—¿Su nombre? —preguntó el guardia de mirada tremendamente aburrida.
—Reevrom —dijo el envenenador con una mueca de oreja a oreja—. Un humilde comerciante de Puranti. Y estos son mis socios…
—¿Los negocios que les traen a Westport?
—El asesinato —un silencio desagradable—. ¡Espero hacer una auténtica escabechina ; al vender ciertos viñedos de Ospria! Lo cierto es que también espero hacer una escabechina ; en su ciudad. —Morveer rió su propia gracia y Day, que se reía disimuladamente, pasó a su lado.
—Éste no es el tipo de gente que necesitamos —otro guardia miraba a Escalofríos con cara de pocos amigos.
—Oh, no tienen que preocuparse por él —Morveer seguía con sus bromas—. Es prácticamente un retrasado. Tiene el intelecto de un niño. Pero es bastante bueno para mover uno o dos barriles. No me importa tenerlo, porque casi no me cuesta. Day, ¿qué soy yo?
—Un sentimental —respondió la chica.
—Tengo un gran corazón. Siempre lo he tenido. Mi madre murió cuando yo era muy joven. Ya ve, era una mujer maravillosa…
—¡Ya está bien! —era la voz de alguien que estaba en la fila.
Morveer agarró uno de los faldones de tela de saco que mantenían cerrada la trasera del carro y preguntó:
—¿Quiere comprobar…?
—¿Cree que quiero comprobar la carga con media Styria entrando por mi maldita puerta? Adelante —el guardia agitó una mano cansada—. Muévanse.
Con un chasquido de riendas, el carro entró en la ciudad de Westport y Murcatto y Amistoso lo siguieron. Escalofríos entró a su zaga, lo que parecía haberse convertido últimamente en una costumbre.
Al otro lado de las murallas todo estaba tan apelotonado como en una batalla y parecía casi igual de espantoso. Una calle pavimentada corría entre los edificios altos, con árboles sin hojas a cada lado de la acera, llena con una marea variopinta de gentes de todo aspecto y color. Hombres pálidos con ropas blancas, soldados y vendedores de espadas con cotas de malla y placas pavonadas. Criados, trabajadores, comerciantes, caballeros, ricos y pobres, elegantes y apestosos, nobles y mendigos. Un espantoso montón de mendigos. Caminantes y jinetes aparecían de repente como manchas borrosas, caballos, carretas y carruajes cubiertos, mujeres con postizos enormes y cargadas con joyas que aún pesaban más, llevadas por parejas de criados sudorosos en literas que se balanceaban.
Escalofríos había pensado que Talins estaba llena de gente tan extraña como diferente. Pero Westport era aún peor. Vio una hilera de animales de largo cuello que estaban atados con sutiles cadenas, los cuales ondeaban con tristeza sus pequeñas cabezas por encima del gentío. Aunque Escalofríos cerrara los ojos y menease la cabeza, aquel monstruo seguía allí cuando volvió a abrirlos, moviendo sus cabezas sobre la inquieta muchedumbre como si ésta no lo viese. Aquel sitio era como un sueño, un sueño desagradable.
Doblaron una esquina y entraron en una calle más estrecha, ocupada a ambos lados por tiendas y puestos. Su olfato se vio apuñalado por una sucesión de olores (pescado, pan, betún de zapatos, fruta, aceite, especias y una docena de otros más que nunca había olido) que le hicieron toser y le provocaron náuseas. Salido de la nada, un chico montado en una carreta arrojó una jaula de mimbre a la cara de Escalofríos, y el monito que estaba dentro de ella le bufó y le escupió, estando a punto de hacerle caer de la silla por la sorpresa. Los gritos proferidos en veinte idiomas distintos retumbaron en sus oídos. Una especie de cántico se sobrepuso a ellos y, cada vez más alto, llegó hasta Escalofríos para ponerle la carne de gallina, porque era tan extraño como hermoso.
Un edificio rematado por una gran cúpula se levantaba en uno de los lados de una plaza, con seis altas torretas que se elevaban en su fachada principal y chapiteles dorados que refulgían en sus tejados. De allí procedía el cántico. Cientos de voces agudas y profundas que se juntaban en una sola.
—Es un templo. —Como Murcatto había llegado a su lado con la capucha aún echada, sus cejas enarcadas eran lo único que podía ver de su rostro.
Para ser justos con Escalofríos, hay que decir que ella le daba bastante miedo. No sólo por haber visto cómo se complacía al romperle con un martillo los huesos a un hombre, sino porque, al hablar con ella de aquel trabajo que no se decidía a aceptar, había tenido la sensación a flor de piel de que ella estaba a punto de apuñalarle. Por no hablar de aquella mano que siempre mantenía enguantada. Como no recordaba haber tenido nunca miedo de ninguna mujer, se sentía tan nervioso como avergonzado. Pero no podía negar que, aparte de lo del guante, del martillo y de la sensación tan enfermiza de peligro, le gustaba su porte. Un montón. No estaba seguro de si le gustaba el peligro un poquito más de lo que era saludable. A eso se añadía su ignorancia respecto a qué demonios iba a decirle en cualquier momento.
—¿Un templo?
—Donde la gente del Sur reza a Dios.
—¿Eh, Dios? —a Escalofríos le dolió el cuello al intentar mirar los chapiteles que llegaban mucho más arriba que los árboles más altos del lugar donde había nacido. Había oído decir que algunas personas del Sur pensaban que en el cielo vivía un hombre. Un hombre que había hecho el mundo y que lo veía todo. Aunque le pareciese que aquella creencia era un tanto disparatada, al ver todo aquello estuvo a punto de creer en ella—. Muy bonito.
—Hará unos cien años, cuando los gurkos conquistaron Dawah, un nutrido grupo de sureños huyó ante su empuje. Algunos cruzaron las aguas y se asentaron aquí, y luego erigieron templos para agradecer su salvación. Westport es tanto del Sur como de Styria. Pero también forma parte de la Unión desde que los Aldermen acabaron finalmente por tomar partido y compraron al Alto Rey su victoria sobre los gurkos. Llaman a este sitio la Encrucijada del Mundo. Aunque algunos dicen que es un nido de tramposos. Aquí hay gente llegada de las Mil Islas, de Suljuk y de Sikkur, de Thond y del Viejo Imperio. Incluso gente de tu Norte.
—Los que sean, menos esos estúpidos bastardos.
—Primitivos, para ser hombres. He oído que algunos se dejan el cabello largo como las mujeres. Pero aquí se da trabajo a cualquiera —y su mano enguantada señaló una larga fila de hombres subidos encima de unas plataformas pequeñas, dispuestas al otro extremo de la plaza. Una muchedumbre demasiado extraña, incluso para aquel lugar. Viejos y jóvenes, altos y bajos, gordos y flacos, algunos con extrañas ropas o tocados, algunos medio desnudos y pintarrajeados, otros con huesos que les taladraban la cara. Algunos tenían letras pintadas en el cuerpo, o llevaban cuentas y abalorios. Bailaban y hacían cabriolas, levantaban los brazos hacia arriba mirando fijamente al cielo, caían de rodillas, lloraban, reían, bramaban, cantaban, gritaban, suplicaban, parloteando entre sí en más idiomas de los que Escalofríos jamás hubiese escuchado.
—¿Quiénes son esos bastardos? —dijo él, casi murmurando.
—Hombres santos. O locos, según a quien preguntes. Abajo, en Gurkhul, hay que rezar como indica su profeta. Aquí, cada uno reza como le place.
—¿Están rezando?
—Es como si quisieran convencer a todo el mundo de que saben hacerlo mejor que nadie —Murcatto se encogía de hombros.
La gente se quedaba mirándolos. Algunos asentían a las palabras que estaban diciendo, otros denegaban con la cabeza, riendo y lanzándoles invectivas. Algunos los miraban con aburrimiento. Uno de aquellos hombres santos, o locos, comenzó a gritarle a Escalofríos con palabras que no podía entender. El santón se arrodilló, estiró los brazos, giró su cuello artrítico y comenzó a pedirle algo con voz rasposa. Escalofríos podía verlo en sus ojos tiernos, y pensó que era la cosa más importante que jamás le hubiera ocurrido.
—Debe de ser una sensación placentera —dijo él.
—¿A qué te refieres?
—A pensar que conoces todas las respuestas… —se apartó cuando una mujer pasó ante él tirando de un hombre. Un hombre grande y oscuro que llevaba un collar de metal lustroso y transportaba un saco en cada mano sin dejar de mirar al suelo—. ¿Ha visto eso?
—En el Sur, la mayoría de la gente es dueña de otros o es propiedad de alguien.
—Es una costumbre infame —musitó Escalofríos—. Me parecía haberle oído decir que este sitio formaba parte de la Unión.
—Y les gusta la libertad que disfrutan en ella. Aquí no puedes convertir a nadie en esclavo —señaló con la cabeza a una hilera de esclavos de aspecto triste y humilde—. Pero si pasan por aquí, nadie los libera, eso puedo asegurártelo.
—Maldita Unión. Es como si esos bastardos siempre necesitasen más tierras. Aquí hay muchos más que en el Norte. Desde que se reanudaron las guerras, Uffrith está llena de ellos. ¿Qué quieren hacer con tanta tierra? Ya lo ve en esta ciudad con la que casi se han hecho. Hacen que parezca una aldea.
—¿Te refieres a Adua? —ella le miró con perspicacia.
—Por ejemplo.
—¿Has estado en ella?
—Sí. Allí luché contra los gurkos. Me dejaron esta señal —y se remangó la camisa para mostrarle la cicatriz de la muñeca. Después de verla, Monza tenía una mirada extraña. A cualquiera le habría parecido que era de respeto. A él le gustó que por un instante alguien le mirara sin desprecio.
—¿Estuviste bajo la sombra de la Casa del Maestro? —preguntó ella.
—En algún momento del día, una u otra parte de la ciudad cae bajo la sombra de esa cosa.
—Y, ¿cómo era?
—Más oscura de lo que suelen ser las sombras, al menos por lo que yo sentí.
—Uh.
—Siempre dije que volvería a ella —era la primera vez que Escalofríos veía lo más parecido a una sonrisa, y pensó que le gustaba.
—¿A Adua? ¿Y qué te lo impide?
—Los seis hombres que debo matar —Escalofríos acababa de lanzar un resoplido.
—Ah, eso.
Una especie de arrepentimiento recorrió todo su ser, haciéndole preguntarse por qué había aceptado el trabajo. Por eso dijo:
—Siempre he sido mi peor enemigo.
—Entonces, pégate a mí —su sonrisa era más marcada—. No tardarás en tener peores enemigos. Fíjate dónde estamos.
No era un lugar que diera muchos ánimos. Un callejón estrecho, tan poco iluminado como el atardecer. Unos cuantos edificios se arracimaban a su lado, con las persianas podridas y descascarilladas, soltando yeso por los mojados ladrillos. Llevó su caballo hasta detrás del carro y pasó por una entrada a oscuras, mientras Murcatto cerraba sus chirriantes puertas después de franquearlas y echaba el oxidado cerrojo. Escalofríos ató las bridas de su caballo en el poste podrido de un patio que estaba lleno de hierbas y tejas caídas.
—Un palacio —musitó, levantando la mirada hacia el cuadrado de cielo gris que se encontraba más arriba y viendo que las paredes del patio estaban llenas de hierbajos secos y que las ventanas colgaban de sus goznes de una manera miserable—. O lo fue una vez.
—Lo compré por su emplazamiento —dijo Murcatto—, no por su decoración.
Entraron en un salón a oscuras y recorrieron los pasillos que llevaban a las vacías habitaciones.
—Hay un montón de habitaciones —comentó Escalofríos.
—Veintidós —dijo Amistoso.
Las botas de todos ellos se encaminaron por la chirriante escalera para adentrarse en las podridas tripas del edificio.
—¿Cuándo va a comenzar con los preparativos? —le preguntaba Murcatto a Morveer.
—Prácticamente ya he comenzado. Acabo de enviar unas cartas de presentación. Disponemos de un considerable depósito que mañana por la mañana confiaremos a la Banca de Valint y Balk. Lo suficientemente considerable para llamar la atención de su ejecutivo en jefe. Yo, mi ayudante y Amistoso nos infiltraremos en el banco, haciéndonos pasar por un comerciante y sus socios. Nos entrevistaremos con Mauthis y luego buscaremos el modo de eliminarlo.
—¿Así de fácil?
—Aprovechar el momento oportuno suele ser la clave para este tipo de asuntos. Por otra parte, si no se presenta, la entrevista nos servirá para echar los cimientos con los que… estructurar mejor un nuevo encuentro.
—Y mientras tanto, ¿qué hacemos nosotros? —preguntó Escalofríos.
—Nuestra patrona, obviamente, posee un rostro memorable por el que puede ser reconocida, mientras que tú; —era evidente que se mofaba de él mientras seguían subiendo por la escalera— resaltas tanto como una vaca entre los lobos, por lo que eres tan poco útil como ella. Eres demasiado alto y tienes demasiadas cicatrices, y tus ropas son demasiado rurales como para no llamar la atención en un banco. Y, en lo que respecta a esos cabellos…
—Pffuh —dijo Day, meneando la cabeza.
—Y, ¿qué se supone que quiere decir eso? —preguntó Escalofríos.
—Exactamente lo que sugiere el sonido. Que, sencillamente, estás lejos, demasiado lejos del… —Morveer hizo una floritura con la mano— Norte.
Murcatto abrió la puerta situada en el extremo del último rellano, que parecía a punto de desintegrarse, y la dejó abierta. La luz marrón del día salió por ella. Escalofríos, que fue el último en entrar, parpadeó al sentir el sol.
—Por los muertos.
Un amasijo de tejados desparejados de todas las formas y pendientes: tejas rojas, pizarras grises, chapas blancas, paja podrida, traviesas peladas y llenas de moho, cobre verdoso y lleno de porquería, parches de tela y cuero viejo. Un revoltijo de ventanas abuhardilladas, desvanes, vigas, pinturas descascarilladas por las que salían hierbajos, tuberías al aire y canalones torcidos, sujetos con cadenas y cañerías, cada cosa encima de la otra y en cualquier ángulo, como si todo aquello pudiera soltarse en cualquier momento y caer a las calles que se encontraban más abajo. El humo que eructaban las incontables chimeneas creaba una bruma que hacía del sol un borrón sudoroso. Por aquí y por allá una torre salía a empujones, o una cúpula abultaba por encima del caos, pudiéndose observar una estrambótica maraña de madera pelada por donde los árboles habían tenido la suerte de poder subir sus ramas. El mar era un borrón en la distancia; los mástiles de los buques atracados en el puerto, un bosque lejano que se mecía inquieto con las olas.
Desde allí arriba se escuchaba el enorme siseo de la ciudad. Ruido de trabajos y de juegos, de hombres y animales, gritos de gente comprando y vendiendo, el chirrido de las ruedas y el resonar de los martillos, fragmentos de sonidos y retazos de músicas, alegría y desesperación, todo mezclado como si estuviera dentro de una enorme cazuela.