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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (98 page)

BOOK: La mejor venganza
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Llegaba a sus oídos el ruido que hacía la puerta del aparador al abrirse.

—Hay que llenarlo hasta arriba —decía la voz de Cosca, a quien no podía ver. Ruido de metal.

Morveer sólo pudo ver la cara de comadreja del hombre que le acompañaba cuando preguntó:

—¿Cómo puedes beberte esa guarrería?

—Pues porque algo hay que beber, ¿no te parece? Me la recomendó un antiguo amigo que, desgraciadamente, ha fallecido.

—¿Te queda algún antiguo amigo que aún siga con vida?

—Sólo tú, Victus. Sólo tú.

Un tintineo de vidrio. Cosca se pavoneaba en el estrecho escenario al que se había reducido el campo visual de Morveer, la petaca en una mano y un vaso y una botella en la otra. Era el recipiente de color púrpura que Morveer recordaba de poco antes, cuando le había echado el veneno. Le pareció ser el artífice de otra ironía fatal. Cosca sería el responsable de su propia destrucción, como en tantas otras ocasiones. Pero aquélla sería la última. Escuchó el roce de las cartas al barajarlas alguien.

—¿A cinco escamas la mano? —era la voz de Cosca—, ¿o jugamos por el honor?

Los dos se echaron a reír.

—Que sea a diez —dijo Victus.

—Pues a diez —más risas—. Me parece muy civilizado. Nada mejor que jugar a las cartas mientras los demás se matan, ¿no te parece? Como en los viejos tiempos.

—Sólo que sin Andiche, Sesaria y Sazine.

—Además de eso —concedió Cosca—. Bueno, ¿abres tú o lo hago yo?

Amistoso gruñía mientras intentaba salir de entre los escombros. Escalofríos se encontraba a pocos pasos de él, al otro lado del montón de maderas y marfiles rotos, latón retorcido y cables enmarañados que era todo lo que quedaba del clavicordio del duque Orso. El norteño se puso de rodillas con el escudo aún embrazado, el hacha aún sujeta en la otra mano, la sangre que le caía por un lado de la cara debido al corte recibido justo encima de su reluciente ojo de metal.

—¡Zorra calculadora! Intentaba arreglar nuestro asunto personalmente. Pero esto no me lo permite.

Se acercaron lentamente el uno al otro, estudiándose. Amistoso sacó su cuchillo de la vaina y su cuchilla del interior de la casaca, sintiendo en las palmas de ambas manos aquel tacto tan familiar que le producían sus respectivas empuñaduras. En aquel momento ya no se acordaba del caos de los jardines, de la locura que reinaba en el palacio. Uno contra otro, tal y como solía ser en Seguridad. Uno y uno. La aritmética más sencilla y la que más le gustaba.

—Entonces, preparados —dijo Amistoso, enseñando los dientes.

—Preparados —respondió Escalofríos, dejando escapar el aire por los suyos.

Escalofríos dio un salto por encima de los escombros e hizo describir a su hacha un arco cegador. Amistoso se echó hacia la derecha, agachándose y sintiendo en los cabellos el aire desplazado por el hacha. Su cuchilla chocó con el borde del escudo de Escalofríos y cantó en él para luego hundirse en su hombro, aunque sólo para hacerle un leve corte. Escalofríos se giró y bajó el hacha con la rapidez del relámpago. Amistoso se apartó y escuchó que su hoja se aplastaba entre los escombros que había a un lado. Lanzó una puñalada con el cuchillo, pero el norteño ya había interpuesto el escudo, de suerte que lo arrancó de las manos de Amistoso y lo envió hacia el pulimentado suelo, donde cayó con un estruendo metálico. Cuando Amistoso se preparaba para tirarle un tajo con la cuchilla, Escalofríos, que ya estaba muy cerca de él, le empujó con el hombro, de suerte que, al recibir Amistoso aquel golpe en el codo, su cuchilla fue a parar a las cicatrices que Escalofríos tenía cerca del ojo malo, dejándole un corte sangriento debajo de la oreja.

Amistoso retrocedió un paso y preparó la cuchilla para un tajo sesgado, con intención de que Escalofríos no pudiera servirse del hacha. Por eso mismo, el norteño cargó contra él con su escudo, interceptando la cuchilla y levantándole del suelo, mientras gritaba como un perro rabioso. Amistoso le lanzó un puñetazo en el costado, consiguiendo eludir la circunferencia de madera que era su escudo, pero Escalofríos no sólo pesaba más que él, sino que su impulso cinético era mayor. Debido a ello, Amistoso salió lanzado hacia la puerta, golpeándose un hombro con su marco mientras el escudo se hundía en su pecho y él iba cada vez más deprisa. Intentó hacer fuerza con las botas en el suelo, pero entonces descubrió que ya no había suelo y que caía. Su
cabeza
golpeó contra algo que era de piedra, saltó, rebotó y comenzó a dar vueltas, gruñendo y resollando mientras la luz y la tiniebla giraban con él. Las escaleras. Estaba cayendo por las escaleras, y lo peor de todo era que ni siquiera podía contar los escalones.

Volvió a gruñir mientras se ponía lentamente de pie. Había llegado a una cocina que era más larga que ancha, una pequeña habitación abovedada que recibía la luz por unas pequeñas ventanas situadas arriba del todo. La pierna izquierda, el hombro derecho y la parte posterior de la cabeza le latían; tenía sangre en una mejilla, una manga rota, por la que se veía la larga rozadura del antebrazo, y sangre en la pernera, una herida que quizá se hubiera hecho con la cuchilla que aún llevaba en la mano mientras caía. Pero todo seguía moviéndose.

Escalofríos se encontraba más arriba, en el descansillo de un tramo de catorce escalones, dos veces siete, una enorme forma negra en la que chispeaba un ojo. Amistoso le hizo una seña mientras decía:

—Baja hasta aquí.

Ella seguía arrastrándose por el suelo. Era lo único que podía hacer. Arrastrarse poco a poco. Mirar adelante, hacia la empuñadura de la Calvez que se encontraba en el rincón. Arrastrarse, escupir sangre y desear que la habitación no se moviese. Y mientras efectuaba aquel recorrido tan lento, la espalda le picaba y le quemaba, a la espera de que el hacha de Escalofríos se clavase en ella para darle el feo final que se merecía.

Al menos, aquel bastardo tuerto había dejado de hablar.

Cuando la mano de Monza se cerró sobre la empuñadura, ella se dio la vuelta, gruñendo, agitando su hoja a su alrededor como el cobarde que ondea en la oscuridad la antorcha que empuña. No había nadie. Sólo un enorme hueco en la barandilla situada al extremo de la galería.

Se secó la nariz ensangrentada con la mano cubierta por el guante y, muy despacio, se puso de rodillas. El aturdimiento comenzaba a abandonarla, y el rugido que escuchaba dentro de los oídos se iba convirtiendo en un zumbido constante. Su rostro era un amasijo de carne que latía, donde todo en él parecía abultar el doble de lo habitual. Arrastró los pies hasta la destrozada balaustrada y miró hacia abajo. Los tres mercenarios que se habían entretenido en destrozar la estancia aún seguían en ella, mirando fijamente el destrozado clavicordio que estaba debajo de la galería. Seguía sin ver a Escalofríos y sin descubrir una pista que le permitiese aclarar lo sucedido. Pero tenía otras cosas en la cabeza.

Orso.

Apretó la mandíbula, que no había dejado de dolerle, avanzó hasta la lejana puerta y la abrió. Mientras recorría un pasillo en penumbra, el ruido de la lucha fue haciéndose cada vez más fuerte. Salió a una gran balconada. El cielo de la gran cúpula que se encontraba encima de ella representaba un sol naciente y siete mujeres con alas que blandían espadas. Era el gran fresco pintado por Aropella, con los Hados entregando el destino que le corresponde a cada ser humano. Podía ver más abajo dos grandes escaleras, talladas en las tres variedades del mármol. Y, encima de ellas, las puertas de doble batiente que ostentaban los rostros de león, obradas en maderas exóticas. Allí, justo delante de aquellas puertas, había estado con Benna la última vez que le confesó su cariño.

Ni falta hará decir lo mucho que todo había cambiado desde entonces.

En el suelo de la entrada que se encontraba más abajo, de forma circular y cubierto con mosaicos, así como en los grandes escalones de mármol y en la balconada situada más arriba, acontecía una furiosa batalla. Los hombres de las Mil Espadas luchaban a muerte con los guardias de Orso, que eran más de sesenta, creando una caótica escena de muerte. Las espadas caían sobre los escudos, las mazas golpeaban las armaduras, las hachas subían y bajaban, las lanzas daban tajos y estocadas. Los combatientes rugían de furia, balbucían de dolor, luchaban y morían, siendo mutilados en el mismo sitio en que caían. Los mercenarios estaban enloquecidos por la perspectiva del saqueo, y los defensores no tenían ningún sitio adonde huir. La piedad escaseaba en ambos bandos. No lejos de donde se encontraba, justo en la balconada, un par de soldados con uniforme talinés se habían arrodillado para cargar sus ballestas. Uno de ellos recibió una flecha en el pecho mientras apuntaba con su arma y cayó de espaldas, tosiendo, los ojos como platos por la sorpresa, escupiendo sangre encima de la bonita estatua que se encontraba a su lado.

Como había dicho Verturio,
nunca participes en las batallas hechas por ti si encuentras a alguien que quiera ocupar tu puesto
. Con mucha precaución, Monza se agazapó entre las sombras.

El corcho abandonó la botella con ese ruido de succión que para Cosca era el mejor del mundo. Se inclinó sobre la mesa con la botella en la mano y derramó un poco de su almibarado contenido en el vaso de Victus.

—Gracias —dijo él con un gruñido—. Estaba pensando.

En honor a la verdad, el licor gurko de uva no solía gustarle a todo el mundo. Cuando defendía Dagoska, Cosca consiguió desarrollar cierta tolerancia al mismo que nada tenía que ver con el afecto. De hecho, su tolerancia era enorme respecto a todo lo que tuviera alcohol, y aquel brebaje gurko contenía mucho, y a un precio bastante razonable. Sólo con pensar en aquel líquido que quemaba la garganta y daba ganas de vomitar, se le hizo la boca agua, porque, de repulsivo que era, le parecía glorioso. Un trago, un trago, un trago.

Desenroscó el tapón de su petaca, se acomodó en la silla de capitán general y acarició muy contento la gastada madera de uno de sus brazos.

—¿Y bien? —preguntó.

El estrecho rostro de Victus destilaba desconfianza por todos sus poros, haciéndole reflexionar a Cosca que ninguna de las personas a las que había conocido tenía una mirada tan huidiza como la suya. Dicha mirada fue a sus propias cartas, luego a las de Cosca, al dinero amontonado entre ambos y, finalmente, a Cosca.

—Muy bien. Dobles —y arrojó unas cuantas monedas al centro de la mesa, con ese tintineo tan agradable que nunca hace la calderilla—. ¿Qué llevas tú, viejo?

—¡Tierra! —muy ufano, Cosca le enseñó las cartas.

—¡La maldita Tierra! Siempre has tenido la suerte de un demonio —Victus dejó caer sus cartas.

—Y tú la lealtad de uno de ellos —Cosca enseñó los dientes mientras empujaba las monedas hacia sí—. No debería preocuparnos que nos quedemos sin dinero, porque los muchachos nos traerán mucha plata a su debido tiempo. La regla de la cuarta parte, y todo lo demás.

—A este ritmo, habré perdido mi parte antes de que me la traigan.

—Esperémoslo —Cosca se echó un trago de la petaca e hizo una mueca de dolor. Por alguna razón, le supo más amargo de lo usual. Retorció los labios y se chupó las encías. Como entonces le llegó a la boca otra oleada de ácido, enroscó el tapón a medias—. ¡Vaya! Me han entrado ganas de cagar —dio una palmada en la superficie de la mesa y se levantó—. No vayas a hacer trampas con el mazo mientras no estoy delante, ¿me has oído?

—¿Yo? —Victus puso cara de inocente, como si se sintiese ultrajado—. Puedes confiar en mí, general.

—Claro que sí —Cosca echó a caminar hacia el otro extremo del pasillo, con los ojos fijos en la negra hendidura que creaba la puerta de la letrina, calculando las distancias y sintiendo un hormigueo en la espalda mientras se imaginaba a Victus sentado junto a la mesa. Retorció una muñeca y sintió que el cuchillo arrojadizo que llevaba en la manga caía en su mano—. Como confié cuando lo de Afieri —entonces se volvió repentinamente y se quedó helado—. ¡Ah!

Victus acababa de sacar de la nada una ballesta muy pequeña y cargada, con la que le apuntaba directamente al corazón.

—¿Que Andiche recibió una estocada por ti? —Dijo con sorna—. ¿Que Sesaria se sacrificó por los demás? ¡Olvidas que conocía muy bien a esos dos bastardos! ¿Por qué tipo de gilipollas idiota me tomas?

Shenkt saltó por la destrozada ventana y cayó sin hacer ruido en el salón que había al otro lado. Aunque una hora antes hubiese sido un comedor muy espacioso, las Mil Espadas lo habían despojado de todo lo que pudiese valer un cobre. Sólo quedaban en él fragmentos de la cristalería y del menaje, lienzos rasgados, aún en sus destrozados marcos, y los cajones de algunos muebles, hechos añicos por ser demasiado grandes para llevárselos. Tres pequeñas moscas se perseguían unas a otras, creando varias trayectorias geométricas en el aire que rodeaba la destrozada mesa por encima de la que volaban. Dos mercenarios discutían cerca de ella, mientras un chico de unos catorce años los miraba muy nervioso.

—¡Te digo que cogí las jodidas cucharas! —decía el hombre de la cara picada de viruelas al otro que llevaba un peto deslucido—. ¡Pero esa zorra me empujó y se me cayeron! ¿Por qué no cogiste ninguna?

—Porque estaba vigilando la puerta mientras tú la fastidiabas…

El chico levantó en silencio un dedo para señalar a Shenkt. Los otros dos dejaron de discutir por un momento para quedársele mirando.

—¿Quién coño eres tú? —preguntó el de las cucharas.

—Dime, ¿la mujer que te hizo soltar la cubertería era Murcatto? —preguntó Shenkt.

—Te estoy preguntando que quién coño eres tú.

—No soy nadie. Sólo pasaba por aquí.

—Ah, ¿sí? —hizo una mueca a sus compinches mientras desenvainaba la espada—. Pues esta habitación es nuestra y hay que pagar un peaje para entrar en ella.

—Un peaje —repitió el del peto, con un tono a todas luces intimidatorio.

Los dos se apartaron mientras el chico, a regañadientes, seguía a uno de ellos. El de las cucharas preguntó:

—¿Qué tienes para nosotros?

—Nada que te interese —Shenkt le miró a los ojos mientras se le acercaba, dándole una oportunidad.

—Eso lo decidiré yo —su mirada fue a parar al anillo con el rubí que Shenkt llevaba en el dedo índice—. ¿Qué tal eso?

—No es mío, por eso no está en mi mano dártelo.

—Pero sí está en las nuestras el quitártelo —y se le acercaron, el picado de viruelas apuntándole con su espada—. Las manos detrás de la cabeza, bastardo, y ponte de rodillas.

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