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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (71 page)

BOOK: La mejor venganza
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Aunque le enfureciese la idea de que ambos se rieran de él, sabía que no era cierto. Cuando fue consciente de que apenas les importaba lo suficiente para que se mofasen de él, se sintió aún más irritado. Después de todo, aún tenía su orgullo, y se agarraba a él como el náufrago a un madero, aunque, en su caso, fuese demasiado pequeño para mantenerle a flote. Después de haberle salvado la vida tantas veces, ¿sólo le veía como un tullido incómodo? ¿Después de haber arriesgado la vida tantas veces por ella? ¿Después de todos los pasos que habían dado juntos para llegar a la cima de aquella maldita montaña? Se merecía algo más que el escarnio.

Arrancó el cuchillo de la mesa. El mismo que Monza le había dado el primer día en que se conocieron. Cuando aún tenía los dos ojos, y las manos menos manchadas de sangre. Cuando había decidido dejar de matar y ser mejor persona. Apenas podía recordar cómo se había sentido por entonces.

Monza se sentaba con el ceño fruncido y bebía.

Últimamente no tenía muchas ganas de comer, aún menos de aguantar ceremonias, y ninguna en absoluto de lamer culos. Por eso, el festín de los condenados que Rogont había organizado le parecía una pesadilla. Benna era el único al que le gustaban los festines, los formulismos y las lisonjas. Habría disfrutado con todo aquello… señalando con el dedo, riendo y dando palmaditas en la espalda a los más canallas. Si hubiera encontrado un momento para quitarse de encima las adulaciones de la gente que le despreciaba, se habría inclinado sobre ella para tocar fugazmente su brazo y susurrarle al oído. Y ella lo habría comprendido. Y le habría contestado con una mueca perversa. Pero en aquellos momentos, ni siquiera una mueca perversa conseguía aflorar en sus labios; sólo un rictus de desagrado.

Tenía una jaqueca bestial que le llegaba hasta donde le habían atornillado las monedas, de suerte que incluso el suave repiqueteo de la cubertería resonaba en su cabeza como si por ella le estuviesen metiendo unos clavos a martillazos. Era como si, desde que Fiel se ahogó en la noria, se le hubieran pegado las tripas. Y durante todo el tiempo reprimía las ganas de volverse hacia Rogont para escupirle una y otra vez en su inmaculada guerrera blanca bordada de oro.

Rogont se volvió hacia ella de manera cortés y preguntó:

—¿Por qué está tan taciturna, general Murcatto?

—¿Taciturna? —se tragó el ácido que le subía por la boca y respondió—: El ejército de Orso está en camino.

—Eso he oído —Rogont giró lentamente la copa de vino que agarraba por su pie—. Con el hábil concurso de su viejo mentor Nicomo Cosca. Los exploradores de las Mil Espadas ya han llegado a la colina de Menzes y vigilan los vados.

—Entonces no tardarán en llegar.

—Eso parece. Mis designios de gloria morderán el polvo muy pronto. Como suele suceder con frecuencia.

—¿Estáis seguro de que hay que celebrar la propia destrucción una noche antes de que suceda?

—Supongo que resulta imposible celebrarla una noche después.

—Uh —en eso tenía razón—. Quizá suceda un milagro.

—Nunca he sido muy proclive a creer en la intervención divina.

—¿No? Entonces, ¿qué hacen esos aquí? —Monza señaló con la cabeza un corrillo de gurkos que se sentaban justo debajo de la mesa principal, todos ataviados con las vestiduras y los gorros blancos de sus sacerdotes.

—Oh, su presencia no tiene nada que ver con las cuestiones del espíritu —dijo el duque mientras los miraba—. Son emisarios del profeta Khalul. Como el duque Orso tiene aliados en la Unión que le protegen la retaguardia, yo me he buscado otros amigos. Además, el emperador de Gurkhul se postra ante el profeta.

—Todo el mundo se postra ante alguien, ¿verdad? Supongo que el emperador y el profeta se consolarán mutuamente cuando sus sacerdotes le lleven la noticia de que vuestra cabeza ha sido clavada en una pica.

—Supongo que se repondrán de la noticia. Styria es para ellos como una barraca de feria. Me atrevería a decir que ya están preparando el próximo escenario de la guerra.

—He oído decir que las guerras nunca se terminan —Monza apuró su copa y la dejó encima de la mesa. Quizá en Ospria hicieran el mejor vino del mundo, pero a ella le sabía a vómito. Como todo. Su vida estaba hecha de náuseas. De náuseas y de deposiciones acuosas que eran tan frecuentes como dolorosas. Tripas apretadas, lengua con sabor a serrín, dientes ásperos, culo pelado. Un criado con cara de caballo y peluca empolvada revoloteó alrededor de su hombro para dejar caer un largo chorro de vino en su copa vacía, como si aquel florilegio con la botella, desde tan arriba, tuviese la virtud de mejorar su sabor. Luego se retiró con una consumada rapidez. A fin de cuentas, la retirada era la especialidad de Ospria. Volvió a coger la copa. La pipa que acababa de fumarse había cortado el temblor de sus manos, pero poco más.

Por eso pidió a la inconsciente, vergonzosa y estupefaciente borrachera que la anegase y le quitase de encima la miseria.

Dejó que su mirada reptase por encima de los ciudadanos más ricos e inútiles de Ospria. Si se pensaba seriamente en ello, aquel festín tenía cierto toque de histeria nerviosa. Se bebía demasiado. Se hablaba demasiado deprisa. Se reía demasiado alto. Nada como vislumbrar la aniquilación inminente para atenuar las inhibiciones. El único consuelo que Rogont encontraba en la cercana derrota consistía en que gran número de aquellos necios iban a perderlo todo al mismo tiempo que él.

—¿Estáis seguro de que debo quedarme? —preguntó Monza, un tanto molesta.

—Alguien tiene que quedarse —Rogont miró de soslayo a la juvenil duquesa Cotarda de Affoia, y no pareció muy entusiasmado—. Al parecer, la noble Liga de los Ocho se ha convertido en una Liga de Dos —se acercó más a Monza—. Para ser completamente sincero, me estaba preguntando si no sería demasiado tarde para largarme. Lo lamentable es que me estoy quedando sin invitados importantes.

—O sea, que me exhibís para levantar vuestro prestigio un tanto decaído, ¿es así?

—Así es. Es usted completamente encantadora. Y esas historias acerca de mi decaimiento sólo son rumores procaces, puedo asegurárselo —como Monza no tenía fuerzas ni para enfadarse, sonrió y lanzó un bufido de cansancio—. Debería comer algo —y señaló con un tenedor el plato que ni siquiera había tocado.

—Tengo náuseas —eso y que la mano derecha le dolía tanto que apenas podía coger el cuchillo—. Siempre las tengo.

—¿De veras? ¿Por lo que come? —Rogont se metió un trozo de carne en la boca y la masticó con el apetito de quien apenas va a vivir una semana más—. ¿O por lo que hace?

—Quizá sólo se deba a la compañía.

—No me sorprendería. Mi tía Sefeline siempre estaba enfadada conmigo. Era una mujer muy proclive a las náuseas. En cierta manera, usted me la recuerda. Mente aguda, gran talento, voluntad de hierro y un estómago más débil de lo que cualquiera se hubiese esperado.

—Lamento llevaros la contraria —bien sabían los muertos que ella se sentía frustrada consigo misma.

—¿A mí? Oh, todo lo contrario, se lo aseguro. No somos de piedra, ¿no le parece?

Si pudiese ser de piedra… Monza bebió más vino y miró con desagrado la copa vacía. Un año antes sólo sentía desprecio por Rogont. Recordaba cómo ella, Benna y Fiel se reían por lo cobarde que era y lo traicionero que se mostraba con sus aliados. Pero Benna estaba muerto, y ella había matado a Fiel para luego salir corriendo al lado de Rogont como la niña caprichosa que pide ayuda y refugio a su tío rico. En las actuales circunstancias, un tío que ni siquiera podía protegerse a sí mismo. Pero su compañía era mejor que la que le ofrecía la otra alternativa que le quedaba. Sus ojos fueron a regañadientes hacia el extremo de la larga mesa situada a su derecha, donde Escalofríos se sentaba en solitario.

Lo malo de todo aquello era que él la ponía enferma. Tenía que esforzarse mucho para poder estar a su lado y dejar que la tocase. Era algo más que la simple fealdad de su rostro mutilado. Había visto demasiadas cosas feas, y también hecho algunas, para no sentirse incómoda por ellas. Eran sus silencios, cuando antes siempre tenía que mandarle callar. Ocultaban las deudas que ella nunca podría pagarle. Era contemplar aquella ruina muerta donde antes había estado un ojo, y recordar las palabras que le había dicho al oído:
Debería haberte tocado a ti
. Y ella sabía que tenía razón. Y después, cuando volvió a hablar, ya nunca le preguntó cómo debía hacer lo que le ordenaba, ni siguió diciendo eso de que le habría gustado ser mejor persona. Aunque quizá se sintiera contenta por haberle dejado a su aire después de que ella misma lo hubiese intentado. Pero sólo podía pensar en que había contratado a un hombre que era medio decente y que, de alguna manera, lo había convertido en otro que era medio malvado. No era que ella se hubiese corrompido a sí misma, sino que corrompía todo lo que tocaba.

Escalofríos le producía náuseas, y el hecho de que ella se sintiera mal en vez de sentirse agradecida, le producía más náuseas.

—Estoy perdiendo el tiempo —dijo entre dientes, como si hablase con su copa.

—Todos lo estamos perdiendo —dijo Rogont, suspirando—. Sólo intentamos pasar estos momentos tan difíciles para que, cuando llegue la hora en que la más ignominiosa de las muertes nos alcance, nos parezca menos terrible.

—Debería haberme marchado —intentó cerrar la mano que ocultaba con el guante, pero el dolor le hizo sentirse aún más débil—. Para encontrar la manera…, la manera de acabar con Orso —estaba tan cansada que casi no podía ni hablar.

—¿Venganza? ¿De veras?

—Venganza.

—Me derrumbaría si usted se marchase.

—¿Para qué diablos me queréis? —Monza estaba tan cansada que apenas se fijaba en lo que decía.

—¿Yo, quererla? —la sonrisa de Rogont se desvaneció durante un instante—. No puedo retrasarlo más, Monzcarro. Pronto, quizá mañana, habrá una gran batalla. Una que decidirá el destino de Styria. ¿Qué puede ser más importante que el consejo de uno de los soldados más grandes de Styria?

—Intentaré encontrar a uno para vos —musitó ella.

—Y, además, usted tiene muchos amigos.

—¿Yo? —no se le ocurría ni uno que siguiese vivo.

—El pueblo de Talins aún la ama —enarcó las cejas al observar a los invitados y ver que algunos de ellos la miraban amenazantes, con muy poca amistad—. Aunque aquí sea menos popular, es evidente. Pero eso sólo sirve para reforzar lo dicho. A fin de cuentas, el que para uno resulta un malvado, para otro es un héroe.

—En Talins todos creen que estoy muerta, pero no me importa —apenas sabía lo que decía.

—Al contrario, mis agentes están informando a sus ciudadanos del triunfo que ha supuesto su supervivencia. Los pasquines que han pegado en todas las encrucijadas ponen en entredicho la historia del duque Orso, le culpan por intentar asesinarla y proclaman su regreso inminente. Créame, el pueblo se toma esas cosas muy en serio, se las toma con la pasión desbordante que las gentes del común sienten por las grandes figuras que nunca conocieron y que nunca conocerán. Aunque no sea gran cosa, al menos servirá para que se vuelvan contra Orso y le causen problemas en casa.

—La política, ¿verdad? —se bebió el contenido del vaso—. Gestos que apenas sirven de nada cuando la guerra llama a la puerta.

—Todos hacemos los gestos que podemos. Pero, tanto en la guerra como en la política, usted aún se merece que la cortejen —acababa de recuperar la sonrisa, que en aquellos momentos parecía más franca que antes—. Además, ¿qué otra razón necesitaría cualquier hombre para querer que una mujer tan astuta como hermosa esté siempre al alcance de su mano?

—No me jodáis —Monza ni siquiera le miró.

—Ya me gustaría —la miró de frente—. Pero ahora lo que más necesito es que me ayude.

—Usted parece tan amargado como yo.

—¿Eh? —Escalofríos dejó de mirar con cara de malas pulgas a una pareja que parecía feliz—. ¡Ah! —quien le hablaba era una mujer—. ¡Oh! —era bastante bonita, y además parecía tener un aura a su alrededor. Entonces cayó en la cuenta de que aquella aura también la tenían los demás. Debía de tener una cogorza de campeonato.

No obstante, ella parecía diferente. Un collar de gemas rojas circundaba su largo cuello. Su vestido blanco le quedaba igual de holgado que los que llevaban en Westport las mujeres de piel oscura, con la diferencia de que ella era de piel más pálida. Había algo natural en su manera de llevarlo que no le hacía sentirse encorsetada. También había algo natural en su sonrisa. Durante un instante estuvo a punto de devolvérsela. Hubiera sido la primera vez en mucho tiempo.

—¿Puedo sentarme? —hablaba en styrio con el fuerte acento de la Unión. Otra extranjera como él.

—¿Quiere sentarse… conmigo?

—¿Por qué no? ¿No tendrá la peste?

—Con mi suerte, no me extrañaría —volvió la parte izquierda de su rostro hacia ella—. Creo que esta cara mía mantiene lejos a la mayoría de la gente.

Ella le miró y apartó la mirada, pero no la sonrisa.

—Todos tenemos cicatrices —dijo—. Algunos las tienen fuera, otros…

—Aunque las que están por dentro no pagan tanto pontazgo a las miradas, ¿no le parece?

—He descubierto que las miradas están sobrevaloradas.

—A usted le resulta fácil decir eso, porque seguro que todos la miran —Escalofríos acababa de mirarla lentamente de arriba abajo, disfrutando mientras lo hacía.

—Muy amable —suspiró, vaciando sus mofletes hinchados de aire mientras miraba en redondo toda la sala—. No creo que encuentre nada de eso en toda esta muchedumbre. Estoy por jurar que usted es la única persona honrada que encontraré por aquí.

—Se equivocará —su sonrisa crecía. A fin de cuentas, siempre había que aprovechar la ocasión de adular a una mujer bonita y elegante. Aún tenía orgullo. Parpadeó cuando ella le tendió una mano—. ¿Puedo besársela?

—Si le apetece… No me voy a volatilizar.

Era tersa y suave. Ni parecida a aquella mano de Monza… llena de cicatrices, curtida, callosa como la de cualquier Hombre Afamado. Ni tan retorcida como la raíz de la ortiga, ni, mucho menos, oculta bajo un guante. Escalofríos aplicó sus labios a los nudillos de la mano de aquella mujer y percibió un leve aroma de perfume. Parecido al de las flores, y también a otra cosa que le alteró la respiración.

—Yo… hum… me llamo Caul Escalofríos.

—Ya lo sé.

—¿Lo sabe?

—Ya nos habíamos visto antes, aunque fugazmente. Yo me llamo Carlot dan Eider.

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