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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (34 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Una habitación… —el rey se aclaró la garganta— muy agradable.

—Veo que es fácil agradarle.

—Mi esposa no diría lo mismo —dijo él, riendo.

—Son muy pocas las esposas que dicen cosas agradables a sus maridos. Por eso vienen a vernos.

—Se confunde. Me ha dado su bendición. Mi esposa está esperando nuestro tercer hijo y…, pero creo que eso no es asunto suyo.

—Debo mostrar interés por todo lo que usted diga. Para eso me pagan.

—Por supuesto —el rey se frotó las manos con algo de nerviosismo—. ¿Qué tal un trago?

—Ahí están las bebidas —dijo Monza, señalando la vitrina.

—¿Usted no bebe?

—No.

—No, claro, ¿por qué tendría que beber? —el vino abandonó la botella con un borboteo—. Supongo que esto no es nuevo para usted.

—Pues no —pero se le hacía difícil recordar cuándo se había vestido como una puta y compartido habitación con un rey. Tenía dos opciones: irse a la cama con él o matarle. Ninguna de las dos le atraía especialmente. Matar a Ario ya habría supuesto un problema enorme. Pero matar a un rey (aunque fuese el yerno de Orso) habría sido otro muchísimo más complicado.

Cuando se enfrenta a dos caminos oscuros, el general siempre debe elegir el más iluminado
, había dicho Stolicus. Como Monza no estaba segura de que la cita pudiera aplicarse a sus presentes circunstancias, le pareció que nada le iba a servir. Deslizó una mano alrededor de la pata de la cama que tenía más cerca y se agachó hasta quedarse sentada encima de aquellas colchas tan chillonas. Entonces vio la pipa.

Cuando se enfrenta a dos caminos oscuros, el general siempre debe buscar un tercero
, había dicho Farans.

—Parece nervioso —murmuró.

El rey se había alejado hasta los pies de la cama.

—Debo confesarle que ha pasado mucho tiempo desde que visité… un establecimiento como éste.

—Entonces necesita algo para calmarse —le dio la espalda antes de que él pudiera llevarle la contraria y comenzó a cargar la pipa. No le llevó mucho tiempo prepararla. A fin de cuentas, era algo que hacía todas las noches.

—¿Cáscaras? No estoy seguro de que…

—¿También necesita la bendición de su esposa para esto? —y se la tendió.

—Claro que no.

Ella levantó la lamparilla y acercó la llama a la cazoleta, pero sin perderle de vista. A la primera calada comenzó a toser. A la segunda hizo lo mismo. A la tercera logró resistir y exhaló una bocanada de humo blanco.

—Su turno —dijo, apretando la pipa con fuerza contra la mano de ella, mientras se hundía en la cama y el humo salía de la cazoleta para cosquillear la nariz de Monza.

—Yo… —¡Oh, cuánto lo había estado deseando! Temblaba por todo lo que lo necesitaba—. Yo… —perfecto, perfecto, la tenía entre las manos. Pero no podía abandonarse. Necesitaba tener el control. Torció la boca en una mueca inexpresiva—. ¿Qué tipo de bendiciones necesita? —le preguntó con voz cascada—. Prometo que no diré… ¡oh! —Aplicó nuevamente la llama a las briznas de color gris tostado y aspiró profundamente el humo, sintiendo que le quemaba los pulmones.

—Malditas botas —decía el rey, mientras intentaba quitarse aquel calzado suyo tan reluciente—. Me están chicas. Cuando pagas… cien marcos… por unas botas…, supones que… —una de las botas salió volando y se estrelló contra la pared, dejando a su paso una estela brillante. A Monza comenzaba a costarle seguir de pie.

—Otra calada —y le ofreció la pipa.

—Bueno…, no creo que me haga daño.

Monza se quedó mirando la llama de la lamparilla mientras prendía en las cáscaras. Brillando, resplandeciendo, adoptando todos los colores de una joya con muchas piedras preciosas, las briznas adoptaron un tono naranja, pasaron del marrón claro al rojo intenso y luego al gris de las cenizas. El rey le lanzó al rostro un largo penacho de humo dulzón que ella aspiró con los ojos cerrados. Tenía la cabeza llena de humo, tanto que le pareció que no iba a tardar mucho en hinchársele y reventar.

—¡Oh!

—¿Eh?

Él miró a su alrededor y dijo:

—Suficiente.

—Sí. Sí, lo es.

Era como si la habitación ardiese. Los dolores de sus piernas se habían convertido en cosquilleos placenteros. Su piel desnuda siseaba y le picaba. Cuando se hundió en la cama, el colchón gimió bajo su trasero. A solas con el rey de la Unión, los dos encima de una cama estrafalaria, en una casa de putas. ¿Qué otra cosa hubiera podido ser más confortable?

El rey se lamió los labios con indolencia.

—Mi esposa. La reina. Ya sabe. ¿Ya se lo había dicho? La reina…, ella no siempre…

—A su esposa le gustan las mujeres —Monza lo dijo sin pensar. Luego se echó a reír, tosió y se quitó un pequeño moco de los labios—. Le gustan mucho.

Los ojos del rey se veían de color rosa tras los agujeros de la máscara. La miraban indolentes.

—¿Las mujeres? ¿De qué estábamos hablando? —se echó hacia delante—. Ya no me siento… nervioso —deslizó una mano torpe por una de las piernas de ella—. Creo… —dijo con la lengua como de trapo—. Creo… —giró los ojos dentro de sus órbitas y cayó de espaldas en la cama con los brazos abiertos. La cabeza se le fue lentamente hacia un lado, la máscara se le ladeó en la cara y él se quedó quieto, roncándole a Monza en una oreja.

Parecía tan feliz en aquella postura… Ella intentó echarse. Siempre estaba pensando, pensando, preocupándose, pensando. Necesitaba descansar. Se lo merecía. Pero algo le molestaba, algo que tenía que hacer antes de descansar. ¿Qué podría ser? Se puso de pie, oscilando de atrás adelante.

Ario.

—Uh, eso era.

Dejó a Su Majestad tumbado encima de la cama y se dirigió hacia la puerta, mientras la habitación oscilaba de uno a otro lado como si quisiera pillarla desprevenida. Qué tramposa. Se agachó y se quitó uno de los zapatos de tacón, se ladeó y estuvo a punto de caerse. Se quitó el otro y lo lanzó, que flotó delicadamente en el aire como el ancla que se hunde en el agua. Tuvo que esforzarse para mantener los ojos abiertos mientras enfocaba la puerta, porque había un mosaico de cristal azul entre ella y el mundo. Pero antes de poder salir por ella, la luz de las velas cegó su visión.

Morveer asintió con la cabeza a Day, que le imitó, una forma oscura agazapada en la tiniebla del ático, de la que sólo podía ver la tira alargada de luz azul que cruzaba la mueca de su rostro. Detrás de ella, las viguetas, los tirantes, las traviesas sólo eran siluetas negras con bordes teñidos por una débil luz.

—Yo me encargaré de los dos que están junto a la suite real —dijo entre susurros—. Tú encárgate de los demás.

—Hecho, ¿cuándo?

El cuándo era una cuestión de suprema importancia. Pegó un ojo al agujero, con la cerbatana en una mano y las yemas de los dedos de la otra en el pulgar, al que rascaban con nerviosismo. La puerta de la suite real se abrió y Vitari apareció entre los guardias. Miró hacia arriba y se fue por el pasillo. No había ni rastro de Murcatto y de Foscar, no había rastro de nadie. Eso no formaba parte del plan, Morveer estaba seguro. Aún tenía que matar a los guardias, claro que sí, porque le habían pagado para hacerlo y él siempre cumplía lo pactado. Ésa era una de las cosas que le diferenciaban de tipos obscenos como Nicomo Cosca. Pero cuándo, cuándo, cuándo…

Morveer enarcó una ceja. Estaba seguro de oír a alguien masticar.

—¿Estás comiendo algo?

—Sólo un bollo.

—¡Para! ¡Por caridad, estamos trabajando y yo estoy intentando pensar! ¿Acaso es pedir mucho una
pizca
de profesionalidad?

El tiempo fue pasando en compañía de la tenue música que los incompetentes músicos tocaban en el patio, mientras que dentro no había más movimiento que el que hacían los guardias apostados a ambos lados de la puerta cuando descargaban su peso de un pie a otro. Morveer movió lentamente la cabeza. Visto lo visto, lo mismo daba un momento que otro. Respiró profundamente, se llevó la cerbatana a los labios, apuntó al guardia que estaba más cerca…

La puerta de la habitación de Ario se abrió violentamente. Las dos mujeres salieron por ella, una aún ajustándose la camisa. Morveer retuvo el aliento y comenzó a hinchar los mofletes. Las dos mujeres cerraron la puerta y se fueron por el pasillo. Uno de los guardias dijo algo al otro y se rió. Cuando Morveer sopló por la cerbatana se produjo un siseo casi inaudible. La risa se paró en seco.

—¡Ah! —el guardia que estaba más cerca se llevó una mano al cuero cabelludo.

—¿Qué?

—Algo…, no sé qué, me ha picado.

—¿Te ha picado? Qué… —el otro guardia comenzó a hurgarse entre los cabellos—. ¡Por todos los infiernos!

El primero acababa de encontrar la aguja clavada en su cuero cabelludo y la levantaba hacia la luz.

—Una aguja —buscó la espada con mano temblorosa, se apoyó en la pared y, deslizándose de costado, cayó al suelo—. Siento que todo…

El segundo guardia echó a correr por el pasillo sin encontrar a nadie y luego levantó la cabeza y los brazos hacia arriba. Morveer se permitió mover ligeramente la cabeza en signo de asentimiento y reptó hacia Day, que estaba agachada junto a dos de los agujeros con la cerbatana en una mano.

—¿Éxito? —preguntó.

—Desde luego —en la otra mano seguía teniendo el bollo, al que dio un pequeño mordisco. Al mirar por uno de los agujeros, Morveer vio que los dos guardias que estaban junto a la suite real descansaban en el suelo, inmóviles.

—Excelente trabajo, querida. Pero,
¡ay
!, es todo lo que nos encargaron —y comenzó a recoger el equipo.

—¿Por qué no nos quedamos para ver cómo salen las cosas?

—No veo ningún motivo para hacer tal cosa. Lo único que podremos ver es cómo mueren esos hombres, algo que ya hemos visto antes. Con frecuencia. Hazme caso. Cualquier muerte se parece
mucho
a las demás. ¿Tienes la cuerda?

—Por supuesto.

—Nunca es demasiado pronto para comprobar los medios de fuga.

—La precaución primero, y siempre.


Precisamente
eso.

Day desenrolló la cuerda que llevaba y ató uno de sus extremos en una vigueta bastante resistente. Levantó un pie y, de una patada, soltó de su marco la pequeña ventana. Morveer escuchó el chapoteo que hacía al caer en el canal situado detrás del edificio.

—Lo has hecho con suma pulcritud.
¿Qué
haría yo sin ti?

—¡Muere! —y Rizos Grises cruzó a la carga el interior del círculo, enarbolando aquel enorme pedazo de madera por encima de su cabeza. Al igual que todo el gentío, Escalofríos tragó saliva y se desplazó hacia un lado, sintiendo en la cara el aire que desplazaba la maza. Agarró al hombretón con un abrazo poco convincente que los llevó a ambos hasta el perímetro del círculo.

—¿Qué puñetas viene ahora? —le decía Escalofríos al oído.

—¡La venganza! —Rizos Grises le puso una rodilla en un costado y le echó fuera.

Escalofríos se tambaleó mientras recuperaba el equilibrio y hacía memoria para recordar si le había hecho algo a aquel hombre.

—¿La venganza? ¿Por qué, bastardo loco?

—¡Por Uffrith! —su enorme pie bajó para darle un pisotón, que él evitó echándose a un lado para luego mirar por encima del escudo.

—¿Eh? ¡Ahí no hemos matado a nadie!

—¿Estás seguro?

—Matamos a dos hombres en los muelles, pero…

—¡Mi hermano! ¡Sólo tenía doce años!

—¡Yo no tomé parte en aquello, pedazo de retrasado! ¡Dow el Negro se encargó de las muertes!

—Dow el Negro no está ahora delante de mí, y yo le juré a mi madre que se lo haría pagar a alguien. ¡Tu parte fue lo suficientemente importante para que ahora te elimine, cabrón!

Escalofríos lanzó un chillido poco viril mientras retrocedía para evitar otro golpe demoledor y escuchaba los vítores de la gente pidiendo sangre, como si lo que veían fuese un duelo de verdad.

Pues entonces, venganza. Pero la venganza es un arma de doble filo. No podía saber cuándo podría matarle aquel bastardo. Escalofríos se quedó quieto mientras la sangre le caía por el lado de la cara donde antes le había alcanzado, mientras se daba cuenta de lo injusto y desagradable que era todo aquel asunto. Había intentado ser mejor persona. ¿O no? Y todas aquellas buenas intenciones sólo habían servido para meterle más dentro de la mierda.

—¡Hice todo lo que podía! —exclamó en norteño.

Rizos Grises echaba espuma por el agujero de la máscara que caía encima de su boca cuando dijo:

—¡Lo mismo que mi hermano! —y se le acercó, y su maza fue una mancha borrosa. Escalofríos la evitó y levantó con fuerza su escudo hacia arriba, alcanzando con su borde la mandíbula inferior del grandullón, que retrocedió escupiendo sangre.

A Escalofríos aún le quedaba orgullo. Había guardado mucho para sí. Si aquel bastardo lerdo, que no era capaz de distinguir a un hombre bueno de otro malo, le hacía morder el polvo, estaría condenado. Y tal y como le sucediera tantas veces en el Norte, cuando la batalla había comenzado y él se encontraba en lo más hondo de la misma, sintió que la furia le hervía en la garganta.

—¿Quieres venganza? —exclamó—. ¡Pues yo te enseñaré lo jodida que es la venganza!

Cosca hizo una mueca cuando Escalofríos recibió un golpe en el escudo y se tambaleó hacia un lado. Exclamó en norteño algo que revelaba mucha ira contenida, rasgó el aire con su espada y no alcanzó a Rizos Grises por la anchura de un dedo, estando a punto de herir a los espectadores al final del recorrido de su arma, que se apartaron muy nerviosos.

—¡Qué combate tan sorprendente! —el comentario era una frivolidad—. ¡Si casi parece real! Creo que voy a contratarlos para la boda de mi hija…

Y tenía razón, porque los dos norteños estaban montando un buen espectáculo. Mejor que bueno. Se movían lentamente en círculo, los ojos fijos en el contrario, lanzando ocasionalmente una patada o un golpe hacia el otro. La precaución, llena de furia y concentración, de hombres que saben que el más ligero desliz puede causarles la muerte. A causa de la sangre, Escalofríos tenía el cabello de un lado pegado a la cara. Rizos Grises tenía un largo corte bajo el cuero que cubría su pecho, y otro por debajo de la barbilla, donde le había alcanzado el borde del escudo.

Los espectadores habían dejado de proferir obscenidades para animarles en voz baja y tragar saliva, mirando ansiosos a los luchadores, atrapados entre las ganas de dar empujones hacia delante para ver mejor, y las de echarse hacia atrás cuando las armas se acercaban a ellos. Sentían algo incierto en el aire que ocupaba el patio. Como la presión de la atmósfera antes de una gran tormenta. Una rabia genuinamente asesina.

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