Sajaam tenía mucho valor, porque su mano fue hacia el cuchillo que llevaba al cinto.
Uno de los dedos de Shenkt se hundió en la depresión donde el pecho se une con los hombros, justo debajo de la clavícula. Taladró camisa, piel y carne mientras sus cuatro dedos restantes empujaban con fuerza el pecho de Sajaam y lo llevaban hasta la pared, mientras su meñique casi arañaba la superficie interior del omóplato, hundido en su carne hasta los nudillos. Sajaam gritó, y el cuchillo se escurrió de sus dedos entorpecidos, cayendo al suelo con un ruido metálico.
—No más necedades, como he dicho. ¿Dónde está Murcatto?
—¡La última vez que oí hablar de ella estaba en Visserine! —su voz estaba ronca por el dolor.
—¿En el asedio?
Sajaam asintió sin dejar de apretar sus dientes ensangrentados. Si Visserine aún no había caído, ya habría sido conquistada cuando Shenkt llegase a ella. Pero él jamás dejaba un trabajo a medias. Debía suponer que seguía con vida y proseguir con la caza.
—¿A quién tiene con ella?
—¡A un mendigo del Norte que se llama Escalofríos! ¡A uno de mis hombres que se llama Amistoso! ¡Un presidiario! ¡Un presidiario de Seguridad!
—¿Sí? —Shenkt retorció el dedo dentro de su carne, y la sangre salió por su herida y corrió por su mano, mientras las estrías producidas por el oro se le secaban en el antebrazo,
tap, tap, tap.
—¡Ah! ¡Ah! La puse en contacto con un envenenador llamado Morveer! ¡En Westport! ¡Y en Sipani con una mujer llamada Vitari! —Shenkt arqueó las cejas—. ¡Una mujer que endereza los asuntos difíciles!
—Murcatto, Escalofríos, Amistoso, Morveer… Vitari —Sajaam asintió al escuchar cada uno de aquellos nombres, sin dejar de echar saliva por los dientes cada vez que su respiración se hacía más angustiosa—. ¿Y adónde llegarán esos valientes compañeros en su próximo salto?
—¡No estoy seguro! ¡Agg! ¡Ella dijo que eran siete hombres! ¡Los siete que mataron a su hermano! ¡Ah! ¡Quizá a Puranti! ¡Adelántese al ejército de Orso! ¡Si ella acaba con Ganmark, quizá el siguiente sea Fiel, Fiel Carpí!
—Es posible —Shenkt sacó el dedo con un ligero sonido de succión y Sajaam se derrumbó, escurriéndose con el trasero hasta caer al suelo, su estremecido rostro bañado en sudor y retorcido por el dolor.
—Por favor —dijo, balbuciendo—. Puedo ayudarle. Puedo ayudarle a encontrarla.
Shenkt se agachó a su lado y se secó las manos manchadas de sangre en las perneras de los pantalones, que tenían las mismas manchas.
—Ya me ha ayudado —dijo—. Puede dejarme el resto a mí.
—¡Tengo dinero! Tengo dinero.
Shenkt se quedó callado.
—Estaba planeando entregársela a Orso antes o después, cuando la recompensa fuese mayor.
No hubo ningún comentario.
—No importa, ¿verdad?
Silencio.
—Siempre dije que esa zorra me causaría la muerte.
—Estaba en lo cierto. Espero que eso le sirva de alivio.
—Creo que no de mucho. Debería haberla matado entonces.
—Pero vio que podría hacer dinero. ¿Tiene algo que añadir?
Sajaam se le quedó mirando y contestó:
—¿Y qué podría decir?
—Algunas personas quieren decir algo cuando les llega el fin. ¿Usted quiere decir algo?
—¿Qué es usted? —su voz apenas era un susurro.
—He sido muchas cosas. Un estudiante. Un mensajero. Un ladrón. Un soldado de las guerras antiguas. Un siervo de los grandes poderes. Un actor de los grandes eventos. Y ahora, ¿qué soy? —Shenkt lanzó un suspiro de infelicidad al contemplar los cadáveres que le rodeaban, agachados, desmadejados, amontonados en la habitación—. Al parecer, ahora soy la persona que zanja las cuentas de otros.
Monza no se sorprendió al descubrir que sus manos volvían a temblar. El peligro, el miedo por no saber si seguiría viva un instante después. Su hermano, asesinado; ella, rota; todo aquello por lo que había luchado, perdido. El dolor, la acuciante necesidad de fumarse una pipa, el no confiar en nadie…, y todo ello un día tras otro. Además, todas las muertes de las que era responsable, en Westport, en Sipani, recaían en sus hombros, pesándole como si fuesen de plomo.
Los últimos meses bastaban por sí solos para que a cualquiera le temblasen las manos. Pero quizá lo que más le había marcado fuese ver que a Escalofríos le quemaban el ojo, y pensar que ella era la siguiente.
Miró nerviosa la puerta que separaba su habitación de la suya. No tardaría en despertarse. Para gritar de nuevo, lo que ya era bastante malo en sí, o para no gritar, lo que era peor. Para quedarse de rodillas y mirarla con el ojo que le quedaba. Con aquella mirada acusadora. Sabía que hubiera debido darle las gracias, que hubiera debido cuidarle con el mismo mimo que dedicaba a su hermano. Pero la parte de ella que cada vez era más dominante sólo quería darle de patadas sin parar. Quizá tras la muerte de Benna, todo lo que en ella significaba decencia, cordialidad, humanidad se hubiera quedado en la ladera de la montaña, pudriéndose con su cadáver.
Se quitó el guante y miró fijamente la cosa que ocultaba. Las sutiles cicatrices de color naranja que indicaban las zonas donde los huesecillos rotos se habían vuelto a soldar. El surco rojo donde el alambre de Gobba le había cortado la carne. Movió los dedos para juntarlos en un puño o en algo que se le pareciera, excepto el meñique, tan tieso como un poste que señalase a la nada. No le dolió tanto como solía, aunque sí lo suficiente para suscitar una mueca en su rostro y para que el dolor se sobrepusiera a su miedo y aplastase todas sus dudas.
—Venganza —dijo en voz baja. Lo único que le importaba para entonces era matar a Ganmark. Volvió a ver su rostro blando y entristecido, sus ojos acuosos y tiernos. Apuñalando tranquilamente a Benna en el estómago. Empujando su cuerpo por encima de la terraza.
Se acabó
. Apretó el puño con fuerza y lo levantó—. Venganza —por Benna y por sí misma. Era la Carnicera de Caprile, implacable, intrépida. Era la Serpiente de Talins, tan mortífera como la víbora y tan poco dada a lamentarse como ella. Matar a Ganmark, y entonces… —. A por el que va después —y ya no le temblaba la mano.
Un fuerte ruido de pisadas que se acercaban por el pasillo. Escuchó a lo lejos gritar a alguien. Aunque no hubiese podido distinguir las palabras, sí que había notado un tinte de miedo en la voz. Se acercó a la ventana y la abrió. Su habitación, o su celda, estaba en una de las plantas más altas de la cara norte del palacio. Un puente de piedra se extendía sobre la corriente del Visser, lleno de pequeños puntos que lo cruzaban con prisa. Incluso a esa distancia podía asegurar que aquella gente corría para salvar la vida.
Como un buen general siempre intenta percibir el olor del pánico, Monza no tardó en descubrir que apestaba. Los hombres de Orso acababan de conquistar las murallas. El saqueo de Visserine había comenzado. En aquellos momentos, Ganmark ya debía de dirigirse al palacio para hacerse con la célebre colección del duque Salier.
La puerta se abrió de golpe, haciendo que Monza se volviese de un salto hacia ella. La capitana Langrier, ataviada con un uniforme talinés y con un saco bastante abultado en la mano, acababa de detenerse ante su umbral. Llevaba una espada en un costado y una larga daga en el otro. Monza no tardó en ser consciente de que estaba desarmada. Puso los brazos en jarras, como si todos sus músculos estuviesen preparados para combatir. Y, casi con toda seguridad, para morir.
Langrier entró lentamente en la habitación.
—Así que, a fin de cuentas, usted era realmente Murcatto.
—Lo soy.
—¿Dulces Pinos? ¿Musselia? ¿La Margen Alta? ¿La que ganó todas esas batallas?
—Así es.
—¿La que ordenó todas aquellas muertes en Caprile?
—¿Qué cojones quiere?
—El duque Salier acaba de decirme que acepta su proposición —Langrier dejó caer el saco y lo abrió. Un brillo metálico salió por él. Las armaduras talinesas que Amistoso había conseguido cerca de la brecha—. Debería ponerse una. No sabemos cuánto tiempo nos queda antes de que su amigo Ganmark llegue a este sitio.
No para morir, sino para vivir. Monza extrajo del saco una guerrera de teniente, se la puso encima de la camisa y comenzó a abotonársela. Langrier la observó durante un minuto mientras se vestía y dijo:
—Sólo quería decirle… mientras tuviese la oportunidad de hacerlo, que creo que siempre la he admirado.
—¿Cómo dice? —Monza se la había quedado mirando.
—Como mujer. Como soldado. Por llegar a donde llegó. Por hacer lo que hizo. Aunque estuviese en el bando contrario, siempre tuvo algo heroico…
—¿Acaso cree que me importa todo eso? —Monza no sabía qué le ponía más enferma, que la llamasen heroína o la persona que se lo llamaba.
—No me culpe si no la creo. Una mujer con su reputación, que se habrá encontrado en alguna situación más apurada que ésta…
—¿En alguna ocasión se ha encontrado al lado de alguien al que le queman un ojo, sabiendo que usted será la siguiente?
—No puedo decir que en esa ocasión sintiera, precisamente, lo que usted —Langrier parecía apesadumbrada.
—Pues debería intentar sentirlo para comprender lo que es una situación apurada —Monza acababa de sacar unas cuantas botas que podían servirle.
—Tenga —Langrier le ofrecía la sortija de Benna, cuya enorme piedra relucía con el color de la sangre—. De cualquier modo, no me queda bien.
—¿Cómo? —Monza la arrebató de su mano y se la puso en un dedo—. ¿Acaso cree que, por devolverme lo que antes me robó, estamos en paz?
—Escúcheme, siento lo del ojo del hombre que está a su servicio y todo lo demás, pero no tenía nada que ver con usted, ¿lo comprende? Si alguien supone una amenaza para mi ciudad, yo tengo que descubrir hasta qué punto lo es. Aunque no me guste, hago lo que hay que hacer. No me diga que usted no ha hecho cosas peores. Y no pretendo frivolizar respecto a nuestras respectivas culpas. Sólo decirle que, a partir de este momento, y puesto que tenemos un trabajo que cumplir, todo eso debe quedar atrás.
Monza guardó silencio mientras se vestía. Tenía razón. Ella había hecho cosas peores. O, al menos, contemplado cómo las hacían. O permitido que las hiciesen, lo que no era mucho mejor. Metió una correa por la hebilla del peto que debía de haber pertenecido a algún oficial joven, porque le quedaba bastante ceñido, tiró de ella y la abrochó.
—Necesito algo para poder matar a Ganmark —dijo.
—En cuanto lleguemos al jardín le daré un arma, pero no…
Monza vio la mano que se cerraba alrededor de la empuñadura de la daga de Langrier, quien comenzó a volverse, sorprendida.
—¿Qué…? —la punta de la daga acababa de aparecer por delante de su cuello. Y el rostro de Escalofríos por encima de sus hombros, pálido y hecho una ruina, la mitad de él cubierta con vendas que estaban algo manchadas donde, precisamente, había estado el ojo. Su brazo izquierdo agarró a Langrier por detrás, llevándola hacia su cuerpo. Para abrazarla como si hubiese sido su amante.
—Esto no tiene nada que ver contigo, ¿lo comprendes? —casi le besaba la oreja, mientras la sangre comenzaba a salir por la punta de la daga, formando en su cuello un hilillo de sangre negra—. Tú me quitaste un ojo. Pues ahora yo te quito la vida. —Langrier abrió la boca, y entonces se le cayó la lengua, y la sangre comenzó a caer por el extremo de ella para mojarle la barbilla—. No me gusta hacerlo —el rostro se le volvió de color púrpura y sus ojos comenzaron a dar vueltas en sus órbitas—. Sólo hago lo que hay que hacer —ella pataleó en el suelo antes de que la levantase—. Lo lamento por tu cuello —la hoja fue hacia un lado, abriéndole el cuello, y un curvo chorro de sangre cayó en las sábanas y llegó hasta la pared, manchándola.
Escalofríos soltó a Langrier, que cayó al suelo boca abajo, desmadejada, como si sus huesos se hubiesen vuelto de barro, lanzando otro chorro de sangre hacia los lados. Sus botas seguían moviéndose, rascando el suelo. Sus uñas también lo arañaron. Escalofríos inspiró larga y profundamente por la nariz y luego exhaló el aire por la boca, mirando a Monza y sonriendo. Era una mueca de complicidad, como si ambos disfrutasen con algún chiste que Langrier no podía pillar.
—Por los muertos, creo que ya me siento mejor. ¿Ha dicho que Ganmark acababa de entrar en la ciudad?
—Uh —Monza se había quedado sin habla. Se le había puesto la carne de gallina.
—Entonces, creo que debemos darnos prisa —Escalofríos no parecía haberse dado cuenta de la sangre que tenía a ambos lados de sus enormes pies descalzos y entre sus dedos. Levantó el saco y miró en su interior—. Vaya, armaduras. Creo que debería vestirme, ¿verdad, jefa? No me gusta acudir a una fiesta sin estar bien vestido.
El jardín situado en la parte central de la galería de Salier no mostraba signos de la destrucción que se avecinaba. El agua tintineaba, las hojas se estremecían, una o dos abejas volaban indolentes de flor en flor. Las flores blancas se asomaban de vez en cuando por entre los cerezos para cimbrearse hasta el césped recién cortado.
Cosca se sentaba con las piernas cruzadas, afilando su espada con una piedra de amolar y suscitando un cántico de metal. La petaca de Morveer se apretaba contra su muslo, pero no la necesitaba. La muerte se agazapaba en los peldaños que conducían a la puerta, haciéndole sentirse en paz. La calma antes de la tempestad. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, sintió el calor del sol en el rostro y se preguntó por qué tendría el orbe que arder a su alrededor para sentirse tranquilo.
Una brisa suave penetraba por las columnatas en sombras, por las puertas, por los pasillos llenos de pinturas. Pudo ver a Amistoso al otro lado de una ventana, vestido con la armadura de un guardia de Talins mientras contaba todos los soldados que había en la colosal pintura con que Nasurin había representado la segunda batalla de Oprime. Cosca hizo una mueca. Siempre intentaba olvidar las flaquezas de los demás. Después de todo, ya tenía bastante con las suyas.
Los guardias que se habían quedado eran media docena, disfrazados de soldados del ejército del duque Orso. Hombres lo suficientemente leales como para acabar muriendo al lado de su señor. Lanzó un bufido mientras volvía a pasar la piedra por el filo de su espada. La lealtad siempre se había encontrado al lado del honor, de la disciplina y del sacrificio en su lista de virtudes incomprendidas.