Los pinchos que remataban las fachadas del edificio estaban montados en unos postes que les permitían girar. Imposible pasar por encima de ellos. Sin embargo, los que estaban sobre las columnas habían sido fijados a la piedra con mortero. Se quitó los guantes (unos guantes muy gruesos, de herrero) y los pasó por encima, luego se enderezó y agarró dos pinchos con las manos, respirando profundamente. Pasó las piernas y se giró, pasando por encima y estando a punto de quedarse tuerto por culpa de las puntas de hierro que tenía delante de la cara. Era como subir hasta las ramas, excepto que podías quedarte sin un ojo, ciertamente. No estaría mal salir de aquel asunto con los dos ojos.
Dejó una pierna colgando, luego se empujó con la otra y logró poner una bota encima del tejado. Se volvió, sintiendo que los pinchos arañaban su justillo y se clavaban en su pecho mientras se levantaba.
Ya estaba arriba.
—Setenta y ocho… setenta y nueve… ochenta… —los labios de Amistoso se movían automáticamente mientras observaba que Escalofríos se daba la vuelta por encima del parapeto y llegaba al tejado del banco.
—Lo ha conseguido —susurró Day con una voz chillona que estaba llena de incredulidad.
—Y a su debido tiempo —Morveer soltó otra broma—. Quién hubiera pensado que podría escalar… como un mono.
El norteño seguía de pie, una silueta más oscura que la oscuridad del cielo nocturno contra la que se recortaba. Sacó la ballesta que llevaba a la espalda y comenzó a montarla.
—Esperemos que no dispare como un mono —susurró Day.
Escalofríos apuntó con cuidado. Amistoso escuchó el suave quejido de la cuerda. Momentos después sintió que el dardo le daba en el pecho. Agarró con fuerza el astil y enarcó una ceja. Casi no le había dolido.
—Una feliz circunstancia que no tuviese punta —Morveer descolgó la cuerda que descansaba en la escalera—. Haríamos bien en evitar más inconvenientes, porque una muerte prematura limitaría nuestras posibilidades.
Amistoso apartó el embotado dardo y ató la cuerda en el extremo de la que le habían lanzado.
—¿Estás seguro de que aguantará bien el peso? —preguntó Day con un murmullo.
—Está hecha con seda de Suljuk —aclaró Morveer, tan presumido como siempre—. Ligera como el plumón, pero fuerte como el acero. Podría soportar el peso de tres de nosotros como si nada.
—Eso supones tú.
—Querida mía, ¿qué es lo que nunca hago?
—Que sí, que sí.
La negra cuerda silbó entre las manos de Amistoso cuando Escalofríos comenzó a recogerla. Vio cómo recorría el espacio situado entre los tejados y contó su longitud. Quince pasos hasta el otro extremo. Ambos la mantuvieron tirante hasta que Amistoso hizo un lazo para meterla por el pasador de hierro que sujetó en las vigas del tejado, y luego le hizo hasta tres nudos.
—¿Estás completamente seguro de haberlos apretado bien? —preguntó Morveer—. No hay cabida en este plan para una caída.
—Veintiocho pasos —dijo Amistoso.
—¿A qué te refieres?
—A la caída.
Hubo una breve pausa.
—No eres de gran ayuda.
Una línea tirante unía los dos edificios. Aunque apenas pudiera verla en la oscuridad, Amistoso sabía que seguía allí.
Day avanzó hacia ellos, sus rizos agitados por la brisa, y dijo:
—Después de vosotros.
Morveer se subió con torpeza a la balaustrada, respirando de manera muy agitada. A decir verdad, el viaje por la cuerda no había resultado una excursión placentera. El viento helado, que acababa de levantarse cuando estaba a medio camino, había conseguido que el corazón le latiera a martillazos. Años atrás, siendo el aprendiz del infame Moumah-yin-Bek, realizaba aquel tipo de ejercicios acrobáticos con gracia felina. Era evidente que aquella agilidad la había ido perdiendo poco a poco, junto con la mata de pelo que tenía por entonces. Se tomó un respiro para componerse el tipo, secándose el sudor frío de la frente, y entonces cayó en la cuenta de que Escalofríos le miraba con cara burlona.
—¿Hay algo de lo que haya que reírse? —preguntó Morveer.
—No lo sé. Depende de lo que te dé risa. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—El necesario para lo que tenía que hacer.
—Entonces tendrás que moverte más deprisa. Has tardado mucho en pasar por la cuerda. Un poco más y hubieses seguido en ella cuando mañana abriesen el banco —el norteño seguía sonriendo mientras se deslizaba por encima del parapeto y se desplazaba por la cuerda, rápido y seguro a pesar de su envergadura.
—Si existe un Dios, seguro que me ha maldecido al presentarme a este hombre —aunque a Morveer se le pasara por la cabeza cortar el nudo mientras el primitivo estaba a medio camino, bajó por el estrecho canalón, situado entre dos vertientes de pizarra de poca pendiente, que conducía al centro del edificio. El gran tejado de vidrio destelló sobre su cabeza, a causa de la débil luz nocturna reflejada por los miles de placas que lo formaban. Amistoso estaba agachado cerca de él, listo para desenrollar el segundo rollo de cuerda que llevaba a la cintura.
—Ah, los tiempos modernos —Morveer se arrodilló al lado de Day y apoyó suavemente las manos en la superficie de vidrio—. ¿Qué dirán de los que vengan después?
—Me siento bendecida por vivir en esta época tan excitante.
—Todos nos sentimos así, querida —observó con cuidado el interior del banco—, o deberíamos sentirnos; todos. —El camino que llevaba hacia el vestíbulo estaba muy poco iluminado, con un simple farol en cada uno de sus extremos, que suscitaban en los marcos dorados de los enormes cuadros un brillo muy agradable de ver, aunque dejando las puertas sumidas en una gran oscuridad—. Bancos —comentó, con un susurro y un asomo de burla en el rostro—, siempre queriendo ahorrar.
Extrajo sus herramientas de cristalería y comenzó a quitar el emplomado con unas tenacillas, levantando cuidadosamente cada uno de los vidrios con bolas de masilla. Como aquella destreza suya tan buena aún no se había visto empañada por la edad, apenas tardó en quitar nueve planchas, en recortar con unas tijeras el entramado de plomo y en levantarlo para dejar un hueco tan facetado como un diamante que les permitiera pasar por él.
—Vamos según el horario —murmuró. La luz de la linterna del guardia reptó por las paredes cubiertas de paneles del pasillo y confirió un brillo matutino a los oscuros lienzos. Sus pisadas resonaron cuando pasó por debajo de ellos, de suerte que Morveer pudo lanzar un fuerte bostezo mientras la sombra del guardia se estiraba por encima de las baldosas de mármol. Morveer aplicó la mínima presión de aire a su cerbatana.
—¡Ah! —el guardia se llevó una mano a la coronilla y Morveer se apartó de la abertura. De abajo les llegó el ruido de unos pasos, de un traspié, de un gorgoteo y después del golpe de algo pesado que caía al suelo con algo metálico encima. Desde la abertura veía perfectamente al guardia, de espaldas, con los miembros extendidos, la lámpara al lado, cerca de una mano.
—Excelente —dijo Day con un suspiro.
—Naturalmente.
—Por mucho que hablemos de ciencia, siempre me parecerá magia.
—En cierta manera, somos los magos de la era moderna. Maese Amistoso, la cuerda, por favor —el presidiario lanzó uno de los extremos de la cuerda de seda, porque el otro lo seguía llevando atado a la cintura—. ¿Estás seguro de que puede soportar mi peso?
—Sí —aquel hombre silencioso daba tanta apariencia de fuerza que incluso Morveer se sintió obligado a confiar en él. Con la cuerda asegurada mediante un nudo de su propia invención, bajó primero un zapato y luego el otro por la abertura con forma de diamante. Luego pasó las caderas, los hombros, y se encontró dentro del banco.
—Más abajo —y siguió bajando de una manera tan rápida y uniforme que era como si le impulsara algún aparato mecánico. Cuando sus zapatos tocaron las baldosas, deshizo el nudo con un simple movimiento de muñeca y caminó en silencio hasta una puerta rodeada de sombras, con la cerbatana cargada en una de sus manos. Aunque sólo tenía que haber un guardia en el edificio, uno jamás debe cegarse por las buenas expectativas.
La precaución primero, y siempre.
Sus ojos recorrieron el pasillo de uno a otro lado, sintiendo una comezón en todo el cuerpo por el trabajo que había que hacer. Nada se movía. Todo estaba en silencio, un silencio tan absoluto que casi sentía picotazos en los oídos.
Miró hacia arriba y, al ver el rostro de Day, que asomaba por la abertura, hizo un gesto amable. La joven se deslizó por ella con la soltura de una atleta circense y cayó al suelo junto con su equipo, que antes había metido en una bandolera de cuero negro. Cuando sus pies tocaron el suelo, soltó la cuerda y se agachó, haciendo una mueca.
Él estuvo a punto de devolvérsela, pero se contuvo. No quería que se enterase de la admiración que su talento, su buen juicio y su carácter despertaban en él después de tres años de vivir juntos. No quería que siquiera sospechase el sentimiento que encerraba su mirada, porque siempre que había expresado sus auténticos sentimientos, la gente le había traicionado. El tiempo transcurrido en el orfanato, su aprendizaje, su matrimonio, su trabajo, estaban salpicados por las traiciones más flagrantes. Debido a ello, su corazón estaba lleno de cicatrices. Quería mantener unas relaciones estrictamente profesionales para proteger a los dos. A sí mismo de ella, y a ella de él.
—¿Despejado? —preguntó ella con un siseo.
—Como un tablero de ajedrez sin piezas —murmuró, pero sin bajar la guardia—, y según el plan previsto. ¿Qué es lo que nos gusta menos?
—¿La mostaza?
—¿Y?
—Los accidentes.
—Correcto. Las cosas no salen bien por sí mismas. Quítale las botas.
Lo arrastraron con un considerable esfuerzo desde el pasillo hasta la mesa de escritorio, y luego hasta la silla. Comenzó a roncar con la cabeza caída, moviendo imperceptiblemente su largo bigote.
—Ahhhhh, duerme como un bebé. Los complementos, por favor.
Day le tendió una botella vacía de licor espirituoso, que Morveer colocó con cuidado encima de las baldosas próximas a las botas del guardia. Luego le pasó una botella medio llena a la que quitó el tapón, para luego derramar una generosa cantidad en la pechera del tachonado justillo de piel del guardia. Luego la colocó con todo cuidado cerca de sus adormilados dedos, consiguiendo que el líquido espirituoso se derramase por las baldosas y formase un charco de aspecto desagradable.
Morveer dio un paso atrás e hizo un marco con las manos para observar la escena.
—El cuadro… está preparado. ¿Qué patrón no sospecha que su guardia de noche, aun en contra de sus expresas instrucciones, no se administra uno o dos tragos en cuanto anochece? Observa esas facciones relajadas, el relente de un licor de alta graduación, los fuertes ronquidos. Fundamentos más que definitivos para que, luego de encontrárselo así al amanecer, sea despedido al momento. Protestará y dirá que es inocente, pero dada la total ausencia de cualquier prueba… —rebuscó entre la cabellera del guardia con sus dedos enguantados y arrancó el sutil dardo de su cuero cabelludo— no es conveniente suscitar más sospechas. Ahora todo ha quedado perfectamente normal. Excepto que no lo estará, ¿no es así? Oh, no. Las silenciosas oficinas de la sucursal en Westport… de la Banca de Valint y Balk… guardarán un secreto mortal. —Apagó la llama del farol del guardia y todos se sumieron en la mayor de las tinieblas—. Por aquí, Day, y no te pongas nerviosa.
Atravesaron el pasillo como un par de sombras silenciosas, para detenerse ante la pesada puerta de la oficina de Mauthis. Las ganzúas de Day brillaban mientras intentaba neutralizar la cerradura. Sólo le llevó un momento conseguir que los cierres girasen con un agradable chasquido metálico y que la puerta quedase abierta en silencio.
—Muy mala cerradura para un banco —comentó mientras guardaba las ganzúas.
—Las buenas las ponen donde está el dinero.
—Y no hemos venido a robar.
—Oh, no, no, nosotros somos unos ladrones muy especiales. Dejamos regalos antes de irnos —dio una palmadita en la monstruosa mesa de escritorio de Mauthis y abrió el pesado libro mayor, teniendo mucho cuidado de que no se desplazase ni lo que mide un cabello de la posición que ocupaba—. La solución, por favor.
Ella le tendió el tarro, lleno hasta el borde con una pasta transparente, y él giró cuidadosamente su corcho con un leve movimiento de torsión. Empleó un pequeño pincel para aplicarla. El mejor instrumento que necesitaba un artista de su incalculable talento. Las páginas crujieron mientras las pasaba para aplicar una pincelada sutil en los bordes de cada una de ellas.
—¿Lo ves, Day? Rápido, suave y preciso, pero con mucho cuidado. Con el mayor cuidado posible. ¿Qué es lo que suele matar al mayor número de quienes practican nuestra profesión?
—El agente que están empleando.
—Exactamente —por eso mismo cerró el libro cuando sus páginas ya estaban prácticamente secas, apartó el pincel a un lado y volvió a poner el corcho en el tarro, apretándolo con fuerza.
—Vámonos —dijo Day—. Tengo hambre.
—¿Irnos? —la sonrisa de Morveer se hizo mayor—. Oh, no, querida, estamos muy lejos de haber terminado. Aún tienes que ganarte la cena. Todavía tenemos por delante una larga noche de trabajo. Una
larguísima
. noche… de trabajo.
—Aquí.
Debido al susto de muerte que acababa de recibir, Escalofríos estuvo a punto de saltar por encima del parapeto. Se tambaleó mientras el corazón intentaba salírsele por la boca. Murcatto se acurrucaba detrás de él, con los dientes apretados y el leve aliento a humo que enmarcaba su rostro circundado de sombras.
—¡Por los muertos, qué susto me ha dado! —dijo él, siseando.
—No tan grande como el que te habrían dado los guardias si te hubiesen descubierto —se deslizó hasta donde estaba el pasador de hierro y tiró del nudo—. Así que lo lograste, ¿eh?
—¿Acaso creyó que no lo lograría?
—Creí que acabarías rompiéndote la cabeza, siempre, claro, que cayeras desde la suficiente altura.
Él se dio un golpecito en la cabeza con un dedo y dijo:
—Es la parte menos vulnerable de mí. ¿Por dónde andan sus amigos?
—Están a medio camino de la maldita calle de Lord Sabeldi, creo. Si hubiese sabido lo fácil que era, los habría mandado los primeros.
—Bueno, me gusta que los haya mandado los últimos, porque lo más seguro es que me hubieran dejado colgado —Escalofríos sonrió de un modo muy siniestro.