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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (87 page)

BOOK: La mejor venganza
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Cuando comenzó a subir por los escalones, Scarpius la dominó con su estatura, mirándola por los rabillos de sus ojos incrustados de líquenes, como diciendo:
¿Y esta zorra es lo mejor que han podido encontrar
? Tanto se erguía sobre ella el monstruoso frontón, que se preguntó si aquellos cientos de toneladas de roca, en tan precario equilibrio encima de las columnas, no querrían aprovechar la ocasión de venirse abajo y aniquilar a todos los líderes de Styria, ella incluida. Y parte de ella (una parte nada despreciable) esperó que así sucediese, para poner un rápido fin a aquella rancia ordalía.

Un grupito de los ciudadanos más importantes (entiéndase, los más zorros y avariciosos) se apretujaban un tanto nerviosos en el centro de la plataforma, sudando bajo sus vestiduras más caras y mirándola con la misma expresión de hambre que los gansos a un cuenco de migajas. Hicieron una reverencia cuando se acercó hasta ellos, siempre acompañada por Rogont, y movieron juntos sus respectivas cabezas de una manera que revelaba que lo habían estado ensayando. Lo cual hizo que, sin saber exactamente por qué, se sintiera más molesta que antes.

—Arriba —dijo con un gruñido.

—¿Dónde está la diadema? —preguntó Rogont, moviendo una mano y, acto seguido, chasqueando los dedos—. Venga, la diadema, ¡la diadema!

La mayoría de aquellos ciudadanos parecían una caricatura mal hecha de lo que se supone que deben ser las personas sabias. Todos tenían la nariz ganchuda, la barba blanca y una voz cascada que salía por debajo de un sombrero de fieltro verde muy parecido a un orinal puesto al revés.

—Señora, me llamo Rubine, y he sido designado para hablar en representación de los ciudadanos.

—Yo soy Scavier —era una mujer regordeta cuyo corpiño azul mostraba un escote vertiginoso.

—Y yo soy Grulo —era un hombre muy alto, delgado y tan calvo como el culo de un niño, que le sacaba más de la cabeza a Scavier.

—Nuestros dos comerciantes más notorios —explicó Rubine.

—¿Y? —todo aquello le importaba un carajo a Rogont.

—Y, con vuestro permiso, Excelencia, deseamos discutir algunos detalles del acuerdo…

—¿Sí? ¡Pues adelante!

—En lo que concierne al título, habíamos pensado que no tuviese ninguna connotación nobiliaria. El de
gran duquesa
recordaría la tiranía de Orso.

—Habíamos pensado… —se aventuró a comentar Grulo, mientras movía la sortija barata que llevaba en un dedo— en un título que reflejase el mandato del pueblo llano.

—¿Mandato? —Rogont miró a Monza con una mueca de dolor, como si la expresión
pueblo llano
le supiese a meados.

—¿Qué
tú presidenta electa
? —sugirió Scavier—. ¿
Primera ciudadana
?

—A fin de cuentas —añadió Rubine—, el anterior gran duque aún sigue, técnicamente, vivo…

—¡Se encuentra bajo asedio a dieciocho kilómetros de aquí, en Fontezarmo, como una rata en la madriguera! —dijo Rogont con los dientes apretados—. Sólo es cuestión de tiempo que se enfrente a la justicia.

—Pero sabéis que las cuestiones legales pueden provocar ciertos problemas…

—¿Cuestiones legales? —aunque Rogont hablase en voz baja, estaba muy furioso—. ¡Dentro de muy poco voy a ser el rey de Styria, y quiero que la gran duquesa de Talins se encuentre entre los que van a coronarme! Quiero ser rey, ¿lo entiende usted? ¡Las cuestiones legales son para los demás!

—Pero, Excelencia, quizá no fuese apropiado…

Para ser un hombre que tenía la reputación de tener mucha paciencia, daba la impresión de que Rogont la hubiera perdido en las últimas semanas. Por eso dijo:

—¿Y cómo de apropiado le parecería que, por ejemplo, yo decidiese ahorcarle a usted? Aquí y ahora. Junto con los demás bastardos de esta ciudad, que sólo saben poner pegas. De esa manera, ustedes podrían discutir las cuestiones legales entre sí mientras se balancean.

La amenaza se cernió en el aire durante un momento tan largo como incómodo. Monza se inclinó hacia Rogont, completamente consciente del elevado número de ojos que los miraban, y dijo:

—Creo que lo que ahora necesitamos es un pequeño acuerdo. Unos cuantos ahorcamientos mandarían el mensaje que intentamos evitar. Acabemos con esto, ¿no te parece? Y luego todos nos podremos ir a dormir a una habitación bien oscura.

Grulo se aclaró la garganta y dijo:

—Claro que sí.

—¡Una larga conversación que termina donde comenzó! —exclamó Rogont acto seguido—. ¡Denme la maldita diadema!

Scavier sacó una banda muy estrecha, fabricada en oro. Monza se volvió despacio para mirar al gentío.

—¡Pueblo de Styria! —exclamó Rogont, situándose detrás de ella—. ¡Os entrego a la gran duquesa Monzcarro de Talins! —y Monza sintió una ligera presión en la frente cuando la diadema se asentó en su cabeza.

Y de aquella manera tan sencilla, ascendió a las vertiginosas alturas del poder.

Con un leve roce de ropajes, todos se arrodillaron. La plaza se había quedado en completo silencio, tanto que ella pudo escuchar los aleteos y chillidos de los pájaros situados en el frontón. Tanto que pudo escuchar el ruido que sus deyecciones hacían al caer cerca de su costado derecho, manchando las antiguas piedras con salpicaduras de colores blanco, negro y gris.

—¿Qué están esperando? —dijo en voz baja a Rogont, casi sin mover los labios.

—Tus palabras.

—¿Mis palabras?

—¿Qué otra cosa, si no?

La ola de miedo que se abatió sobre ella la dejó desconcertada. La gente que la rodeaba era como un enemigo que estuviese en la proporción de cinco mil a uno. Entonces pensó que, si su primera actuación como jefe del Estado era salir corriendo de la plataforma, les fallaría. Por eso comenzó a caminar lentamente, porque era lo más importante que había acometido en toda su vida, e intentó poner en orden sus pensamientos tan caóticos mientras rebuscaba palabras que nunca antes había pronunciado. Pasó bajo la enorme sombra de Scarpius y salió a la luz del día, descubriendo que un mar de rostros se abría ante ella, se inclinaba hacia ella, la miraba con ojos esperanzados y muy abiertos. El parloteo generalizado de la gente se convirtió en un susurro dominado por los nervios y después en un silencio espectral. Monza abrió la boca, casi sin saber lo que podría salir por ella.

—Nunca he sido muy buena… —su voz se convirtió en un quejido atiplado. Tosió para aclararse la garganta. Luego, al pensar en lo que debía decir, descubrió que no se le ocurría nada—. ¡Nunca he sido muy buena para los discursos! —era más que evidente—. Siempre he antepuesto la acción al discurso. Supongo que eso se debe a que nací en una granja. ¡Lo primero que debemos hacer es acabar con Orso! Librarnos de ese bastardo. Y después… bueno… cuando la lucha haya terminado… —un extraño murmullo de simpatía recorrió la muchedumbre arrodillada. No exactamente sonrisas, sino unas cuantas miradas a lo lejos, muchos ojos empañados, unas cuantas cabezas que asentían. Le sorprendió el anhelo que se insinuaba en su pecho. Jamás había pensado que llegaría el día en que quisiera dejar de combatir. Nunca había sentido nada igual—, la paz. —Entonces, aquel murmullo apremiante volvió a recorrer toda la plaza—. Vamos a tener un rey. Toda Styria caminará unida. Será el fin a los Años de Sangre —se imaginó el viento al soplar por el trigal—. Intentaremos que todo vaya a mejor. No puedo prometeros un mundo mejor, porque éste es el que tenemos —bajó la mirada con algo de torpeza y se miró los pies, desplazando su peso de uno a otro—. Puedo prometeros que pondré todo de mi parte para conseguirlo. Por ahora, eso nos debe bastar a todos, y luego ya veremos —se fijó en un hombre bastante mayor que, con labios temblorosos, la miraba fijamente, a punto de llorar mientras apretaba el sombrero contra su pecho—. ¡Eso es todo! —dijo un tanto bruscamente.

Aunque cualquier persona normal se habría vestido de una manera más liviana en un día en que el calor resultaba tan pegajoso, Murcatto, con su acostumbrada terquedad, había optado por vestirse a lo grande con aquella armadura tan resplandeciente como ridícula. Por eso, la única opción de Morveer era apuntar a su rostro, porque era lo único que no estaba cubierto. Pero un blanco tan pequeño suponía el mayor acicate para un tirador tan bueno como él. Respiró profundamente.

Para su espanto, ella se movió en el momento crucial para mirar a la gente que se hallaba debajo de la plataforma, haciendo que el dardo errase su rostro por un pelo y se estrellara en una de las columnas del antiguo edificio del Senado situado a su espalda.

—¡Maldición! —exclamó Morveer, apartando la cerbatana de la boca, buscando otro dardo en su bolsillo, quitándose la gorra y dejándola caer en el suelo de la habitación.

Entonces, cuando se llevaba nuevamente la cerbatana a los labios, Morveer sufrió uno de aquellos reveses de la fortuna que tanto le habían atormentado nada más nacer, porque Murcatto daba por terminado aquel incompetente ejercicio de retórica con un superficial «¡Eso es todo!». La muchedumbre irrumpió en un aplauso frenético mientras uno de los codos de Morveer recibía el empujón entusiasta del individuo que se encontraba al lado de la profunda arcada donde él se había escondido.

El letal proyectil se apartó muchísimo de su blanco y se desvaneció entre la agitada muchedumbre que se encontraba junto a la plataforma. El hombre cuyas salvajes gesticulaciones habían sido responsables de su mala puntería le miró. Y su ancho y seboso rostro se llenó de sospecha. Tenía toda la apariencia de un labrador, con manos como rocas y la llama del humano intelecto apenas encendida tras sus ojos porcinos.

—¿Qué está usted…?

Por culpa del proletariado, el intento de Morveer estaba a punto de ser completamente desbaratado mientras decía:

—Lo lamento profundamente, pero ¿podría tenerme esto durante unos instantes?

—¿Eh? —el hombre bajó la mirada cuando Morveer le puso la cerbatana en las manos—. ¡Ah! —exclamó, mientras Morveer le clavaba una aguja en la muñeca—. ¿Qué demonios…?

—Muchísimas y eternas gracias —Morveer tiró de la cerbatana y la ocultó dentro de la miríada de bolsillos secretos que tenía dentro de su casaca, junto con la aguja. Por lo general, la enorme mayoría de la gente tarda mucho tiempo en enfadarse seriamente, porque antes debe cumplir con el predecible ritual de desafíos en escala creciente, insultos, gestos, bravatas y demás. La acción directa les resulta completamente extraña. Por eso, el que le había dado el empujón en el codo apenas acababa de poner cara de enfado.

—¡Aquí! —agarró a Morveer por una de las solapas de su casaca—. Aquí… —sus ojos ya tenían la mirada perdida. Se agitó, bizqueó y se quedó con la lengua fuera. Morveer le agarró por debajo de los brazos, tragó saliva al comprobar el peso muerto de aquel hombre en cuanto se le aflojaron las rodillas y lo bajó al suelo, sufriendo una punzada de dolor en la espalda mientras lo hacía.

—¿Va todo bien? —rezongó alguien. Morveer levantó la mirada para encontrarse ante media docena de hombres muy parecidos al muerto, que le miraban con cara de pocos amigos.

—¡Demasiada cerveza junta! —exclamó Morveer para vencer el ruido ambiental, y luego chasqueó la lengua—. ¡Mi compañero se ha embriagado por completo !

—¿Embria qué? —preguntó uno.

—¡Emborrachado! —Morveer se le acercó—. ¡Se sentía muy, pero que muy, orgulloso de que la gran Serpiente de Talins fuese la dueña de nuestros destinos! Al igual que todos nosotros, ¿no es así?

—Sí —dijo uno de ellos, un tanto confuso pero más manso que antes—. ¡Claro, Murcatto! —terminó por decir de manera poco convincente entre los gruñidos de aprobación de sus camaradas simios.

—¡Ha nacido entre nosotros! —exclamó otro mientras agitaba el puño.

—Oh, pues claro que sí. ¡Murcatto! ¡Libertad! ¡Esperanza! ¡Liberación de la tosca estupidez! ¡Aquí estamos, amigos! —Morveer gruñó por el esfuerzo mientras llevaba como una culebra a aquel hombre tan grande, ya convertido en un cadáver bastante grande, al interior de la sombra de la arcada. Hizo una mueca de dolor al doblar la dolorida espalda. Entonces, puesto que los demás ya no le prestaban atención, se deslizó rápidamente entre la muchedumbre, echando pestes durante el trayecto. Realmente le parecía insoportable que aquellos imbéciles vitoreasen con tanto entusiasmo a una mujer que distaba mucho de haber nacido entre ellos, porque había visto el mundo en una zona de malezas situada en un extremo del territorio talinés, cuya frontera era notoriamente permeable. A una labriega ladrona que no tenía ni una hebra de conciencia, despiadada, conspiradora, mentirosa, seductora de aprendizas, asesina de masas y fornicadora con estrépito, cuyas únicas cualificaciones para el mando eran su hosquedad, unas cuantas victorias logradas contra una oposición incompetente, la antedicha propensión a la acción rápida, la caída desde una montaña y el accidente de un rostro muy atractivo.

No tenía más remedio que estar de acuerdo, como frecuentemente lo hacía, en que la vida resultaba inconmensurablemente sencilla para los guapos.

La piel del león

Las cosas habían cambiado mucho desde la última cabalgada que Monza hiciera hasta Fontezarmo, cuando se reía con su hermano. Era difícil creer que sólo hubiese pasado un año. El año más oscuro, más enloquecido y más sangriento de toda su vida. Un año que le había hecho pasar de muerta a duquesa, y que aún podía acabar dando la vuelta a la tortilla.

Era al atardecer, y no el momento de la aurora, porque el sol se ponía tras ellos por el oeste mientras ascendían por el camino lleno de curvas. A ambos lados del mismo, en las partes del terreno que estaban más o menos planas, los soldados habían plantado sus tiendas. Se sentaban delante de ellas en pequeños grupos indolentes, iluminados por la parpadeante luz de los fuegos del campamento, comiendo, bebiendo, sacando brillo a las botas o a la armadura, mirando a Monza con rostro cansado cuando pasó por delante de ellos.

Un año antes no había tenido guardia de honor, y no como en aquellos momentos, en que una docena de lanceros de Rogont la seguían tan ansiosos como perrillos. Le sorprendía que no se metiesen en la letrina en pos de ella. Lo último que quería el rey en ciernes era que volviesen a arrojarla montaña abajo. Al menos, no hasta que hubiese tenido la oportunidad de coronarlo con sus propias manos. Apenas doce meses antes ella había propiciado la coronación de Orso, cuando Rogont era su peor enemigo. Para ser una mujer a la que le gustaba tener algo a lo que apegarse, lo cierto es que había dado un giro completo en sólo cuatro estaciones.

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