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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (92 page)

BOOK: La mejor venganza
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—¡Oh!

La muralla de Fontezarmo seguía intacta, y el contorno de las torres y las almenas se veía mejor que antes, al recortarse contra el cielo que se había vuelto blanco. Aunque un enorme cráter se hubiese formado en la roca, la imponente torre de planta circular que se encontraba justo encima de él seguía aferrándose obstinadamente al suelo de las proximidades, a pesar de que parte de su base se asentase sobre el vacío. Durante un instante, aquello le pareció a Cosca lo más desafortunado que le había sucedido en la vida, y eso que había tenido muchos momentos malos.

Entonces, en un silencio como de sueño y con la lentitud con que se mueve cualquier jarabe, aquella torre central se inclinó, se torció, cayó sobre sí misma y se desplomó en la oquedad del cráter. Una enorme sección de las murallas dispuestas a ambos lados de la misma la siguió, doblándose y disgregándose en bloques de piedra bajo su propio peso. La siguió un corrimiento de tierras que se debía a la mano del hombre y que lanzó cientos de toneladas de piedras que rodaron, rebotaron y se aplastaron mientras se dirigían hacia las trincheras.

—¡Ah! —dijo Cosca.

Por segunda vez, los soldados se aplastaron contra el suelo, cubriéndose la cabeza y rezando al Hado o a toda de suerte de dioses y espíritus, creyeran o no en ellos, para que les protegiesen la vida. Cosca siguió de pie, mirando fascinado el enorme trozo de muralla de unas diez toneladas de peso que bajaba por la pendiente directamente hacia él, rebotando, dando vueltas, lanzando al aire otros trozos de piedra más pequeños, y todo ello sin hacer ruido, quizá sólo un leve sonido de aplastamiento, como cuando uno pisa la grava. Finalmente, se detuvo a diez pasos de él, osciló suavemente a uno y otro lado y quedó inmóvil.

Una segunda nube de polvo, tan enorme como la anterior, acababa de convertir la trinchera en algo lóbrego que a todos les hacía toser. Cuando comenzó a disiparse gradualmente, Cosca pudo ver la amplia brecha creada en la muralla exterior de Fontezarmo, de unos sesenta metros de ancha, y que el cráter situado ladera abajo acababa de cerrarse por los escombros. La otra torre que estaba cerca se inclinaba con un ángulo alarmante, como el borracho que al asomarse a lo alto de un acantilado se arriesga a caer al vacío en cualquier instante.

Observó que Victus estaba a su lado con la espada desenvainada y que gritaba algo. Lo que decía le sonó como si hablase en vez de gritar:

—A la muralla.

Los hombres subieron gateando de las trincheras, algunos de ellos aún aturdidos. Uno dio un par de pasos tambaleantes y cayó con la cara por delante. Otros, simplemente, no se movían, porque sólo parpadeaban. Pero bastantes comenzaron a dirigirse hacia la cumbre. Otros los siguieron, de suerte que, al poco tiempo, varios cientos de mercenarios sorteaban los cascotes mientras se dirigían hacia la brecha, con armas y armaduras reluciendo apagadas bajo el empañado sol.

Cosca se había quedado a solas en la trinchera con Victus, ambos cubiertos de polvo gris.

—¿Dónde está Sesaria? —las palabras resonaban apagadas en medio del zumbido que aún dominaba los oídos de Cosca.

—¿No iba detrás de mí? —su propia voz le sonaba como un borborigmo imposible.

—No. ¿Qué pasó?

—Un accidente. Un accidente… cuando salíamos —no le resultó difícil soltar una lágrima, porque tenía golpes y moratones de pies a cabeza —. ¡Se me cayó la lámpara! ¡Se me cayó! ¡Y el reguero de polvo se prendió a mitad de camino! —agarró a Victus por el peto, que se le había abollado—. ¡Le dije que corriera conmigo, pero se quedó! ¡Se quedó… para apagarlo!

—¿Se quedó?

—¡Pensaba que así nos salvaríamos los dos! —Cosca se tapó el rostro con una mano, la voz rota por la emoción—. ¡Fue culpa mía! ¡Culpa mía! Era el mejor de todos nosotros —se lamentó y miró al cielo—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué el Hado se lleva siempre a los mejores?

La mirada de Victus fue hasta la vaina de la espada de Cosca, que estaba vacía, y luego se dirigió al enorme cráter formado en la ladera de la colina y a la brecha que acababa de abrirse encima de ella.

—¿Así que ha muerto? —preguntó.

—En la enorme explosión —musitó Cosca—. Cocinar con el azúcar gurko puede resultar peligroso. —El sol acababa de salir. Más arriba de donde ellos estaban, los hombres de Victus gateaban por encima de los lados del cráter para llegar a la brecha en una rápida marea, al parecer sin encontrar oposición alguna. Si algunos defensores habían sobrevivido a la explosión, no mostraban muchas ganas de luchar. Le pareció que las murallas exteriores de Fontezarmo ya eran suyas—. Victoria. Al menos, el sacrificio de Sesada no ha sido en vano.

—¡Oh, no! —Victus le miró con ojos entornados—. Se habría sentido orgulloso.

Una nación

El estruendoso ruido de los comentarios que hacía la muchedumbre al otro lado de las puertas comenzó a ser cada vez mayor, y los retortijones de Monza fueron a la par que él. Intentó librarse de la tensión tan acuciante que sentía debajo de la barbilla. No lo consiguió.

Lo único que podía hacer era esperar. El papel que le correspondía en la grandiosa representación que iba a tener lugar aquella noche era el de poner cara seria y dar la impresión de ser la representante más alta de la nobleza, porque los mejores sastres de Talins habían hecho todo lo posible para que aquella mentira tan absurda pareciese convincente. Le habían puesto unas mangas muy largas para ocultar las cicatrices de sus brazos, un collar muy alto para cubrir las marcas de su cuello, unos guantes para que su mano, que era una ruina, pareciese más que presentable. Les agradó muchísimo poder ponerle en el vestido un escote muy bajo que no desagradaría a los delicados invitados de Rogont. Era una maravilla que no le pusieran otro en la parte baja de la espalda para que se le viese parte del culo… porque era la única parte de su piel que no tenía cicatrices.

Nada podía robar la sublimidad de aquel momento tan histórico para el duque Rogont. Nada de espadas, por supuesto, por eso echaba de menos el peso de una, tanto como si le hubiesen quitado un miembro. Se preguntó cuándo habría sido la última vez que, de manera tan ostensible, había estado sin una espada. Ni siquiera en la reunión del Consejo de Talins, a la que había asistido la víspera de aquel día en que recibió su nuevo y ensalzado nombramiento.

Cuando el viejo Rubine sugirió que no necesitaba llevar espada en aquella habitación, ella le replicó que en los últimos veinte años siempre había llevado una. Entonces él señaló con mucha educación que ni él ni sus colegas la llevaban, aún siendo varones a los que les quedaba mucho mejor una espada. Entonces ella le preguntó si se refería a que debía clavársela a él antes de dejarla. Y como nadie pudo asegurar si bromeaba o no, ahí quedó la cosa.

—Excelencia —uno de los criados acababa de llegar a hurtadillas y le ofrecía una reverencia de lo más empalagosa—. Señoría —la segunda reverencia era para la condesa Cotarda—, estamos a punto de comenzar.

—Bien —dijo Monza, un tanto cortante. Miró a las puertas dobles, echó los hombros hacia atrás y levantó la barbilla—, pues acabemos de una vez con esta maldita pantomima.

No podía perder el tiempo. Durante todas las horas que había estado despierta en las últimas tres semanas (apenas sin dormir desde que Rogont le pusiera la diadema en la cabeza) no había hecho más que intentar sacar a Talins del pozo negro en el que ella lo había metido al luchar a su favor.

Recordando la máxima de Bialoveld, de que cualquier Estado con éxito descansa sobre columnas de acero y de oro, buscó a todos los burócratas serviles que no se hubiesen encerrado en Fontezarmo con su antiguo señor. Se habló del ejército talinés. Y de otras cosas, como las arcas del tesoro. Estaban vacías. El sistema de impuestos, el mantenimiento de las obras públicas, de la seguridad, de la administración de justicia…, todo había desaparecido como el bollo que se arroja a la corriente de un río. La presencia de Rogont o, mejor, la de sus soldados, era lo único que impedía a Talins caer en la anarquía.

Pero a Monza los vientos jamás la habían llevado por la mala dirección. Siempre había tenido la virtud de adivinar las cualidades de una persona y de escoger a la que era más idónea para el trabajo por hacer. Como el viejo Rubine era tan pomposo como un profeta, le nombró alto magistrado. Grulo y Scavier eran los comerciantes más desalmados de la ciudad. Por eso, como no confiaba en ninguno de los dos, los nombró a ambos cancilleres, para que cada uno de ellos compitiese con el otro a la hora de imaginar nuevos impuestos y no se perdiesen de vista.

Al poco tiempo ya le sacaban el dinero a sus infelices colegas, un dinero que Monza empleó en comprar armas.

A los tres días de estar gobernando, se presentó en la ciudad un viejo sargento llamado Volfier, un hombre divertido, casi tan terco y con tantas cicatrices como ella. Sin querer rendirse, había llevado a los veintitrés miembros de su regimiento, los sobrevivientes de la derrota acaecida en Ospria, por toda Styria, manteniendo armas y honor intactos. Como a Monza le gustaba dar trabajo a los valientes, le mandó recoger a todos los veteranos de la ciudad. Y como el trabajo bien pagado escaseaba, no tardó en reclutar dos compañías de voluntarios, a los que encomendó la gloriosa tarea de escoltar a los recaudadores de impuestos para que ni un solo cobre se perdiese por el camino.

Había aprendido bien las lecciones que le diera Orso. Oro para comprar acero, y después más oro…, en eso consistía la honrada espiral de la política. La resistencia, la apatía y el desdén que recibió por todas partes sólo sirvieron para que se implicase con más ganas. Sintió una satisfacción perversa al acometer lo que parecía una tarea imposible. Y con el tiempo, el dolor y las ganas de fumar comenzaron a quedarse a un lado, de suerte que fue recuperando su agudeza en el pensar. Había pasado tiempo, mucho tiempo desde la última vez que había conseguido que algo creciese.

—Estás… muy hermosa.

—¿Cómo dices? —Cotarda acababa de llegar silenciosamente a su lado y sonreía un poco nerviosa—. ¡Oh!, lo mismo digo — dijo Monza con un gruñido, casi sin mirarla.

—El blanco te favorece. Dicen que yo soy demasiado pálida para llevarlo —Monza hizo una mueca de dolor. Era el tipo de charla intrascendente que no podría soportar en una noche como aquélla—. Me gustaría parecerme a ti.

—Quizá lo consigas si tomas un poco el sol.

—No, no. El valor —Cotarda bajó la mirada hasta sus pálidos dedos y los juntó—. Me refería a ser valiente. Dicen que tengo poder. Pero yo creía que cuando se tiene poder, uno no se asusta de nada. Y yo estoy asustada todo el tiempo. Sobre todo en los acontecimientos —las palabras que iba largando aumentaban la desazón de Monza—. En ocasiones no puedo ni moverme, porque me siento muy pesada. Y me da miedo. Soy decepcionante. ¿Qué tendría que hacer? ¿Qué harías tú?

Monza no tenía intención de discutir sus propios miedos, porque eso sólo serviría para alimentarlos. Pero Cotarda parloteaba sin ningún tipo de consideración.

—Lo que pasa es que me falta carácter, pero ¿de dónde puede sacar una el carácter? Lo tienes o no lo tienes. Tú lo tienes. Lo dice todo el mundo. ¿De dónde lo sacas? ¿Por qué yo no lo tengo? A veces creo que soy una ficción y que actúo como si fuese una persona. Dicen que soy una completa cobarde. ¿Qué puedo hacer? ¿Seguir siendo una completa cobarde?

Siguieron mirándose durante un largo instante, al término del cual Monza se encogió de hombros y dijo:

—Tienes que actuar como si no lo fueses.

Entonces abrieron las puertas.

Desde algún sitio, unos músicos atacaron un estribillo muy majestuoso cuando Monza y Cotarda entraron en la vasta concha del edificio del Senado. Aunque careciese de tejado y las estrellas estuvieran a punto de mostrarse en el cielo negro azulado que le servía de techo, hacía calor. Aquel calor, tan pegajoso como el de una tumba, junto con el perfumado relente de las flores, se agarró al apretado cuello de Monza y le provocó náuseas. Los miles de velas que ardían en la oscuridad llenaban el gran escenario con sombras que reptaban, suscitando el destello de las gemas y de toda la pintura dorada y convirtiendo los cientos y cientos de rostros sonrientes que llegaban hasta las filas más altas en máscaras burlonas. Todo era de tamaño descomunal: el gentío, las banderas que se estremecían al viento detrás de él, el mismo escenario. Todo excesivo, como una escena salida de la fantasía más espeluznante.

A fin de cuentas, una exageración, y sólo para ver cómo alguien se ponía un sombrero nuevo.

Los presentes eran muchos. Los de Styria eran numerosos, mujeres y hombres ricos y poderosos, comerciantes y miembros de la nobleza inferior llegados de todas sus provincias. Una selección de los artistas, diplomáticos, poetas, artesanos y soldados más famosos… porque Rogont no había hecho de menos a nadie que pudiese añadir un poco más de gloria a su persona. Los invitados extranjeros ocupaban la mayoría de los mejores asientos, debajo del escenario, los cuales estaban presentes, ora para ofrecer sus respetos al nuevo rey de Styria, ora para intentar sacar alguna ventaja de su entronización. Había capitanes de los buques mercantes de las Mil Islas, con anillas de oro en las orejas. Norteños de luengas barbas. Ciudadanos de Baol, con ojos brillantes. Nativos de Suljuk, vestidos con sedas multicolores. Una pareja de sacerdotisas de Thond, donde se venera al sol, con las cabezas afeitadas hasta dejarles una pelusilla dorada. Tres Aldermen de Westport, que parecían muy nerviosos. Aunque la Unión se hiciese notar por su ausencia, lo que no era de extrañar, la delegación gurka había ocupado gustosa su vacante: una docena de embajadores del emperador Uthman-ul-Dosht, cubiertos de oro; una docena de sacerdotes del profeta Khalul, sobrios en sus blancas vestiduras.

Monza pasó entre todos ellos como si no estuviesen allí, los hombros echados hacia atrás, la mirada al frente, el frío desdén en los labios que siempre expresaba al sentirse muy aterrorizada. Por el pasillo situado enfrente de ella, Lirozio y Patine iban a su encuentro con la misma pompa que ella. Sotorius aguardaba al lado del sillón que constituía la parte más importante de todo aquel evento, apoyándose con fuerza en su bastón. El anciano había jurado que antes bajaría al infierno que a la rampa.

Llegaron a la plataforma circular, juntándose bajo la expectante mirada de varios miles de pares de ojos. Los cinco líderes más importantes de Styria que iban a gozar del honor de coronar a Rogont, todos ellos vestidos de una manera simbólica tan evidente que no se le habría escapado ni a un champiñón. Monza iba de blanco perla con la cruz de Talins en el pecho, que estaba formada por chispeantes fragmentos de gemas negras. Cotarda llevaba el escarlata de Afoia. Sotorius mostraba las conchas doradas del berberecho en el dobladillo de su toga. Lirozio, el puente de Puranti en su esclavina dorada. Parecían actores pésimos que representasen a las ciudades de Styria en alguna obra barata de contenido moralizante, aunque de elevado presupuesto. Incluso Patine había abandonado su proverbial humildad, porque acababa de cambiar sus toscas vestiduras de labriego por la seda verde, las pieles y las chispeantes joyas. Aunque el símbolo de Nicante fuesen seis anillos juntos, él debía de haberse puesto en broma por lo menos nueve, uno de ellos con una esmeralda tan grande como uno de los dados de Amistoso.

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