—¿Querías
matarme
? ¿Querías
envenenarme
? ¿A Castor Morveer? —Day golpeó fuertemente con los talones de sus zapatos la tierra batida del suelo, creando pequeñas nubes de polvo—.
¡Necia
con cara de niña…, aquí
yo
soy el único Rey de los Venenos! —los temblores de Day se convirtieron en un espasmo incontrolable que le llevó a arquear la espalda como si se le fuera a partir—. ¡Tu simple
insolencia
! ¡Tu
arrogancia
! ¡Tus
insultos
! Tu, tu, tu… —intentó buscar desesperadamente la palabra apropiada y luego cayó en la cuenta de que Day acababa de morir. Mientras su cuerpo se desmadejaba, el silencio fue imponiéndose poco a poco.
—¡Mierda! —dijo, como si ladrara—. ¡Qué
mierda
! —como la nevada que cae fuera de estación durante un día soleado, la escasa satisfacción que le había producido aquella victoria comenzaba a fundirse, dejándole la sensación del desagrado, de la profunda traición y de su nueva condición de envenenador sin ayudante y sin trabajo. Porque las palabras finales de Day habían puesto en evidencia que Murcatto era la responsable. Después de sus afanes desinteresados por servirla, que ella había pagado con ingratitud, resultaba que planeaba matarle. ¿Cómo no se había anticipado a los acontecimientos? ¿Cómo era posible que, después todos los reveses dolorosos que había sufrido durante su vida, ni se lo hubiera esperado? Pues porque él era una persona demasiado delicada para aquella tierra áspera y aquella época implacable. Demasiado confiado y demasiado bueno con los suyos. El que está dispuesto a ver en los demás los tonos rosáceos que cuadran con la benevolencia de su manera de ser, siempre estará condenado a esperar lo mejor de la gente.
—¿Que soy tan superficial como el papel? ¡
Mierda
. para ti! —y, con mucho orgullo, llenó de puntapiés el cadáver de Day, haciendo que se estremeciese a cada patada que le daba—. ¿Qué tengo la
cabeza hinchada
?—casi chillaba al decirlo—. ¿
Yo
, que soy tan
humilde
. que acabo jodiéndome…
a mí mismo
? —entonces comprendió que darle de patadas a una persona que ya estaba muerta y a la que, además, había cuidado como si fuese una hija, no cuadraba con la ilimitada sensibilidad de que hacía gala. Y comenzó a balbucir de la manera más melodramática—. ¡Lo siento! ¡Lo siento muchísimo! —se arrodilló a su lado, echó suavemente su cabellera hacia atrás y le tocó el rostro con dedos temblorosos—. ¡Lo siento! ¿Por qué… lo hiciste? Siempre te recordaré. ¡Oh… agh! —olía ligeramente a orina. El cadáver se había vaciado de todos sus contenidos por el inevitable efecto secundario de la colosal dosis de flor de leopardo, algo que un hombre con su experiencia hubiera debido prever. El charco se había extendido por la paja y le mojaba los bajos de los pantalones. Morveer retrocedió con una mueca de asco.
—¡Mierda! ¡Mierda! —tomó un frasco y lo estrelló contra la pared, suscitando una violenta lluvia de fragmentos de cristal—. ¿Tirano y cobarde al mismo tiempo? —propinó otra patada al cadáver de Day que tenía la misma dosis de orgullo que las anteriores. Como se hizo daño en los dedos de los pies, cojeó y comenzó a recorrer el granero a grandes zancadas—. ¡Murcatto! —aquella bruja malvada había incitado a la traición a su ayudante. La mejor ayudante, también la más querida, que había tenido desde que en Ostenhorm tuviese que envenenar de manera preventiva a Aloveo Cray. Era consciente de que hubiera debido envenenar a Murcatto cuando fue a verle a su huerto de frutales. Pero no lo hizo porque la magnitud, la importancia y la aparente inviabilidad del trabajo que le ofrecía despertaron su vanidad—. ¡Maldita sea mi vanidad! ¡El
único
punto débil de mi carácter!
No iba a vengarse.
¡No
! Eso era algo infame y poco civilizado, que en absoluto iba con el estilo de Morveer. No era un salvaje, tampoco un animal, como la Serpiente de Talins y su chusma, sino un gentilhombre refinado y muy cultivado que seguía los más altos principios de la ética. Como, después de todo aquel trabajo que tanto le había costado cumplir fielmente, estaba considerablemente menguado de efectivo, se veía en la necesidad de buscarse un buen contrato. Un buen patrón que le asignara una partida de asesinatos perfectamente ordenados e impulsados por móviles evidentes, de los que él pudiera obtener
un beneficio tan jugoso como honrado.
¿Y
quién podría pagarle para asesinar a la Carnicera de Caprile y a sus bárbaros compinches? No era difícil imaginar la respuesta.
Se puso delante de una ventana y practicó la reverencia más aduladora que conocía, la que terminaba con una floritura de la mano, mientras decía:
—Gran duque Orso, es un honor incom… parable —se puso tenso y frunció el ceño, porque en la parte más alta del terreno, recortadas contra el color gris de la aurora, acababan de aparecer varias docenas de jinetes.
—¡Por el honor, la gloria y, lo más importante, una paga decente! —un ramillete de risas cuando Fiel desenvainó la espada y la mantuvo en alto—. ¡Adelante! —y la larga hilera de jinetes se puso en marcha, intentando no perder el contacto entre sí mientras atravesaban el trigal y salían a la alquería, llevando sus monturas al trote.
Escalofríos iba con ellos. No podía hacer otra cosa, puesto que Fiel seguía a su lado. Quedarse atrás habría sido una falta de educación. Aunque le hubiese gustado tener su hacha al alcance de la mano, no la tenía, como suele suceder cuando se desea algo fervientemente. Por eso, cuando los caballos avanzaron a medio galope, agarró las riendas con ambas manos para ocuparlas con algo que pesara.
Cien pasos más cerca y todo seguía estando igual de tranquilo. Escalofríos miró ceñudo la alquería, su muro bajo y el granero, concentrándose para pasar a la acción. Le parecía estar siguiendo un plan sin pies ni cabeza. Aunque se lo hubiera parecido desde el principio, en aquellos momentos en que lo llevaba a cabo aún le parecía mucho peor. El suelo se deslizaba rápidamente bajo los cascos de su caballo, la silla traqueteaba contra su dolorido trasero, el viento golpeaba su ojo entornado, haciéndole cosquillas en las cicatrices que tenía en la parte opuesta de la cara y dejándosela muy fría por haberse quitado las vendas.
Fiel cabalgaba a su derecha, erguido todo lo alto que era, la capa al viento tras de sí, la espada aún en alto, exclamando:
—¡Preparados! ¡Preparados!
A su izquierda, la hilera se desplazó y se cerró, rostros ansiosos de hombres que comenzaban a juntarse, lanzas que se agitaban por todas partes. Escalofríos sacó las botas de los estribos.
Entonces las ventanas de la alquería se abrieron al unísono. Escalofríos distinguió en ellas a los de Ospria, en cuyos cascos de acero se reflejaba la primera luz del día mientras una larga hilera de soldados salía por detrás del muro con las ballestas cargadas. Hay ocasiones en que uno tiene que hacer lo que debe, sin que le importen una higa las consecuencias. El aire resonó en su garganta cuando lo aspiró con una gran bocanada para retenerlo en los pulmones. Luego se volvió hacia un lado y cayó de la silla. El nítido grito de Monza se sobreponía al ruido de los cascos de los caballos, al tintineo metálico de los arneses, al soplido del viento.
Entonces el suelo fue a su encuentro y le hizo morder el polvo. Escalofríos comenzó a rodar entre gruñidos. Todo giraba a su alrededor, el oscuro cielo y el mortecino suelo, los caballos que volaban y los hombres que caían. Oyó a su alrededor el tamborileo de unos cascos, y se le metió tierra en un ojo. Oyó gritos e intentó levantarse, pero sólo pudo ponerse de rodillas. El estremecido cadáver que acababa de caerle encima le obligó nuevamente a tirarse al suelo, donde se quedó boca arriba.
Morveer llegó a las puertas del granero y abrió una de ellas, lo suficiente para meter la cabeza por su interior. Justo a tiempo de ver que los soldados de Ospria salían por detrás del muro de la alquería y lanzaban una lluvia de dardos de ballesta tan metódica como letal.
Fuera, en el corral cubierto de hierba embarrada, los hombres saltaban y caían de sus sillas, los caballos caían y arrastraban a sus jinetes. La carne se zambullía en el barro húmedo, los miembros se debatían. Bestias y hombres gritaban y gemían por el susto y la furia, el dolor y el miedo. Aunque quizá hubieran caído una docena de jinetes, los demás cargaron violentamente y de manera resuelta, las armas en alto y brillantes, lanzando gritos de guerra para ocultar los de los camaradas que acababan de caer.
Morveer gimoteó, cerró la puerta y apoyó la espalda en ella. La batalla se tiñó de rojo. De rabia y de golpes dados al azar. De metal aguzado que se movía a gran velocidad. De sangre derramada, de sesos salpicados, de cuerpos blandos que se destripaban para dejar al aire sus asquerosas entrañas. Una manera en absoluto civilizada de hacer la guerra que, ciertamente, escapaba a su área de conocimiento. Sus propias tripas, afortunadamente aún dentro de su abdomen, se movieron con un calambre de terror bestial y de desagrado que no tardó en convertirse en un amago de miedo más que razonable. Si Murcatto vencía…, bueno, ya había demostrado claramente sus intenciones más que letales respecto a su persona. A fin de cuentas, no había dudado ni por un momento en conspirar contra él, aunque ello pudiese suponer la muerte de su ayudante, tal y como había sucedido. Y si quienes vencían eran las Mil Espadas…, bueno, pues él seguiría siendo el cómplice de la asesina del príncipe Ario. Pasara lo que pasase, era evidente que su vida se encontraba en un claro peligro. Y eso le preocupaba.
—¡Maldición!
Al otro lado de la puerta, el patio de la granja comenzaba a convertirse en el de un matadero. Las ventanas seguían siendo demasiado estrechas para poder ver algo por ellas. ¿Ocultarse en el pajar? No, no, ¿acaso aún tenía cinco años? ¿Quedarse al lado de la pobre Day y hacerse el muerto? ¿Cómo? ¿Meterse en un sitio lleno de meados? ¡Jamás! Se dirigió hacia la parte trasera del granero lo más deprisa que pudo, y hurgó desesperadamente entre las tablas para ver si encontraba alguna manera de escapar. Encontró una que estaba suelta y comenzó a darle de patadas.
—¡Rómpete, madera
bastarda
! ¡Rómpete! ¡Rómpete!
¡Rómpete
! —los ruidos del combate sin merced que acontecía en el patio se hicieron más intensos. Algo chocó contra aquella parte del granero, haciéndole estremecerse mientras el polvo caía de las vigas por la fuerza del impacto. Se volvió hacia la armazón de madera, lloriqueando de miedo y frustración, la cara empapada en sudor. Una patada más, y la madera se rompió. La macilenta luz del día penetró por el estrecho hueco creado entre dos tablas de bordes astillados. Se arrodilló y se echó hacia un lado, metiendo la cabeza por el hueco, a pesar de las astillas que se le clavaban en el cuero cabelludo, y pudiendo ver algo de aquella región tan plana, en particular el trigo oscuro y un grupo de árboles que se encontraban a unos doscientos pasos de distancia. La seguridad. Sacó un brazo por el aire y lo movió. Luego sacó el hombro correspondiente, después medio torso, y entonces se detuvo.
Había sido demasiado optimista, como mínimo, al suponer que podría pasar fácilmente por aquel hueco. Diez años antes, cuando estaba tan esbelto como un sauce, hubiera sido capaz de deslizarse por un espacio de la mitad de anchura con la misma gracia que un bailarín. Pero la ingestión continuada de un número excesivo de dulces acababa de convertir dicha operación en algo imposible, algo que podía costarle la vida. Al sentir que un trozo puntiagudo de madera se le clavaba en la barriga, se retorció como una serpiente. ¿Lo encontrarían empalado? ¿Se convertiría en una anécdota de la que todos se burlarían a lo largo de los años? ¿Sería aquél su legado? ¿El gran Castor Morveer, muerto sin dar la cara, el más temido de entre todos los envenenadores, finalmente descubierto al quedarse encajado en el hueco de un granero por el que intentaba huir?
—¡Malditos dulces! —exclamó, y logró pasar con un último intento, apretando los dientes cuando un clavo malvado le rompió la camisa por la mitad y le dejó un corte tan largo como doloroso en las costillas—. ¡Maldición! ¡Mierda! —luego tiró de sus doloridas piernas y las pasó por el hueco. Finalmente liberado del desgarrador abrazo de aquella carpintería barata, echó a correr hacia la esperada seguridad que le brindaban los árboles, mientras el trigo que llegaba a su cintura le entorpecía, tiraba de él, se agarraba a sus piernas.
Cuando apenas había avanzado cinco pasos titubeantes, cayó hacia delante, lanzó un chillido y se quedó tendido en el trigal. Se levantó y maldijo. El trigo húmedo, que tenía celos de él, le había arrancado un zapato nada más pisarlo. «¡Maldito
trigo
!». Cuando comenzó a buscarlo, escuchó un fuerte ruido de tambores. Con una mezcla de terror y de incredulidad, vio que una docena de jinetes acababa de salir del grupo de árboles hacia los que se dirigía, para, las lanzas bajas y al galope, ir a su encuentro.
Lanzó un chillido que le dejó sin aliento, se volvió, resbaló por culpa del pie que llevaba descalzo y comenzó a retroceder hacia el hueco del que había salido y que tanto le había magullado durante su primer encuentro con él. Metió una pierna por dentro y gimió al sentir la puñalada de agonía producida por el aplastamiento accidental de sus pelotas contra una tabla. Sintió un hormigueo en la espalda cuando el sonido atronador de los cascos de los caballos se hizo más fuerte. Los jinetes estaban a menos de cincuenta pasos de él, y hombres y animales le miraban con ojos sobresaltados y le enseñaban unos dientes que, bajo el sol de la mañana, relucían como el metal de la guerra, y el fango salía despedido de los cascos de los animales. No podría volver a meter a tiempo su cuerpo ensangrentado por aquel hueco tan estrecho. ¿Acabaría siendo atropellado? Castor Morveer, aquel hombre tan pobre como humilde que sólo quería que le…
Una llama brillante brotó con una explosión de una de las esquinas del granero. Exceptuando los crujidos y tañidos de las tablas al romperse, no hizo ruido alguno. El aire se llenó súbitamente de restos que giraban: un trozo de viga que caía en llamas, tablas arrancadas, clavos doblados, una nube muy densa de astillas y de chispas. Una parte del trigal había quedado aplastada, convirtiéndose en una gran ola llena de chasquidos que arrastraba una enorme cantidad de polvo, tallos, grano y cenizas. Dos barriles aparecieron repentinamente en el trigal aplastado, justo en el camino de los jinetes que cargaban. Unas llamas brotaron de ellos y entonces todo comenzó a carbonizarse a ambos lados.