Read La mejor venganza Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (63 page)

BOOK: La mejor venganza
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Hinchó las mejillas y suspiró como si estuviera cansado, diciendo a continuación:

—Nadie me comprende. Estoy condenado a que nadie me comprenda.

—Eres una persona muy compleja —dijo Day.

—¡Exactamente! ¡Sí,
exactamente
! ¡Te has dado cuenta! —quizá fuera la única en percibir que, bajo aquella fachada suya, hosca y dominada por el autocontrol, existían unos sentimientos tan profundos como los lagos de las montañas.

—He preparado té —dijo, acercándole una taza metálica muy gastada en cuyo interior se arremolinaba el vapor. Su estómago gruñó con desagrado.

—No. Agradezco tus cuidados tan atentos, pero no. Esta mañana no termina de asentárseme el estómago, lo siento terriblemente inquieto.

—¿Nuestra visitante gurka te pone nervioso?

—Absoluta y completamente, no —mentía, reprimiendo el escalofrío que le producía el simple recuerdo de aquellos ojos tan negros como la medianoche—. Mi dispepsia es el resultado de mis continuas discrepancias con nuestra patrona, la notoria Carnicera de Caprile, ¡la siempre adversa Murcatto! ¡Es que, simplemente, no encuentro la manera correcta de dirigirme a esa mujer! ¡Por muy cordialmente que me comporte, por limpias que sean mis intenciones, siempre le parece mal!.

—La verdad es que resulta un poco punzante.

—En mi opinión, ella trasciende lo meramente pungente para entrar en la arena de lo que es… afilado —consiguió decir finalmente.

—Bueno, la traición, que la arrojasen desde lo alto de un monte, el hermano muerto y todo…

—¡Explicaciones, no excusas! ¡Todos hemos sufrido reveses muy dolorosos! Por la presente, declaro sentirme casi tentado a abandonarla a su inevitable destino y a buscar un nuevo trabajo —lanzó una risotada cuando le asaltó una idea disparatada—. ¡Quizá con el duque Orso!

—Estás de broma —Day le miraba muy seria.

Lo cierto es que había que considerarlo como tal, porque Castor Morveer no era del tipo de personas que abandonan a su cliente después de haber firmado un contrato con él. Aunque en aquel trabajo, mucho más que en cualquier otro, hubiera que respetar ciertos patrones de comportamiento, le divertía explorar la idea y comentar sus características una tras otra, sirviéndose para ello de los dedos de una de sus manos.

—Es un hombre que, sin duda, puede permitirse mis servicios. Un hombre que, indudablemente, requiere mis servicios. Un hombre que ha demostrado no sentirse abrumado por el menor escrúpulo de carácter moral.

—Un hombre con el récord de empujar a sus empleados montaña abajo.

—Uno no tiene que ser tan idiota para confiar en el tipo de persona que contrataría a un envenenador —Morveer no parecía hacer caso a Day—. En lo que a eso respecta, ningún patrón es mejor que otro. ¡Lo que me maravilla es que no se me ocurriera antes!

—Pero… nosotros matamos a su hijo.

—¡Bah! ¡Esas cosas no tardan en olvidarse cuando dos personas comprenden que se necesitan mutuamente! —meneó una mano—. Bastará con un poco de ingenio. Siempre es posible encontrar a algún desgraciado que haga de chivo expiatorio a la hora de pagar el pato.

Ella asintió lentamente con los labios muy apretados mientras decía:

—Un chivo expiatorio. Claro.

—Que también sea un desgraciado —un norteño tuerto menos en el mundo no sería una gran pérdida para la posteridad. Ni un presidiario menos o una torturadora que empleaba el fuego como herramienta. Casi le estaba gustando la idea—. Pero me atrevo a decir que seguiremos atrapados por Murcatto y su inútil búsqueda de la venganza. Venganza. ¿Acaso hay en este mundo algún móvil más inútil, destructivo e insatisfactorio?

—Creo que los móviles no influyen en nuestro negocio —explicó Day—, sólo el trabajo y la paga.

—Correcto, querida, más que correcto, porque debemos considerar cualquier móvil como algo puro en sí, que precisa de nuestros servicios. Al igual que siempre, vas directamente al meollo de la cuestión, como si ésta fuese de una materia completamente transparente. ¿Qué haría yo sin ti? —y sonrió entre tantos cachivaches—. ¿Qué tal van nuestros preparados?

—Oh, sé lo que hay que hacer.

—Bien. Muy bien. Claro que lo sabes. Te ha enseñado un maestro.

—Y yo he aprendido bien tus lecciones —dijo ella, inclinando la cabeza.

—Muy, pero que muy bien. Excelente —se inclinó para dar un leve capirotazo a un serpentín, observando que la esencia de larync goteaba lentamente en el matraz—. Es vital que nos preparemos exhaustivamente para todas y cada una de las eventualidades. La precaución primero, y…, ¡oh!, ¡ah! —arqueó una ceja y se miró el antebrazo. Acababa de distinguir en él una manchita roja que no tardó en convertirse en una gota de sangre—. ¿Qué…? —Day se apartó lentamente de su lado con una expresión muy extraña en el rostro. Llevaba una aguja en la mano.

—¿Alguien que pague el pato? —dijo, muy furiosa—. ¿Me iba a tocar ser el chivo expiatorio? ¡Jódete, bastardo!

—Vamos, vamos, vamos —Fiel volvía a orinar al lado de su caballo, dándole la espalda a Escalofríos mientras meneaba las piernas—. Vamos, vamos. Esto es lo que pasa cuando a uno se le caen encima todos los malditos años.

—Eso o todas tus malas acciones —comentó Swolle.

—Creo que no he hecho nada tan malo que me haga merecedor de toda esta mierda. Te parece que nada ha ido muy mal en toda tu vida y cuando, finalmente, la sacas a pasear, tienes que quedarte ahí, con el viento de frente, durante toda una eternidad… ah… ah… ¡ya sale la meada, la muy cabrona! —se echó hacia atrás, mostrando su enorme calva. Una breve rociada y luego otra, la última, y entonces movió los hombros mientras se la sacudía y se abotonó la bragueta.

—¿Ya se acabó? —preguntó Swolle.

—¿Qué querías? —el general estaba molesto—. ¿Embotellarla? Lo que pasa es que acaban de caérseme encima todos los años que tengo —echó a andar por la ligera pendiente, agarró con una mano su pesada capa roja para que no se manchase de barro y se agachó al lado de Escalofríos—. Todo va bien. Todo va bien. ¿Es el sitio?

—Lo es —bajo las nubes que la húmeda aurora teñía de gris en el cielo, podía ver la alquería situada junto a un corral que venía a ser el centro de un mar de trigo gris. Lo único vivo de la granja era la tenue luz que se filtraba por las estrechas ventanas del granero. Escalofríos apretó lentamente los dedos contra las palmas de sus manos. Jamás había practicado la traición a gran escala. O, al menos, no una traición tan evidente. Por eso estaba nervioso.

—Parece bastante tranquilo —Fiel se pasó lentamente una mano por los cuatro pelos blancos que tenía de barba—. Swolle, llévate una docena de hombres y rodea el lugar sin que os vean, y quédate en ese grupo de árboles de ahí, para cogerlos por el flanco. De esa manera, si nos han visto e intentan salir, podrás acabar con ellos.

—Tiene razón, general. Bonito y sencillo, ¿verdad?

—Nada sale peor que un plan demasiado elaborado. Cuantos más detalles haya que recordar, más fácil será cagarla. Swolle, no creo necesario decirte que no la cagues, ¿verdad?

—¿Cagarla yo? No, señor. A los árboles, y, si alguien sale corriendo, cargamos. Igual que en la Margen Alta.

—Excepto que Murcatto está ahora en el otro bando.

—Es verdad. Maldita zorra cabrona.

—Vamos, vamos —dijo Fiel—. Un poco de respeto. Bien que la aplaudías cada vez que te hacía ganar una victoria, así que ahora tienes que seguir aplaudiéndola. Es una pena que todo haya acabado de esta manera. Sin llegar a un acuerdo. Por eso creo que hay que mostrarle algo de respeto.

—De acuerdo. Lo siento —Swolle hizo una pausa—. ¿No cree que lo mejor sería llegar a pie y arrastrarnos para entrar en la casa? Digo a pie, porque no creo que podamos llegar a caballo hasta ella.

Fiel le obsequió con una larga mirada y dijo:

—¿Acaso han nombrado un nuevo capitán general mientras yo estaba fuera y te ha tocado a ti?

—No, claro que no, sólo…

—Lo de arrastrarse no es mi estilo, Swolle. Conociendo la frecuencia con que te lavas, el jodido olfato de Murcatto te detectaría antes de llegar a menos de cien pasos de distancia, y se pondría en alerta. No, cabalgaremos hasta allí para dar un respiro a mis piernas. Siempre podremos descabalgar después de comprobar el sitio. Y si ella nos reserva alguna sorpresa, al menos seguiré montado —miró de soslayo a Escalofríos y preguntó—: Muchacho, ¿supone algún problema para ti?

—En absoluto —por todo lo visto hasta el momento, Escalofríos podía asegurar que Fiel era uno de esos hombres que son muy buenos como segundos al mando, pero muy malos para ser jefes. Mucho valor, pero nada de imaginación. Supuso que a lo largo de los años debía de haberse acostumbrado a hacer siempre las cosas de la misma manera, se ajustasen o no a las necesidades de cada momento. Pero no iba a decírselo, porque, si los jefes que son fuertes agradecen cualquier idea que pueda mejorar las suyas, los débiles nunca quieren reconocerla como tal—. ¿Puedo coger ahora mi hacha?

—Claro —Fiel hizo una mueca—. En cuanto vea el cadáver de Murcatto. Adelante —como había estado a punto de tropezarse con la capa al volverse hacia los caballos, tiró de ella hacia arriba con muy malos modos y se la echó por encima del hombro—. Maldita capa. Debería haberme puesto otra más corta.

Antes de seguirle, Escalofríos echó un último vistazo a la granja y meneó la cabeza. Aunque fuese muy cierto que nada salía peor que un plan demasiado elaborado, uno demasiado poco elaborado también podía acabar muy mal.

—Pero… —Morveer parpadeó e intentó dar un paso hacia Day. Uno de sus tobillos se apartó de la trayectoria de su cuerpo y le hizo caer de lado contra la mesa, alcanzando una botella y derramando el líquido burbujeante que contenía. Mientras la piel se le ponía roja y le escocía, se llevó una mano a la garganta. Al comprender lo que Day acababa de hacer, un frío helador le recorrió las venas. Acababa de ver cuáles serían las consecuencias. Por eso preguntó con voz áspera—: ¿El rey… de los venenos?

—¿Acaso podía ser otro? La precaución primero, y siempre.

Hizo una mueca, pensando en el dolor casi inapreciable del pequeño pinchazo que había recibido en el brazo, y en la herida, más que profunda, de la amarga traición que acababa de recibir. Tosió, cayó de rodillas hacia delante y levantó una mano temblorosa.

—Pero…

—¿Condenado a que nadie te comprenda? —Day acababa de apartar aquella mano con un puntapié y se burlaba de él. Con desprecio. E incluso con odio. La agradable máscara de la obediencia, de la admiración, también de la inocencia, acababa finalmente de caer—. ¿Qué se supone que hay que comprender de ti, parásito de cabeza hinchada? ¡Eres más superficial que el papel de seda! —¡Le mostraba la más profunda ingratitud, después de todo lo que le había dado! ¡Su saber, su dinero…, su afecto paternal!—. ¡Tienes la personalidad de un niño, pero en el cuerpo de un asesino! Tirano y cobarde al mismo tiempo. ¿Castor Morveer, el mejor envenenador del mundo? Quizá el mayor pelmazo del mundo, si acaso, tú…

Saltó hacia delante con consumada agilidad, le cortó el tobillo con el escalpelo al pasar, rodó por debajo de la mesa y se levantó al otro lado, mirándola con cara sonriente a través de todos sus aparatos, de las parpadeantes llamas de los mecheros, de las siluetas deformadas que producían los tubos retorcidos, de las brillantes superficies de metal y de cristal.

—¡Ja, ja! —exclamó, completamente despierto y en absoluto agonizante—. ¿Me has envenenado?
¿Tú
? ¿El
gran
Castor Morveer, vencido por su ayudante?
¡No
lo creo! —ella miró su tobillo que sangraba y luego a Morveer, abriendo unos ojos como platos—. ¡Tonta, no existe el rey de los venenos! —dijo con una risotada—. Ese método que te enseñé, con el que se obtiene un líquido que huele, sabe y se parece al agua, ¡sólo sirve para obtener agua! ¡Es completamente inocuo! No como la decocción que acabo de administrarte, ¡que puede matar a una docena de caballos!

Introdujo una mano por el interior de su camisa, y sus dedos encontraron diestramente el vial que buscaba y lo sacaron fuera. Dentro de él podía apreciarse el brillo de un fluido de color claro.

—El antídoto —dijo. Ella parpadeó al verlo e intentó rodear la mesa para llegar a su otro extremo, pero tenía los pies tan pesados que no la obedecieron—. ¡Querida, esto es de lo más indigno! ¡Darnos caza mutuamente alrededor de nuestros aparatos, y en un granero situado en medio de la Styria rural! ¡Es una terrible indignidad!

—Por favor —decía ella con voz sibilante—. Por favor, yo… yo…

—¡No conviertas esta situación en más embarazosa para ambos! Acabas de mostrar tu verdadera naturaleza… ¡
harpía
ingrata! ¡Te he desenmascarado, cuco traidor!

—¡Sólo quería que no me hicieses pagar el pato! ¡Murcatto dijo que antes o después te aliarías con Orso! ¡Que me utilizarías como chivo expiatorio! Murcatto dijo…


¿Murcatto
? ¿Le haces más caso a
Murcatto
que a

? ¿A esa degenerada, adicta a las cáscaras y notoria
carnicera
del
ensangrentado campo de batalla
? ¡Oh,
loable luz
que me guía! ¡Maldíceme por ser imbécil y no confiar en ti! Pero en algo tenías razón, y es que soy como un niño. ¡Lleno de
inocencia intacta
! ¡Lleno de
piedad inmerecida
! —lanzó el vial a Day—. Que jamás se diga —Morveer miró cómo lo recogía de entre la paja— que no soy —lo agarraba y le quitaba el corcho— tan generoso, graciable y magnánimo como cualquier envenenador —para luego beberse su contenido— de los que viven a lo
largo y ancho
del Círculo del Mundo.

Day se secó la boca y respiró estremecida. Luego dijo:

—Tenemos… que hablar.

—Hablaremos, aunque no por mucho tiempo —ella parpadeó y, acto seguido, un extraño espasmo recorrió su rostro. Justo lo que él suponía que iba a pasar. Morveer arrugó la nariz mientras tiraba el escalpelo encima de la mesa, donde cayó con un sonido metálico—. La hoja no estaba envenenada. El veneno acabas de tomártelo tú. El vial contenía una dosis sin diluir de flor de leopardo.

Ella se derrumbó. Sólo se le veía el blanco de los ojos, y su piel comenzaba a adquirir una coloración rosácea. Luego se retorció en la paja y comenzó a echar espuma por la boca.

Morveer se acercó a ella, enseñó los dientes y le clavó en el pecho un dedo tan retorcido como una garra, diciendo:

BOOK: La mejor venganza
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Alaskan Fury by Sara King
Chain of Fools by Richard Stevenson
Weird Tales volume 28 number 02 by Wright, Farnsworth, 1888-€“1940
Weavers (The Frost Chronicles) by Ellison, Kate Avery
Who Needs Magic? by Kathy McCullough