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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (75 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Eso no cuadra con vuestra reputación.

—La gente es más complicada que su reputación, general Murcatto. Usted debería saberlo. Hoy, en este sitio, dejaremos zanjados nuestros asuntos. No más dilaciones. —Picó espuelas a su caballo para ir a hablar con uno de sus ayudantes y Monza se acomodó en su silla, con los brazos cruzados encima de su pomo, mirando ceñuda la cumbre de la colina de Menzes.

Se preguntó si Nicomo Cosco estaría allí arriba, torciendo la vista para mirarles con su catalejo.

Cosca torcía la vista para mirar con su catalejo la soldadesca que se encontraba en la ribera opuesta del río. Aunque fueran el enemigo, no sentía ningún rencor especial por ninguno de ellos. En el campo de batalla no había sitio para el rencor. Las banderas azules con la blanca torre de Ospria ondeaban por encima de ellos. Una, más grande que las demás, estaba orlada de oro. El estandarte del mismísimo Duque de la Dilación. Varios jinetes lo rodeaban, junto con un grupo de damas que, así lo parecía, debían de haber cabalgado hasta aquel sitio para ver bien la batalla. A Cosca se le antojó que también había visto unos cuantos sacerdotes gurkos, aunque su presencia no viniese a cuento. También se preguntó si Monzcarro Murcatto se encontraría entre aquella gente. Su imagen, sentada de lado en la silla, con sedas que flotaban al aire, tal y como cuadraba a una coronación, le supuso un breve momento de diversión. El campo de batalla era el lugar más apropiado para el entretenimiento. Bajó el catalejo, echó un trago de la petaca y cerró los ojos, contento, sintiendo el parpadeo del sol a través de las ramas de los viejos olivos.


¿Y
bien? —era la fuerte voz de Andiche.

—¿Qué? Oh, ya ves. Aún están formando.

—Rigrat informa de que los talineses han comenzado el ataque.

—¡Ah! Ahí están —Cosca se echó hacia delante, enfocando con su catalejo la quebrada que tenía a la izquierda. Las primeras filas de la infantería de Foscar estaban muy cerca del río, dispersándose en orden cerrado por la pradera salpicada de flores, haciendo que el polvoriento sendero que definía la calzada imperial fuese invisible por tan gran masa de hombres. Escuchaba muy apagado el sonido de sus botas, las voces impersonales de sus oficiales, el acompasado latido de sus tambores que flotaba en medio del cálido aire, y entonces agitó cordialmente una mano—. ¡Un magnífico espectáculo de esplendor militar!

Giró la redonda ventana por la que miraba al mundo hacia la reluciente corriente de agua, por otra parte tranquila, hacia la ribera de enfrente y luego hacia más arriba. Los regimientos de Ospria comenzaban a desplegarse para ir a su encuentro a unos cien pasos por encima del río. En el terreno más elevado, los arqueros acababan de ponerse en posición, formando una larga línea, arrodillándose y preparando sus armas.

—Fíjate, Andiche… tengo la sensación de que muy pronto vamos a ver un poco de sangre. Que se adelanten los hombres. Unos cincuenta pasos hacia el otro lado de la cima.

—Pero… nos verán. Perderemos el factor sorpresa…

—A la mierda la sorpresa. Que vean la batalla, y que la batalla los vea a ellos. Que la saboreen.

—Pero, general…

—Da las órdenes, amigo. Y no seas remilgado.

Andiche dio media vuelta, bastante preocupado, y llamó a uno de sus sargentos. Cosca se echó hacia atrás con un suspiro de satisfacción, estiró las piernas y cruzó una bota muy brillante encima de la otra. Buenas botas. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que se puso unas botas tan buenas? La primera fila de los hombres de Foscar acababa de entrar en el río. Lo vadeaban con una determinación siniestra, era evidente, con la fría agua hasta las rodillas, viendo, sin darle importancia, el considerable número de soldados desplegados en excelente orden de batalla enfrente y encima de ellos. Esperando que las flechas comenzasen a caer. Esperando que la carga se les viniera encima. Un trabajo que él no envidiaba, el de abrirse paso por aquel vado. Tenía que reconocer que se había sentido muy aliviado al no tener que cruzarlo.

Llevó la petaca de Morveer a sus labios y los humedeció, pero sólo un poquito.

Escalofríos escuchó las órdenes dadas a gritos que llegaban tenues a sus oídos, el tañido conjunto de varios cientos de flechas disparadas al mismo tiempo. La primera andanada, negras astillas que volaban, abandonó las filas de los arqueros de Rogont y cayó sobre los talineses cuando éstos entraban en el agua.

Escalofríos se estiró en la silla y se rascó ligeramente la cicatriz, que le picaba, mientras veía retorcerse y doblarse las líneas enemigas, que no tardaron en llenarse de claros y de banderas caídas. Algunos soldados comenzaron a detenerse, como si pensaran retroceder, y otros apretaron el paso, como si pensaran cargar. Miedo e ira, dos lados de la misma moneda. A nadie le gusta marchar en formación por un terreno inadecuado mientras te disparan flechas. Ni pisar a los muertos. Ni menos a los amigos. Ni saber, con una sensación próxima a la náusea, la poca diferencia que existe entre recibir una flecha por detrás y recibir otra de frente, en la cara.

Por supuesto que Escalofríos había visto muchas batallas. Las había visto durante toda su vida. Miraba a aquella gente mientras moría, y mantenía el oído alerta por si escuchaba la llamada que le obligaría a entrar en acción y a apurar la suerte, intentando entonces ocultar su miedo a aquellos a los que seguiría y a los que le seguirían a él. Recordaba la batalla del Pozo Negro, corriendo entre la bruma con el corazón en un puño y sobresaltándose por las sombras. La de Cumnur, donde lanzó el grito de guerra junto con otros cinco mil hombres, mientras todos ellos bajaban a la carga por la larga pendiente. La de Dunbrec, donde siguió a Rudd Tresárboles en una carga contra el Temible, estando a punto de dar la vida para mantener recta la línea. La de los Sitios Altos, donde el valle era un hervidero de shankas, cuando los orientales enloquecidos intentaban subir valle arriba, luchando hombro con hombro con el Sanguinario a vida o muerte. Recuerdos tan nítidos que le parecía sentir de nuevo los olores, los sonidos, la caricia del aire sobre la piel, la fe desesperada y la ira enloquecida.

Vio salir otra andanada y, sin sentir apenas más que curiosidad, observó la enorme masa de talineses que llegaban por el agua. Ningún allegado en uno y otro bando. Ninguna pena por los muertos. Ningún miedo. Vio caer a los hombres bajo la andanada de acero y eructó, y el sabor cálido que le inundó la garganta le incomodó más que si el río se hubiese desbordado de repente para llevarse hacia el mar a todos aquellos bastardos. Como si se ahogaba el puto mundo. El desenlace le importaba un carajo. Aquélla no era su guerra.

Y eso le hizo preguntarse por qué estaba a punto de intervenir en ella, casi estando seguro de hacerlo en el bando perdedor.

Apartó la mirada de la batalla inminente y miró a Monza. Cuando vio que le daba a Rogont una palmadita en el hombro, se puso tan colorado como si él mismo la hubiese recibido en la cara. Cada vez que ella hablaba con Rogont, él se sentía muy incómodo. Durante un instante, el viento echó hacia atrás la negra cabellera de Monza, mostrando parte de su rostro y la prieta mandíbula. No sabía si la amaba, si la deseaba, o si, simplemente, le molestaba que ella no le desease. Era como la costra que uno no puede arrancarse, el labio partido que uno no puede dejar de morderse, la hebra suelta de la que uno no puede dejar de tirar hasta que se queda sin camisa.

Abajo, en el valle, la vanguardia de los talineses tenía problemas peores que los suyos, mientras salía a duras penas del río e intentaba escalar los altos de la ribera, pero ya sin mantener el orden cerrado a causa de todas las flechas recibidas al cruzar el vado. A gritos, Monza decía algo a Rogont, que se apresuraba a llamar a uno de sus hombres. Escalofríos escuchó que los gritos recorrían la pendiente situada más abajo. Eran las órdenes de cargar. Los infantes de Ospria bajaron las lanzas, sus hierros formaron una brillante ola al juntarse todos, y comenzaron a avanzar. Lentamente en un principio y luego más deprisa, dejando a un lado a los arqueros, que disparaban una y otra vez todo lo deprisa que podían, y bajando por la larga pendiente que llegaba hasta la inquieta agua, mientras los talineses intentaban formar en línea en la parte alta de la ribera.

Escalofríos vio que los dos bandos se acercaban y se juntaban. Un instante después el viento le llevó, aunque débil, el ruido que ambos hacían al chocar. El alarido del metal que tintinea, que choca, que cencerrea, muy parecido al que produce el granizo contra un tejado emplomado. Rugidos, gemidos, gritos ilocalizables se mezclaban con él. Otra andanada cayó entre las filas que aún intentaban salir del agua. Escalofríos no dejaba de mirar y de eructar.

La plana mayor de Rogont estaba tan callada como los muertos, mientras todos bajaban la mirada hacia el vado, boquiabiertos y con los ojos como platos, pálidos los rostros y tensas las riendas, por la preocupación. Como los talineses ya habían logrado desplegar a sus ballesteros, en aquel momento lanzaban desde el agua una andanada contra sus enemigos, de suerte que los dardos, sibilantes y siguiendo una trayectoria tensa, hicieron caer a más de uno. Alguien chilló. Un dardo atrevido se clavó en la hierba próxima a uno de los oficiales de Rogont, sobresaltando a su montura, que a punto estuvo de lanzarle de la silla. Monza picó espuelas a la suya para que se adelantase uno o dos pasos, irguiéndose en los estribos para ver mejor, mientras la armadura que le habían prestado relucía brumosa bajo el sol de la mañana. Escalofríos frunció el ceño.

De una manera u otra, estaba allí por ella. Para combatir por ella. Para protegerla. Para intentar arreglar las cosas en entre los dos. O quizá para hacerle a ella el mismo daño que ella le había hecho a él. Cerró el puño, y las uñas casi se le clavaron en la palma de la mano, y los nudillos le dolieron por el puñetazo dado al criado al que le rompió los dientes. Entonces supo que le dolerían aún más.

Simple negocio

El vado superior era una pequeña extensión de agua que corría despacio, chispeando por el efecto del sol matutino al romperse contra los bajíos. De la parte más alta de la tierra firme nacía un sendero muy poco marcado que se dirigía hacia unos cuantos edificios y, luego de pasar por un huerto de árboles frutales, contorneaba la larga pendiente para llegar a la puerta situada en una de las listadas murallas de Ospria, la más exterior. Todo parecía desierto. La mayor parte de la infantería de Rogont estaba empeñada en el salvaje combate que acontecía en el vado inferior. Sólo unas pocas unidades habían permanecido en la retaguardia para defender a los arqueros, que cargaban y disparaban lo más deprisa que podían contra el amasijo de hombres situado en medio del río.

La caballería de Ospria, que constituía su última reserva, aguardaba a la sombra de sus murallas, pero eran muy pocos hombres y estaban demasiado lejos. El camino que a las Mil Espadas debía conducirles a la victoria parecía expedito. Cosca se rascó lentamente el cuello. A su juicio, había llegado el momento perfecto de atacar.

—Tú sigue aquí, al calor —era evidente que Andiche compartía aquella opinión—. ¿Quieres que diga a los hombres que monten?

—No les atosigues. Todavía es pronto.

—¿Estás seguro?

—¿No te lo parezco? —Cosca se volvió para que comprobase que estaba tranquilo. Andiche suspiró profundamente, vaciando de aire sus mofletes, y se fue, pisando muy fuerte, para ver a algunos de los oficiales que estaban bajo su mando y conferenciar con ellos. Cosca se desperezó, llevó ambas manos a su nuca y observó el lento transcurrir de la batalla—. ¿Qué estaba diciendo?

—La oportunidad de dejar atrás todo esto —dijo Amistoso.

—¡Ah, sí! Que había tenido la oportunidad de dejar atrás todo esto. Pero decidí regresar. Cambiar no resulta nada fácil, ¿verdad, sargento? Aunque yo siga con ello, veo y comprendo meridianamente la futilidad y el desperdicio que supone. ¿Eso me hace mejor que el hombre que piensa hallarse ennoblecido por una causa justa, o peor? ¿Me hace mejor que el hombre que lo hace por su propio provecho, sin pensar en molestarse de comprobar si está bien o está mal, o peor? ¿O me hace igual que ellos?

Amistoso se limitó a encogerse de hombros.

—Los hombres mueren. Los hombres quedan mutilados. Las vidas se destruyen —sentía tan poca emoción al hablar que era como si estuviese mencionando una lista de vegetales—. He malgastado media vida en el negocio de la destrucción. Y la otra media en la contumaz búsqueda de la autodestrucción. No he creado nada. Sólo viudas, huérfanos, ruinas y miseria, uno o dos bastardos, quizá, y una enorme cantidad de vómitos. ¿Gloria? ¿Honor? Mis meadas valen mucho más, porque al menos hacen crecer las ortigas —pero, por más que quisiera espolear su conciencia para que despertase, ésta aún seguía adormilada—. Sargento Amistoso, he estado en demasiadas batallas.

—¿Cuántas son demasiadas?

—No sé. ¿Una docena? ¿Una veintena? ¿Más? La línea que separa la batalla de la escaramuza es muy delgada. Algunos de los asedios se hicieron interminables, y en ellos hubo muchos combates. ¿Eso cuenta como una batalla o como varias?

—Tú eres el soldado.

—Bueno, pues aun así, no tengo las respuestas. En la guerra, la línea recta no existe. ¿Qué estaba diciendo?

—Demasiadas batallas.

—¡Ah, sí! ¡Demasiadas! Y aunque siempre intenté no verme involucrado personalmente en ningún combate, no siempre lo conseguí. Soy completamente consciente de lo que es encontrarse en medio de la refriega. Las hojas que relampaguean. Los escudos hendidos y las lanzas rotas. El empuje, el calor, el sudor, el pestazo de la muerte. Las simples heroicidades y las despreciables villanías. Las orgullosas banderas y los hombres honorables aplastados por las botas. Los miembros cercenados, la sangre a raudales, los cráneos partidos, las tripas al aire y todo lo demás —enarcó las cejas—. En la presente circunstancia, también es razonable suponer unos cuantos ahogados.

—¿Cuántos dirías?

—Es difícil de especificar —Cosca pensaba en los gurkos ahogados en el canal de Dagoska, hombres valientes, barridos hasta el mar, cuyos cadáveres llegaban con las mareas, y suspiró hondamente—. Pero puedo mirar sin sentir gran cosa. ¿Eso es ser despiadado? ¿Es el desapego necesario para el mando? ¿Depende de la configuración que tenían las estrellas al nacer yo? Siempre me siento optimista al enfrentarme a la muerte y al peligro. Y ahora mucho más que antes. Feliz cuando debería estar horrorizado, temeroso cuando debería estar tranquilo. Puedo asegurarte que soy un enigma para mí mismo. Sargento Amistoso, ¡soy un hombre que ha vuelto al frente! —rió, sonrió, suspiró y, finalmente, se calló—. Un hombre patas arriba y vuelto del revés.

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