—No creo que tenga mucho que decir.
—Nunca habías estado tan callado.
—Bueno. Estoy comenzando a verlo todo de manera diferente.
—¿Cómo así?
—Quizá pienses que me resulta fácil, pero intento mantener la esperanza. Y ese esfuerzo no siempre se ve recompensado.
—Creía que ser mejor persona ya era una recompensa por sí misma.
—Y yo que me recompensaría por todo el esfuerzo que hago. Por si no lo has notado, estamos en medio de una guerra.
—Créeme, sé lo que es una guerra. La mayor parte de mi vida he vivido en una guerra continua.
—¿Y qué tiene eso de raro? A mí me ha pasado lo mismo. A juzgar por las que he visto, y he visto muchas, una guerra no es el mejor sitio para ser mejor persona. Estoy pensando que, a partir de ahora, podría intentar hacer las cosas a tu manera.
—¡Vaya! ¡Pues piensa en algún dios y dale las gracias! ¡Bienvenido al mundo real! —aunque sonriese, no estaba muy segura de no sentirse un poco decepcionada. A pesar de que Monza hubiera dejado hacía muchos años de ser una persona decente, le gustaba la idea de poder señalar con el dedo a alguien que aún lo fuese. Cuando la carreta que iba delante se detuvo con un chirrido, tiró de las riendas para que su caballo fuese al paso—. Ya hemos llegado.
El edificio que ella y Benna compraran mucho tiempo atrás era muy viejo, pues había sido construido antes de que la ciudad dispusiera de unas buenas murallas y de que los ricos se preocuparan en guardar a buen recaudo sus posesiones. Una torre de piedra de cinco plantas, el salón y los establos detrás de una de las fachadas, ventanas estrechas en la planta de calle y almenas en el tejado. Se veía negra y grande al recortarse contra la oscuridad del cielo, una bestia muy diferente de las achaparradas casas de madera y ladrillos que se arracimaban a su alrededor. Llave en alto se dirigió hacia la puerta, que estaba tachonada con clavos de hierro, y frunció el ceño. Como la áspera piedra de su marco estaba iluminada por la luz que salía de su interior, era evidente que la habían forzado. Se llevó un dedo a los labios y señaló hacia ella.
Escalofríos levantó una de sus enormes botas y la abrió de una patada. Entonces, un ruido de maderas caídas, como si algo hubiese estado obstaculizando su entrada, salió de su interior. Monza se precipitó por el hueco, su mano izquierda en la empuñadura de la espada. La cocina estaba sin muebles, pero llena de gente. Gente mugrienta y de apariencia cansada que la miraba fijamente, entre sorprendida y asustada, bajo la parpadeante luz de una única vela. El que se encontraba más cerca de Monza, un individuo rechoncho con un brazo en cabestrillo, tropezó con un barril vacío y agarró un garrote.
—¡Retrocede! —exclamó, dirigiéndose a Monza. Otro hombre que vestía una camisa de granjero bastante sucia dio un paso hacia ella, enarbolando una pequeña hacha.
Escalofríos fue en ayuda de Monza, agachándose para pasar bajo el dintel y luego erguirse todo lo alto que era, una enorme sombra proyectada en la pared situada a su espalda, la pesada espada desenvainada que relucía junto a una de sus piernas.
—Tú eres quien tiene que retroceder —se limitó a decir.
El granjero hizo lo que se le pedía sin apartar los ojos de aquellos palmos de reluciente metal.
—¿Quién eres? —preguntó.
—¿Yo? —aquella simple palabra de Monza restalló en la estancia—. La dueña de esta casa, bastardo.
—Son once —dijo Amistoso, que acababa de entrar por la puerta.
Junto a aquellos dos individuos estaban dos mujeres mayores y un hombre anciano, que se inclinaba hacia el costado derecho mientras movía sus nudosas manos sin parar. Además de una mujer con la misma edad de Monza, que tenía un bebé en sus brazos, y dos niñas pequeñas sentadas a su lado, las cuales, que parecían gemelas, la miraban con ojos muy grandes. Una chica de unos dieciséis años se encontraba al lado de la vacía chimenea. Mientras rodeaba con un brazo a un niño de unos diez y lo protegía con su cuerpo, sostenía entre sus manos un cuchillo de tosca factura con el que destripaba un pescado Sólo era una chica que se preocupaba por su hermanito.
—Aparta tu espada —dijo Monza.
—¿Eh?
—Nadie va a morir esta noche.
—¿Quién es ahora optimista? —Escalofríos enarcaba una ceja.
—Afortunadamente para todos vosotros, esta casa que compré es muy grande. Así que hay sitio para todos.
El hombre del cabestrillo, que tenía toda la pinta de ser el cabeza de familia, la miró fijamente y dejó caer el garrote.
—Somos granjeros llegados del valle en busca de algún sitio seguro —explicó—. Este sitio estaba así cuando lo encontramos, no hemos robado nada. No os causaremos ningún problema…
—Mejor será que no nos causéis ninguno. ¿Son éstos todos los tuyos?
—Me llamo Furli. Ésta es mi mujer…
—No necesito conocer vuestros nombres. Os quedaréis aquí y no os interpondréis en nuestro camino. Nos instalaremos arriba, en la torre. No debéis subir por las escaleras, ¿me comprendes? Así nadie sufrirá daño alguno.
—He comprendido —dijo, asintiendo con la cabeza, mientras su miedo comenzaba a mudarse en alivio.
—Amistoso, lleva los caballos al establo y aparta la carreta de la calle.
Las caras famélicas de aquellos granjeros desamparados, débiles y necesitados le hicieron sentirse mal a Monza. Apartó de una patada una silla desvencijada y comenzó a subir por las escaleras, husmeando en la oscuridad mientras sentía la rigidez de sus piernas después de llevar un día en la silla. Morveer la alcanzó en el cuarto descansillo, seguido por Cosca, Vitari y Day, que subía la última por llevar un cofre en brazos. El farol de Morveer arrojaba un círculo de débil luz sobre la barbilla de su rostro entristecido.
—Estos campesinos suponen para nosotros una amenaza innegable —dijo en voz baja—. Un problema que, no obstante, puede resolverse fácilmente. No creo que haya que recurrir al rey de los venenos. La caritativa contribución de una hogaza de pan espolvoreada con una pizca de flor de leopardo hará que dejen de…
—No.
—Si tiene intención de dejarlos ahí abajo a su aire —dijo, parpadeando—, me veré en la obligación de protestar enérgicamente…
—No se admiten las protestas. Y fíjese en que me importan una mierda. Usted y Day pueden coger esta habitación —y, mientras se volvía para escrutar las tinieblas, le quitó el farol de la mano—. Cosca, tú estarás en la segunda planta con Amistoso. Vitari, creo que tendrás que dormir sola en la siguiente habitación.
—Dormir sola —dio una patada a un trozo de yeso caído de las paredes—. La historia de mi vida.
—Entonces me acercaré a la carreta para subir mi equipaje a
La Carnicera de Caprile
, el hotel para
campesinos desplazados
—Morveer meneaba la cabeza muy disgustado mientras bajaba por la escalera.
—Adelante —rezongó Monza. Permaneció inmóvil durante un momento, hasta que el ruido de las botas del envenenador abandonó los últimos escalones y se perdió en la distancia. Abajo, excepto por la voz de Cosca, que seguía hablando con Amistoso, todo estaba en silencio. Entonces siguió a Day hasta su habitación y cerró la puerta con sumo cuidado—. Tenemos que hablar.
La joven acababa de abrir el cofre para sacar un trozo de pan.
—¿De qué?
—De lo que ya hablamos en Newsport. De tu jefe.
—Le pone de los nervios, ¿verdad?
—No me digas que a ti no te pone nerviosa.
—Todos los días de estos últimos tres años.
—Supongo que no será fácil trabajar con un hombre así —Monza dio un paso hacia la joven para mirarla a los ojos—. Antes o después, el pupilo debe salir de la sombra de su maestro para serlo él.
—¿Por eso traicionó usted a Cosca?
Aquella salida le dio a Monza unos instantes para responder:
—Más o menos. En ocasiones hay que correr riesgos. Agarrar la ortiga a contrapelo. Pero tú tienes muchos, y mejores, motivos que yo para hacerlo —dijo de repente, como dejándolo caer.
Era el momento de que Day hiciera una pausa antes de preguntar:
—¿Qué motivos?
—Bueno, pues que… —Monza se hacía la sorprendida— antes o después Morveer me traicionará e irá a ver a Orso. —Aunque era evidente que no estaba muy segura, llevaba mucho tiempo intentando protegerse contra aquella eventualidad.
—¿Y ya está? —Day había dejado de sonreír.
—A él no le gusta cómo hago las cosas.
—¿Y quién dice que la manera en que usted hace las cosas me guste a mí?
—¿Es que no lo ves? —la reacción de Day a sus palabras fue la de entornar los ojos y, por una vez, olvidarse de la comida—. Si va a ver a Orso, tendrá que echarle la culpa a alguien por lo de Ario. Un chivo expiatorio.
—No —dijo Day, que acababa de captar la idea—. Me necesita.
—¿Cuánto llevas con él? Tres años, ¿no? ¿Nunca te ha manipulado? ¿Cuántos ayudantes crees que ha tenido? ¿Crees que habrán sido muchos?
Day abrió la boca, parpadeó, luego se lo pensó mejor y permaneció callada.
—Quizá esté pasando por una mala racha y todos acabemos siendo una familia feliz y amistosa. La mayoría de los envenenadores son buenas personas cuando llegas a conocerlos —Monza se le acercó más para poder hablar en susurros—. Pero cuando él te diga que va a ver a Orso, recuerda que te lo advertí.
Dejó a Day mirando el trozo de pan con cara preocupada, pasó en silencio por la puerta y la cerró suavemente, acariciándola con las yemas de los dedos. Miró por el hueco de la escalera, pero sin ver ni rastro de Morveer, sólo la barandilla que se perdía entre las sombras describiendo una espiral. Asintió para sus adentros. Ya había plantado la semilla y habría que esperar para ver que salía de ella. Obligó a sus cansadas piernas a subir los estrechos escalones que había hasta la última planta, abrió la puerta con un crujido y avanzó por la habitación abuhardillada mientras la lluvia seguía tamborileando, aunque débilmente, en el tejado.
Era la habitación donde ella y Benna habían pasado un mes juntos, en medio de aquellos años tan aciagos. Lejos de las guerras. Riendo, hablando, observando el mundo desde las anchas ventanas. Pensando en cómo habrían sido sus vidas si no se hubiesen dedicado a guerrear, pensando si hubieran podido hacerse ricos de otra manera. A su pesar, descubrió que sonreía. La figurilla de cristal aún relucía en el nicho situado encima de la puerta. El espíritu de la casa. Aún recordaba la mueca de Benna mientras ella la cogía con los dedos y la subía a aquel sitio.
Para que pueda velarte mientras duermes, como tú haces conmigo.
Su sonrisa se desvaneció cuando fue hacia la ventana para abrir una de las jambas que se deshacían en la mano. La lluvia había tejido un velo gris por toda la ciudad, que se convertía en goterones encima del alféizar. El ramalazo de un relámpago lejano iluminó por un instante la maraña de tejados empapados, consiguiendo que los grises contornos de las demás torres parecieran amenazantes en medio de la negrura. Unos instantes después, el trueno restallaba y repartía su estruendo por toda la ciudad.
—¿Y yo dónde voy a dormir? —Escalofríos estaba en el umbral, con los brazos apoyados en la parte superior del marco y varias mantas encima de un hombro.
—¿Tú?
Su mirada fue a la estatuilla de cristal que quedaba encima de su cabeza y luego volvió al rostro de Escalofríos. Aunque hubiera pasado mucho tiempo desde que había tenido un nivel de vida muy alto, a Benna, sus dos manos y un ejército tras ella, en aquellos momentos lo único que tenía tras de sí eran seis inadaptados, una buena espada y un montón de dinero. Es muy posible que un general deba guardar la distancia respecto a sus tropas y que una mujer en busca y captura deba guardarla con todo el mundo. Pero Monza ya había dejado de ser un general. Benna había muerto y ella necesitaba algo. Uno puede llorar sus infortunios, o puede levantarse y hacer bien las cosas sin que le importe una mierda lo que sean. Cerró la contraventana con un codo, se echó en la cama con una mueca de dolor y dejó el farol en el suelo, diciendo acto seguido:
—Pues aquí, conmigo.
—¿Yo? —Escalofríos enarcaba las cejas.
—Pues claro, optimista. Es tu noche de suerte —se echó hacia atrás, apoyó los codos mientras el viejo somier crujía y levantó una pierna hacia él—. Y ahora cierra la puerta y ayúdame con estas malditas botas.
Cosca torció la mirada al llegar al tejado de la torre. Se merecía que la luz del sol le atormentase. A su alrededor podía ver todo lo extensa que era Visserine: casas que eran un revoltijo de ladrillos y vigas; mansiones de piedras tan blancas como la leche; copas de árboles cuajados de hojas en los lugares donde había parques y anchas avenidas. Las ventanas destellaban por doquier; las figuras de cristal coloreado, dispuestas en los aleros de los edificios mayores, atrapaban el sol matutino y resplandecían como joyas. Las demás torres estaban dispersas; las había a docenas, algunas mucho más altas que aquella donde se encontraban, arrojando sus sombras alargadas sobre la ciudad.
Hacia el sur, el mar gris azulado y la isla cercana a la costa, circundada en lo alto por las aves marinas, motas que planeaban en la lejanía. De ella salía el humo generado por el distrito industrial de la ciudad, el más célebre, donde se fabricaba el vidrio. Hacia el este, el Visser era una serpiente oscura que se deslizaba entre los edificios, cruzada por los cuatro puentes que unían las dos partes de la ciudad. El achaparrado palacio del gran duque Salier se asentaba celoso en medio de una isla. El sitio donde Cosca, en condición de invitado de honor del gran entendido, había pasado muchos atardeceres inolvidables. Cuando aún era amado, temido y admirado. Hacía tanto de aquello, que le parecía otra vida.
Monza permanecía inmóvil al lado del parapeto, recortada contra el cielo azul. La hoja de su espada y su nervudo brazo izquierdo formaban un segmento de línea recta desde el hombro hasta su punta. El acero destellaba con fuerza, el rubí de su dedo corazón brillaba sangriento, su piel relucía por el sudor. La ropa se le pegaba. Bajó la espada para acercarse a la jarra de vino y echar un largo trago refrescante.
—Me pregunto cuánto te llevará.
—Que sólo tenga agua, por favor. ¿Acaso no presenciaste mi solemne juramento de no volver a tocar el vino?
—Ya he presenciado muchos de los tuyos —dijo con un resoplido—, y siempre con el mismo resultado.