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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (89 page)

BOOK: La mejor venganza
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—¡General!

—¡Capitán general!

—¡Cosca!

—¡Muchachos! ¡Muchachos! —dijo él, muy contento, agarrándoles por el brazo, estrechándoles la mano, saludándoles con parsimonia. Todo lo contrario de cómo Monza se había comportado cuando los mandaba. Ella siempre había permanecido fría, dura, inaccesible, porque, de lo contrario, no le habrían mostrado respeto. Una mujer no puede permitirse el lujo de mostrarse amistosa con los hombres. Por eso había dejado que Benna riese por ella. Seguro que todos se habían reído mucho menos desde que Orso lo mató.

—Y ahí arriba está el pequeño rincón que me sirve de hogar —Cosca les hizo subir por una escalera de madera para entrar en una especie de cobertizo construido con grandes troncos, que se hallaba iluminado por un par de lámparas de luz parpadeante. Por la amplia abertura dispuesta en una de sus paredes, el sol poniente lanzaba sus últimos destellos en el terreno liso, ya casi a oscuras, que se encontraba hacia el oeste. Unas ventanas estrechas miraban a la fortaleza. Un montón de cajas se levantaba en un rincón, la silla de capitán general ocupaba el otro. Cerca de ella, una mesa se hallaba cubierta por un revoltijo de naipes diseminados, de dulces mordisqueados y de botellas con contenidos y colores variados—. ¿Cómo sigue la batalla?

—Sigue —Amistoso se sentaba con las piernas cruzadas, los dados entre ellas.

Monza se acercó a una de las ventanas. Como ya casi era de noche, apenas podía observar los detalles del asalto. Lo único que veía era un ligero movimiento en las almenas, diminutas en la distancia, el singular reflejo en el metal de las hogueras repartidas entre las pendientes rocosas. Pero, aunque no viese nada del asalto, sí que podía oírlo. Gritos lejanos, chillidos tenues y el ruido del metal contra el metal, todo ello arrastrado por la brisa.

Cosca se sentó en su baqueteada silla de capitán general y suscitó un ruido de cristalería al poner sus botas llenas de barro encima de la mesa.

—¡Los cuatro otra vez juntos! ¡Igual que en la Casa del Placer de Cardotti! ¡Igual que en la galería de Salier! Qué tiempos tan felices, ¿verdad?

Entonces se escuchó el golpe seco de la cuerda de una catapulta, y un proyectil en llamas siseó justo delante de la ventana para estrellarse en la gran torre de la fachada norte del castillo, enviando un gran chorro de llamas y lanzando por lo alto arcadas de relucientes cenizas. El resplandor iluminó las escalas apoyadas en las murallas por las que subían unas siluetas diminutas, cuyas armaduras relucieron brevemente antes de volver a quedarse a oscuras.

—¿Estás seguro de que es la mejor ocasión para bromear? —preguntó Monza.

—Los tiempos de infelicidad son los mejores para la intrascendencia. No enciendes una vela cuando estás a plena luz del día, ¿verdad que no?

—¿Realmente crees que hay alguna posibilidad de llegar a lo alto de esas murallas? —Escalofríos miraba preocupado la pendiente que conducía a Fontezarmo.

—¿Esas murallas? ¿Estás loco? Se cuentan entre las más poderosas de toda Styria.

—Entonces, ¿por qué…?

—Pues porque quedarse sentado debajo de ellas y no hacer nada no queda bien. Tienen grandes reservas de comida, agua, armas y, lo que es peor, lealtad. Pueden resistir durante meses. Meses durante los cuales, la hija de Orso, que también es la reina de la Unión, puede convencer a su recalcitrante marido de que los ayude —Monza se preguntó si importaría el hecho de que su marido supiese que a ella le gustaban las mujeres…

—¿Y en qué te beneficia el hecho de ver cómo tus hombres se caen de las murallas? —preguntó Escalofríos.

—Pues en bajar la moral de los defensores —Cosca se encogió de hombros—, en no dejarles descansar, en mantenerlos a la espera y distraídos ante cualquier otro ataque que podamos hacer.

—Demasiados cadáveres para una simple distracción.

—Pues sin ellos no habría mucha distracción.

—¿Y cómo consigues que tus hombres se suban a las escalas?

—Empleando el viejo método de Sazine.

—¿Eh?

Monza recordaba que Sazine enseñaba el dinero a los nuevos reclutas y después lo apilaba en unos montones de monedas relucientes. Por eso explicó:

—Si la muralla es tomada, el primero en llegar a las almenas recibe mil escamas, y los diez primeros que le siguen, cien por cabeza.

—Siempre que sobrevivan para recoger el botín —añadió Cosca—. Si la tarea resulta ser imposible, nunca lo recogen, y, si lo consiguen, pues entonces resulta que has conseguido lo imposible por dos mil escamas. Eso te asegura un rápido flujo de hombres voluntariosos escalas arriba, junto con el beneficio añadido de que consigues eliminar de la brigada a sus individuos más valientes.

Escalofríos parecía aún más perplejo cuando preguntó:

—¿Y por qué querrías hacer eso?


La valentía es la virtud de los caídos
—dijo Monza en voz muy baja—.
El comandante sabio jamás debe confiar en ella.

—¡Verturio! —Cosca se dio una palmada en una pierna—. ¡Me encanta cualquier escritor capaz de convertir la muerte en algo divertido! Los hombres valientes son de utilidad, pero también son condenadamente impredecibles. Se preocupan por el rebaño. Son peligrosos para los espectadores.

—Por no hablar de que son rivales potenciales en el mando.

—Por eso, lo que da más seguridad es apartarlos como se hace con la nata —y Cosca imitó la operación con el pulgar y el índice—. Los cobardes con moderación resultan infinitamente mejor soldados.

—Tu gente tiene una manera elegantemente jodida de hacer la guerra —Escalofríos movía la cabeza con disgusto.

—No hay ninguna manera elegante de hacer la guerra, amigo mío.

—Hablaste de una distracción —terció Monza.

—Lo hice.

—¿Respecto a qué?

Entonces se escuchó un siseo y Monza vio fuego por el rabillo de un ojo. Instantes después, el calor le rozaba una mejilla. Se volvió con la Calvez medio desenvainada. Ishri estaba entre las cajas situadas detrás de ella, desperezándose indolente como un gato viejo al sol, con la cabeza echada hacia atrás y cimbreando de un lado para otro una de sus largas, esbeltas y vendadas piernas en el borde de una de las cajas.

—¿Es que nunca dices ni siquiera «hola»? —dijo Monza, muy cortante.

—¿Y dónde estaría la gracia si lo dijese?

—¿Siempre contestas a una pregunta con otra?

—¿Quién? ¿Yo? —Ishri apretaba una mano contra su pecho vendado y abría como platos sus ojos negros. Movió algo oscuro que tenía entre el pulgar y el índice, un pequeño grano de color negro, y lo lanzó con una puntería sorprendente hacia la lámpara que estaba al lado de Escalofríos. Ardió con luz muy fuerte, crepitando y lanzando chispas, de suerte que la caperuza de cristal que cubría la lámpara se rajó. El norteño se echó hacia atrás, maldiciendo y quitándose las cenizas que habían caído en uno de sus hombros.

—Algunos lo llaman
azúcar gurko
—explicó Cosca mientras se relamía—. A mí me suena mejor al oído que el otro nombre que le dan,
fuego gurko.

—Dos docenas de barriles —dijo Ishri con un murmullo—, cortesía del profeta Khalul.

—Para ser un hombre que no nos conoce —Monza enarcaba las cejas—, da la impresión de que le gustamos mucho.

—Lo único que importa —la mujer de piel morena se deslizó entre las cajas como una serpiente, moviendo el cuerpo desde los hombros hasta las caderas como si no tuviese huesos, y arrastrando los brazos tras de él— es que odia a vuestros enemigos.

—Nada mejor para una alianza que compartir un mismo asco —Cosca observaba sus contorsiones con una mezcla de desconfianza y fascinación—. Esta nueva era es magnífica, amigos míos. Ya pasó el tiempo de excavar durante meses una mina de varios cientos de pasos de longitud, de cortar cientos de toneladas de madera para apuntalarla, de llenarla con paja y aceite, de prenderle fuego y de correr como si el infierno se te pegase a los talones, para, la mitad de las veces, ver que las murallas no se vienen abajo. Ahora sólo hay que hacer un hueco lo bastante profundo, meter el azúcar en él, encender una mecha y…


Buuum
—dijo Ishri, poniéndose de pie y tocándose con las manos los dedos de los pies.

—Y murallas abajo —añadió Cosca—. Puesto que es la manera actual de terminar un asedio, me pregunto quién soy yo para oponerme al signo de los tiempos… —se quitó el polvo que había caído encima de su casaca de terciopelo—. Sesaria era un genio en el arte de las minas. Como sabéis, hizo que se derrumbase el campanario de Gancetta. Pero un poco antes de la hora fijada, por lo que unos cuantos hombres murieron en el derrumbe. ¿Te conté alguna vez…?

—¿Y cuando hayas tirado abajo la muralla? —preguntó Monza.

—Entonces nuestros hombres entrarán por la brecha, vencerán a los sorprendidos defensores y nos habremos hecho con la muralla exterior. Los nuestros se reunirán en los jardines del recinto para sobrepasarles en número. Después de eso, capturar la muralla interior sólo será un asunto rutinario de escalas, sangre y avaricia. Luego atacaremos el palacio y haremos lo que suele ser usual. Yo me dedicaré al saqueo y tú…

—A la venganza —Monza entornó los ojos para mirar la mellada silueta de la fortaleza. Orso se encontraba en ella. Apenas a pocos cientos de pasos de distancia. Quizá a causa de la noche, del fuego, de esa mezcla tan embriagadora de oscuridad y peligro, parte de la excitación de antaño comenzó a crecer poco a poco en su interior. La misma furia feroz que había sentido cuando escapó de la ruinosa casa del ladrón de huesos y se adentró en la lluvia—. ¿Cuánto tardaréis en preparar la mina?

—Al ritmo actual, veintiún días y seis horas —dijo Amistoso, apartando la mirada de los dados.

—Es una pena —Ishri adelantaba el labio inferior—, por mucho que me gusten los fuegos artificiales, debo regresar al sur.

—¿Cansada tan pronto de nuestra compañía? —preguntó Monza.

—Mi hermano ha muerto —sus negros ojos no mostraban ningún signo de emoción—. Por una mujer que quería vengarse.

Monza parecía seria, sin saber si se burlaba de ella. Luego comentó:

—Esas zorras siempre encuentran la manera de hacer daño.

—Pero siempre lo hacen a quien no se lo merece. Mi hermano es afortunado, porque ahora está con Dios. O eso me han dicho. Los que sufren son mis familiares. Ahora tendremos que trabajar más que antes —se deslizó con gran facilidad por la escala y movió la cabeza hacia ambos lados de una manera muy incómoda, hasta que la apoyó en uno de los peldaños de madera—. Procurad que no os maten. No me gustaría que todo lo que he hecho aquí hubiese sido para nada.

—Cuando me corten el cuello, mi primera preocupación será la de pensar que te molestaste por nada —pero nadie le respondió, porque Ishri acababa de desaparecer.

—Así te quedarás enseguida sin gente valiente —dijo Escalofríos con voz cascada, retomando el tema de la conversación anterior.

—La verdad es que no tenía mucha cuando comencé —dijo Cosca con un suspiro. Bajo la parpadeante luz de las fogatas de las almenas, los sobrevivientes del asalto comenzaban a reagruparse en una de las laderas de la montaña. Monza pudo ver que la última escala caía de las murallas, quizá con una o dos motitas pegadas a ella—. Pero no te preocupes. Los hombres de Sesaria siguen excavando. Sólo es cuestión de tiempo que Styria sea una sola nación —sacó la petaca de uno de sus bolsillos interiores y desenroscó el tapón—. O que Orso recobre el sentido y me ofrezca lo suficiente para cambiar de bando.

—Quizá debieras decidirte de una vez por uno u otro bando —Monza no se rió, porque no le hacía mucha gracia.

—¿Y por qué tendría que decidirme? —Cosca levantó la petaca, tomó un sorbo y se relamió muy satisfecho—. Es una guerra. La razón no está en ninguno de los dos bandos.

Preparación

Sea cual sea la naturaleza de un gran acontecimiento, la clave del éxito reside siempre en la preparación. Durante tres semanas, toda Talins había estado preparando la coronación del gran duque Rogont. Mientras tanto, Morveer había estado haciendo lo propio para asesinarle a él y a sus aliados. Pero como ambos proyectos habían supuesto muchísimo trabajo, el día en que ambos debían consumarse, Morveer no pudo por menos de lamentar que el éxito del primero supusiera el espectacular fracaso del segundo, y viceversa.

En honor a la verdad, no había tenido gran éxito, que digamos, ni siquiera en terminar la parte más pequeña del ambicioso encargo de Orso, la cual consistía, ni más ni menos, en asesinar a seis jefes de Estado y a un capitán general. Su abortado intento de acabar con la vida de Murcatto el día de su regreso triunfante a Talins, que se había zanjado con un par de ciudadanos envenenados y una espalda dañada, sólo había sido el primero de una serie de contratiempos.

Aunque, tras entrar en el taller de uno de los mejores sastres de Talins por una de sus ventanas traseras mal cerradas, hubiera mojado con la letal espina de Amerind la toga verde esmeralda encargada por la condesa Cotarda de Affoia, sus conocimientos del corte y confección de vestidos eran muy limitados. Si Day hubiera estado a su lado, habría podido decirle, sin ningún género de dudas, que la prenda era el doble de larga que su pretendida víctima. Por eso mismo, cuando la condesa apareció resplandeciente durante la velada de la celebración, su toga de color verde esmeralda cautivó a todos. Poco tiempo después, Morveer descubriría para su pesar que la altísima esposa de uno de los comerciantes más importantes de Talins también había encargado una toga verde al mismo sastre, y que no pudo asistir a la velada por sentirse repentinamente indispuesta. Decayó rápidamente y, ay, a las pocas horas falleció.

Cinco noches más tarde, después de llevar toda la tarde metido en un montón de carbón y de respirar a través de un tubo, consiguió rociar las ostras del duque Lirozio con veneno de araña. Si Day hubiese estado con él en la cocina, le habría sugerido un alimento más corriente, pero la verdad es que Morveer no podía resistirse a envenenar la comida más llamativa. Como el duque, ay, se sintió demasiado lleno por todo lo que había engullido en la comida, sólo tomó un trocito de pan. De tal suerte, las ostras acabaron en el comedero del gato de la cocina, que falleció.

A la semana siguiente, haciéndose pasar una vez más por el comerciante de vinos Rotsac Reevrom, natural de Puranti, se infiltró en una reunión donde se discutían los impuestos comerciales, la cual estaba presidida por el canciller Sotorius de Sipani. Durante la comida, Morveer entabló una animada conversación con uno de los antiguos consejeros de Estado acerca de la uva, logrando, para su contento, mojar el extremo superior de una de las arrugadas orejas de Sotorius con una solución de flor de leopardo. Luego, muy feliz, volvió a sentarse para observar lo que pasaba. Pero el canciller se negó a morir rápidamente, dando muestras, además, de tener una salud de hierro. Morveer tuvo que admitir que Sotorius debía de seguir por las mañanas alguna rutina similar a la suya y que estaba inmunizado contra, vaya uno a saber, muchos venenos.

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