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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (67 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Sí —se dejó caer del caballo, porque seguía sintiéndose rígida—. ¿Tuviste algún problema para traerlo hasta aquí?

—No fue difícil. Se empeñó en venir con más amigos de los que habíamos supuesto, y yo no pude hacer nada para impedirlo. Ya sabes lo que pasa cuando la gente se entera de que va a haber una fiesta. Los pobres bastardos parecían demasiado ansiosos. ¿Tuviste algún problema para matarlo?

—Se ahogó —Monza disentía con la cabeza.

—¿Sí? Vaya, porque pensé que le clavarías una lanza —levantó la Calvez y se la ofreció.

—Bueno, lo cierto es que sí se la clavé, pero poco —miró la hoja durante un instante, la cogió de su mano y la envainó—. Y después no hice nada para evitar que se ahogara.

—Bueno —Escalofríos se encogió de hombros—. El agua lo mató.

—Así fue.

—Entonces, cinco de siete.

—Cinco de siete. —Pero no parecía estar contenta. No mucho más que el soldado que lloraba encima de su amigo muerto. A nadie, ni siquiera del bando vencedor, le parecía que hubiese que celebrar algo. Suele pasar con la venganza.

—¿Quién grita?

—No lo sé. Nadie —Escalofríos se encogió de hombros—. Escucha al pájaro.

—¿Cómo dices?

—¡Murcatto! —Vitari estaba con los brazos cruzados delante de la puerta del granero, que seguía abierta—. Ven a ver esto.

Dentro hacía frío y se veía poco, porque la luz del sol entraba por el agujero irregular del rincón y las estrechas ventanas, formando unas brillantes tiras de luz que iban a morir en la paja en penumbra. Una de ellas caía, precisamente, encima del cadáver de Day, cuyo cabello amarillo en desorden le cubría la cara y cuyo cuerpo aparecía extrañamente retorcido. Ni sangre ni señales de violencia.

—Veneno —musitó Monza.

—Oh, qué ironía —Vitari asentía.

Encima de la mesa próxima al cadáver había un caos infernal de varillas de cobre, tubos de vidrio y botellas de formas raras. Aún ardían en ella, aunque con luz parpadeante, un par de mecheros que desprendían llamas de un amarillo azulado, mientras el conté nido de los recipientes que tenían encima hervía, borboteaba y se derramaba por sus bordes. La simple contemplación del instrumental del envenenador le gustó a Escalofríos aún menos que el cadáver de la envenenadora que acababa de ver. Aunque estuviera familiarizado con los cadáveres, la ciencia le parecía una tierra aún por descubrir.

—Maldita ciencia —musitó—. Es aún peor que la magia.

—¿Dónde está Morveer? —preguntó Monza.

—Ni rastro de él —los tres se miraron durante unos instantes.

—¿No está con los que han muerto?

—Es una pena, pero no lo he visto —dijo Escalofríos, moviendo despacio la cabeza.

—Lo mejor será no tocar nada —Monza retrocedió rápidamente.

—¿Tú crees? —Vitari parecía asustada—. ¿Qué habrá sucedido?

—Por lo que parece, una diferencia de opiniones entre maestro y ayudante.

—Una seria diferencia —recalcó Escalofríos.

—Hasta aquí he llegado. Voy a renunciar —Vitari movía lentamente su cabeza de erizo.

—¿Qué vas a hacer qué? —preguntó Monza.

—Renunciar. En este negocio hay que saber cuándo hay que dejarlo. Ahora estamos en guerra, y no quiero tener nada que ver con ella. No facilita el llevarse las ganancias —apuntó con la cabeza hacia fuera, hacia el corral, donde se amontonaban los cadáveres—. Si me parecía que Visserine ya estaba un poco lejos, este sitio aún lo está más. Por eso renuncio, y también porque no me gusta contemplar el lado malo de Morveer. No me gustaría tener que pasarme lo que me queda de vida mirando por detrás del hombro.

—Lo harás, si quieres librarte de Orso —dijo Monza.

—Ya lo sabía al aceptar este trabajo. Necesitaba el dinero —Vitari alargó la palma de la mano—. Por cierto, hablando de eso…

Monza frunció el ceño al ver la mano y luego la cara de ella, y dijo:

—Sólo hemos recorrido la mitad del camino. Por tanto, recibirás media paga, como convinimos.

—Me parece justo. Recibir todo el dinero a cambio de morir sería un mal negocio. Prefiero cobrar la mitad y seguir con vida.

—No tardaré en localizarte. Para contratar nuevamente tus servicios. No estarás a salvo mientras Orso siga vivo…

—Entonces, lo mejor que puedes hacer es seguir adelante y matar a ese bastardo. Pero sin mí.

—Como quieras —Monza se llevó una mano a la casaca y sacó una bolsa plana de piel con manchas de humedad. La desplegó por dos veces y extrajo de ella un trozo de papel que se había mojado en una esquina y en el que aparecía una caligrafía muy florida—. Más de la mitad de lo que habíamos acordado. De hecho, cinco mil doscientas veinte escamas Escalofríos miró con desagrado aquel papel. Aún no podía comprender cómo era posible que semejante suma de dinero acabara convertida en un trozo de papel. Por eso murmuró:

—Malditos bancos. Son aún peores que la ciencia.

—¿Valint y Balk? —Vitari acababa de coger el cheque que Monza tenía en su mano enguantada y le echaba un rápido vistazo. Sus ojos estaban aún más entornados de lo acostumbrado, lo cual ya era en sí una proeza—. Espero que me paguen por este papel. De lo contrario, no habrá ningún lugar del Círculo del Mundo donde puedas estar a salvo de…

—Te pagarán por él. Si hay algo que no necesito son nuevos enemigos.

—Despidámonos, entonces, como amigas —Vitari dobló el papel y se lo metió por dentro de la camisa—. Quizá volvamos a trabajar juntas dentro de algún tiempo.

—Contaré los minutos —Monza la miraba a los ojos de la manera que acostumbraba.

Vitari retrocedió unos cuantos pasos y se volvió hacia la luz que entraba por la puerta, a tiempo de escuchar que Escalofríos decía:

—¡Me caí en un río!

—¿Cómo dices?

—Cuando era joven. La primera vez que salía de incursión. Me emborraché, salí a orinar y me caí al río. La corriente me quitó los pantalones y me arrastró más de setecientos pasos. Cuando regresé al campamento, estaba casi de color azul por el frío, y tan escalofriado que casi se me caían los dedos por la tiritona.

—¿Y?

—Pues que por eso me pusieron el nombre de Escalofríos. Me lo preguntaste. En Sipani —e hizo una mueca. Era como si acabara de descubrir el lado alegre de aquellos días. Vitari siguió convertida en una silueta negra y delgada hasta que instantes después desapareció por la puerta—. Bueno, jefa, creo que tú y yo…

—¡Y yo!

Escalofríos se volvió en redondo para coger su hacha. Monza se había agachado a su lado, con la espada medio desenvainada mientras ambos tensionaban los músculos en la oscuridad. El rostro burlón de Ishri, medio caído hacia un lado, asomaba por la puerta que llevaba al pajar.

—He venido para desear a mis dos héroes una feliz tarde —bajó por la escalera con la cara por delante, tan elástica como si su cuerpo cubierto de vendas careciese de huesos. Luego se puso de pie, increíblemente delgada sin su casaca, y caminó tranquilamente por la paja hasta llegar al cadáver de Day—. Uno de tus asesinos mató al otro. Tienes unos cuantos asesinos —cuando miró a Escalofríos con ojos tan negros como el carbón, él agarró con fuerza su hacha.

—Maldita magia —murmuró—. Es aún peor que los bancos.

Ella se levantó, enseñando sus dientes de color blanco con una mueca de ira, y tocó con un dedo el filo del hacha, bajándola lentamente hasta el suelo. Luego preguntó:

—¿Puedo suponer que el asesinato de tu viejo amigo Carpi te resultó placentero?

—Fiel ha muerto —dijo Monza, mientras envainaba de golpe su espada—, por si lo que querías con tu jodida actuación era saber si le había matado.

—Tienes una extraña manera de celebrar las cosas —levantó sus largos brazos hacia el cielo—. ¡La venganza es tuya! ¡Agradécesela a Dios!

—Orso sigue vivo.

—¡Ah, claro! —Ishri abrió tanto los ojos que Escalofríos se preguntó si podría volver a cerrarlos—. Cuando Orso muera, entonces sonreirás.

—¿Y a ti qué te importa si sonrío o no?

—¿Importarme? En absoluto. Vosotros, los de Styria, tenéis el hábito de fanfarronear y fanfarronear, pero sin mover un dedo. Me gusta encontrar a alguien capaz de terminar un trabajo. Termínalo y frunce el ceño todo lo que quieras —pasó los dedos por encima de la mesa y, como accidentalmente, apagó los mecheros con la palma de la mano—. Por cierto, hablando del trabajo, ¿puedo recordarte que le dijiste a nuestro común amigo el duque Rogont que las Mil Espadas se pondrían de su parte?

—Si el oro del emperador comienza a llegar…

—Mira en el bolsillo de tu camisa.

Monza frunció una ceja mientras sacaba algo de su bolsillo y lo acercaba a la luz. Una enorme moneda de oro rojo, que relucía con esa sensación tan cálida que el oro suele proporcionar a la persona que lo toca.

—Es muy bonita, pero necesitare unas cuantas más.

—Oh, habrá más. Por lo que me dijeron, las montañas de Gurkhul están hechas de oro —observó los bordes chamuscados del agujero practicado en el rincón del granero y chasqueó la lengua, muy contenta—. No lo he perdido. —Entonces retorció su cuerpo por el hueco como hubiese hecho un zorro al meterse entre las maderas de una empalizada y desapareció.

Escalofríos aguardó durante un momento y luego se acercó a Monza, diciendo:

—Aunque no lo lamente, creo que a ella le pasa algo extraño.

—No me digas. Tienes un gran talento para calar a la gente —Monza se volvió sin sonreír y salió del granero.

Escalofríos se quedó durante un buen rato, observando preocupado el cuerpo de Day, mirando a todas partes, sintiendo cómo le picaban las cicatrices del lado izquierdo de la cara. Cosca muerto, Day muerta, Vitari había desertado, lo mismo que Amistoso, y Morveer había huido; tal y como pintaban las cosas, debía de haberse vuelto contra ellos. Demasiado para tan alegre compañía. Hubiera debido sentirse lleno de nostalgia por los amigos tan alegres que había tenido hacía tantos años, por las bandas de hermanos de las que había formado parte. Unidos en una causa común, aunque ésta sólo fuera la de seguir con vida. El Sabueso, Hosco Harding y Tul Duru. Incluso Dow el Negro, todos ellos, hombres que seguían un código. Pero todos se habían desvanecido para dejarle solo. Allí abajo, en Styria, donde nadie seguía un código que valiese un carajo.

Entonces, a su ojo derecho le entraron las mismas ganas de llorar que al izquierdo.

Se rascó la cicatriz de la mejilla. Muy despacio, sólo con las yemas de los dedos. Hizo una mueca y se rascó con más fuerza. Y luego con mucha más. Entonces se detuvo y expulsó el aire a través de los dientes. Le picaba más que lo que nunca se hubiera imaginado. Tenía que encontrar una manera de rascarse para que el picor no fuese a más.

Tenía que vengarse.

El nuevo y antiguo capitán general

Monza había visto innumerables heridas, las había visto en toda su sorprendente variedad. Infligirlas formaba parte de su profesión. Había visto cuerpos mutilados de todas las maneras imaginables. Hombres aplastados, machacados, acuchillados, quemados, ahorcados, despellejados, destripados, troceados. Pero la cicatriz de Caul Escalofríos quizá fuera la más fea que jamás hubiese visto en el rostro de un hombre con vida.

Nacía cerca de una de las comisuras de la boca, con un color rosado, y se convertía por debajo del pómulo en un surco tan ancho como un dedo, de bordes desiguales, y luego se ensanchaba en un torrente de carne fundida y surcada de motas que le llegaba hasta el ojo. Estrías y manchas diminutas de un rojo muy fuerte salían de él para dispersarse por la mejilla, justo por debajo y a un lado de la nariz. Para igualar aquella parte, una marca muy delgada le cruzaba oblicuamente la frente y le comía la mitad de la ceja. Luego se encontraba el ojo, propiamente dicho. Era más grande que el otro. Sin pestañas y con los párpados marchitos, sobre todo el inferior, que estaba muy caído. Cuando intentaba parpadear, el derecho era el único que respondía, porque el izquierdo se crispaba y permanecía abierto. Poco antes, al estornudar Escalofríos, aquel ojo había subido y bajado como suele hacer la nuez cuando se deglute algo, pero su muerta pupila de esmalte no había dejado de mirarla por su agujero de color rosado. Aunque Monza tuviera que controlarse para no vomitar, la espantosa fascinación que le hacía sentir aquel ojo, aún sabiendo que su dueño no podría verla por aquel lado, la llevó a mirar a hurtadillas para ver si el fenómeno volvía a repetirse.

Hubiera debido sentirse culpable por ser la causante de aquel desastre. Hubiera debido sentir simpatía por él. A fin de cuentas, también ella tenía cicatrices, y bastante feas. Pero lo único que sentía eran náuseas. Le habría gustado que hubiese decidido cabalgar al otro lado, pero ya era tarde para eso. Le habría gustado que nunca se hubiese quitado las vendas, pero ya no podía decirle que se las volviera a poner. Se dijo a sí misma que aquellas cicatrices acabarían por curar e ir a mejor. Lo deseó intensamente.

Pero la mejoría no sería mucha, y lo sabía.

Él se volvió de repente, y entonces comprendió por qué había estado mirando fijamente su propia silla de montar. La miraba con el ojo derecho. El izquierdo, plantado en medio de aquella cicatriz, seguía mirando hacia abajo. Como el esmalte debía de haberse desplazado, en aquel momento sus ojos apuntaban a sitios distintos y le daban cierto aire de confusión y aturdimiento.

—¿Pasa algo?

—Tu, hum… —señaló su cara—. Se ha movido… un poco.

—¿Otra vez? Maldita cosa —se metió un dedo en el ojo y se lo subió—. ¿Mejor? —el falso miraba hacia delante sin moverse, mientras que el de verdad la escudriñaba. Casi era peor que antes.

—Mucho mejor —respondió ella, intentando sonreír de la mejor manera.

Escalofríos masculló algo en norteño:

—Resultados sorprendentes, fue lo que dijo ese individuo. Si vuelvo a pasar por Puranti, iré a hacer una visita al fabricante de ojos. Maldito bastardo…

La primera patrulla de mercenarios apareció al doblar una curva del camino, un grupito de individuos de fea catadura que se cubrían con partes de diferentes armaduras. Monza conocía de vista al que los mandaba. Se había preocupado de conocer por su nombre a todos los veteranos de las Mil Espadas, algo que siempre se le daba bien. Se llamaba Secco, un viejo lobo que era cabo desde hacía seis años, por lo menos.

Le apuntó a ella con la lanza cuando pusieron los caballos al paso, mientras sus hombres los rodeaban, con ballestas, espadas y hachas listas para atacar, y preguntó:

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