—Estoy condenado —murmuró desconsoladamente—, condenado a dar, a dar, sin recibir
nada
a cambio.
Un golpecito en la puerta. Y la voz de Day.
—¿Estás listo?
—Un momento.
—Todos están bajando por las escaleras. Hay que irse al palacio de Cardotti. Echar los cimientos. La importancia de la preparación y todo eso —era como si hablase con la boca llena. De hecho, lo contrario hubiera sido una sorpresa—. Yo les pondré al día por ti —y escuchó sus pasos al bajar.
Al menos había una persona que mostraba la necesaria admiración por sus dotes educativas, que le hacía partícipe del debido respeto, que excedía sus más altas expectativas. Fue consciente de confiar cada vez más en ella, tanto desde el punto de vista práctico como emotivo. Quizá más de lo que aconsejase la precaución.
Pero incluso un hombre con el extraordinario talento de Morveer no puede pensar en todo. Suspiró hondamente y se apartó del espejo.
Los artistas, o los asesinos, pues eran ambas cosas, cubrían el suelo del almacén. Veinticinco en total, si Amistoso era incluido finalmente en el recuento que se acababa de hacer. Las tres bailarinas gurkas se sentaban con las piernas cruzadas, dos de ellas con sus elaboradas máscaras de gato aún encima de sus cabelleras negras y aceitadas. Como la tercera se la había puesto sobre el rostro, sus ojos relucían oscuros tras las oblicuas mirillas practicadas en ella, mientras acariciaba suavemente una curva daga. Los de la banda, que acababan de ponerse unas chaquetillas negras muy limpias y unas mallas grises y amarillas, y se cubrían el rostro con unas máscaras plateadas que adoptaban la forma de las diferentes notas musicales, practicaban una jiga que aún no conseguían dominar.
Escalofríos, que estaba de pie cerca de ellos, se cubría los hombros con una túnica de piel mientras agarraba un escudo redondo de madera, bastante grande, con una mano y una pesada espada con la otra. Rizos Grises se encontraba frente a él, con una máscara de hierro que le cubría toda la cara y una maza enorme, reforzada con remaches de hierro, en las manos. Escalofríos hablaba muy deprisa en norteño, indicándole a Rizos Grises las maniobras que iba a hacer con la espada para que él reaccionase ante ellas y así pudieran ir preparando el espectáculo que iban a dar.
Barti y Kummel, los acróbatas, vestían una abigarrada ropa a cuadros que se les adhería al cuerpo, mientras discutían entre sí en el idioma de la Unión y uno de ellos agitaba con mucha pasión una especie de puñal. El Increíble Ronco lo observaba todo a cubierto de su máscara pintada de rojo, naranja y amarillo, colores todos ellos tan chillones que parecían llamas que bailoteasen. A su espalda, los tres juglares llenaban el aire con una cascada de cuchillos relucientes que brillaban y parpadeaban en la penumbra. Otros se apoyaban en cajas, se sentaban en el suelo con las piernas cruzadas, hacían cabriolas, afilaban las hojas de espadas y cuchillos o remendaban sus trajes.
Escalofríos apenas reconoció al propio Cosca cuando lo vio ataviado con una gruesa casaca de terciopelo con bordados de plata, un sombrero de copa en la cabeza y un largo bastón de color negro y empuñadura de oro macizo en la mano. Había disimulado con maquillaje el sarpullido que tenía en el cuello. Sus bigotes entreverados de gris habían quedado encerados para convertirse en dos curvas rutilantes; sus botas, luego de quedar limpias, brillaban como nunca; y aunque su máscara tuviese unas incrustaciones de pequeños trocitos de espejo, chispeaba mucho menos que los ojos que se escondían detrás.
Se contoneó mientras llegaba al lado de Amistoso, con esa sonrisa autocomplaciente que el jefe de pista siempre exhibe en el circo, y dijo:
—Espero que estés bien, amigo mío. Nuevamente gracias por escucharme esta mañana.
Amistoso asintió, reprimiendo una mueca. Aquella aura de buen humor de Cosca tenía algo mágico, porque él sabía que podría hablar y hablar, y eso le daba confianza, y también sabía que sería escuchado y que podría reír y que Amistoso le comprendería. Y por todo eso, a Amistoso casi le entraron ganas de hablar también él.
Cosca acababa de sacar algo. Una máscara que parecía dos dados juntos. Curiosamente, aquellos dados marcaban un uno doble, porque los agujeros para los ojos eran otros tantos puntos negros en sus caras visibles.
—Espero que esta noche me hagas el favor de controlar el tablero de los dados.
Amistoso recogió la máscara con mano temblorosa y dijo:
—Será un gran placer.
Su loca tripulación recorría las retorcidas calles mientras las brumas matinales comenzaban a levantarse… bajando por callejones poco iluminados, cruzando estrechos puentes, atravesando jardines oscuros y decaídos y recorriendo húmedos túneles, siempre con pisadas que suscitaban ecos en las sombras. La traicionera agua jamás estaba lo suficientemente lejos, se decía Escalofríos mientras fruncía la nariz ante el pestazo a sal de los canales.
Media ciudad estaba disfrazada, como si todos sus habitantes tuviesen que celebrar algo. Los que no estaban invitados al gran baile en honor de los regios visitantes de Sipani se habían preparado una fiesta por su cuenta, y buena parte de ellos parecían estar a punto de inaugurarla. Si algunos no se habían quebrado la cabeza a la hora de los disfraces, poniéndose las casacas y atavíos de los domingos con el añadido de un simple antifaz, otros parecían haber enloquecido: pantalones enormes, zapatos de tacón, rostros pintados de oro y plata que gruñían como animales y hacían muecas de locos. A Escalofríos le recordaron la cara de Nueve el Sanguinario cuando luchó con él en el círculo, porque su sonrisa diabólica estaba manchada de sangre. Todo aquello le ponía de los nervios. Lo mismo que ir vestido con pieles y cueros, como en el Norte, y cargar con una espada y un escudo bastante pesados que apenas diferían de los de verdad. Un numeroso grupo de individuos se cruzó con ellos, todos cubiertos con plumas amarillas y máscaras de enormes picos que chillaban como una bandada de gaviotas locas. Y también le puso de los nervios.
Cubierto por la bruma, pudo distinguir que doblaban esquinas y cruzaban plazas en penumbra, siempre bajo la mirada de formas extrañas cuyas risotadas y parloteos resonaban en los callejones de madera. Monstruos y gigantes. Aquella ocurrencia consiguió que a Escalofríos comenzaran a picarle las palmas de las manos, porque acababa de recordar cuando el Temible había salido de la bruma que rodeaba Dunbrec para llevar consigo la muerte. Pero sólo se trataba de unos bastardos idiotas con zancos. Ponle a una persona una máscara y sucederá algo inusual y fantástico. No sólo cambiará de aspecto, sino de comportamiento. En ocasiones dejará de ser una persona para convertirse en… otra cosa.
A Escalofríos no le gustaba nada todo aquello que, por otra parte, nada tenía que ver con el hecho de que fuera a tomar parte en un asesinato. Le parecía que aquella ciudad se levantaba en el mismísimo borde del infierno y que los demonios salían de él para pasearse por las calles y mezclarse con los asuntos cotidianos de la gente, evitando hacer cualquier cosa fuera de lo corriente. Pero no podía olvidar que, de entre toda aquella gente que le parecía extraña y peligrosa, la que componía su grupo era la más extraña y peligrosa con la que jamás se hubiese encontrado. Si en aquella ciudad había demonios, él era uno de los peores. Y cuando ese pensamiento comenzó a echar raíces en su mente, no resultó, precisamente, muy reconfortante.
—¡Por aquí, amigos! —Cosca les hizo atravesar una plaza rectangular formada por cuatro árboles desangelados y sin hojas y un edificio bastante grande en penumbra, construido de madera y con un patio en su interior. Idéntico al que se había encontrado encima de la mesa del almacén durante los últimos días. Como cuatro guardias bien armados y de ceño fruncido rodeaban una verja de hierro, Cosca, haciendo ruido con los tacones, subió a buen paso los escalones que conducían hasta ellos y dijo:
—¡Buenos días tengan ustedes, caballeros!
—El Cardotti está cerrado —dijo con un gruñido el que estaba más cerca—. Y seguirá cerrado por la noche.
—Pero no para nosotros —Casca movió el bastón para señalar a su variopinta tropa—. Somos los artistas de la función privada que va a darse esta misma noche, escogidos y contratados especialmente por la consorte del príncipe Ario, Carlot dan Eider. Y ahora, abran enseguida la puerta, porque tenemos que atender a los numerosos preparativos. ¡Vamos, mis niños, y no os entretengáis! ¡Hay que divertir a la gente!
El patio era mucho mayor de lo que Escalofríos había supuesto y también mucho más frustrante, porque se suponía que formaba parte del mejor burdel del mundo. Pero sólo era una zona empedrada llena de musgo en la que habían instalado unas cuantas mesas y sillas desvencijadas, pintadas con una purpurina que comenzaba a pelarse. Varias cuerdas colgaban de las ventanas del piso de arriba, donde unas cuantas sábanas ondeaban para secarse. Unas barricas de vino se amontonaban en un rincón. Un hombre muy mayor y torcido barría el suelo con una escoba que estaba en las últimas. Una mujer gorda restregaba una prenda de ropa interior en un barreño. Otra se miraba circunspecta las uñas mientras manejaba un fichero. Poco después se repantigó en su silla y, mientras aspiraba el humo de una pequeña pipa de arcilla de chagga, estudió la ficha en la que estaban escritos los nombres de los artistas.
—Nada es más mundano ni menos excitante que ver una casa de putas a plena luz del día, ¿estás de acuerdo?
—Creo que sí —Escalofríos veía que los malabaristas habían encontrado un rincón donde poner sus cosas, entre ellas sus relucientes cuchillos.
—Siempre pensé que la vida de una puta debía de ser bastante buena. O, al menos, próspera. Ves cómo van pasando los días y cuando finalmente te llaman para que hagas el trabajo, la mayor parte te lo pasas tumbada debajo.
—No veo mucho honor en eso —comentó Escalofríos.
—Al menos, la mierda hace que las flores crezcan. El honor no es tan provechoso.
—¿Y qué pasa cuando te haces vieja y ya no quieres que te den más caña? Creo que sólo sacas fuera tu desesperación, mientras te guardas un montón de pesares.
Bajo su máscara, la sonrisa de Cosca se convirtió en una mueca de tristeza.
—Amigo mío, como hacemos todos. Sucede en todos los negocios, y los nuestros no son diferentes. Ser soldado, matar, como quieras llamarlo. Nadie te quiere cuando te haces viejo —dio un empujón a Escalofríos cuando entró en el patio, moviendo el bastón de atrás adelante al ritmo de sus zancadas—. De una manera u otra, ¡todos somos putas! —sacó un pañuelo muy historiado de su bolsillo, lo ondeó al pasar al lado de las tres mujeres e hizo una reverencia—. ¡Señoras, es todo un honor!
—¡Capullo viejo e imbécil! —Escalofríos comprendió las palabras que una de ellas decía en norteño justo antes de volver a darle a la pipa. La banda comenzaba a afinar los instrumentos, cuyos sonidos se convirtieron en un triste lamento en cuanto comenzaron a tocar con ellos.
En el patio había dos puertas bastante grandes; la de la izquierda llevaba al salón de juego, y la de la derecha al de fumadores; de ambos salones se llegaba a las dos escaleras. Sus ojos recorrieron la pared cubierta de hiedra y las arañadas planchas de madera oscurecidas por la humedad de aquel clima, para llegar a la hilera de estrechas ventanas de la primera planta. Las habitaciones para el solaz de los invitados. Luego sus ojos, al seguir subiendo, contemplaron unas ventanas más grandes de cristal emplomado, situadas justo debajo del tejado: la suite real, que acogía a los visitantes de mayor rango, donde, dentro de unas horas, planeaban dar la bienvenida al príncipe Ario y a su hermano Foscar.
—Uh —se volvió al sentir un golpecito en el hombro, y entonces se quedó medio bizco.
Una mujer alta estaba junto a él, con una piel de color negro brillante alrededor de los hombros y unos largos guantes negros en sus largos brazos, con una cabellera negra y peinada hacia un lado que pendía suave y tersa sobre su blanco rostro. Su máscara estaba sembrada de partículas de vidrio, excepto en las hendiduras por donde sus ojos le miraban con fulgor.
—Er… —Escalofríos tuvo que hacer de tripas corazón para no mirarle las tetas, porque la sombra que se formaba entre ellas atraía tanto a sus ojos como el panal de miel al oso—. Si puedo hacer algo… ya sabe…
—Ah, ¿sí? No sé —torció una de las comisuras de sus labios pintados, como si se burlara o como si él le divirtiera. A Escalofríos le pareció que su voz tenía un sonido familiar.
—¿Monza? —preguntó, casi susurrando.
—¿Qué otra mujer tan elegante como yo le hubiera dicho algo a un tipo como tú? —le miró de arriba abajo—. Esto me trae recuerdos. Pareces tan salvaje como cuando te vi por primera vez.
—Creo que ésa es la idea. Tú pareces, hum… —no conseguía encontrar la palabra.
—¿Una puta?
—Bueno, quizá, pero una bastante cara.
—No me gustaría parecerme a una barata. Me voy para arriba a esperar a nuestros invitados. Si todo va bien, te veré en el almacén.
—Sí. Si todo va bien —la vida de Escalofríos tenía la mala costumbre de no ir nunca bien. Frunció el ceño al mirar las ventanas emplomadas—. Y tú, ¿estarás bien?
—Oh, puedo manejar a Ario. Es lo que siempre he estado esperando.
—Ya lo sé, pero me refería a…, bueno, si quieres que esté más cerca…
—Me gustaría que tu diminuta mente dejara de tener las cosas bajo control. Permíteme que me preocupe de mis asuntos.
—Lo que me preocupa es que se nos pueda escapar algo.
—Siempre tan optimista —levantó un hombro mientras se iba.
—Quizá sólo quisiera disuadirme —dijo para sí. Pero, aunque no le gustase que le hablara de aquella manera, aún le gustaba mucho menos que ni siquiera le hablase. Al volverse y ver que Rizos Grises le miraba burlón, hizo una higa a aquel viejo bastardo—. ¡No te quedes ahí! ¡Dibujemos de una vez el maldito círculo antes de hacernos viejos!
Monza estaba lejos de sentirse bien mientras apretaba los dientes y recorría el salón de juego en compañía de Cosca. No estaba acostumbrada a los zapatos de tacón alto. Tampoco a las medias que le cubrían las piernas. Y como, por lo general, los corsés solían ser una tortura, el que llevaba no era la excepción y le apretaba mucho, aun habiendo reemplazado dos de sus ballenas por otros tantos estiletes que ocultaban sus puntas y mangos donde la espalda pierde su honroso nombre. Los tobillos, las rodillas y las caderas le latían. Aunque, como siempre, la idea de fumarse una pipa se insinuase en la trastienda de su mente, intentó ignorarla. Y puesto que aquellos últimos meses había soportado mucho dolor, una pizca más sería muy poco precio que pagar por acercarse a Ario. Sólo lo suficiente para clavar un puñal en aquel rostro burlón. Sólo con pensarlo, su contoneo se hizo más arrogante.