestros nuevos plazos de entrega, los ingresos no dejan de aumentar. El inventario es solo una fracción de lo que era, y continúa cayendo. Con mayor volumen de negocio y más unidades vendidas, sobre las que repartir los costes, estos se han reducido, igualmente, de forma notable. Total, vamos derechos hacia la meta: GANAMOS DINERO.

La semana siguiente, tengo que ir a una reunión altamente confidencial junto a mi director de personal. El encuentro se celebra en San Luis y reúne a los jefes de relaciones laborales y a los directores de las otras fábricas de la división. La mayor parte de las discusiones giran en torno a la reducción salarial que se quiere plantear en los centros de producción. Se sopesa la reacción de los sindicatos. El tema me resulta particularmente peligroso. Además, en Bearington no tenemos necesidad de reducir salarios. De ahí que me muestre algo más que reacio ante las sugerencias que se hacen, que podrían conducir a algún enfrentamiento con el sindicato y, tal vez, a una huelga, que dañaría nuestro creciente buen nombre con los clientes. Aparte de todo esto, el encuentro está mal preparado y termina sin ninguna decisión seria.

Ya de regreso en la fábrica, esa misma tarde, la recepcionista me avisa, nada más cruzar las puertas de la oficina, que Bob desea verme tan pronto como sea posible.

—Espero que no sean malas noticias, Bob — le digo a modo de saludo.

—Hilton Smyth estuvo hoy en la fábrica.

—¿Qué? ¿Hilton Smyth? ¿Y para qué?

—¿Te acuerdas del vídeo sobre robots que se iba a filmar hace un par de meses?

—Al final se suspendió.

—Pues ahora se ha vuelto a considerar. Solo que, ahora, Hilton será el protagonista, como director de productividad de la división, sustituyendo a Granby. A mí también me pilló por sorpresa esta mañana, cuando me encontraba tomando un café en la sección C. De pronto, vi a un equipo de televisión circulando por la zona. Cuando me quise enterar de lo que estaban haciendo, el susodicho Hilton ya la había liado.

—¿Pero es que no se enteró nadie en las oficinas de que llegaba?

—Según Bob, Bárbara Penn, la encargada de relaciones laborales, estaba al corriente.

—¿Y no se le ocurrió contárselo a nadie?

—Lo siento, Al, pero se modificaron las fechas y no hubo tiempo. El caso es que ni tú ni el jefe de personal, Scott, estábais en la fábrica. Con lo que ella decidió dar luz verde al asunto, lo arregló con el sindicato y resolvió los demás problemas. Por lo visto redactó una circular, a la que nadie prestó ninguna atención.

—¡No hay nada como tener iniciativa! — murmuro.

Bob continúa contándome cómo la gente de Hilton empezó a preparar las tomas delante de unos robots que se encargan de apilar material. Y que, enseguida, se dieron cuenta de un pequeño fallo: los robots estaban parados. No tenían material.

—Evidentemente, no se podía filmar un vídeo sobre productividad con las máquinas detenidas, como cuadro de fondo. Tenían que estar
produciendo
. Estuvimos cerca de una hora buscando algo con qué alimentar al robot, con lo suficiente como para filmar. Entretanto Hilton, aburrido, empezó a dar vueltas por la nave y no pasó mucho tiempo sin que comenzase a darse cuenta de algunos detalles aquí y allá.

—Cuando, al fin, llegamos con algún material para los robots — prosigue Bob — Hilton quiso saber qué había pasado con el tamaño de los lotes. Yo no sabía qué responderle, ignorando qué podías haberle dicho tú en las oficinas centrales. Bueno…, en fin, pensé que deberías saberlo.

Siento cómo se me forma un nudo en el estómago. Y, en ese mismo momento, suena el teléfono. Ethan Frost me llama desde las oficinas centrales, dice que ha tenido una charla con Hilton Smyth y que desea aclarar algunas cosas. Le pido a Bob que me deje y discuto durante unos minutos con Frost.

Luego voy a ver a Lou.

Lo que nos temíamos, acaba de llegar.

Dos días después, recibo la visita de un equipo auditor, encabezado por Neil Cravitz, auditor financiero de la división. Cravitz tiene el apretón de manos más demoledor y la mirada menos simpática que nunca haya conocido. En cuanto entran en las oficinas, toman posesión del salón de conferencias. Antes de lo que se tarda en decirlo, ya han descubierto que hemos cambiado la forma de calcular los costes.

—Esto es sumamente irregular — Cravitz separa la vista de los folios desparramados y nos escruta por encima de sus gafas.

Lou intenta la justificación. Desde luego, no está muy de acuerdo con los procedimientos ortodoxos, pero existen razones de peso para haber tomado como base los dos últimos meses.

Y yo añado:

—De hecho, es un cálculo mucho más realista.

—Discúlpeme, señor Rogo, pero debemos respetar los procedimientos habituales.

—Pero es que la fábrica tiene ahora una gestión diferente. Los cinco contables nos miran reprobatoriamente desde sus asientos. Me rindo. Nada, es imposible conseguir la complicidad de unas personas preocupadas, exclusivamente, por cumplir el procedimiento a rajatabla.

Los auditores modifican las cifras y aparece el fatídico incremento de costes. Cuando se van, intento adelantarme a su informe y solicito hablar con Peach, pero se ha ausentado inesperadamente de la ciudad. Frost tampoco está localizable. Una de las secretarias, haciéndose quizá cargo de mi ansiedad, se ofrece para ponerme en comunicación con H. Smyth, al parecer el único directivo a mano. Naturalmente, me limito a agradecerle la intención y colgar el aparato.

Durante toda esa semana espero la llegada de lo peor desde las oficinas centrales. Pero no pasa nada. Lou recibe un toque de atención, por medio de una carta de Frost, en la que le advierte que debe atenerse, estrictamente, a la política contable habitual, y también una orden formal para que revise todas nuestras cuentas del informe trimestral en curso, de acuerdo al cálculo ortodoxo de los costes. Pero, de Peach no recibimos ni una línea. Según se ve, hemos sobrevivido.

Naturalmente, eso no quiere decir que todo quede zanjado. De manera que me reuní una tarde con Lou para discutir el informe mensual revisado, que muy pronto tendré que rendir ante Peach. Estoy hundido. Con las cuentas al «viejo estilo», nuestro jugoso 17 por 100 de incremento queda mutilado hasta un pobre 12,8 por 100. No llegamos al 15 por 100.

—Lou, ¿no podemos maquillar esto un poquito más?

—Desde ahora Frost va a mirar con lupa cada detalle de nuestros informes. No podemos ofrecer nada mejor que lo que tienes delante.

Mi pesadumbre se ve interrumpida, en ese momento, por un ruido anormal. Los dos levantamos la vista hacia el techo, como si pudiéramos ver a través de él.

—¡Es un helicóptero! ¡Y está aterrizando en nuestro césped! — dice Lou.

Entre el remolino de polvo y briznas de hierba que levantan sus aspas, se abren paso dos hombres que han descendido del aparato.

—El primero parece Johnny Jons — asegura mi acompañante.

—Sí, Lou, es él.

—¿Y el otro?

Al principio no le reconozco, pero de pronto encuentro algo familiar en su paso, un pavoneo arrogante y también una pelambrera blanca que la hélice del helicóptero ha despeinado locamente.

—¡Dios mío! — exclamo.

—Pues no pensé yo que Dios necesitara un helicóptero para moverse por el mundo — se burla Lou de mi alarma.

—Mucho peor que Dios, Lou. Es Bucky Burnside.

Antes de que Lou tenga tiempo de un nuevo comentario, yo ya me he precipitado a la puerta. Doblo volando la esquina y entro de golpe en el despacho de Stacey. Ella y un grupo de personas, con las que se estaba entrevistando, están también mirando el espectáculo por la ventana.

—Rápido, Stacey, necesito hablar ahora mismo contigo. Inmediatamente la saco a empujones hasta el pasillo.

—¿Cuál es la situación del pedido de Burnside?

—El último envío salió hace dos días.

—¿A tiempo?

—Seguro. El último M-12 salió de la cadena sin ningún problema, igual que todos sus hermanos precedentes.

Apenas tengo tiempo de murmurarle gracias, cuando ya me precipito de nuevo pasillo adelante.

—¡Donovan!

No se encuentra en su oficina y le pregunto, entrecortado, a su secretaria.

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