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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (47 page)

BOOK: La mejor venganza
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Se estaba mejor a oscuras.

Langrier se inclinó encima de un brasero y lo encendió, soplando pacientemente en los carbones hasta que el resplandor naranja iluminó su blando rostro a cada soplo que daba.

Pello frunció la nariz y preguntó:

—¿Quién se ha meado?

—Él —dijo Langrier—. ¿Qué importa? —Monza sintió un nudo en la garganta al verle introducir varios hierros en el brasero. Miró de soslayo a Escalofríos, que le devolvió la mirada sin decir nada. No había nada que decir—. Lo más seguro es que dentro de muy poco se mearán los dos.

—Vaya, pues habrá que limpiarlo.

—He limpiado cosas peores —miró a Monza, y en sus ojos había aburrimiento y no odio. O no mucho—. Pello, deles agua.

El sargento les ofreció una jarra. A Monza le habría gustado escupirle a la cara, decirle obscenidades, pero tenía sed y no era el momento de parecer orgullosa. Por eso abrió la boca y él le echó agua por ella. Bebió, tosió, volvió a beber, y el agua serpenteó bajo su cuello y cayó en la fría piedra que estaba bajo sus pies desnudos.

—Como ve —dijo, después de que Monza hubiese recuperado el aliento—, somos personas normales y corrientes; aunque, a decir verdad, ésta es posiblemente la última gentileza que obtenga de nosotros, a menos que nos ayude.

—Es la guerra, muchacho —Pello ofrecía la jarra a Escalofríos—. Es la guerra, y usted está en el otro bando. No es el momento de ser amables.

—Cuéntennos algo —dijo Langrier—. Algo, aunque apenas sea relevante, que pueda contarle a mi coronel, y entonces les dejaremos en paz y todos nos sentiremos un poquito más contentos.

—No somos de Orso —Monza la miraba a los ojos sin moverse, intentando parecer sincera—. Sino todo lo contrario. Vinimos para…

—Tenían los uniformes de los soldados de Orso, ¿o no?

—Sólo para poder ponérnoslos y escapar cuando hubiesen entrado en la ciudad. Vinimos para matar a Ganmark.

—¿El general de la Unión que apoya a Orso? —Pello enarcó las cejas, mirando a Langrier mientras ésta se encogía de hombros.

—Una de dos: o es cierto lo que acaba de decir, o lo es que son espías de Talins. Quizá vinieran para asesinar al duque. ¿Cuál de las dos cosas le parece más verosímil?

Pello suspiró y dijo:

—Llevamos mucho tiempo en este trabajo, y nueve veces de cada diez, la respuesta obvia resulta ser la verdadera.

—Nueve veces de cada diez —Langrier abrió las manos como para disculparse—. Tienen que poner más interés.

—Joder, no puedo contar las cosas de otra manera —dijo Monza entre dientes—, eso es todo lo…

El puño enguantado de Langrier cayó súbitamente en sus costillas.

—¡La verdad! —un puñetazo en el estómago—. ¡La verdad! ¡La verdad! ¡La verdad! —la salivilla que le salía de la boca al gritar le caía a Monza en la cara. Luego siguió zurrándola, de suerte que los gruñidos entrecortados de Monza y el sonido de los golpes que le propinaba Langrier se convirtieron en débiles ecos que reverberaron en las húmedas paredes de la mazmorra.

Monza no podía hacer ninguna de las cosas que su cuerpo necesitaba urgentemente…, bajar los brazos, o doblarlos, o caerse al suelo, o incluso respirar. Se encontraba tan indefensa como un animal muerto colgado de un gancho. Cuando Langrier se cansó de aporrearla en las tripas, Monza se estremeció en silencio durante un instante, los ojos como si fuesen a salírsele de las órbitas, todos los músculos agarrotados, sintiendo los chasquidos de las muñecas. Luego vomitó algo acuoso encima de una de sus axilas, jadeó con mucho esfuerzo, como si se ahogase, y volvió a vomitar. Después, mientras los cabellos se le enmarañaban alrededor de la cara y ella se quedaba tan inmóvil como el paño mojado que se cuelga en una cuerda para que se seque, fue consciente de gemir como un perro apaleado cada vez que respiraba. Pero no podía dejar de respirar y además ya no le importaba.

Escuchó el sonido de las botas de Langrier cuando ésta se acercó a Escalofríos y dijo:

—Ya hemos comprobado que ella es una jodida idiota. Vamos a darle una oportunidad, grandullón. Comenzaremos con algo sencillo. ¿Cómo se llama?

—Caul Escalofríos —su voz era chillona y estaba dominada por el miedo.

—Escalofríos —Pello se guaseó.

—Norteños. ¿Quiénes si no ellos son capaces de inventarse unos nombres tan divertidos? ¿Cómo se llama esta mujer?

—Murcatto, así se llama. Monzcarro Murcatto.

Monza movió lentamente la cabeza como si intentara negarlo. No porque le pareciera mal que revelase su nombre, sino porque sabía que la verdad no les sería de ninguna ayuda.

—¿Qué dice? ¡La Carnicera de Caprile en mi celda! Idiota, Murcatto murió hace varios meses, y estoy comenzando a aburrirme. Por la manera en que nos está haciendo perder el tiempo, debe de pensar que somos inmortales.

—¿Qué piensa de estos dos? —preguntó Pello—, ¿que son muy estúpidos o muy valientes?

—¿Cuál es la diferencia?

—¿Quiere que le haga hablar?

—¿Qué ha pensado hacerle? —Langrier puso cara de dolor mientras movía un brazo—. Hoy me duele el maldito hombro. Como siempre que hay humedad.

—Usted y su maldito hombro.

Sonó un chirrido metálico cuando Pello tiró de una polea y las cadenas que sujetaban a Escalofríos por las manos quedaron a la altura de la cabeza de él. Pero el alivio que sintió Escalofríos le duró muy poco, porque Pello le sacudió por detrás de las piernas, haciendo que cayera de rodillas y que volviese a tener los brazos en tensión mientras plantaba una bota en una de sus pantorrillas.

—¡Escuche! —a pesar de hacer frío, el rostro de Escalofríos estaba perlado de sudor—. ¡No somos de Orso! No sé nada de su ejército. ¡No… tengo ni idea!

—Es la verdad —dijo Monza, con una voz débil que nadie escuchó. Y comenzó a toser, y cada uno de sus golpes de tos era como una puñalada en sus costillas doloridas.

Pello pasó un brazo por debajo de la cabeza de Escalofríos, le puso el codo por debajo de la barbilla y le agarró con la otra mano por delante, echándole la cabeza hacia atrás.

—¡No! —exclamó Escalofríos con un quejido apagado, mientras volvía hacia Monza el único ojo que ella podía ver—. ¡Ella, Murcatto, me contrató! ¡Para matar a siete hombres! ¡Para vengar a su hermano! Y… y…

—¿Lo tiene bien agarrado? —preguntó Langrier.

—Sí.

—¡Ella me contrató! —Escalofríos alzaba la voz—. ¡Quiere matar al duque Orso! —temblaba y le castañeteaban los dientes—. ¡Matamos a Gobba y a un banquero! ¡A un banquero… llamado Mauthis! ¡Lo envenenamos…, y después…, y después al príncipe Ario, en Sipani! ¡En el Cardotti! Y ahora…

Langrier le metió entre los dientes una cuña de madera muy gastada, poniendo rápido fin a aquella confesión suya tan incoherente.

—No querría que se mordiese la lengua. Aún espero que nos cuente algo que valga la pena.

—¡Tengo dinero! —dijo Monza, que podía hablar de nuevo.

—¿Qué?

—¡Tengo dinero! ¡Oro! ¡Cofres llenos de oro! ¡No aquí, sino… el oro de Hermon! Sólo…

—Le sorprendería saber cuánta gente, llegado este momento, comienza a acordarse de tesoros enterrados —Langrier parecía divertirse—. No funciona.

—Si sólo tuviera la décima parte de todo lo que me han ofrecido en esta celda —dijo Pello entre dientes—, sería rico. Pero, por si se lo está preguntando, le diré que no lo soy.

—Y, aunque fuese cierto que usted tuviera muchos cofres llenos de oro, ¿dónde demonios me lo podría gastar? Llega unas cuantas semanas tarde para sobornarnos —Langrier se masajeó el hombro, hizo una mueca, movió el brazo en círculo y tiró de uno de los hierros que estaban en el brasero. Al sacarlo, chirrió con el sonido que hacen los metales al rozar unos con otros y lanzó un ramillete de chispas anaranjadas que tuvo la virtud de que las doloridas tripas de Monza se retorciesen de miedo.

—Es cierto —dijo Monza, con un susurro—. Es cierto —insistió, mientras sus fuerzas la abandonaban.

—Claro que sí —dijo Langrier, dando un paso adelante para hundir el metal, que estaba al amarillo vivo, en el rostro de Escalofríos. Sonó como una loncha de panceta al caer en la sartén, pero más fuerte, con ese ruidillo churruscante que resulta tan ridículo. Escalofríos arqueó la espalda y agitó su tembloroso cuerpo como el pez que se retuerce en el sedal. Pero el siniestro Pello no le soltó.

Salió un vapor grasiento que se inflamó y que Langrier apagó con el pequeño soplido del que solía servirse en aquellas situaciones, pero sin dejar de mover el hierro de un lado para otro dentro del ojo. Ponía la misma cara que si estuviese limpiando una mesa sucia. Una tarea tediosa e ingrata que le había caído encima y que, desafortunadamente, tenía que terminar.

El siseo se hizo menos intenso. El grito de Escalofríos se convirtió en un suspiro de dolor cuando exhaló el aire que le quedaba en los pulmones y escupió saliva por sus labios retraídos, húmedos por la madera que le habían metido entre los dientes. Langrier se apartó. El hierro, que se había vuelto de color naranja oscuro al enfriarse, presentaba por uno de sus lados una mancha cenicienta que humeaba. Con algo de repugnancia, volvió a introducirlo en el brasero, que lo acogió con un chirrido.

Pello soltó a Escalofríos. Su cabeza cayó hacia delante mientras se ahogaba. Monza no sabía si estaba despierto o no, si estaba consciente o no. Pero no suplicó. La celda olía a carne quemada. No podía mirarle a la cara. No podía. Pero tenía que mirarle. Distinguió una larga línea oscura que le cruzaba una mejilla y terminaba en un ojo. Sus bordes estaban en carne viva y llenos de ampollas, tan brillantes como si los hubiesen untado con aceite, la grasa de su cara que había ardido. Miró hacia la puerta y abrió los ojos todo lo que pudo, mientras el aire reptaba por su garganta y la piel se le quedaba tan fría y húmeda como la del cadáver recién sacado de un río.

—Ya está. ¿Cree que no lo podemos hacer mejor? ¿Cree que va a poder seguir ocultando sus secretos por más tiempo? Si no nos los cuenta, se los arrancaremos a la zorrita de pelo amarillo —agitó una mano cerca de su cara—. Maldición. Aquí apesta. Bájela, Pello.

Un tintineo de cadenas y Monza bajó hasta el suelo. Pero no se podía tener de pie. Demasiado asustada, demasiado magullada. Sus rodillas rozaban la piedra. Escalofríos respiraba como si no pudiese más. Langrier la agarró por un hombro. Pello chasqueó la lengua y aseguró las cadenas para que permaneciese a cierta altura por encima del suelo. Monza sintió que la suela de una de sus botas se hundía por detrás de sus pantorrillas.

—Por favor —dijo con un susurro, mientras todo su cuerpo se estremecía y los dientes le castañeteaban. Monzcarro Murcatto, la temible Carnicera de Caprile, la horrorosa Serpiente de Talins, el monstruo que se había bañado en sangre durante los Años Sangrientos, sólo era un recuerdo lejano—, por favor.

—¿Cree que disfrutamos haciendo esto? ¿Cree que no preferiríamos volver con los nuestros? No sabe cuánto me gustaría, ¿verdad, Pello?

—Le gustaría muchísimo.

—Se lo ruego, deme algo que me sirva. Cuénteme, tan sólo… —Langrier cerró los ojos y la golpeó con el dorso de una muñeca—. Cuénteme tan sólo quién les da las órdenes. Al menos para empezar.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —le picaban los ojos—. ¡Hablaré! —podía sentir que las lágrimas le bajaban por la cara—. ¡Hablaré! —ya no estaba segura de lo que decía—. ¡Ganmark! ¡Orso! ¡Talins! —sólo eran palabras. Nada de nada—. Yo… yo… ¡trabajo para Ganmark! —lo que fuese para que aquellos hierros siguieran dentro del brasero unos instantes más—. ¡Recibo órdenes de él!

—¿Directamente de él? —Langrier miró preocupada a Pello, que dejó de rascarse la piel seca de una de sus manos para devolverle la misma mirada perpleja—. Es posible, y también que Su Excelencia el gran duque Salier esté todo el tiempo bajando a este sitio para ver qué tal nos va. ¿Acaso cree que soy una jodida idiota? —abofeteó a Monza en ambas mejillas, primero en una y luego en otra, hasta que la boca se le llenó de sangre, le ardió la piel y la celda comenzó a dar bandazos y a oscilar—. ¡Se lo está inventando sobre la marcha!

Monza intentó despejarse. Luego dijo:

—¿Qué quiere que le cuente? —las palabras se confundían por culpa de su lengua de trapo.

—¡Joder, algo que me sirva!

Monza movió los labios, pero lo único que salió por ellos fue una hilacha de baba roja. Las mentiras no servían. La verdad no servía. El brazo de Pello se enroscó en su cabeza, agarrándola por detrás, tan tirante como un lazo corredizo, haciendo que mirase al techo.

—¡No! —exclamó ella entre gemidos—. ¡No! ¡N…! —acababan de meterle en la boca la cuña de madera, aún manchada con las babas de Escalofríos.

Langrier ocupaba todo el campo visual de Monza, por otra parte lleno de brumas, y agitaba uno de sus brazos.

—¡Maldito hombro! Me duele más que nunca, pero a nadie parece importarle —sacó otro hierro del brasero, al amarillo blanco, y lo mantuvo en alto cerca de su rostro, que se iluminó ligeramente mientras el sudor que perlaba su frente relucía ante él—. ¿Acaso hay algo más aburrido que contemplar el dolor de los demás?

Avanzó con el hierro en alto. El ojo lloroso de Monza, que quedaba enfrente de él, se abrió, tan grande como un plato, al fijarse en el extremo brillante que la dominaba desde más arriba y que siseaba por el calor que desprendía. El aliento se estremecía y silbaba en su garganta. Casi podía sentir el calor que le producía en la mejilla, casi podía sentir el dolor que iba a causarle. Langrier se inclinó hacia ella.

—¡Alto! —por el rabillo del ojo acababa de percibir una silueta borrosa en el umbral de la puerta. Parpadeó y sus pestañas aletearon. Un hombre grande y gordo, con una bata blanca, estaba al lado de los escalones.

—¡Excelencia! —Langrier devolvió al brasero el hierro que empuñaba, como si acabara de quemarse con él. La presa con que Pello rodeaba el cuello de Monza desapareció. Y su bota dejó de pisarle las pantorrillas.

Los ojos del gran duque Salier se movieron lentamente en aquella cara suya tan grande y pálida, yendo de Monza a Escalofríos para, finalmente, detenerse en Monza.

—¿Son éstos?

—Lo son, en efecto —el rostro de Nicomo Cosca apareció por encima de uno de los hombros del duque, mirando el interior de la celda. Monza no recordó ningún otro momento a lo largo de su vida en el que se hubiese sentido tan contenta de ver a alguien. El viejo mercenario hizo una mueca y añadió—. Hemos llegado demasiado tarde para salvarle el ojo al norteño.

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