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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (85 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Puedes confiar en mí.

—Y confío. Pero déjalos fuera de la ciudad.

Cabalgó durante tres horas, mientras el sol se ponía, para regresar al destrozado campo de batalla de Dulces Pinos y cenar con el duque Orso, enterándose, de paso, de sus planes para el resto de la campaña.

—El perdón para los ciudadanos de Caprile si se rinden, pagan la indemnización de guerra y me acogen como a su legítimo gobernante.

—Gracias, Excelencia.

—¿Sabe por qué lo hago, verdad? —ella lo sabía. Y no había creído que se mostrase clemente con ellos—. Quiero su tierra, no sus vidas. Los muertos no pueden obedecer orden alguna. Usted ha ganado una victoria que la hará famosa. Tendrá un gran triunfo, un desfile que recorrerá las calles de Talins.

—Vuestra Excelencia es muy amable —por lo menos, aquello le gustaría a Benna.

—¡Ahí A muy pocos les gustará.

Reía mientras cabalgaba, ya de vuelta, en aquella fría mañana, y Fiel reía a su lado. Al ver la manera en que el trigo ondeaba al viento, comentaron lo rica que era la tierra situada en las alturas del Capra.

Entonces observaron el humo que cubría la ciudad, y ella comprendió.

Las calles estaban llenas de muertos. Hombres, mujeres, niños, jóvenes y viejos. Las aves se amontonaban encima de ellos. Las moscas zumbaban por enjambres. Un perro aturdido cojeaba al lado de sus caballos. No se veía nada más con vida. Las vacías ventanas mostraban el interior de las casas, los vacíos umbrales bostezaban en ellas. Los incendios aún ardían, y las que habían sido hileras de edificios ya sólo eran cenizas y restos amontonados de chimeneas.

La noche anterior Caprile era una ciudad floreciente. Al amanecer se había convertido en el infierno hecho realidad.

Supuso que Benna no le había hecho caso. Aunque los de Baol lo hubiesen comenzado, los soldados de las Mil Espadas (borrachos, enfadados, temerosos de perderse un fácil saqueo) se les habían unido a toda prisa. La oscuridad y las malas compañías hacen que las personas medio decentes no tarden en convertirse en animales, y, además, no había mucha gente medio decente entre la escoria que se encontraba bajo su mando. Las fronteras de la civilización no son esas murallas inexpugnables que los hombres civilizados consideran como tales. Pueden desvanecerse con la misma rapidez que el humo llevado por el viento.

Monza se dejó caer pesadamente del caballo y vomitó encima de los guijarros del suelo el elegante desayuno que había compartido con Orso.

—No ha sido culpa tuya —dijo Fiel, apoyando en su hombro una de sus enormes manos.

Ella le miró y dijo:

—Ya lo sé —pero sus tripas rebeldes pensaban otra cosa.

—Monza, vivimos en los Años de Sangre. Y eso es lo que tenemos.

Subió por los escalones de la casa que habían reservado para los dos, la lengua áspera por el asco que sentía. Benna estaba en la cama, dormido como un tronco. Con una pipa de cáscaras cerca de una mano. Ella lo levantó, haciéndole chillar, y le atizó una bofetada en un carrillo y luego en el otro.

—¡Te dije que los mantuvieses fuera de la ciudad! —le llevó a trompicones hasta la ventana y le bajó la cabeza para que mirase la calle manchada de sangre.

—¡No lo sabía! Le dije a Victus… creía. —se escurrió hasta el suelo y lloró, y entonces Monza se liberó de la ira que la poseía y se sintió vacía. Había sido culpa suya, por dejarle a él al mando. No podía echarle la culpa. Era un hombre bueno y sensible, y no lo habría consentido. Lo único que podía hacer era arrodillarse a su lado, animarle y susurrarle palabras tiernas, mientras las moscas zumbaban al otro lado de la ventana.

—Orso quiere concedernos un triunfo…

El rumor no tardó en extenderse. La Serpiente de Talins había ordenado la masacre acaecida en aquel día. Se había servido de los de Baol, ordenándoles a gritos que se empleasen afondo. La Carnicera de Caprile, así la llamaron, y ella no lo negó. La gente prefería creer antes en una mentira sórdida que en una desafortunada cadena de accidentes. Es preferible creer que el mundo está lleno de maldad antes que de mala suerte, egoísmo y estupidez. Además, los rumores servían para un propósito. Ella era más temida que nunca, y el miedo es algo muy útil.

En Ospria la denunciaron. En Visserine quemaron su efigie. En Affoia y en Nicante ofrecieron una fortuna a quien consiguiera matarla. Alrededor de todo el Mar Azur las campanas tañeron para avergonzarla. Pero en Etrisani lo celebraron. En Talins ocuparon las calles para cantar su nombre, para lanzarle una lluvia de pétalos de flores. En Cesale levantaron una estatua en su honor. Una cosa recargada, cubierta con pan de oro que no tardó en pelarse. Ella y Benna, como nunca se habían visto, sentados en magníficos caballos, mirando con osadía un noble futuro.

Esa era la diferencia entre héroe y villano, soldado y asesino, victoria y crimen. Las dos márgenes de un río llamado patria.

El regreso de la patriota

Monza no se sentía en absoluto a gusto.

Le dolían las piernas, tenía aplastado el trasero de tanto cabalgar, el hombro se le había vuelto a quedar rígido por su manía de volver constantemente la cabeza hacia un lado como una lechuza demente, en un vano intento de relajarlo. Aunque uno de aquellos dolores agónicos que le hacían sudar cesase por un instante, otro corría rápidamente a ocupar su sitio. La burla protuberante que era su dedo meñique estaba asociada a un dolorcillo punzante que le subía hasta el codo siempre que quería servirse de aquella mano. El sol se mostraba implacable en el claro cielo, haciéndole guiñar los ojos y aumentando la ligera jaqueca de siempre, inducida por las monedas que mantenían unidos los huesos de su cráneo. El sudor le mojaba el cuero cabelludo, cayendo por su cuello y recogiéndose en las cicatrices que le había dejado el alambre de Gobba, las cuales le picaban con exasperación. Tenía la piel escocida, helada y sudorosa. Se cocía dentro de la armadura como una asadura enlatada puesta al sol.

Rogont la había obligado a vestirse según su propia versión, por otra parte, demasiado ingenua, de lo que debía ser la diosa de la guerra: una desafortunada mezcolanza de acero deslumbrante y encaje de seda que ofrecía la comodidad de una armadura de cuerpo entero y la protección de un camisón. Aunque el mismísimo armero de Rogont se la hubiese hecho a medida, la parte frontal del peto, que estaba cubierta de oro, le dejaba más espacio para el busto de lo que era aconsejable. Porque, según el Duque de la Dilación, eso era lo que le gustaba al pueblo.

Y muchos de sus representantes se habían echado a la calle para tal fin.

Se alineaban a lo largo de las calles de Talins. Se apretujaban en ventanas y tejados para intentar distinguirla. Se juntaban en plazas y jardines, en un gentío que daba vértigo, para arrojarle flores, febriles por la esperanza. Gritaban, rugían, chillaban, retumbaban, aplaudían, daban patadas en el suelo, la vitoreaban, compitiendo los unos con los otros para ver quién la dejaba antes sorda. Varios grupos de músicos habían ocupado las esquinas de las calles para interpretar melodías marciales en cuanto ella apareciese, tocando con trompetas y tubas para luego seguirla entre el estruendo metálico de sus instrumentos y fundirse con el estruendo de la siguiente banda improvisada, en una algarabía caótica, peligrosa y patriótica.

Era como el triunfo que le habían otorgado después de la victoria de Dulces Pinos, sólo que en la presente ocasión ella tenía más años y era más desconfiada, por no hablar de que su hermano se pudría en la tierra en vez de bañarse en la gloria, y de que quien iba tras ella era su viejo enemigo Rogont, y no su viejo amigo Orso. Quizá, a fin de cuentas, todo lo sucedido se redujera a eso. Quizá lo mejor que pudiera esperar fuese cambiar un bastardo más que evidente por otro que también lo era.

Cruzaron el Puente de las Lágrimas, el Puente de las Monedas, el Puente de las Gaviotas, donde unas imponentes aves marinas esculpidas miraban con odio la procesión que lo atravesaba, mientras las marrones aguas del Etris pasaban perezosas bajo ella. Cada vez que doblaba una esquina, una nueva oleada de aplausos se estrellaba contra ella, produciéndole otra oleada de náuseas. El corazón le latía muy deprisa. Esperaba recibir la muerte a cada momento. Las hojas de acero y las flechas parecían más apropiadas para eso que las flores y las palabras amables que no se merecía. De los agentes del duque Orso o de sus aliados de la Unión, o de cien personas que le guardasen rencor. Diablos, si ella hubiese estado entre la muchedumbre y una mujer hubiera pasado por delante de ella vestida de aquella guisa, la habría matado sólo por principios. Pero Rogont le había hecho una buena propaganda. Las gentes de Talins la amaban. O amaban la idea que ella encarnaba. O les gustaba lo que había hecho.

Entonaban su nombre, el de su hermano y los nombres de las batallas que había ganado. Afieri. Caprile. Musselia. Dulces Pinos. La Margen Alta. También los Vados del Sulva. Se preguntó si sabrían el significado de todo aquello por lo que la vitoreaban. Lugares en los que había dejado regueros de cadáveres a su paso. La cabeza de Cantain pudriéndose encima de las puertas de Borletta. El cuchillo plantado en el ojo de Hermon. Gobba descuartizado, para que las ratas se llevasen los trozos de su cuerpo por las alcantarillas que estaban debajo de todos ellos. Mauthis y sus escribientes, con los libros de cuentas envenenados, los dedos envenenados, las lenguas envenenadas. Ario y sus amigos de vida alegres, todos masacrados en el Cardotti. Ganmark, asesinado junto con sus guardias. Fiel dando vueltas en la noria. Foscar, con la cabeza abierta encima del polvoriento suelo. Cadáveres para llenar una carreta. Lamentaba algunas de aquellas muertes, otras no. Pero a nadie parecía importarle. Miró a las ventanas con una mueca de dolor. Quizá en eso se diferenciase de aquella gente.

Quizá fuera que a ellos les gustaban los cadáveres, siempre, claro, que no se tratase de los suyos.

Miró por encima del hombro a sus supuestos aliados, pero apenas le sirvió de ayuda. El gran duque Rogont, rey en ciernes, sonriendo a la muchedumbre desde el interior de un cordón formado por guardias en alerta, un hombre cuyo amor duraría exactamente el tiempo que ella siguiese siéndole útil. Escalofríos, con su ojo de reluciente acero, el hombre que, al recibir su toque de ternura, había dejado de ser un optimista simpático para convertirse en un asesino tullido. Cosca, que le guiñaba un ojo… el aliado menos fiable del mundo, así como el enemigo más impredecible, algo que aún quedaba por decidir. Amistoso… ¿quién podía decir lo que pasaba detrás de aquellos ojos muertos?

Más atrás cabalgaban los demás sobrevivientes de la Liga de los Ocho. O de los Nueve. Lirozio de Puranti, con sus bonitos bigotes bien peinados, que había entrado a hurtadillas en el bando de Rogont después de una brevísima alianza con Orso. La condesa Cotarda, cuyo tío, que siempre la vigilaba, no estaba muy lejos. Patine, primer ciudadano de Nicante, con su porte de emperador y sus raídas ropas de labriego, que había declinado compartir la batalla de los Vados del Sulva, pero que compartía muy gustoso la victoria. Luego llegaban los representantes de las ciudades que ella había saqueado por orden de Orso, los ciudadanos de Musselia y de Etrea, la joven nieta bizca del duque Cantain, que, de repente, se había encontrado convertida en la duquesa de Borletta y que, según podía verse, disfrutaba muchísimo con ello.

Tenía algunos problemas con las gentes a las que había considerado enemigas durante tanto tiempo, lo que, a juzgar por sus caras, cuando su mirada se cruzaba con las de ellos, también era recíproco. Ella era la araña que habían tenido que aguantar dentro de la despensa para librarse de las moscas. Por eso mismo, cuando ya no había moscas, ¿quién querría encontrarse una araña en la ensalada?

Miró al frente, los hombros pegados por el sudor, e intentó ver lo que había delante del cortejo. En aquel momento pasaban por la interminable curva que daba al mar, con las gaviotas volando en círculos, zambulléndose, graznando en las alturas. Tenía el olfato impregnado del pestazo a sal que domina por completo a Talins. Dejaron atrás el embarcadero, con los cascos medio terminados de dos enormes navíos de guerra en los diques secos, como los esqueletos de otras tantas ballenas que hubiesen embarrancado en la playa para pudrirse en ella. Dejaron atrás a los que hacían sogas y a los que hacían velas, a los carpinteros y a los que torneaban la madera, a los que trabajaban el bronce y a los que fabricaban cadenas. Dejaron atrás la vasta y apestosa lonja del pescado, sus frágiles y vacías casetas, sus pasillos en silencio, que quizá lo estuvieran por primera vez desde que la victoria lograda en Dulces Pinos consiguiera vaciar todos los edificios y llenar las calles con una muchedumbre muy contenta.

Detrás de las multicolores salpicaduras de humanidad, los edificios estaban salpicados de pasquines, tal y como en Talins era costumbre desde la invención de la imprenta. Antiguas victorias, advertencias, incitaciones, bravatas patrioteras, se amontonaban unas encima de otras. Los últimos pasquines ofrecían un rostro de mujer… austero, inocente, frío y hermoso. Con un calambre en las tripas, Monza vio que era el suyo. Bajo él aparecían escritas las siguientes palabras:
Fuerza, Coraje, Gloria
. Orso le había dicho antaño que el mejor modo de convertir una mentira en verdad era insistir en ella, y ahí estaba su rostro de persona medio honrada repetido hasta la saciedad, medio roto y abarquillado por todas las paredes manchadas de sal. En la siguiente fachada medio derruida, cubierta por otro grupo de pasquines, espantosamente impresos y peor dibujados, aparecía ella espada en mano. La leyenda escrita en su parte superior rezaba así:
Nunca rendirse. Nunca ceder. Nunca perdonar
. Y en los ladrillos de más arriba, pintarrajeada con letras rojas del tamaño de una persona, podía leerse la siguiente palabra:

Venganza.

Monza tragó saliva, sintiéndose menos tranquila que nunca. Dejaron atrás los muelles interminables, llenos de barcos de pesca, de barcos de placer, de barcos mercantes de todas las formas y tamaños, fletados por todas las naciones que se encuentran bajo el sol, meciéndose sobre las olas de la gran bahía, mientras sus redes y cordajes se atestaban de marineros que querían ver a la Serpiente de Talins tomando posesión de la ciudad.

Precisamente, lo que Orso había temido tanto.

Cosca se sentía completamente a gusto. Aunque hiciese calor, una suave brisa llegaba del resplandeciente mar, y, además, uno de los nuevos miembros de su legión de sombreros, siempre en auge, mantenía sus ojos a la sombra. Había peligro, porque aquel gentío podía cobijar con facilidad a más de un asesino impaciente. Pero también había muchos blancos más odiados que él al alcance de la mano. Un trago, un trago, un trago. Cómo no. Aquella voz de borracho que tenía dentro de la cabeza nunca se callaría del todo. Pero ya no era un grito desesperado, sino, más bien, un murmullo de enfado que los vítores conseguían acallar por completo.

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