Respiró por la nariz y la cara le tiró por culpa de las vendas. Aquel momento de sosiego desapareció y él volvió a sentirse helado. Se detuvieron delante de una tienda que era tan grande como una casa, observando que la luz de su interior se derramaba por la noche a través de las rendijas del faldón que cubría su entrada.
—Ahora, bastardo norteño, deberás comportarte cuando estés dentro —dijo el guardia, empujando a Escalofríos con su lanza—, o te…
—Que te jodan, idiota —Escalofríos levantó el faldón de la tienda con una mano y entró en ella. Dentro olía a vino rancio, a ropa sucia, a hombres desaseados. Bajo la luz parpadeante de unos faroles colgaban banderas rotas y hechas jirones, trofeos de antiguos campos de batalla.
En el otro extremo, una silla de madera oscura y de marfil, manchada, arañada y desgastada por su excesivo uso, se apoyaba encima de un par de cajas de embalaje. Supuso que debía de ser la silla del capitán general. La que había pertenecido a Cosca, luego a Monza y, por último, a Fiel Carpi. No era muy diferente de las sillas de los comedores de los ricos. Aunque no pareciera una silla especialmente fabricada para matar en ella a quien la ocupara, no había nada que lo impidiese.
Había una mesa bastante larga, atravesada en medio de la tienda y ocupada por varios hombres a cada uno de sus lados. Los capitanes de las Mil Espadas. Hombres rudos, llenos de cicatrices, sucios y tan baqueteados como la silla, y también con una buena colección de armas entre todos ellos. Pero como Escalofríos no había perdido la sonrisa ante compañías aún más rudas, seguía sonriendo. Lo más extraño era que con aquella gente se sintiera más como en casa de lo que se había sentido durante los últimos meses. Pensó que conocía mejor las reglas de aquel sitio que las de Monza. A juzgar por los mapas que se extendían por toda la mesa, debían de haber estado preparando algún plan. Pero las monedas tiradas por encima, las botellas medio vacías, las copas viejas y los vasos baratos que los sujetaban le hicieron caer en la cuenta de que, en medio de la noche, aquel plan había dado paso a los dados. Un mapa muy grande estaba manchado de rojo por el vino que alguien había derramado encima de él.
Un hombre de gran tamaño presidía la mesa…, con el rostro lleno de cicatrices, los cabellos grises, muy cortos, y calvo. Su bigote, muy poblado, contrastaba con la barba rala que cubría su gruesa mandíbula. Por lo que Monza le había contado, debía de ser el mismísimo Fiel Carpi. Agitaba los dados dentro de su puño:
—¡Adelante, cachos de mierda, venga y dadme un nueve! —dijo. Y cuando lo que salió fue un uno y un tres, hubo algunos suspiros y unas cuantas risas—. ¡Bastardos! —y arrojó varias monedas a un bastardo que debía de ser bastante alto y que tenía la cara picada de viruela, una nariz ganchuda y la desafortunada conjunción de una calva enorme y unas greñas negras—. Andiche, uno de estos días me enteraré de las trampas que haces.
—De trampas, nada. Nací bajo el influjo de una estrella afortunada —Andiche acababa de ver a Escalofríos y le miraba con la misma sonrisa amistosa con que el zorro observa a un pollo—. ¿Quién coño es este bastardo con vendas?
—General Carpi, señor, este norteño dice que tiene que hablar con usted —dijo el guardia mientras empujaba a Escalofríos y le echaba una sucia mirada de soslayo.
—¿Ah, sí? —Fiel dedicó a Escalofríos una rápida mirada y luego volvió a contar sus monedas—. ¿Y por qué iba a querer yo hablar con un tipo de su calaña? Tírame tus dados, Victus, ya no quiero seguir con los míos.
—Ése es el problema de los generales —Victus estaba tan calvo como un huevo y tan delgado como el hambre, y los montones de sortijas que llevaba en los dedos de las manos y las cadenas que llevaba al cuello no lograban hacerle más atractivo—. Que nunca saben cuándo terminar —y tiró los dados por encima de la mesa mientras sus compañeros se reían.
—¡Dice que sabe quién mató al príncipe Ario! —explicó el guardia, tragando saliva.
—Oh, lo sabe, sí, lo sabe. ¿Y quién fue?
—Monzcarro Murcatto —todos los rostros rudos que se sentaban a la mesa se volvieron rápidamente hacia Escalofríos. Fiel agarró los dados con sumo cuidado y entornó los ojos—. Creo que conoces ese nombre.
—¿Lo contratamos de bufón o lo ahorcamos por mentiroso? —dijo Victus.
—Murcatto está muerta —dijo otro.
—¿Ah, sí? Pues entonces me pregunto a quién me he estado follando este último mes.
—Pues si te has estado follando a Murcatto, te aconsejo que vuelvas a su lado —Andiche hizo una mueca para que todos le viesen—. Por lo que me contaba su hermano, nadie la chupa mejor que ella.
Un coro de chascarrillos desagradables. Aunque Escalofríos no estuviese seguro de que su hermano hubiera hecho aquel comentario, de hecho no le importaba. Acabó de quitarse las vendas e hizo un montón con todas ellas, volviendo la cara para que todos pudiesen verla. Las risotadas cesaron. Tenía ese tipo de rostro que corta la risa al instante.
—Aquí podéis ver lo que he ganado a cambio del puñado de monedas que me dio. Valiente mierda. La verdad es que pensó que yo era idiota. Y lo único cierto es que aún me queda mi orgullo. Por eso ya no quiero tener nada que ver con esa zorra.
—Descríbela —Fiel Carpi le miraba con el ceño fruncido.
—Alta, delgada, cabellos negros, ojos azules, siempre enfadada. La lengua muy afilada.
—¡Eso es de dominio público! —dijo Victus, moviendo una mano enjoyada hacia él.
—Tiene rota la mano derecha y cicatrices por todo el cuerpo. Dice que por caerse de una montaña —sin apartar la mirada de Fiel, Escalofríos se llevó un dedo al estómago—. Tiene una cicatriz justo aquí, y otra parecida en la espalda. Dice que se la hizo un amigo suyo. Que la apuñaló con su propia daga.
—¿Sabes dónde está? —el rostro de Carpi se había vuelto tan siniestro como el de un enterrador.
—Apenas a un paso de aquí.
—¿Nos estás diciendo que Murcatto está viva? —Victus parecía incluso más preocupado que su jefe.
—Ya había oído ese rumor —dijo Fiel.
Un hombre enorme, de piel negra y largas guedejas de color gris acero, se levantó rápidamente de la mesa, diciendo:
—Yo he oído todo tipo de rumores —su voz era tan lenta y profunda como el mar—. Los rumores y los hechos son dos cosas diferentes. ¿Cuándo cojones pensabas decírnoslo?
—Cuando tuviese que contároslo por cojones, Sesaria. ¿Dónde está?
—En una granja —contestó Escalofríos—. A una hora a caballo.
—¿Cuánta gente tiene con ella?
—Sólo cuatro personas. Un envenenador sonriente y su ayudante, apenas una adolescente. Una pelirroja llamada Vitari y una zorra de piel oscura.
—¿Y el lugar exacto?
—Bueno, por eso estoy aquí —Escalofríos acababa de hacer una mueca—. Para venderte la posición exacta del lugar donde se encuentra.
—No me gusta lo mal que huele esta mierda —terció Victus—. Si quieres mi consejo…
—No lo quiero —le interrumpió Fiel, un tanto molesto y sin siquiera mirarle—. ¿Cuál es tu precio?
—La décima parte de lo que el duque Orso ofreció por la cabeza de quien asesinó al príncipe Ario.
—¿Sólo eso?
—Aunque podría sacar por ella más que esa décima parte que te pido, no quiero arriesgarme a que me mates. Sólo quiero salir con vida de todo este asunto.
—Eres un hombre inteligente —dijo Fiel—. Nada nos gusta menos que la avaricia, ¿verdad, amigos? —a pesar de las burlas de algunos de ellos, ninguno parecía muy contento por el hecho de que su antigua general regresara sin avisar de la tierra de los muertos—. Entonces, de acuerdo, me parece bien la décima parte. Cerramos el trato —Fiel dio un paso adelante y, mirándole a los ojos, le estrechó la mano—. Si cogemos a Murcatto.
—¿La quieres muerta o viva?
—Aunque sea una pena decirlo, la prefiero muerta.
—Bien, pues que así sea. Lo último que deseo es una cuenta pendiente con esa zorra loca. Es de las que no perdonan.
—Eso parece —Fiel asentía—. Creo que ambos acabaremos haciendo negocios. ¿Swolle?
—¿General? —un hombre con la barba muy poblada se acercó hasta él.
—Que tres grupos de a veinte hombres se preparen para salir a caballo, y enseguida, los que tengan las monturas más…
—Quizá fuera mejor llevar a menos gente —observó Escalofríos.
—No me digas. ¿Y por qué lo sería?
—Por lo que ella dice, aún le quedan entre vosotros algunos amigos —Escalofríos recorrió con su mirada de tuerto los rostros rudos que se encontraban en la tienda—. Y que incluso quedan muchos más en este campamento que no se opondrían a su regreso. Y también dice que, con las victorias que les hizo ganar, se sintieron orgullosos, y no como ahora, porque sólo les haces dar vueltas y vigilar, mientras los hombres de Orso se llevan la mejor tajada —aunque los ojos de Fiel mirasen rápidamente a su gente y luego a Escalofríos, aquel breve instante le sirvió a éste para cerciorarse de que acababa de tocar su punto flaco. No hay en el mundo ningún jefe tan seguro de sí mismo que no se preocupe por algo. Y menos ningún conductor de hombres como el que tenía enfrente—. Por eso creo que lo mejor será que sólo te lleves a unos cuantos, aquellos de los que estés más seguro. No tengo ningún empacho en apuñalar a Murcatto por la espalda, porque se lo merece. Pero que uno de éstos lo haga es otro cantar.
—¿Has dicho que son cinco, cuatro de ellos mujeres? —Swolle enseñaba los dientes—. Bastará con una docena.
—Ya basta —Fiel no dejaba de mirar a Escalofríos— He dicho que sean sesenta hombres, no vaya a haber más gente de la que esperamos. No me gusta hacer un trabajo con pocos medios.
—Señor… —Swolle se dispuso a salir de la tienda.
—Hazlo a tu manera —dijo Escalofríos, encogiéndose de hombros.
—Así lo haré. Puedes estar seguro de ello —Fiel se volvió hacia sus capitanes, que seguían preocupados—. ¿Alguno de vosotros, viejos bastardos, quiere apuntarse a la cacería?
—Fiel, tú hiciste el estropicio —Sesaria movió su enorme cabeza y su melena se movió al tiempo—, pues tú lo barres con la escoba.
—Ya he forrajeado bastante por esta noche —Andiche acababa de levantar el faldón de la entrada para irse, siendo seguido por otros capitanes que formaban una fila silenciosa, algunos con cara de suspicacia, otros con cara de importarles un bledo, otros con cara de borrachos.
—Creo que también debo irme, general Carpi —el que acababa de hablar destacaba entre aquella gente ruda, llena de cicatrices y desaliñada. Tenía el cabello rizado, aunque ninguna arma, o, al menos, Escalofríos no podía verla, y ninguna cicatriz; tampoco exhibía ninguna sonrisa burlona ni, mucho menos, el menor aire de ser un matón. A pesar de ello, Fiel se dirigió a él como al hombre que está acostumbrado a que le muestren respeto.
—¡Maese Sulfur! —apresó su mano entre sus enormes zarpas y la estrechó—. Gracias por detenerse en este sitio. Usted es siempre bienvenido.
—Oh, soy muy querido en cualquier sitio al que vaya. Es fácil llevarse bien con el hombre que suelta el dinero.
—Dígales al duque Orso y a los suyos, los del banco, que no tienen por qué preocuparse. Todo quedará arreglado tal y como convenimos. Igual que ocurrirá con este problemilla.
—La vida está llena de continuos problemas, ¿no le parece? —Sulfur obsequió a Escalofríos con un asomo de sonrisa. Tenía los ojos de diferente color, uno azul y otro verde—. Que tengan buena caza —y salió para encontrarse con la aurora.
—¿Has dicho que estaba a una hora a caballo? —Fiel volvía a mirar fijamente a Escalofríos.
—Siempre que no te importe cabalgar deprisa, dada tu edad.
—Uh. ¿Y cómo sabes que no te ha echado de menos y ha decidido salir huyendo?
—Porque seguirá dormida. El humo de las cáscaras. Cada día fuma más esa mierda. La mitad del tiempo está atontada por ella, y la otra mitad sigue atontada por no fumarla. Aún tardará mucho en despertarse.
—Entonces, lo mejor será no perder el tiempo. Esa mujer suele causar sorpresas desagradables.
—Cómo lo sabes. Y está esperando refuerzos. Cuarenta hombres que le envía Rogont y que llegarán mañana por la tarde. Planean seguirte y emboscarte cuando te desvíes para dirigirte al sur.
—No hay sensación mejor que la de desbaratar la sorpresa que le preparan a uno, ¿verdad? —Fiel enseñaba los dientes—. Tú cabalgarás delante.
—Por mi décima parte, incluso puedo cabalgar delante de la silla de montar.
—Quiero decir que irás al frente. Justo a mi lado, para que vayas explicándome las características del terreno. Los hombres honrados siempre debemos ir juntos.
—Así será —dijo Escalofríos—. No te preocupes.
—Pues muy bien —Fiel dio una palmada y se frotó las manos—. Echo una meada y me pongo la armadura.
—¿Jefe? —Day preguntaba en voz alta—. ¿Estás despierto?
Morveer exhaló un suspiró atormentado antes de contestar:
—El piadoso sueño acaba de soltarme de su suave regazo… para devolverme al frígido abrazo de un mundo de desamparo.
—¿Qué?
—No importa —dijo él, moviendo una mano con amargura—. Mis palabras son como las semillas que caen… en un suelo de piedra.
—Me dijiste que te despertara al salir la aurora.
—¿La aurora? ¡Oh, cruel amante! —echó hacia delante la única manta con la que se abrigaba, que además era demasiado delgada, y se levantó de la paja que le había estado pinchando durante toda la noche, humilde descanso para un hombre con sus dones inigualables; se rascó la espalda dolorida y, a trompicones, bajó del granero por la escalera de mano. Aun a regañadientes, reconocía que tenía demasiados años y gustos demasiado refinados para vivir en un desván lleno de paja.
Como Day había estado preparando durante la noche sus herramientas de trabajo, los mecheros ardían cuando los anémicos destellos de la aurora se insinuaron por los estrechos ventanales. Los reactivos hervían muy contentos a fuego lento, el vapor se condensaba sin problemas, los destilados caían alegremente, gota a gota, en los frascos que iban a almacenarlos. Morveer se paseó alrededor de la improvisada mesa, apretando los nudillos contra su madera cada vez que pasaba a su lado y consiguiendo que todos los vasos y probetas se estremeciesen con el tintineo del cristal. Todo parecía estar en orden. Y, puesto que Day había aprendido el oficio de manos de un maestro que, a fin de cuentas, quizá era el mejor envenenador de todo el Círculo del Mundo, ¿de qué se extrañaba? Pero ni siquiera la contemplación de un trabajo bien hecho podía contrarrestar el talante entristecido de Morveer.