La mejor venganza (59 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
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—Y cuando goce del descanso eterno, si usted aún sigue creyendo que puede comprar a las Mil Espadas, nosotros le proporcionaremos el dinero.

Si, si, si. Pero era más de lo que Monza hubiera podido esperar. Porque muy bien podía haber salido de aquella reunión con los pies por delante.

—Entonces podemos dar el asunto por terminado. Gracias a los extraños compañeros, ¿o no?

—Realmente, Dios le ha otorgado sus bendiciones —Ishri bostezó de manera muy extravagante—. Vino buscando un amigo y se marcha con dos.

—Suerte que tengo —dijo Monza, aunque pensase que se marchaba sin ninguno. Se volvió hacia la puerta, acompañada por el ruido que hacían sus botas al pisar en el desgastado mármol del suelo y por la esperanza de no echarse a temblar antes de salir de aquel lugar.

—¡Una cosa más, Murcatto! —se volvió hacia Rogont, que se había quedado solo al lado de sus mapas, porque Ishri se había desvanecido tan rápidamente como había aparecido—. Su posición es débil, por eso debe emplear la fuerza. Eso lo comprendo. Usted es como es, temeraria más allá de cualquier temeridad. Me gustaría seguir ese camino. Pero yo también soy como soy. Por eso, un poco más de respeto a partir de ahora hará que nuestro matrimonio basado en la mutua desesperación sea más llevadero.

—Vuestra Resplandeciente Presencia —Monza acababa de hacer una reverencia exagerada— debe saber que no sólo soy débil, sino que el remordimiento me hace sentir indigna.

Rogont movió lentamente la cabeza y comentó:

—Aquel oficial debería haberse hecho con usted para darle un buen repaso.

—¿Y vos no habríais intervenido?

—¡Oh, no, por piedad! —siguió mirando los mapas—. Yo sólo le habría pedido a usted un poco más de saliva.

Ni ricos ni pobres

Shenkt canturreaba para su capote mientras bajaba por el ruinoso pasillo sin hacer el más leve ruido al pisar el suelo. Sin que supiese el motivo, seguía sin atinar con la melodía, como siempre. Era el fragmento desvirtuado de una cancioncilla que su hermana solía cantar cuando era niño. Aún podía ver la luz del sol filtrándose por los cabellos de ella, la ventana a su espalda, su rostro en la sombra. Hacía mucho tiempo. Todo desvaído, como las pinturas baratas cuando les da el sol. Aunque nunca se le hubiera dado bien cantar, al menos lo tarareaba, imaginando que la voz de su hermana cantaba con él, y eso le producía algo de consuelo.

Sacó el cuchillo y el pájaro que había estado tallando, el cual ya casi estaba terminado, aunque el pico le hubiese dado algún problema. No quería que se le rompiera por las prisas. Paciencia. Algo que era tan vital para el tallista como para el asesino. Se detuvo ante la puerta. De pino claro, que era una madera blanda, y mal ajustada, porque podía ver cómo se filtraba la luz por un resquicio. En ocasiones deseaba que su trabajo pudiese llevarle a lugares mejores. Levantó una bota y rompió la cerradura con una simple patada.

Ocho pares de manos saltaron hacia sus respectivas armas cuando la puerta quedó suelta de sus bisagras. Ocho rostros rudos le miraron, de siete hombres y de una mujer. Shenkt reconoció a la mayoría de ellos. Los había visto antes, en el semicírculo de gente arrodillada delante del trono de Orso. Asesinos que buscaban a los asesinos del príncipe Ario. En cierta manera, camaradas de caza. Siempre que las moscas que revolotean entre los restos de un cadáver sean camaradas del león que lo mató. Aunque no creyera que aquella gente pudiera disputarle la presa, las vueltas que da la vida le habían llevado a no extrañarse de nada. Hasta una serpiente se retuerce en la agonía final.

—¿He llegado en mal momento? —preguntó.

—Es él.

—El que no quiso arrodillarse.

—Shenkt —era el individuo que se había cruzado en su camino cuando ambos salían del salón del trono. El individuo al que le había aconsejado rezar. Aunque apenas le importase, Shenkt tenía la esperanza de que hubiera seguido su consejo. Dos de aquellos tipos distendieron sus músculos al reconocerle y devolvieron a sus vainas las hojas que habían sacado a medias, dando por sentado que era uno de los suyos.

—Bien, bien —el hombre con la cara picada de viruelas y la cabellera larga y negra debía de estar al mando. Se le acercó y, con un dedo, bajó lentamente hasta el suelo la ballesta que empuñaba la única mujer del grupo—. Soy Malt. Llegas a tiempo de ayudarnos a cogerlos.

—¿A quiénes?

—A aquellos por los que Su Excelencia el duque Orso nos paga, aquellos a los que debemos encontrar. ¿En quiénes estabas pensando? Están ahí fuera, en el fumadero más cercano.

—¿Todos?

—El jefe, seguro que sí.

—¿Por qué estáis seguros de que es él?

—Ella. Pello lo sabe, ¿verdad, Pello?

—Es Murcatto —Pello tenía un bigote pringoso y una mirada sudorosa llena de desesperación—. La que mandó el ejército de Orso en Dulces Pinos. Estuvo en Visserine hace menos de un mes. La hicieron prisionera. Pregúntaselo a ella. Así fue como el norteño perdió un ojo —tenía que ser aquel norteño llamado Escalofríos del que le había hablado Sajaam—. Fue en el palacio de Salier. Allí mató a Ganmark, ese general de Orso, pocos días después.

—La Serpiente de Talins en persona —dijo el ufano Malt—. Que aún sigue viva. ¿Qué te parece?

—Estoy completamente sorprendido —Shenkt se acercó lentamente a la ventana y observó la calle. Un sitio demasiado infecto para tan célebre general, pero así era la vida—. ¿Lleva consigo a su gente?

—Sólo a ese norteño. No hemos hablado con él. Nim la Afortunada y dos de sus chicos están apostados en el callejón situado detrás. Cuando el gran reloj dé las campanadas, nos situaremos en la parte delantera. No podrán escaparse.

Shenkt miró lentamente aquellas caras tan llenas de suspicacia y calculó las posibilidades de cada una de ellas, preguntando acto seguido:

—¿Todos estáis dispuestos a hacerlo? ¿Todos?

—Joder, pues claro que sí. Amigo, aquí no encontrarás ningún corazón cobarde —Malt le miró con los ojos entornados—. ¿Quieres venir con nosotros?

—¿Con vosotros? —Shenkt aspiró profundamente y luego dejó escapar el aire—. Las grandes tempestades arrojan a la playa extraños compañeros.

—Lo tomaré como un sí.

—No nos hace falta este cabrón —era otra vez aquel a quien Shenkt había aconsejado que rezase, el cual movía lentamente y con ostentación un cuchillo curvo. Era evidente que tenía muy poca paciencia—. Yo digo que le cortemos el cuello, y así habrá uno menos para repartir.

—Vamos, no hay que ser avariciosos. Ya he hecho otros trabajos parecidos en los que todo el mundo se preocupaba del dinero y no del trabajo, protegiéndose la espalda todo el tiempo. Malo para la salud y malo para el negocio. Podemos hacerlo de manera civilizada o no. ¿Qué decís?

—Yo digo que de manera civilizada —respondió Shenkt—. Por piedad, matemos como gente honrada.

—Pues así será. Si Orso es el que paga, habrá suficiente para todos. Haremos partes iguales y todos seremos ricos.

—¿Ricos? —Shenkt sonrió con tristeza mientras disentía con la cabeza—. Los muertos no son ni ricos ni pobres —una sonrisa de sorpresa afable apenas comenzaba a animar el rostro de Malt cuando el dedo de Shenkt se proyectó hacia delante para truncarla.

Escalofríos se sentaba en la mugrienta cama con la cabeza apoyada en la pared, no menos astrosa, y Monza estaba echada encima de él. Su cabeza descansaba en el regazo del norteño mientras su sibilante respiración hacía subir y bajar su pecho. Sujetaba una pipa con la mano izquierda aún vendada, cuyo humo brotaba de las cenizas para retorcerse y formar hilillos marrones. Enarcó una ceja al ver cómo se arrastraba entre los rayos de luz, ondulando, extendiéndose, llenando la habitación con una bruma dulzona.

Las cáscaras eran una buena medicina para el dolor. Incluso demasiado buena, o eso le parecía a Escalofríos. Tanto que cualquier tropezón que te das parece una buena excusa para fumarse una pipa. ¿Que estás nervioso? Pues te fumas una pipa y te quedas tranquilo. Quizá Monza estuviese más suspicaz de lo que le hubiera gustado, pero no él. El humo le hacía cosquillas en la nariz, haciendo que lo rechazara y lo necesitase al mismo tiempo. El ojo le picaba por debajo de las vendas. No era fácil rascárselo. ¿Qué problema había…?

De repente, presintió el peligro y se retorció por debajo de Monza como si intentase salir de una tumba. Monza emitió un gorgoteo de ira cuando cayó hacia atrás, agitando las pestañas, el pelo pegado a su cara llena de sudor. Escalofríos agarró la manija de la ventana y la abrió de par en par, consiguiendo una buena vista del callejón medio derruido que estaba detrás del edificio y un baño de aire helado, y lleno de olor a meados, en el rostro. Al menos, aquel olor era natural.

Pudo ver a dos hombres situados al lado de la puerta trasera y a una mujer que levantaba una mano. El reloj de la torre que estaba al lado comenzó a dar las campanadas. Entonces, la mujer asintió con la cabeza y los dos hombres sacaron respectivamente una brillante espada y una pesada maza. Cuando les abrió la puerta, ellos entraron a toda prisa.

—Mierda —Escalofríos hablaba entre dientes, casi sin creerse lo que acababa de ver. Eran tres y, por la manera en que se habían mantenido a la espera, era evidente que otros podrían llegar antes que ellos. Demasiado tarde para huir. Además, ya estaba cansado de huir. ¿Acaso no mantenía intacto su orgullo? Por salir huyendo del Norte e ir a parar a la jodida Styria, había acabado metiéndose en un berenjenal y perdiendo un ojo.

Se acercó a Monza y desistió de despertarla. El estado en el que se encontraba no le sería de ninguna ayuda. Mejor que siguiera echada. Sacó el pesado cuchillo que ella le había entregado durante su primer encuentro. Agarró con fuerza la empuñadura, que se ajustaba perfectamente a su mano. Aunque ellos estuvieran mejor armados, las armas grandes y las habitaciones pequeñas no suelen llevarse bien. La sorpresa estaba de su parte, y ésa era la mejor arma de que cualquier hombre podía disponer. Permaneció entre las sombras de al lado de la puerta, sintiendo que el corazón se le iba a salir del pecho y que la garganta le ardía al respirar. Nada de miedo, nada de dudas, sólo furia en el momento preciso.

Escuchó cómo subían despacio por la escalera y tuvo que aguantarse las ganas de reír. Sin saber por qué, pues la situación no era en absoluto divertida, se le escapó una risita. Un crujido y una palabrota dicha en voz baja. Realmente, no eran los mejores asesinos del Círculo del Mundo. Se mordió el labio para que sus costillas dejaran de temblar. Monza se desperezó y sonrió encima de la manta pringosa.

—Benna… —murmuraba. La puerta se abrió de repente y el de la espada entró por ella. Monza abrió unos ojos como platos—. ¿Qué…?

El otro entró sin avisar, chocando con su compañero al levantar la maza por encima de la cabeza y golpear el techo con ella, provocando una pequeña ducha de partículas de yeso. Fue como si le estuviese ofreciendo la maza. Por eso, como habría sido una grosería no aceptarla, Escalofríos se la quitó de la mano mientras apuñalaba al otro en la espalda.

La hoja lo atravesó. Rápida y sin resistencia, hasta la empuñadura. Escalofríos gruñó con los dientes apretados, aún con ganas de reír por lo de antes, moviendo la hoja de atrás adelante mientras su contrincante acompañaba sus trajines con otros tantos grititos, aún sin comprender del todo lo que le sucedía. Luego se retorció y Escalofríos apartó la mano del cuchillo.

Su compañero se volvió con los ojos muy abiertos, demasiado cerca para atacar.

—¿Qué…?

Escalofríos le atizó en la nariz con el extremo de la maza, aplastándosela y enviándole hasta el hueco de la apagada chimenea. Al otro, al que había apuñalado, se le aflojaron las rodillas, de suerte que cayó hacia delante y clavó la punta del cuchillo que le salía por delante en la pared situada encima de Monza, quedándose clavado en ella. Y ya no dio más problemas. Escalofríos no avanzó siquiera un paso, se arrodilló para que la maza no llegase al techo y lanzó un rugido mientras hacía girar aquel enorme trozo de metal. Con el ruido que hace la carne al aplastarse, alcanzó en la frente a su anterior dueño y le reventó el cráneo, salpicando el techo con su sangre.

Luego escuchó un grito a su espalda y se volvió en redondo. La mujer acababa de entrar por la puerta de un salto con un puñal en cada mano. Tropezó con la pierna mala de Monza, que intentaba quitarse de encima al tipo de la espada. Fue una feliz circunstancia, porque su grito de ira se mudó en susto al caer ella, que aún manoseaba uno de sus puñales, en brazos de Escalofríos. Éste la agarró por la otra muñeca mientras caía debajo de ella, aunque encima del cadáver del individuo de la maza, para golpearse la cabeza con una de las esquinas de la chimenea y quedarse momentáneamente ciego.

No le soltó la muñeca y sintió que sus uñas se le clavaban en las vendas. Ambos se rugieron mutuamente de la manera más estúpida. Luego, los lacios cabellos de la mujer le hicieron cosquillas en la cara mientras sacaba la lengua entre los dientes e intentaba hacer todo lo posible para clavarle el puñal en el cuello. El aliento le olía a limón. Escalofríos se retorció y le propinó un directo debajo de la mandíbula que lanzó su cabeza hacia arriba y le obligó a morderse la lengua.

En aquel mismo instante, una espada mordía el brazo de la mujer de una manera tan desmañada que estuvo a punto de alcanzar también el hombro de Escalofríos, quien no tuvo más remedio que echarse hacia atrás. El blanco rostro de Monza acababa de aparecer por detrás de ella. A juzgar por su mirada, no enfocaba bien los ojos. La mujer aulló e intentó liberarse. Un nuevo golpe con la espada, administrado esta vez de plano, y cayó de lado. Monza chocó contra la pared, tropezó con la cama y estuvo a punto de herirse con su propia espada cuando ésta rebotó en su mano. Escalofríos cogió el puñal de entre sus dedos sin fuerza y se lo clavó hasta la empuñadura por debajo de la mandíbula, en medio de un chorro de sangre que alcanzó la camisa de Monza y llegó hasta el techo.

Se liberó de aquel amasijo de miembros, agarró la maza, sacó su cuchillo de la espalda del espadachín muerto y se lo metió entre el cinto, avanzando a trompicones hacia la puerta. El pasillo de fuera estaba vacío. Agarró a Monza por una muñeca y la levantó. Ella seguía mirándole fijamente, empapada en la sangre de la mujer muerta.

—¿Qué… qué…?

Pasó el brazo malo de ella por encima de uno de sus hombros y la ayudó a atravesar la puerta, a bajar los peldaños a trompicones, porque ella arrastraba los pies, y a llegar a la puerta y a la luz del día. Monza dio un paso indeciso y manchó la pared con un vómito de color claro. Gimió y volvió a vomitar. Escalofríos metió la maza dentro de la manga que tenía libre y agarró su cabeza con la mano, preparado para empuñarla si era necesario. Entonces se dio cuenta de que volvía a tener aquella risita que no podía controlar. La cosa seguía sin parecerle divertida. Justo lo contrario. Bueno, pues a reír.

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