—No esperarás que vaya a hacerme responsable de los actos cometidos por la gente de mi gremio —Morveer pensó que lo mejor sería negar su participación en aquel suceso del que era personalmente responsable, porque catorce años antes había sido contratado por la gran duquesa Sefeline de Ospria para matar a Nicomo Cosca. Comenzaba a molestarle el hecho de haber fallado el blanco y acabar matando a su amante.
—Aplasto avispas donde me las encuentro, sin ponerme a pensar en si me han picado o no. Para mí, tu gente, si es que se puede llamar así, merece el mismo desprecio. El envenenador es un cobarde de la peor especie.
—¡Siempre a la zaga del borracho! —Morveer le devolvió el cumplido, frunciendo ostensiblemente el labio superior—. Un desecho humano como el borracho suscitaría la piedad si no fuese tan absolutamente repelente. Ningún animal es más predecible. Como un pichón a su casa llena de porquería, el borracho vuelve siempre a la botella, incapaz de cambiar. Es la única vía de escape para la miseria que deja. Para los borrachos, el mundo de la sobriedad está tan repleto de antiguos fracasos y nuevos miedos que los ahoga. El que lo abandona es un auténtico cobarde —alzó su vaso y se tomó un largo trago de vino. Y como no estaba acostumbrado a beber deprisa, le entraron ganas de vomitar, que él disimuló con una sonrisa.
Al ver beber a Morveer, Cosca se agarró con mucha fuerza a la mesa, de suerte que los nudillos de su escuálida mano se volvieron blancos por el esfuerzo, y dijo:
—Qué poco me conoces. Puedo dejar de beber en cuanto me lo proponga. De hecho, acabo de proponérmelo. Te lo demostraría —el mercenario alzó una mano titubeante— si tuviese medio vaso de vino para calmar estos malditos temblores.
Los demás rieron y la tensión bajó, pero Morveer se quedó con la mirada letal que había visto en el rostro de Cosca. Aunque el viejo borracho pudiese parecer tan inofensivo como un patán aldeano, antaño había sido uno de los hombres más peligrosos de Styria. Hubiera sido una locura tomar a un hombre como él a la ligera, y Morveer no era ningún loco. Tampoco era el niño huérfano que había hecho pucheros cuando le apartaron de su madre.
La precaución primero, y siempre. Y en todo momento.
Monza se sentaba en silencio, hablando sólo lo imprescindible y comiendo menos, agarrando con fuerza y dolor el cuchillo en su mano enguantada. Se sentaba lejos de los demás, en la cabecera de la mesa. La distancia que necesita el general para estar apartado de los soldados, el patrón para alejarse de sus empleados y una mujer en busca y captura para apartarse de todo el mundo, siempre que tenga algo de sensatez. No le resultaba difícil. Llevaba muchos años manteniendo las distancias y dejando a Benna a cargo de las chácharas, las risas y caer bien a la gente. Un líder no puede permitirse caerle bien a nadie. Y menos si es mujer. Aunque Escalofríos no le quitase el ojo de encima, ella no le devolvía la mirada. Haber permitido que la disciplina se hubiese relajado un poco en Westport le hacía sentirse débil. No podía permitirse que volviera a ocurrir.
—Los dos parecéis conoceros bien —decía Escalofríos mientras su mirada iba de Monza a Cosca y recíprocamente—. ¿Erais viejos amigos?
—Más bien éramos de la familia —el viejo mercenario agitó el tenedor con tanta fuerza que habría podido dejar tuerto a alguien—. ¡Luchamos hombro con hombro como nobles miembros de las Mil Espadas, la brigada mercenaria más famosa del Círculo del Mundo!
Monza frunció el ceño al escuchar aquellas palabras. Sus viejas historias sangrientas iban a traer de vuelta actos y decisiones que había sido necesario hacer y tomar, y que ella habría preferido que no salieran del pasado.
—Recorrimos luchando toda Styria —seguía diciendo Cosca— y regresamos cuando Sazine fue nombrado capitán general. ¡Eran buenos tiempos para ser mercenario! Antes de que las cosas comenzaran a… complicarse.
—Te refieres a la sangre —dijo Vitari con voz burlona.
—Palabras diferentes para referirse a lo mismo. La gente era más rica y se asustaba más fácilmente, y las murallas eran más bajas. Entonces Sazine recibió un flechazo en el brazo, perdió el brazo, luego la vida y a mí me eligieron capitán general —Cosca hurgó en el estofado que tenía en su cuenco—. Al enterrar a aquel viejo lobo, comprendí que la lucha sería un trabajo muy duro en el que yo, como la mayoría de las personas de calidad, intentaría hacer lo menos posible —hizo una mueca retorcida que dedicó a Monza—. Dividimos la brigada en dos partes.
—Tú dividiste la brigada en dos partes.
—Yo me hice cargo de una parte, y Monzcarro y su hermano Benna se hicieron cargo de la otra, haciendo correr el rumor de que nos habíamos peleado. Echamos mano de todo lo que se nos ocurrió (se nos ocurrieron muchas cosas) y… dimos a entender que luchábamos entre nosotros.
—¿Disteis a entender? —preguntó Escalofríos.
El cuchillo y el tenedor del tembloroso Cosca se peleaban entre sí en medio del aire.
—Nos tiramos así varias semanas, dejando el territorio pelado, montando la usual y complicada escaramuza que queríamos que todos vieran, y terminando la campaña mucho más ricos y sin ningún muerto. Bueno, quizá alguno de los que estaban más enfermos. Mejor aprovecharnos de cada uno de los bandos que tener que cerrar el negocio. Incluso montamos un par de batallas falsas, ¿verdad?
—Así fue.
—Hasta que Monza se comprometió con el gran duque Orso de Talins y decidió terminar con las batallas falsas. Hasta que decidió montar una carga en toda regla con espadas bien afiladas y blandidas como se debe. Hasta que decidiste hacer las cosas por tu cuenta, ¿eh, Monza? ¡Qué lástima que no me dijeras que ya no estábamos fingiendo! Aquel día hubiera podido avisar a mis chicos y salvar algunas vidas.
—Tus chicos —dijo ella con un bufido—. No quieras hacernos creer que te importaban otras vidas que no fueran la tuya.
—Había unas cuantas que tenía en gran estima. Nunca me aproveché de ellas y ellas no se aprovecharon de mí —Cosca no apartaba sus ojos inyectados en sangre de los de Monza—. ¿Cuál de los tuyos se volvió contra ti? ¿Fiel Carpi, verdad? Al final no resultó tan fiel, ¿eh?
—Era todo lo fiel que se podía esperar de él. Hasta que me apuñaló.
—Y ahora va a ser nombrado capitán general, ¿verdad?
—Me dijeron que intenta calzar su culo gordo en la silla de capitán general.
—Igual que tú metiste el tuyo, encanijado, en ella después de que yo quitara el mío. Pero él no hubiera podido hacerlo sin el consentimiento de unos cuantos capitanes. Unos chicos notables. Ese bastardo de Andiche. Esa sanguijuela tan grande de Sesaria. Ese gusano burlón de Victus. ¿Aún están contigo esos puercos avariciosos?
—Siguen con la cara metida en el abrevadero. Seguro que todos se apartaron de mí como antes lo habían hecho de ti. No me estás contando nada que no sepa.
—Al final nadie te agradece nada. Ni por las victorias que les das, ni por el dinero que les haces ganar. Se aburren. Y al primer olorcillo de algo mejor…
A Monza se le había acabado la paciencia. Un líder no puede permitirse parecer blando. Y menos si es mujer.
—Para ser un experto en el don de gentes, Cosca, es sorprendente que hayas terminado sin amigos, sin un cobre y hecho un borracho. No pretendas decir que no te di mil oportunidades. Las malgastaste todas, como haces con todo lo que te dan. Lo único que me interesa es saber si acabarás malgastando también ésta. ¿La aprovecharás, como sigo insistiendo machaconamente, o seguirás siendo mi enemigo?
Cosca se limitó a sonreír con tristeza.
—En nuestro trabajo, los enemigos son algo de lo que sentirse orgullosos. Si la experiencia nos ha enseñado algo a los dos, es que nuestros amigos son los únicos a los que hay que vigilar. Mis felicitaciones al cocinero —dejó el tenedor encima del cuenco, cogió éste y caminó hacia la cocina casi en línea recta. Monza frunció el ceño al ver las caras de pocos amigos que acababa de dejar junto a la mesa.
Jamás temas a tus enemigos, teme siempre a tus amigos
, había dicho Verturio.
Unos cuantos hombres malos
El almacén era una caverna por la que corría el aire frío, que buscaba los intersticios de las contraventanas y dejaba líneas brillantes por las losetas llenas de polvo, pasando por entre las cajas de embalaje vacías que se acumulaban en un rincón y la vieja mesa que se encontraba en el centro. Escalofríos se dejó caer en la silla desvencijada que estaba a su lado y sintió en la pantorrilla el cuchillo que le había dado Monza. Un nítido recordatorio del motivo de su contratación. La vida se estaba haciendo más siniestra y peligrosa que en su casa del Norte. En lo concerniente a su perspectiva de querer ser mejor persona, hay que decir que cada día iba más para atrás y, además, cada vez más deprisa.
¿Por qué diablos seguía allí? ¿Porque deseaba a Monza? Tenía que admitirlo, y el hecho de que ella se mostrase fría con él desde lo de Westport sólo le hacía desearla más. ¿Porque deseaba su dinero? También. El dinero era una cosa condenadamente buena para comprar cosas. ¿Porque necesitaba el trabajo? Pues sí. ¿Porque era bueno haciendo aquel trabajo? Lo era.
¿Porque le gustaba aquel trabajo?
Escalofríos frunció el ceño. Algunas personas han nacido para hacer las cosas mal, y el comenzaba a pensar que podía ser una de ellas. A medida que pasaba el tiempo, estaba cada vez menos seguro de que valiera la pena ser mejor persona.
El sonido de una puerta que se cerraba le apartó de sus pensamientos. Con un crujido de madera, Cosca bajaba por los escalones que separaban el almacén de las habitaciones donde todos dormían, rascándose despacio la parte roja del sarpullido que tenía a uno de los lados del cuello.
—Buena mañana.
—Eso parece —el viejo mercenario bostezó—. Apenas puedo recordar cuándo vi la última. Bonita camisa.
Escalofríos retorció una de sus mangas. Seda oscura, con botones de hueso pulimentado y puños muy bien cosidos. Más imaginativa que las que él solía ponerse, pero a Monza le había gustado.
—No me había fijado.
—Yo mismo solía ser muy aficionado a las ropas elegantes —Cosca se dejó caer en la silla que estaba al lado de la de Escalofríos—. Lo mismo que el hermano de Monza. Me parece recordar que tenía una igual que ésa.
Aunque Escalofríos no estuviera seguro de adónde quería ir a parar aquel viejo bastardo, sí que estaba seguro de que no le gustaba su manera de hablar.
—¿Y?
—Seguro que habla mucho de su hermano, ¿no? —Cosca tenía una sonrisilla desagradable, como si supiera algo que Escalofríos desconociese.
—Me dijo que había muerto.
—Eso he oído.
—Me dijo que no se sentía contenta de que hubiera sucedido.
—Pues claro que no.
—¿Hay algo que debiera saber?
—Supongo que todos deberíamos ser más sabios de lo que somos. Eso se lo concedo a ella.
—¿Dónde está? —preguntó Escalofríos con voz cortante, porque comenzaba a perder la paciencia.
—¿Monza?
—¿Quién si no?
—No quiere que nadie vea su rostro sin su permiso. Pero no te preocupes. He contratado a muchos combatientes a todo lo ancho y largo del Círculo del Mundo. Y también a bastantes artistas. ¿Tienes algún problema por haberme hecho cargo de los preparativos?
Escalofríos no tenía un problema, sino un montón de ellos. Era evidente que lo único de lo que Cosca se había hecho cargo durante mucho tiempo era una botella. Después de que Nueve el Sanguinario matara a su hermano, le cortara la cabeza y la clavara en lo alto de un estandarte, el padre de Escalofríos se había entregado a la bebida. Se había entregado a la bebida, a la rabia y a los temblores. Había dejado de tomar las decisiones correctas, había perdido el respeto de su gente y había malgastado todo lo que había conseguido, de suerte que, al morir, lo único que le dejó a Escalofríos fueron recuerdos tristes.
—No confío en la gente que bebe —dijo con un gruñido, sin tapujos, sin molestarse en disfrazarlo—. Cuando un hombre se entrega a la bebida, se debilita y acaba por perder la cabeza.
—Te lo diré al revés —Cosca movía la cabeza con tristeza—. Un hombre pierde la cabeza, se debilita y entonces se entrega a la bebida. La botella es el síntoma, no la causa. Pero, aunque tu teoría me haya llegado al corazón, no debes preocuparte por mí. ¡Hoy me siento mucho más tranquilo! —y extendió ambas manos encima de la mesa. Lo cierto era que no le temblaban tanto como la víspera. Un leve estremecimiento y no un espasmo de locura—. Volveré a estar como nunca, antes de que te des cuenta.
—Eso habrá que verlo —Vitari acababa de salir de la cocina y se pavoneaba con los brazos cruzados.
—¡Todos lo veréis, Shylo! —Cosca le dio a Escalofríos una palmadita en el brazo—. ¡Pero ya basta de hablar de mí! ¿Qué tipo de criminales, salteadores, estranguladores y otras escorias humanas habéis desenterrado de los fangosos callejones de la vieja Sipani? ¿Qué tipo de artistas habéis tenido en consideración? ¿Músicos que asesinan? ¿Bailarines letales? ¿Cantantes con espadas? ¿Malabaristas que… que…?
—¿Que matan? —sugirió Escalofríos.
—Brusco y al grano, como siempre —la mueca de Cosca se hizo mayor.
—¿Brusco?
—Basto —Vitari se deslizó en la silla que quedaba libre y desplegó una hoja de papel encima de la maltratada mesa—. Los primeros pertenecen a una banda que opera cerca de los muelles, a los que encontré tocando por cuatro cobres. Creo que sacan más robando a los transeúntes que tocándoles una serenata.
—Tipos que van al grano… justo lo que necesitamos —Cosca estiró su pelado cuello como el gallo que va a echarse a cantar—. ¡Adelante!
La puerta se abrió y cinco hombres entraron por ella. Incluso en el sitio de donde venía Escalofríos habrían sido considerados como un grupo de tipos duros. Cabelleras grasientas. Caras picadas de viruela. Vestidos con harapos. Movían sus ojos entornados y llenos de sospecha en todas las direcciones, y sus manos sucias agarraban varios instrumentos musicales igualmente mugrientos. Se detuvieron delante de la mesa mientras uno de ellos se rascaba la ingle y otro intentaba meterse una de las baquetas del tambor por una de sus fosas nasales.
—¿Y vosotros sois…? —preguntó Cosca.
—Somos una banda —contestó el que estaba más cerca.
—¿Y esta banda tuya tiene un nombre?
Se miraron unos a otros.
—No. ¿Por qué iba a tenerlo?