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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (101 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Pero qué… ¡eres un maldito
mentiroso
!

—¿Sigues negándolo? ¡Yo no me lo creí cuando me lo contaron! ¿Mi Monza? ¿A la que quería más que mis propios hijos? ¿Mi Monza, traicionarme? ¡Y entonces, con estos ojos, vi cómo hablaba con esa gente! ¡Lo vi con estos ojos! —los ecos de su voz se desvanecieron lentamente, dejando la sala en el más completo silencio. Excepto por el lento tintineo metálico de los cuatro hombres con armaduras que se acercaban despacio hacia ella. Permaneció completamente inmóvil mientras la comprensión de todo lo sucedido se abría paso poco a poco por su mente.

Podríamos tener una ciudad para nosotros
, había sugerido Benna,
tú podrías ser la duquesa Monzcarro de… donde fuese
. Pero estaba pensando en Talins.
Merecemos que nos recuerden
. Él lo había planeado solo, sin dejarle opinar a ella. Igual que cuando había traicionado a Cosca.
Es mejor así
. Igual que cuando le había quitado el dinero a Hermon.
Es para nosotros.

Siempre había sido único para hacer grandes planes.

—Benna —musitó—. Eras un necio.

—No lo sabías —dijo Orso muy despacio—. No lo sabías y ahora acabas de enterarte. Tu hermano se condenó a sí mismo, y a ti con él, junto con media Styria —y rió entre dientes—. Justo cuando pienso estar al cabo de todo, la vida siempre acaba por sorprenderme. Llega tarde, Shenkt —su mirada se desvió hacia un lado—. Mátela.

Monza sintió que una sombra se cernía sobre ella, y se estremeció. Mientras hablaban, un hombre había llegado con mucho sigilo, sin que las suelas de sus flexibles botas hiciesen ruido. En aquel momento estaba justo encima de ella, tan cerca que hubiera podido tocarlo. Extendió una mano. Llevaba una sortija en ella. La de Benna, porque tenía un rubí.

—Creo que esto es suyo —dijo.

Su rostro era delgado y pálido. Aunque no fuera el de un hombre mayor, tenía muchas arrugas, con pómulos muy marcados y ojos que miraban con brillo feroz desde unas cuencas hundidas. Monza abrió unos ojos como platos al reconocerle, sintiendo un sobresalto tan grande como si acabase de recibir una lluvia de agua helada.

—¡Mátela! —exclamó Orso.

El recién llegado sonrió, pero como hubiese podido hacerlo una calavera, sin que la sonrisa se insinuase en su mirada, y dijo:

—¿Matarla? ¿Después de todo lo que me costó salvarle la vida?

El color había abandonado su rostro. De hecho, parecía casi tan pálida como cuando se la había encontrado rota entre los desperdicios tirados por las laderas de Fontezarmo. O como cuando, después de que él le quitara los puntos, se había despertado, para contemplar horrorizada su cuerpo lleno de cicatrices.

—¿Matarla? —repitió—. ¿Después de bajar con ella por la montaña? ¿Después de juntarle los huesos y de dejárselos bien? ¿Después de haberla protegido de los sicarios que enviasteis a Puranti?

Shenkt bajó la mano y dejó caer la sortija, que tintineó en el suelo para dar vueltas al lado de la retorcida mano derecha de Monza. Ella no le dio las gracias, pero ni falta que hacía. Él no lo había hecho para que le diera las gracias.

—¡Matadlos a ambos! —exclamó Orso.

A Shenkt siempre le sorprendía lo traicionera que puede ser la gente en las adversidades y lo leal que suele mostrarse cuando su vida está en peligro. Aquellos últimos guardias de Orso lucharían hasta la muerte por él, aun sabiendo que su hora estaba a punto de llegar. Quizá fuera porque no pudiesen comprender que un hombre tan importante como el gran duque de Talins podía morir como cualquier otro y que todo su poder iba a acabar por convertirse en polvo. Quizá porque, para algunas personas, la obediencia llega a convertirse en un hábito que nunca se cuestiona. O quizá porque el servicio hecho a su señor les había servido para afirmarse ante sí mismos, y por eso decidían dar ese paso tan breve que lleva a la muerte, pensando formar parte de algo grandioso antes que acometer el largo trayecto que supone una vida sin significado alguno.

Fuera por lo que fuese, Shenkt no iba a defraudarles. Lentamente, tomó aire en dos tiempos y lo retuvo.

El tañido de la cuerda de la ballesta resonó muy fuerte en sus oídos. Se apartó de la trayectoria del primer dardo, dejándolo pasar bajo el brazo que acababa de levantar. La trayectoria del segundo era perfecta, pues terminaba en la garganta de Murcatto. Mientras nadaba por el aire lo agarró con el índice y el pulgar y, mientras cruzaba la habitación, lo depositó cuidadosamente encima de una mesa barnizada. Luego cogió el busto idealizado de uno de los antepasados de Orso que estaba encima de ella…, posiblemente el de su abuelo, que había sido un mercenario. Se lo lanzó al ballestero que estaba más cerca justo cuando él, perplejo, bajaba su ballesta. Lo recibió en el estómago, porque el busto rebotó en su peto haciendo una enorme abolladura en él, se dobló en dos, en medio de una nube de partículas de piedra, y salió lanzado hacia la pared que se encontraba más lejos, donde cayó con brazos y piernas por delante, mientras su ballesta le seguía, dando vueltas por el aire.

Shenkt golpeó en el yelmo al guardia que estaba más cerca y se lo clavó en los hombros, haciendo que un chorro de sangre brotase por su arrugado visal y el hacha cayese lentamente de su retorcida mano. Como el otro guardia no se había subido el visal, cualquiera habría podido ver su cara de sorpresa al recibir el puñetazo de Shenkt que le metía el peto por el pecho. Tan fuerte fue aquel golpe, que el espaldar, con un gemido de metal retorcido, le salió por detrás. Luego saltó encima de la mesa, rajando el suelo de mármol al caer encima de ella. De los ballesteros que quedaban, el más cercano levantó lentamente su arma, como si pensara emplearla de escudo. La mano de Shenkt la partió en dos, dejando suelta su cuerda, sacándole el yelmo de la cabeza y enviándolo al techo, mientras su cuerpo caía de lado chorreando sangre, para estrellarse contra la pared con una lluvia de yeso. Luego agarró al ballestero que quedaba y lo lanzó hacia uno de los altos ventanales, de suerte que los fragmentos del vidrio, al romperse, caer y rebotar en el suelo, llenaron el aire de zumbidos.

El penúltimo que quedaba levantó la espada y lanzó un grito de guerra, echando al mismo tiempo hilillos de saliva por los labios, hasta entonces prietos. Shenkt lo agarró por una muñeca, poniéndolo boca abajo, y lo lanzó hacia el último de sus camaradas que seguía en pie. Ambos se confundieron en una maraña de armaduras melladas que se estrelló contra varias estanterías, vomitando libros encuadernados en oro que se rompieron por el impacto y documentos que comenzaron a caer lentamente cuando Shenkt, liberando el aire retenido, permitió que el tiempo volviese a su ser.

La ballesta que daba vueltas por el aire cayó, rebotó en las baldosas y se estrelló contra un rincón. El gran duque Orso no se había movido del sitio que ocupaba, al lado de la mesa circular donde seguían el mapa de Styria y la reluciente corona. Se había quedado boquiabierto.

—Nunca dejé un trabajo a medias —dijo Shenkt—. Pero eso fue antes de trabajar para vos.

Monza se puso de pie, mirando los cadáveres enmarañados, dispersos, retorcidos en el otro extremo de la sala. De la estantería contra la que se habían estrellado un montón de armaduras ensangrentadas, muchas hojas de documentos caían lentamente como hojas otoñales. Las paredes de mármol que estaban a su lado se habían cubierto de grietas.

Se acercó a la mesa volcada. Dejó atrás los cadáveres de mercenarios y de guardias. Pasó por encima del cadáver de Secco, cuyos sesos desparramados por el suelo brillaron al recibir la luz del sol que se filtraba por los altos ventanales de más arriba.

Orso la vio llegar en silencio, mientras la gran pintura que hablaba de su victoria en la batalla de Etrea le dominaba a más de diez pasos por encima de él. El hombre normal y el hombre convertido en un mito desmesurado.

El ladrón de huesos había vuelto, manchado con sangre de manos a codos, y los vigilaba a ambos. Aún no sabía qué había hecho, ni cómo, ni por qué. Pero poco importaba.

Sus botas crujieron al pisar vidrios, astillas, papel arrancado de las paredes, cerámica rota. Había manchas negras de sangre por todas partes, que él pisaba con las suelas de sus botas, ensuciándolas y dejando una pista sangrienta a su paso. Como el reguero de sangre que ella había dejado por toda Styria antes de llegar a aquel sitio. Para regresar a donde habían matado a su hermano.

Se detuvo, quedándose a una distancia de Orso que era igual a lo que mide la hoja de una espada. Esperando, pero sin saber qué. Ya había llegado el momento, el momento por el que había entrenado todos sus músculos, por el que había encajado tantos golpes dolorosos, por el que había gastado tanto dinero, por el que había malgastado tantas vidas, y descubría que casi no podía moverse. ¿Qué iba a pasar?

Orso arqueó las cejas. Levantó la corona de encima de la mesa, empleando en dicha operación el mismo cuidado igual de exagerado que el de la madre al levantar a su hijo recién nacido. Luego dijo:

—Iba a ser para mí. Ya casi lo era. Es aquello por lo que has luchado durante tantos años. Y también lo último que me arrebatas —le dio vueltas muy despacio sin que abandonase sus manos, mientras relucían las joyas que la adornaban—. Cuando construyes tu vida alrededor de una sola cosa, cuando sólo amas a una persona, cuando sólo tienes un sueño que alcanzar, te arriesgas a perderlo todo de golpe. Tú construiste tu vida alrededor de tu hermano. Yo construí la mía alrededor de una corona —suspiró profundamente, hinchó los labios y echó hacia un lado la diadema de oro, mirando cómo rodaba y rodaba encima del mapa de Styria—. Fíjate en nosotros dos. Somos iguales de desgraciados.

—No iguales —levantó la hoja de la Calvez, arañada, mellada, muy gastada. La hoja que había mandado hacer para Benna—. Yo aún te tengo a ti.

—Entonces, cuando me hayas matado, ¿qué sentido tendrá tu vida? —sus ojos fueron de su espada a los suyos—. Monza, Monza… ¿qué harás tú sin mí?

—Ya se me ocurrirá algo.

La punta de la espada taladró su guerrera con un sonido casi imperceptible, para luego deslizarse sin resistencia por su pecho y salirle por la espalda. Orso emitió un leve gruñido y abrió los ojos desmesuradamente cuando Monza sacó la hoja de su cuerpo. Ambos se quedaron mirándose durante un instante.

—¡Oh! —se llevó un dedo a la guerrera oscura y observó que se teñía de rojo—. ¿Ya está? —la miró perplejo—. Me esperaba… más.

Y entonces se derrumbó, doblando las rodillas en el pulimentado suelo y cayendo con la cara hacia delante, de suerte que una de sus mejillas fue a parar con un sonido seco al mármol que se encontraba cerca de una de las botas de Monza. El ojo de aquel lado de su cara se movió despacio hacia ella mientras la comisura de su boca esbozaba una sonrisa. Luego se quedó inmóvil.

Siete de siete. Ya había terminado todo.

Semillas

Era una mañana invernal, fría y clara, y el aliento de Monza se condensaba en el aire.

Estaba fuera de la habitación donde habían matado a su hermano. En la terraza desde donde a ella la habían arrojado. Sus manos descansaban en el parapeto por encima del cual la habían lanzado al vacío. Por encima de la montaña en que su cuerpo se había roto. Aún sentía aquel dolor lacerante que le subía por las piernas, que recorría el dorso de la mano que mantenía enguantada, que le bajaba por una de las sienes. Sabía que la acuciante necesidad de fumarse una pipa nunca la abandonaría por completo. Estaba lejos de sentirse cómoda, contemplando el largo espacio que había hasta los arbolillos que contuvieron su caída. Por eso iba allí cada mañana.

El buen líder nunca debe sentirse cómodo
, había dicho Stolicus.

El sol comenzaba a escalar el cielo, y el brillante orbe se llenaba de colorido. El cielo había perdido su color de sangre, adquiriendo otro azul intenso mientras unas nubes blancas se arrastraban en lo alto. Hacia el este, el bosque daba paso a un parcheado de campos de labranza… cuadrados de tierras verdes de barbecho, de rica tierra negra, de rastrojos amarillos dorados. Sus campos. Un poco más lejos, el río se encontraba con el mar gris para formar un amplio delta plagado de islas. Con la fuerza de la imaginación, Monza vislumbraba en ellas torres, edificios, puentes, murallas. La Gran Talins, no mucho mayor ante su vista que la uña de su pulgar. Su ciudad.

Aquella idea siempre le parecía el despropósito de un lunático.

—Excelencia —el chambelán de Monza se agazapaba bajo una de las arcadas, haciendo una reverencia tan marcada que casi podía lamer el suelo. Luego de servir a Orso durante quince años y de salir ileso del saqueo de Fontezarmo, vaya usted a saber cómo, había efectuado la transición de servir a un señor a hacer lo propio con una señora de manera más que admirable. A fin de cuentas, si Monza le había quitado a Orso la ciudad, el palacio e, incluso, algunas ropas que sólo precisaban unos pequeños arreglos, ¿por qué no podía quitarle el servicio? ¿Quién sabía mejor que los criados lo que había que hacer?

—¿Qué sucede?

—Vuestros ministros han llegado. El noble señor Rubine, el canciller Grulo, la canciller Scavier, el coronel Volfier y… la señora Vitari —carraspeó como si se sintiese apenado—. ¿Puedo preguntar si la señora Vitari ha recibido ya algún título específico?

—Se encarga de ciertas cosas que les están vedadas a las personas con un título específico.

—Por supuesto, Excelencia.

—Tráigalos hasta aquí.

Se abrieron las pesadas puertas, que estaban forradas con unos adornos de cobre batido con forma de serpientes retorcidas. No como los que Orso había tenido antes, con cabeza de león, sino mucho más impresionantes. Podía asegurarlo. Sus cinco visitantes comenzaron a entrar, pavoneándose, avanzando a zancadas o arrastrando los pies, de suerte que el sonido de sus pasos resonó en el frío mármol de la sala que Orso había dedicado a las audiencias privadas. Aunque ya hubiesen pasado dos meses, Monza aún seguía sin creer que le perteneciese.

Vitari fue la primera, ataviada con la misma ropa oscura y la misma sonrisa de satisfacción que cuando la había conocido en Sipani. Volfier fue el segundo, caminando muy tieso con su uniforme lleno de galones. Scavier y Grulo compitieron entre sí para ver quién entraba antes. El viejo Rubine avanzaba lentamente en la retaguardia, doblado por la cadena de su trabajo, tomándose su tiempo, como siempre.

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