Escalofríos se apoyó en el parapeto lleno de líquenes, al lado de Murcatto, y miró. Más abajo, como el agua por el fondo de un cañón, la gente iba y venía por una calle pavimentada de piedras. Un edificio monstruoso situado al otro lado lo dominaba todo.
Sus paredes eran como un acantilado tallado en piedra clara que tuviese cada veinte pasos una columna tan ancha que ni Escalofríos hubiera podido abarcarla con los dos brazos, coronada en su extremo superior con hojas y rostros también tallados en piedra. Tenía una hilera de pequeñas ventanas que, más o menos, tenían dos veces la altura de un hombre, otra igual más arriba y después otra con ventanas aún mayores, todas protegidas por rejas de metal. Por encima de todas ellas, a lo largo del perímetro de su tejado plano, casi a la misma altura en la que se encontraba Escalofríos, sobresalía una hilera de pinchos de negro hierro muy parecidos a las espinas de un cardo.
Morveer hizo una mueca al ver el edificio y comentó teatralmente:
—Damas, caballero y salvaje, les presento la sucursal en Westport… de la Banca de… Valint y Balk.
—Ese sitio es como una fortaleza —Escalofríos disentía con la cabeza.
—Como una cárcel —murmuró Amistoso.
—Como un
banco
—dijo el burlón de Morveer.
El vestíbulo de la sucursal en Westport de la Banca de Valint y Balk era una majestuosa caverna de pórfiro rojo y mármol negro. Poseía el lóbrego esplendor del mausoleo de un emperador, sólo con la luz imprescindible que se filtraba por sus pequeñas ventanas situadas muy arriba, cuyos gruesos barrotes proyectaban una encrucijada de sombras en el reluciente suelo. Un grupo de enormes bustos de mármol miraban ceñudos desde las alturas: a juzgar por su apariencia, debían de haber sido grandes comerciantes y financieros de la historia de Styria. Morveer se preguntó si el de Somenu Hermon estaría entre ellos, y la ocurrencia de que el famoso comerciante pudiera estar pagando, aunque indirectamente, su salario, hizo que su sonrisa de satisfacción fuese un poquito mayor.
Sesenta escribientes o más ocupaban idénticos escritorios con idénticos montones de papeles encima, cada uno de ellos con un enorme libro mayor, encuadernado en cuero, delante. Hombres de todos los tipos y colores de piel, algunos con las gorras, los turbantes o los peinados característicos de tal o cual secta de Kanta. Porque el único requisito de aquel lugar era hacer correr la moneda lo más deprisa posible. Las plumas raspaban los frascos de tinta, las plumillas rascaban el papel grueso, las páginas crujían al ser pasadas. Los comerciantes se juntaban en corrillos para regatear, susurrando mientras lo hacían. Pero no se veía ni una moneda. La riqueza está hecha de palabras, ideas, rumores y mentiras, porque es demasiado valiosa para quedarse encerrada en el vistoso oro o en la modesta plata.
Era un lugar construido adrede para atemorizar, sorprender, intimidar. Pero Morveer no era hombre al que se pudiese intimidar. Encajaba en él perfectamente, tal y como le sucedía en cualquier otro sitio. Echó a caminar con afectación y dejó atrás una larga cola de pedigüeños bien vestidos, manteniendo ese aire de autocomplacencia bien estudiada que siempre caracteriza a los nuevos ricos. Amistoso se movía pesadamente a su lado con la caja fuerte bien cerrada, y Day caminaba solemnemente de puntillas a su zaga.
Morveer chasqueó los dedos delante del escribiente más cercano y declaró:
—Tengo una cita con… —consultó la carta que llevaba—. Un tal Mauthis. Respecto a un depósito considerable.
—Por supuesto. Si es tan amable de aguardar un momento.
—Uno, pero no más. El tiempo y el dinero son lo mismo.
Morveer estudió disimuladamente las medidas de seguridad. Decir que eran pocas hubiera sido subestimarlas. Contó hasta doce hombres armados, situados alrededor de la sala y tan bien equipados como los escoltas del rey de la Unión. Había otra docena al otro lado de las enormes puertas dobles.
—Este sitio es como una fortaleza —dijo Day entre dientes.
—Pero mucho mejor defendido —replicó Morveer.
—¿Cuánto vamos a estar aquí dentro?
—¿Por qué lo preguntas?
—Tengo hambre.
—¿Tan pronto? ¡Por caridad! No morirás de desnutrición si… esperas un poco.
El hombre alto que acababa de salir por debajo de una arquivolta, con rostro macilento, nariz prominente, cabellera gris y casi rala, vestía unas ropas oscuras que estaban rematadas por un grueso cuello de piel.
—Mauthis —murmuró Morveer, al ver que se ajustaba a la exhaustiva descripción de Murcatto—. El que buscamos.
Caminaba al lado de un hombre más joven, de cabellos rizados y sonrisa agradable, que no vestía ostentosamente. De hecho, tenía una apariencia tan corriente que hubiese podido pasar por envenenador. Y Mauthis, que supuestamente estaba al mando del banco, corría tras él con las manos entrelazadas, como si fuera el más joven. Morveer se acercó más para escuchar lo que decían.
—… Maese Sulfur, espero que informe a sus superiores de que todo se encuentra completamente bajo control —era como si la voz de Mauthis tuviese una pizca de pánico—. El control más absoluto…
—Por supuesto —respondió el tal Sulfur, interrumpiéndole—. Aunque no considero que nuestros superiores necesiten investigar cómo andan las cosas. Si todo está bajo el control más absoluto, puedo asegurarle que se sentirán totalmente satisfechos. En caso contrario, bueno… —sonrió con franqueza a Mauthis y luego a Morveer, que acababa de ver que sus ojos no eran del mismo color, porque uno era azul y el otro verde—. Que pase un buen día —y, alejándose, no tardó en perderse entre la muchedumbre.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó Mauthis con voz chillona. Daba la impresión de que nunca se hubiera reído. Y ya era demasiado viejo para cambiar.
—Estoy seguro de que sí. Me llamo Reevrom, comerciante de Puranti. —Aunque Morveer se riera para sus adentros de la gracia, como siempre que empleaba aquel seudónimo, su rostro sólo expresó la más cordial bonhomía mientras le ofrecía la mano.
—Reevrom. He oído hablar de su casa. Es un privilegio conocerle. —Mauthis rechazó su mano mientras, precavidamente, se mantenía a cierta distancia por cuestiones de seguridad. En verdad era un hombre precavido. Y había hecho bien, porque la pequeña astilla que Morveer tenía bajo el grueso anillo que llevaba en el dedo corazón de la mano derecha, acababa de ser empapada con veneno de escorpión disuelto en flor de leopardo. El banquero se habría sentado en el transcurso de la entrevista para charlar animadamente y una hora después caer al suelo, muerto.
—Es mi sobrina —seguía diciendo Morveer, sin sentir en absoluto que su plan hubiese fallado—. Se me ha confiado la responsabilidad de velar por ella hasta que encuentre el pretendiente apropiado —Day le miró por detrás de sus pestañas con un aire perfectamente calculado de estupidez—. Y este es mi socio —echó una mirada de soslayo a Amistoso que le hizo fruncir el ceño—. Le estoy muy agradecido. Maese Encantador también es mi guardaespaldas. Aunque no sea un gran conversador, en lo referente a hacer su oficio es… más que adecuado. Además, le prometí a su vieja madre que lo pondría bajo mi protección…
—¿Ha venido hasta aquí para hablar de negocios? —dijo Mauthis con voz aburrida.
Morveer asintió:
—De un depósito considerable.
—Lamento que sus socios tengan que permanecer aquí, pero, si usted es tan amable de venir conmigo, tendré el gusto de aceptar su depósito y de ir preparando el recibo.
—Quizá mi sobrina…
—Debe saber que, por motivos de seguridad, no podemos hacer ninguna excepción. Su sobrina estará más que bien en este sitio.
—Por supuesto, por supuesto, como usted desee, amigo. ¡Maese Encantador, la caja fuerte! —Amistoso pasó la caja metálica por encima de un escribiente con gafas y se la entregó, haciéndole casi caer por lo que pesaba—. ¡Y ahora, espérame aquí y no hagas ninguna travesura! —Morveer suspiró profundamente mientras seguía a Mauthis hasta las profundidades del edificio, pensando que la dificultad de encontrar a unos ayudantes competentes era insuperable—. ¿Mi dinero estará a salvo en este sitio?
—Las paredes del banco superan en cualquier lugar los cuatro metros de espesor. Sólo tiene una entrada, guardada por una docena de hombres completamente armados durante el día y cerrada por la noche con tres cerraduras diferentes que diseñaron otros tantos cerrajeros, cuyas llaves se hallan en poder de tres empleados. Dos partidas de hombres patrullan constantemente por el perímetro del banco hasta que amanece. Incluso entonces, el interior está vigilado por un guardia aún más competente y previsor —e hizo un gesto hacia un individuo de aspecto aburrido que vestía una chaquetilla de cuero reforzada con tachones metálicos, el cual se sentaba en un escritorio situado al lado del pasillo.
—¿Se queda encerrado dentro?
—Toda la noche.
Morveer abrió la boca con desgana y comentó:
—Medidas más que efectivas.
Sacó un pañuelo, como si fuera a toser y quisiese hacerlo delicadamente en él. La seda estaba empapada en raíces de mostaza, uno de los numerosos agentes a los que se había hecho inmune. Sólo necesitaba unos instantes sin que nadie le viese para apretarlo contra la cara de Mauthis. Apenas inhalar un poco, la víctima comenzaría a toser y caería muerta casi al momento. Pero como el escribiente que había cogido la caja fuerte con ambos brazos iba con ellos, no tendría la menor ocasión de poner en práctica aquel plan. Morveer volvió a guardar el letal pañuelo y luego entornó la mirada al pasar por un largo pasillo que estaba cubierto con unos cuadros enormes. La luz llegaba desde arriba, desde el mismísimo tejado situado muy lejos, facetada por cien mil paneles de cristal.
—¡Un techo de ventanas! —Morveer movía la cabeza a uno y otro lado—. ¡Es una auténtica maravilla arquitectónica!
—Éste es un edificio completamente moderno. Créame, su dinero no podría estar más seguro en ningún otro sitio.
—¿Quizá en las bóvedas de la arruinada Aulcus? —bromeó Morveer, mientras la tela de la antigua ciudad, pintada por un artista ya caduco, pasaba por su izquierda.
—Ni siquiera en ellas.
—Y supongo que hacer un reintegro tiene que ser considerablemente más complicado. Ja, ja. Ja, ja.
—Así es —el banquero ni siquiera mostraba un asomo de sonrisa—. La puerta de nuestra bóveda está construida con el acero más sólido de la Unión y tiene treinta centímetros de espesor. No exageramos al decir que éste es el sitio más seguro de todo el Círculo del Mundo. Por aquí.
Morveer fue conducido a una voluminosa cámara. Estaba forrada hasta la extenuación con una madera oscura que era tan ostentosa como molesta de ver, y controlada desde una mesa de escritorio tan grande como la casa de un pobre. Una pintura al óleo, bastante sombría, colgaba encima de una enorme chimenea. Desde ella, un hombre calvo miraba hacia abajo enfadado, como si sospechara que Morveer hubiese llegado hasta allí para hacer alguna maldad. Debía de ser algún burócrata del polvoriento pasado de la Unión. Quizá Zoller, o Bialoveld.
Mauthis se sentó en una silla alta y rígida, y Morveer hizo lo propio en la que se encontraba enfrente, mientras el escribiente abría la caja fuerte y comenzaba a contar las monedas, metiéndolas en varios recipientes con esa eficiencia que sólo da la práctica. Mauthis miraba casi sin parpadear. En ningún momento tocó las monedas. Un hombre precavido. Condenada e insultantemente precavido. Su mirada se deslizó lentamente por encima de la mesa.
—¿Vino?
Morveer enarcó una ceja al ver las imágenes distorsionadas de la cristalería que se encontraba dentro de un armario bastante alto.
—No, gracias. Me siento muy confuso por sus efectos y, que esto quede entre nosotros dos, luego me causa cierto embarazo. He decidido abstenerme por completo de tomarlo y se lo vendo a los demás. Esa cosa es… veneno —y sonrió con franqueza—. Pero no se prive —introdujo discretamente una mano en el bolsillo oculto que tenía en la chaqueta, donde le esperaba el vial de jugo de estrellas. No le costaría mucho trabajo hacer una pequeña distracción para echar un par de gotas en la copa de Mauthis mientras éste estaba…
—Yo tampoco lo tomaré.
—Ah —Morveer soltó el vial y extrajo en su lugar un papel doblado, como si hubiera pensado sacarlo desde un principio. Lo abrió e hizo como si estuviera leyéndolo, aunque lo cierto era que sus ojos iban de uno a otro lado del edificio—. Yo he contado cinco mil… —vio de qué tipo era la cerradura de la puerta, cómo había sido fabricada, el hueco en el que había sido encajada—, doscientas…—cómo eran las baldosas del suelo, los paneles de las paredes, los artesonados del techo, el cuero de la silla de Mauthis, los carbones de la chimenea, que no estaba encendida— doce escamas. —La situación no parecía muy prometedora.
Mauthis no mostró ninguna emoción al escuchar aquel número. Las fortunas cambiaban de mano a cada momento como simple calderilla. Levantó la pesada cubierta del enorme libro mayor que descansaba encima de su escritorio. Se lamió un dedo y pasó rápidamente sus páginas con él mientras crujían. Al verlo, Morveer sintió que una cálida sensación de satisfacción se extendía desde su estómago hasta sus extremidades, y sólo con un esfuerzo logró vencer las ganas de lanzar un grito de victoria. Se contentó con una sonrisa remilgada.
—Las ganancias de mi último viaje a Sipani. El vino de Ospria siempre es una aventura provechosa, incluso en estos tiempos inseguros. Nadie muestra templanza, maese Mauthis, ¡puedo asegurárselo!
—Por supuesto —el banquero volvió a lamerse los dedos para pasar las últimas páginas.
—Cinco mil doscientas once —dijo el escribiente.
—¿Quería llevarse una impunemente? —Mauthis acababa de levantar rápidamente la mirada.
—¿Yo? —Morveer reaccionó bromeando—. ¡Ese hombre, Encantador, es un maldito con el que no se puede contar para nada! Puedo asegurarle que no se aclara con los números.
La plumilla de Mauthis rascó la página del libro, el escribiente aplicó en seguida papel secante en la entrada que había anotado su jefe y, lenta y metódicamente, preparó el recibo. Después se lo entregó a Morveer junto con la caja fuerte ya vacía.
—Un talón por el ingreso en la Banca de Valint y Balk —dijo Mauthis—. Pagadero en cualquier institución de Styria que sea de calidad.
—¿Debo firmar en algún sitio? —preguntó un esperanzado Morveer mientras buscaba con los dedos la pluma que tenía en el bolsillo interior. La había preparado para dar una muerte instantánea, porque la aguja camuflada en su interior contenía una dosis letal de…