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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (88 page)

BOOK: La mejor venganza
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Entonces tenía a Benna a su lado, y en aquellos momentos tenía a Escalofríos. Eso quería decir que no charlaban entre sí, y aún menos reían. El norteño sólo era una silueta oscura cuyo ojo postizo relucía al captar el último rayo de la luz a punto de desvanecerse. Aunque ella supiese que no podía ver nada por él, lo sentía constantemente fijo en ella. Aunque hablase muy poco, era como si no dejase de repetir:
Debería haberte tocado a ti.

Había fuegos en la cima. Destellos de luz en las pendientes, un resplandor amarillo por detrás de las oscuras siluetas de murallas y torres, manchas de humo en el profundo cielo del atardecer. El camino culebreaba una vez más y luego se detenía ante una barricada formada por tres carretas a las que habían dado la vuelta. Victus se sentaba en una silla de campaña justo al otro lado de ella, calentándose las manos ante un fuego, en el cuello toda su colección de brillantes cadenas robadas. Cuando Monza tiró de las riendas de su montura, él hizo una mueca y le dirigió un saludo que resultó ridículo por lo florido:

—¡La gran duquesa de Talins, aquí en nuestro desaliñado campamento! ¡Nos avergonzáis, Excelencia! ¡Si hubiésemos tenido más tiempo para preparar vuestra regia visita, habríamos podido quitar toda esta mugre! —y abrió los brazos para señalar el mar de barro pisoteado, de roca pelada, de embalajes rotos y de carretas dispersas por la ladera de la montaña.

—Victus. La personificación del espíritu mercenario —bajó con dificultad de la silla, intentando ocultar el dolor que sentía—. Voraz como un pato, bravo como un pichón, leal como un cuco.

—Siempre he intentado imitar a las aves más nobles. Me temo que tendréis que dejar los caballos, porque a partir de aquí todo está lleno de trincheras. El duque Orso, que es un anfitrión de lo más grosero, tiene la fea costumbre de disparar con sus catapultas a cualquiera de los invitados que se asome lo suficiente —quitó el polvo de la silla de lona en la que se había sentado y movió hacia ella una mano llena de sortijas—. ¿Queréis que os lleven varios de los muchachos?

—Caminaré por mi propio pie.

La miró con mirada burlona mientras decía:

—Y tendréis una bella apariencia, estoy seguro. Supuse que llegaríais vestida de seda, dada vuestra alta posición.

—Las ropas no hacen a la persona, Victus —dijo ella, mirando igual de burlona la joyería que él llevaba encima—. Un trozo de mierda sigue siendo un trozo de mierda, por mucho oro que se le pegue encima.

—Oh, Murcatto, cuánto te hemos echado de menos. Por aquí.

—Aguárdenme aquí —dijo a los guardias que le había proporcionado Rogont. Tenerlos todo el tiempo detrás de ella le hacía parecer débil. Como si los necesitase.

—Su Excelencia fue de lo más… —comenzó a decir el sargento que los mandaba.

—A la porra Su Excelencia. Aguárdenme aquí.

Subió por unos cuantos peldaños que crujían, hechos con cajas viejas, y entró en el interior de la montaña, con Escalofríos pegado a ella. Las trincheras no eran muy diferentes de las que habían excavado alrededor de Muris hacía tantos años…, paredes de tierra apisonada, sostenidas por potros y vigas de madera, con el mismo olor a enfermedad, moho, tierra húmeda y aburrimiento. Las trincheras en las que habían vivido la mayor parte de los seis meses como ratas en una alcantarilla. Donde los pies se le habían empezado a pudrir y donde Benna había agarrado una cagalera tan mala que perdió la cuarta parte de su peso y el sentido del humor. Mientras recorrían los fosos, los túneles y los refugios, vio algunos rostros conocidos, los de los veteranos que llevaban muchos años luchando en las Mil Espadas. Les saludó con la cabeza, como solía hacer cuando estaba al mando, y ellos le respondieron de la misma manera.

—¿Estáis seguros de que Orso sigue dentro? —preguntó a Victus.

—Oh, claro que sí. Cosca habló con él el primer día.

A Monza no le agradó mucho enterarse de aquello. Cuando Cosca se ponía a hablar con el enemigo, solía acabar mucho más rico y en el bando contrario. Por eso comentó:

—¿Y qué tendrían que decirse esos dos bastardos?

—Pregúntale a Cosca.

—Así lo haré.

—Tenemos el lugar rodeado, así que por eso no te preocupes. Hay trincheras en las tres caras —Victus dio una palmada en la tierra que estaba cerca de él—. Si hay algo que un mercenario sepa hacer bien, es cavar un agujero cojonudamente bueno para meterse dentro de él. Además, hemos puesto piquetes en el bosque y en el fondo del barranco —el bosque donde Monza se había quedado después de la caída, rodeada de hojarasca, hecha papilla, gimiendo como los condenados del infierno—. Y también disponemos de una amplia selección de los mejores soldados de Styria. De Ospria, de Sipani, de Affoia, en gran cantidad. Todos empeñados en ver muerto a nuestro antiguo patrón. Ni una rata podría salir sin que lo supiéramos. Si Orso hubiese querido huir, ya lo habría hecho hace varias semanas. Pero no lo hizo. Tú le conocías mejor que nadie. ¿Crees que ahora intentará salir huyendo?

—No —tuvo que admitir. Cuanto antes muriese, antes se sentiría mejor—. ¿Qué posibilidades hay de entrar?

—Los que diseñaron ese maldito lugar sabían lo que se hacían. El terreno que rodea las murallas es demasiado escarpado.

—Eso ya lo sabía. La cara norte de la muralla exterior es el sitio más apropiado para realizar el asalto, porque desde ella se puede acceder a la muralla interior.

—Eso mismo pensamos nosotros, pero, como suele decirse, del dicho al hecho hay mucho trecho, sobre todo cuando unas murallas altas se interponen en el hecho. Así que no lo hemos intentado —Victus se subió encima de un cajón y la ayudó a subir. Entre dos pantallas de mimbre, al otro lado de una fila de estacas afiladas que apuntaban hacia la pendiente desnuda, pudo ver la esquina más próxima de la fortaleza. Una de sus torres estaba en llamas, y su techo caído dejaba ver un cono de vigas desnudas que ardían, y partes de almenas circundadas de rojo y amarillo, rodeado todo por un humo negro que subía lentamente hacia el cielo azul oscuro—. Conseguimos quemar esa torre —dijo muy orgulloso, señalándola con el dedo—. Con una catapulta.

—Muy bonito. Todos podríamos irnos ya a casa.

—Algo es algo, ¿no? —Los guió por un refugio subterráneo que olía a humedad y a sudor rancio, donde los hombres roncaban en jergones situados a ambos lados—.
Las guerras no sólo se ganan mediante una gran acción
—entonaba las palabras como un pésimo actor—
sino mediante muchas circunstancias menores
. ¿Te acuerdas de que siempre nos decías eso? ¿De quién era? ¿De Stalicus?

—De Stolicus, so zopenco.

—Algún bastardo que ya está muerto. Sea como fuere, Cosca tiene un plan, pero quiere contártelo personalmente. Sabes cuánto le gusta el teatro al viejo —Victus se detuvo en el hueco donde confluían cuatro trincheras, el cual estaba tapado con unas cortinas de lona y alumbrado por una antorcha que chisporroteaba—. El capitán general está por llegar. Me ha pedido que disfrutes de todas las instalaciones que desees mientras esperas —lo de disfrutar de las instalaciones debía de referirse a cagar si le apetecía—. A menos que Su Excelencia desee alguna otra cosa más.

—Sólo una cosa más —Victus parpadeó por la sorpresa cuando el escupitajo de Monza le alcanzó en el ojo—. Esto es por Benna, cabronazo traidor.

Victus se limpió la cara. Su mirada fue hacia Escalofríos y luego a Monza.

—No hice nada que tú misma no hubieras hecho. Ni tu hermano, eso puedo asegurártelo. Ni que los dos no le hubierais hecho a Cosca, y eso que le debías más de lo que yo te debía a ti…

—Por eso, ahora te estás limpiando la cara en lugar de intentar meterte las tripas para adentro.

—¿Nunca pensaste que podría pasarte lo que te pasó? Las grandes ambiciones conllevan grandes riesgos. Lo único que yo hice fue flotar con la corriente…

De repente, Escalofríos dio un paso adelante y dijo:

—Pues deja de hacerlo antes de que te corten el cuello —entonces Monza vio que empuñaba un cuchillo con una de sus grandes manos. El que ella le había dado el día en que se conocieron.

—Adelante, grandullón —Victus levantó las manos con un destello de todas las sortijas que llevaba en ellas—. Ahora sólo hago mi trabajo, no te preocupes —y, haciendo mucho teatro, se volvió para entrar en la parte que estaba a oscuras—. Los dos necesitáis templar ese temperamento que tenéis —y, agitando un dedo por encima de uno de sus hombros, añadió—: No tenéis que molestaros por cosas sin importancia, porque eso suele acabar en sangre, ¡creedme!

Monza no tenía que hacer un gran esfuerzo para creerle. Porque todo lo que ella hacía acababa en sangre. Fue consciente de haberse quedado a solas con Escalofríos, a quien había estado evitando durante las últimas semanas como si hubiese cogido la peste. Sabía que tenía que decirle algo, dar algún paso para arreglar las cosas con él. Aunque hubiesen tenido problemas, él era su hombre, y lo era mucho más que Rogont. Necesitaba a alguien que le salvara la vida en los días venideros y, además, no era un monstruo, aunque lo pareciese.

—Escalofríos —se volvió hacia ella con el cuchillo aún agarrado con fuerza en la mano, mientras la acerada hoja y el ojo de acero atrapaban la luz de la antorcha para luego destellar con los colores del fuego—, escucha…

—No, escúchame tú —enseñó los dientes y dio un paso hacia ella.

—¡Monza, has venido! —Cosca acababa de salir por una de las trincheras y abría los brazos—. ¡Y acompañada por mi norteño favorito! —Ignoró el cuchillo y le estrechó amistosamente la mano que tenía libre, para luego coger a Monza por los hombros y besarla en ambas mejillas—. No había tenido la oportunidad de felicitarte por tu discurso. Nacida en una granja. Bonito toque. Humilde. Y hablar de paz. ¿Tú? Era como ver a un granjero expresar su confianza por la hambruna. Incluso este viejo cínico se sintió conmovido.

—Que te jodan, viejo —pero se alegraba por lo bajo de no haber podido encontrar otras palabras para el discurso.

—Intentaste dar con las palabras correctas… —Cosca enarcaba las cejas.

—A algunas personas no les gusta decir las palabras correctas —dijo Escalofríos con el susurro ronco que era tan característico en él, mientras apartaba el cuchillo—. ¿Aún no habías aprendido esa lección?

—Cada día que sigo vivo aprendo una nueva lección. ¡Por aquí, camaradas! Justo ahí delante tendremos una excelente vista del asalto.

—¿Estáis atacando? ¿Ahora?

—Lo intentamos a la luz del día. No funcionó —no parecía que las cosas fuesen mejor con la oscuridad. En la siguiente trinchera había varios hombres heridos… muecas de dolor, gemidos, vendas llenas de sangre—. ¿Y dónde se encuentra mi noble patrón, Su Excelencia el duque Rogont?

—En Talins —Monza lanzó un escupitajo al suelo para subrayar sus palabras—. Preparándose para la coronación.

—¿Tan pronto? ¿No sabe que Orso aún sigue vivo y que debería aguardar un poco más? ¿Ignora el dicho de que no se puede vender la piel del león antes de matarlo?

—Ya se lo he dicho. Muchas veces.

—Ya me lo imagino. La Serpiente de Talins aconsejándole al Duque de la Dilación que sea precavido. ¡Qué ironía tan dulce!

—Ha hecho algunas cosas interesantes. Como ordenar a todos los carpinteros, sastres y joyeros de la ciudad que trabajen afanosamente en el edificio del Senado. Preparándolo todo para la ceremonia.

—¿Y no se les caerá encima el maldito edificio?

—No estaría mal —dijo Escalofríos, hablando entre dientes.

—Eso ensombrecería el orgulloso pasado de la Styria imperial —dijo Monza.

—Y convertiría el último esfuerzo de Styria por conseguir la unidad en un vergonzoso desastre.

—También se lo he dicho. Muchas veces.

—¿Y ni caso?

—Ya estoy acostumbrada.

—¡Ah, el orgullo! Como lo he sufrido durante tanto tiempo, reconozco enseguida sus síntomas.

—Entonces te gustará lo que voy a contarte —Monza no pudo evitar una sonrisa burlona—. Ha traído mil pájaros cantores de la lejana Thond.

—¿Sólo mil?

—Al parecer, como un símbolo de paz. Los soltarán por encima de la gente cuando le vitoreen como rey de Styria. Y los admiradores llegados de todas las partes del Círculo del Mundo… condes, duques, príncipes y el mismísimo dios de los jodidos gurkos aplaudirán la inflada opinión que tiene de sí mismo, y se postrarán para lamer su culo gordo.

—Detecto cierta tensión entre Talins y Ospria, ¿estoy en lo cierto? —Cosca enarcaba las cejas.

—Las coronas tienen algo que hace que los hombres se comporten como necios.

—¿Puedo suponer que también se lo has dicho?

—Hasta quedarme afónica, pero, como era de esperar, ni siquiera me hizo caso.

—Intenta que el evento quede bonito. Es una pena no estar allí.

—¿Quieres ir a verlo? —Monza parecía preocupada.

—¿Yo? No, no, no. La cosa quedaría un tanto deslucida. Debes saber que estoy preocupado por ciertos rumores turbios que conciernen al ducado de Visserine.

—No te creo.

—¿Quién sabe cómo comenzarían esos rumores? Además, alguien tiene que hacerle compañía al duque Orso.

Monza se pasó la lengua por la boca y lanzó otro escupitajo.

—He oído que estuviste hablando con él.

—Sólo fue una simple charla. Del tiempo, del vino, de las mujeres y de su destrucción inminente; ya sabes, de todas esas cosas. Me dijo que hubiera debido cortarme la cabeza. Yo le repliqué que comprendía su entusiasmo y que me había aprovechado de él. Yo me sentía muy contento mientras que él, lo digo sinceramente, estaba muy enfadado —Cosca agitó uno de sus largos dedos—. Es muy posible que el asedio le haya dejado sin recursos.

—¿O sea, que no vas a poder cambiar de bando?

—Ése hubiese sido su siguiente argumento si, en cierto modo, no nos hubiesen interrumpido el fuego de unas cuantas ballestas y el asalto contra sus murallas, que quedó en nada. Quizá lo vuelva a sacar la próxima vez que nos tomemos un té.

La trinchera dio paso a un refugio cubierto con una plancha de madera, que resultaba demasiado bajo para quedarse de pie. Sesenta mercenarios bien armados se agachaban en su interior. Cosca pasó entre ellos repartiendo palmadas en sus hombros.

—¡Muchachos, por la gloria, por la gloria y una buena paga!

Sus rostros ceñudos dieron paso a una mueca siniestra cuando golpearon sus armas, escudos, yelmos y petos como respondiéndole con un estruendo metálico de aprobación.

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