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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (25 page)

BOOK: La mejor venganza
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Así era la vida del bebedor. Una cuarta parte de toda ella, sentado encima de su propio trasero; otra cuarta parte, con la cara en el suelo; otra cuarta parte, de rodillas; y la parte que quedaba, doblado por la tos. Finalmente, consiguió cosechar un gran moco de flema que quedó colgando de su dolorida lengua tras un golpe de tos postrero. ¿En eso consistía todo su legado? ¿En escupir encima de cien mil alcantarillas? ¿En que su nombre se hubiese convertido en un chiste con el que hacer pequeñas traiciones por el ansia de dinero? Con el profundo gemido que sólo da la desesperación, se enderezó y se quedó mirando a la nada, porque incluso las estrellas parecían sustraerse a su mirada, ocultas entre la niebla que velaba toda la ciudad de Sipani.

—Una última oportunidad. Es todo lo que pido —había perdido la cuenta de las últimas oportunidades que había malgastado—. ¡Dios! Solo una —jamás había creído en Dios ni un solo instante—. ¡Hados! —nunca había creído en los Hados—. ¡Lo que sea! —jamás había creído en nada que no fuese el siguiente trago que iba a tomarse—. Sólo una… oportunidad… más.

—De acuerdo. Una más.

—¿Dios? ¿Eres tú? —Cosca parpadeaba.

Alguien lanzó una risita. Era una voz de mujer, y el modo en que se burlaba, sin compasión, no parecía muy divino.

—Si quieres, Cosca, puedes ponerte de rodillas.

Torció la vista en medio de la húmeda bruma, mientras su cerebro alcoholizado intentaba ponerse a trabajar. Que alguien conociera su nombre no era nada bueno. Sus enemigos sobrepasaban a sus amigos, y sus acreedores a unos y a otros. Su mano de borracho fue hacia la empuñadura dorada de su espada, y entonces recordó que la había empeñado en Ospria hacía varios meses para comprarse otra más barata. Su mano de borracho fue hacia la empuñadura de aquella última espada, y entonces recordó que la había empeñado nada más llegar a Sipani. Dejó caer aquella mano inútil. No era una gran pérdida. No estaba muy seguro de tener la fuerza suficiente para blandir una espada en caso de tener una.

—¿Quién diablos anda por ahí? Si te debo dinero… sé breve… —sintió un retortijón que le hizo lanzar un prolongado eructo muy desagradable— al ¿matarme?

Una silueta oscura, que acababa de salir de la penumbra, apareció a su lado, haciéndole dar un respingo que le llevó a tropezarse con sus propios pies y a caer al suelo con los miembros extendidos, con la mala fortuna de que su cabeza crujió al chocar contra la pared y entonces él vio las estrellas.

—Así que aún sigues vivo. ¿Lo estás, verdad? —era una mujer muy alta y delgada, cuyo rostro muy marcado, que seguía prácticamente entre las sombras, parecía cubierto por unos pelos teñidos de rojo que eran como picas. Su mente aún tardó un rato en reconocerla.

—Shylo Vitan, jamás me lo hubiera imaginado —aunque no fuese realmente una enemiga, tampoco era una amiga. Se apoyó en un codo para levantarse, pero, al ver cómo daba vueltas la calle, desistió y se quedó quieto—. No creo que quieras… invitarme a un trago, ¿verdad?

—A un trago de leche de cabra.

—¿Qué?

—Dicen que es bueno para hacer la digestión.

—Siempre había oído que tenías el corazón de piedra, aunque jamás hubiera supuesto que fueses tan fría que quisieras invitarme a un trago de
leche
, ¡maldita seas! Sólo un trago más de ese licor añejo de uva. Un trago, un trago, un trago. Sólo uno más y se terminará.

—¡Oh, ya se ha terminado! ¿Cuánto has estado borracho esta vez?

—Me parece que era verano cuando comencé a darle a la botella. ¿En qué mes estamos?

—Seguro que no estamos en el mismo año. ¿Cuánto dinero te has gastado?

—Todo lo que tenía y más. Me sorprendería que aún quedara en el mundo alguna moneda que no haya pasado por mi bolsa en uno u otro momento. Pero creo que he vuelto a quedarme sin fondos, así que, si has cambiado dinero y tienes algo suelto para gastar…

—Tú eres el que tiene que cambiar, y no seguir gastando.

Se levantó todo lo que se lo permitían sus rodillas y se apuñaló en el pecho con un dedo engarabitado.

—¿Crees que mi mejor parte, la marchita, la avergonzada, la horrorizada, la parte que grita para que la saquen de su tortura, no lo sabe? —se encogió de hombros, impotente, y todo su cuerpo se colapso por el dolor—. Para que un hombre pueda cambiar, necesita la ayuda de buenos amigos o, mejor, de buenos enemigos. Mis amigos llevan muertos mucho tiempo, y mis enemigos, bueno, debo admitir que tienen mejores cosas que hacer.

—No todos —era la voz de otra mujer. Al escucharla, Cosca sintió que un escalofrío bajaba por su espalda, porque sabía de quién era. Fue como si una figura cobrase forma a partir de la penumbra, como si la bruma abandonase sus contornos para dejar sólo unos remolinos de vapor alrededor de los faldones de su casaca.

—No… —dijo con un gemido.

Recordaba la primera vez que la había visto: una chica de diecinueve años, de melena despeinada y espada a la cadera, cuya mirada luminosa estaba llena de ira, desconfianza y una pizca de desprecio que resultaba fascinante. En aquel momento en que volvía a verla, su rostro era inexpresivo, excepto por el rictus de dolor que se insinuaba en su boca. Llevaba la espada en el lado contrario, y la mano de aquel lado, la derecha, que tenía enguantada, descansaba sobre su pomo. Sus ojos aún tenían la decisión imperturbable de antaño, aunque con más ira, más desconfianza y mucho más desprecio. ¿Quién hubiera podido reprochárselo? Cosca se encontraba más allá del desprecio, y lo sabía.

Por supuesto que había jurado mil veces que la mataría cuando volviese a verla. A ella o a su hermano, o a Andiche, Victus, Sesada, Fiel Carpi, o a cualquier otro de los bastardos traidores de las Mil Espadas que antaño le habían traicionado. Que le habían quitado el sitio. Que le habían obligado a salir huyendo del campo de batalla de Afieri, con la reputación y las ropas hechas jirones.

Aunque hubiera jurado mil veces que la mataría, Cosca había roto todo tipo de juramentos durante su vida; así que la sola contemplación de aquella mujer no le hizo sentir rabia. Al contrario, suscitó en él una mezcla de cosas anticuadas: autocompasión, alegría inexplicable y, lo peor de todo, la acuciante vergüenza de poder ver en la cara de ella lo bajo que había caído. Y todo ese dolor lo sintió en la nariz, por dentro de las mejillas, en las lágrimas que brotaban de sus ojos atormentados. Por una vez agradeció que estuvieran tan rojos como las heridas, porque así nadie podría ver que lloraba.

—Monza —intentó levantar su mugriento cuello por la camisa, pero las manos le temblaban demasiado para conseguirlo—. Debo confesarte que había oído noticias de tu muerte. Por supuesto que estaba intentando vengarme…

—¿Por mí o de mí?

Se encogió de hombros cuando dijo:

—Es difícil recordar; me detuve en el camino para echar un trago.

—Hueles como si te hubieras tomado más de uno —la pizca de decepción que Cosca veía en su rostro le dolía por dentro más que la mordedura del acero—. Oí que habías acabado por conseguir que, finalmente, te matasen en Dagoska.

—Siempre han corrido falsos informes acerca de mi muerte —intentaba levantar una mano para alejar las palabras que ella acababa de pronunciar—. Ilusiones vanas que se hacían mis numerosos enemigos. ¿Dónde está tu hermano?

—Muerto —dijo ella, sin alterar la expresión de su rostro.

—Bueno. Lo siento por él. Siempre me gustó ese chico —la lisonja cobarde de siempre.

—Tú siempre le gustaste a él —aunque los dos siempre se hubieran detestado, ¿qué importaba?

—Si su hermana hubiera sentido lo mismo por mí, las cosas habrían sido muy diferentes.

—Quizá esas cosas no nos hubieran llevado a ningún sitio. Todos tenemos… remordimientos.

Estuvieron mirándose fijamente durante un buen rato, ella de pie, él de rodillas. No era así como él se había imaginado su reencuentro.

—Remordimientos. El precio de los negocios, como solía decir Sazine.

—Quizá debiéramos dejar el pasado a un lado.

—Apenas me acuerdo del ayer —dijo él, mintiendo. El pasado le pesaba tanto como la armadura de un gigante.

—Entonces pensemos en el futuro. Tengo un trabajo para ti, si te decides a aceptarlo. ¿Puedo suponer que estás buscando trabajo?

—¿Qué tipo de trabajo?

—Combatir.

—Siempre estuviste obsesionada por el combate —Cosca frunció el ceño— ¿Cuántas veces te dije esto mismo? Un mercenario no tiene futuro si se obsesiona con esa estupidez.

—La espada es para que tintinee, no para desenvainarla.

—Ésta es mi chica. Te he echado de menos —dijo sin pensar y, como había estado conteniendo tanto tiempo su vergüenza, sufrió un acceso de tos por el que estuvo a punto de echar fuera un pulmón.

—Amistoso, ayúdale.

Un hombre enorme acababa de aparecer mientras hablaban, no muy alto, pero sí muy ancho y musculoso, y con aspecto de dominar la fuerza que le poseía. Agarró a Cosca por debajo del codo y lo levantó casi sin esfuerzo.

—Un brazo tan fuerte como buena es la hazaña —comentó al borde de la náusea—. ¿Te llamas Amistoso? ¿Eres un filántropo?

—Soy un presidiario.

—No veo ningún motivo para que no puedas ser ambas cosas. Mi agradecimiento en cualquier caso. Y ahora, si me colocases en la dirección precisa en que se encuentra alguna taberna…

—Las tabernas tendrán que esperar —dijo Vitari—. Aunque eso suponga un bajón para la industria del vino. La conferencia comienza dentro de una semana y te necesitamos sobrio.

—No estaré sobrio nunca más. La abstinencia duele. ¿Alguien ha dicho «conferencia»?

Monza seguía mirándole con ojos llenos de decepción.

—Necesito a un buen hombre. Un hombre con coraje y experiencia. Un hombre que no tenga miedo de enfrentarse al gran duque Orso —torció una de las comisuras de la boca—. Eres lo único que hemos podido encontrar en tan poco tiempo.

Cosca se agarró a la mano del hombretón mientras la calle envuelta en bruma se ladeaba.

—De entre todas las cosas de esa lista, ¿crees que tengo… experiencia?

—Cogería a cualquiera que sólo tuviese una de ellas con tal de que estuviese necesitado de dinero. ¿Tú necesitas dinero, no, viejo?

—Mierda, claro que sí. Pero no tanto como un trago.

—Haz bien el trabajo y ya veremos.

—Acepto —se sorprendió al ver que se había erguido completamente y que desde su elevada estatura levantaba la barbilla y miraba hacia abajo a Monza—. Deberíamos hacer una cédula de reclutamiento, como en los viejos tiempos. Escrita con letra apretada, con todas las condiciones, como Sajaam solía hacer. Firmada con tinta roja… ¿Dónde podríamos encontrar un notario a estas horas de la noche?

—No te preocupes. Aceptaré tu palabra.

—Debes de ser la única persona de Styria que me ha dicho eso. Pero que sea como dices —señaló con firmeza el otro extremo de la calle—. Por aquí, amigo mío, y mantén el rumbo. —Echó a andar con paso decidido, pero como se le dobló una rodilla, se quejó cuando Amistoso le agarró.

—No es por ahí —decía la voz tranquila y profunda del presidiario. Deslizó una mano por debajo del brazo de Cosca y casi le llevó en volandas hacia la dirección opuesta.

—Señor, es usted un caballero —musitó Cosca.

—Soy un asesino.

—No veo ningún motivo para que no puedas ser ambas cosas…

Cosca intentó centrar la vista en Vitari, que avanzaba a zancadas por delante de ellos, y luego en uno de los lados del macizo rostro de Amistoso. Extraños compañeros. Marginados. El tipo de gente que no le serviría a nadie. Contempló el caminar de Monza, la decidida zancada que recordaba desde hacía tantos años tenía algo de cojera. Eran los que se iban a enfrentar con el gran duque Orso. Y eso significaba que estaban locos o que no tenían otra elección posible. ¿En cuál de aquellas dos categorías entraría él?

Encontró rápidamente la respuesta. No veía ningún motivo para que no pudiera pertenecer a las dos.

Marginado

El cuchillo de Amistoso, veinte veces hacia un lado, otras tantas hacia el otro, brillaba estremecido al rascar con un beso chirriante el húmedo adoquín. Y como, hablando de cuchillos, no hay nada peor que uno sin filo ni nada mejor que otro bien afilado, Amistoso sonrió al probar el filo y sentir su frío tacto en la punta de un dedo. La hoja ya estaba bien afilada.

—La Casa del Placer de Cardotti era el antiguo palacio de un comerciante —decía Vitari con voz tranquila y monocorde—. De madera, como la mayoría de los edificios de Sipani, colinda con un patio cuyas tres fachadas están cerca del Octavo Canal.

Los seis conspiradores se sentaban junto a la larga mesa montada en la parte trasera del almacén. Murcatto y Escalofríos, Day y Morveer, Cosca y Vitari observaban la maqueta en madera de un edificio bastante grande, construido junto a un patio. A Amistoso le molestaba que, aun pareciendo un modelo a escala 1:36 de la auténtica Casa del Placer de Cardotti, no pudiera estar seguro de que fuese una buena reproducción, porque no era amigo de andar con imprecisiones.

El extremo de uno de los dedos de Vitari recorrió las ventanas de una de sus fachadas.

—Aquí, en la planta de calle, están las cocinas y las oficinas, el salón de fumadores y el reservado a los dados y a las cartas —Amistoso se llevó una mano a la camisa y la apretó contra su pecho para sentir la confortable presión en sus costillas de los dados que llevaba en el bolsillo superior—. Dos escaleras en los rincones de detrás. En la primera planta, las trece habitaciones donde los invitados pasan el rato…


Follando
—dijo Cosca—. Como todos los presentes somos adultos, llamemos a las cosas por su nombre. —Sus ojos inyectados en sangre iban y venían hacia las dos botellas de vino que descansaban en un estante. Amistoso ya se había dado cuenta de que llevaba un buen rato mirándolas.

El dedo de Vitari subió hasta el tejado de la maqueta.

—Y en la planta superior, tres grandes habitaciones para el…
folleteo
de los invitados más importantes. Dicen que la suite real, que es la del centro, está pensada para un emperador.

—Entonces, seguro que Ario querrá quedársela —dijo Murcatto, medio gruñendo.

Como el grupo había pasado de tener cinco miembros a siete, Amistoso dividió cada una de las dos hogazas de pan en catorce rebanadas, mientras la hoja del cuchillo siseaba al cortar la corteza y formaba pequeñas nubes de harina. Al partir veintiocho rebanadas en total, a cada uno le tocarían cuatro. Las que dejara Murcatto ya se las comería Day. A Amistoso no le gustaba que nadie se dejara comida en el plato.

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