La mejor venganza (103 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
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Saca el arado, si es lo que quieres, pero ten un puñal a mano, por si acaso
, había dicho Farans.

Miró el mapa mientras se llevaba la mano izquierda al estómago. Lo sentía dilatado. Llevaba tres meses sin tener la regla. Eso quería decir que el hijo debía ser de Rogont. O quizá de Escalofríos. El hijo de un muerto o de un asesino, de un rey o de un mendigo. Lo único importante es que era suyo.

Se acercó lentamente hacia el escritorio, dejándose caer encima de la silla; cogió la cadena que llevaba metida entre la camisa e introdujo la llave en la cerradura. Sacó la corona de Orso, sintiendo su reconfortante peso en las manos, el reconfortante dolor de su mano derecha mientras la levantaba y la dejaba con mucho cuidado encima de los documentos que cubrían la superficie de cuero gastado. El oro centelleó bajo el sol invernal. Igual que las gemas que aún quedaban en ella, porque Monza había tenido que vender las demás para comprar armas. Oro para comprar acero, acero para conseguir más oro, como Orso solía decirle. Y en ese momento supo que ya no podría desprenderse de la corona.

Como Rogont nunca se había casado, no tenía herederos al morir. Su hijo, aunque fuese bastardo, podría reclamar sus títulos, el de gran duque de Ospria; incluso el de rey de Styria. A fin de cuentas, Rogont había llevado la corona, aunque ésta hubiese estado impregnada de veneno, aunque sólo se la hubiese puesto encima un instante. Sintió que una sonrisa nacía en las comisuras de sus labios. Cuando uno pierde todo lo que tiene, siempre puede buscar venganza. Pero si no, ¿cómo justificarla? Orso tenía mucha razón. La vida sigue. Y hay que encontrar nuevos sueños por cumplir.

Se estremeció, levantó la corona y volvió a guardarla en el escritorio. Quedarse mirándola no era mucho mejor que quedarse mirando su pipa y preguntarse si debía encenderla o no. Justo cuando giraba la llave en la cerradura, las puertas se abrieron de par en par y su chambelán rozó el suelo con la cara.

—¿Quién es ahora?

—Un representante de la Banca de Valint y Balk, Excelencia.

Aunque Monza sabía que antes o temprano acabaría por aparecer aquel representante, su llegada no le agradaba.

—Que pase.

Para formar parte de una institución capaz de comprar y vender naciones enteras, no parecía gran cosa. Era más joven de lo que se había esperado, con una gran mata de cabellos rizados, unas maneras elegantes y una sonrisa fácil. Eso fue lo que más le molestó de él.

Los enemigos más amargos se presentan con las sonrisas más dulces
, había dicho Verturio. ¿Quién si no él hubiera podido decirlo?

—Excelencia —su reverencia, tan marcada como la del chambelán, le costó algo de trabajo.

—¿Maese…?

—Sulfur. Yoru Sulfur, a vuestro servicio —al acercarse al escritorio, Monza descubrió que tenía los ojos de diferente color… uno azul y otro verde.

—De la Banca de Valint y Balk.

—Tengo el honor de representar a tan noble institución.

—Pues mejor para usted —echó un vistazo al interior de la sala—. Me temo que hicieron muchos destrozos durante el asalto. Este espacio ha quedado… más funcional que cuando lo ocupaba Orso.

—Mientras venía hacia aquí, observé algunos pequeños desperfectos en las paredes —la sonrisa casi le llegaba de oreja a oreja—. Pero lo funcional me agrada, Excelencia. He venido a hablar de negocios. De hecho, a ofreceros el completo apoyo de aquellos a quienes represento.

—Sé que usted solía venir con frecuencia a ver a mi predecesor, el gran duque Orso, para ofrecerle el completo apoyo de sus jefes.

—Así es.

—Y ahora que le he asesinado y le he robado el sitio, acude a mí.

—Así es —Sulfur ni se inmutó.

—Parece ser que su apoyo se amolda perfectamente a cada nueva situación.

—Somos un banco. Hay que aprovechar cada situación nueva que se presente.

—¿Y qué me ofrecen?

—Dinero —respondió él, sin andarse con rodeos—. Dinero para el ejército. Dinero para obras públicas. Dinero para devolverle la gloria a Talins y a Styria. Quizá incluso dinero para que vuestro palacio sea menos… funcional.

Monza tenía una fortuna en oro, enterrada cerca de la granja donde había nacido. Pero prefería no tocarla. A menos que fuese necesario. Por eso preguntó:

—¿Y si no lo necesitase?

—Pues supongo que también podríamos prestaros alguna asistencia de carácter político. Como bien sabéis, los buenos vecinos son el mejor refugio en una tormenta —no le gustó que emplease las mismas palabras que había dicho muy poco antes. Sulfur seguía hablando—: Valint y Balk han echado raíces en la Unión. Muy profundas. Puedo aseguraros que podríamos preparar una alianza entre vos y su Alto Rey.

—¿Una alianza? —le faltó muy poco para decirle que había estado a punto de consumar una alianza, aunque de un tipo muy diferente, con el rey de la Unión, precisamente en uno de los recargados dormitorios de la Casa del Placer de Cardotti—. ¿Aunque esté casado con la hija de Orso? ¿Aunque sus hijos puedan reclamar mi ducado? Según algunos, con más derecho que yo.

—Siempre intentamos trabajar con lo que tenemos antes de intentar cambiarlo. Para el líder apropiado, que tenga el apoyo apropiado, Styria puede encontrarse al alcance de la mano. Valint y Balk siempre quieren estar al lado del vencedor.

—¿A pesar de que violara sus oficinas de Westport y asesinase a su agente, Mauthis?

—Vuestro éxito en aquella aventura sólo demostró que teníais muchos recursos —Sulfur se encogió de hombros—. La gente puede reemplazarse. Queda mucha en este mundo.

Para ganar tiempo, Monza dio unos golpecitos encima de la mesa del escritorio. Luego, después de reflexionar, dijo:

—Me parece extraño que haya venido hasta aquí para hacerme esta oferta.

—¿Por qué?

—Pues porque ayer mismo tuve una visita muy parecida de cierto representante del profeta de Gurkhul, que me ofreció su… apoyo.

—¿A quién os enviaron? —preguntó Sulfur tras hacer una pausa.

—A una mujer llamada Ishri.

—No debéis confiar en ella.

—Pero sí en usted, ¿quizá por esa sonrisa suya tan dulce? Ya confié demasiado en mi hermano, que mentía cada vez que respiraba.

—Entonces os diré la verdad —la sonrisa de Sulfur se hizo mayor—. Supongo que sabréis que el profeta y mis jefes se enfrentan en un gran conflicto.

—Algo he oído.

—Creedme si os digo que no os gustaría estar en el bando equivocado.

—No estoy segura de que quiera encontrarme en alguno de los dos —se echó hacia atrás, haciendo como si se repantigase en la silla, a pesar de que aún se sintiera como el fraude viviente que se sentaba ante un escritorio robado—. Pero no tema. Le dije a Ishri que el precio de su ayuda era demasiado elevado. Dígame, maese Sulfur, ¿qué precio me exigirían Valint y Balk por su ayuda?

—Sólo el usual. El interés que devenga el préstamo. Una posición preferente para ellos y sus filiales y asociados en cualquier asunto de índole económica. Que no tratarais con Gurkhul y sus aliados. Que actuaseis, cuando mis jefes os lo pidieran, de común acuerdo con las fuerzas de la Unión…

—¿Sólo cuando sus jefes me lo pidieran?

—Quizá sólo en una o dos ocasiones durante el transcurso de vuestra vida.

—O quizá en más, si les viniera bien. Usted quiere que les venda Talins y que les dé las gracias por tal privilegio. Quiere que me arrodille delante de su cámara acorazada y que les pida favores.

—Estáis dramatizando en exceso…

—Yo no me arrodillo, maese Sulfur.

Después de lo que Monza acababa de decir, a Sulfur le llegó el turno de hacer una pausa. Pero no fue muy larga, porque, acto seguido, preguntó:

—¿Vuestra Excelencia me permitiría hablar con franqueza?

—Me gustaría ver cómo lo intenta.

—Sois nueva en las maneras del poder. Todo el mundo se arrodilla ante alguien. Si sois demasiado orgullosa para aceptar nuestra mano amiga, otros lo harán.

Monza sonrió de manera burlona, aunque, bajo aquel desprecio, su corazón latiese muy fuerte, y dijo:

—Pues les deseo buena suerte a ellos y a usted. Quizá su mano amiga les ofrezca a ellos mejores resultados que a Orso. Me parece que Ishri había pensado comenzar por Puranti en su búsqueda de nuevos amigos. Por eso le aconsejo que se dirija a Ospria, a Sipani o a Affoia. Estoy segura de que en Styria encontrará a alguien que acepte su dinero. Somos famosos por nuestras putas.

—Talins tiene una elevada deuda con mis jefes —la sonrisa retorcida de Sulfur se hizo mayor.

—La tenía Orso, así que pídanle el dinero a él. Aunque creo que lo tiramos con los desperdicios de la cocina. Si excava en la base de la montaña, seguro que lo encontrará. Le dejaré con gusto una toalla para que se limpie las manos.

—Sería una vergüenza —aunque sonriese, su amenaza era más que evidente— que tuviéramos que aprovecharnos de la rabia de la reina Terez para que se vengase de quienes mataron a su padre.

—¡Ah, venganza, venganza! —Monza le dedicó una de sus sonrisas—. Yo no me asusto de las sombras, maese Sulfur. Aunque pueda asegurarme que Terez quiera provocar una gran guerra, la Unión se está quedando en los huesos. Tienen enemigos al norte y al sur, y también dentro de sus fronteras. Si la esposa del Alto Rey quiere mi pequeño trono, bueno, pues que venga y que me lo dispute. Pero creo que Su Augusta Majestad tiene otras preocupaciones.

—Creo que no sois consciente de los peligros que anidan en los sombríos rincones de este mundo —la enorme mueca que Sulfur exhibía en aquel momento estaba exenta de cualquier sentido del humor—. Incluso ahora, mientras hablamos, vos estáis sentada aquí… sola —la mueca se había convertido en una sonrisa impúdica y airada, llena de dientes blancos y aguzados—. Sola, demasiado sola.

—¿Sola? —Monza parpadeaba, como burlándose de él.

—Estás equivocado —Shenkt acababa de llegar al lado de Sulfur sin que éste se diese cuenta, caminando silenciosamente, justo para quedarse cerca de su hombro derecho, tan cerca como su sombra. El representante de Valint y Balk se volvió en redondo, retrocedió un paso, espantado, y se quedó helado, como si, al volverse, descubriera que la Muerte le había estado echando el aliento en el cogote.

—Tú —dijo con un susurro.

—Sí.

—Creía…

—No.

—Entonces… ¿todo esto es obra tuya?

—Mi mano ha estado por medio —Shenkt se encogió de hombros—. Pero el caos es el estado natural de las cosas, porque la gente siempre tira por donde quiere. Sólo los que quieren que el mundo marche junto por el mismo camino son los que lanzan el desafío.

—A nuestro maestro no… —los ojos de diferente color miraron a Monza y luego a Shenkt.

—A tu maestro —dijo Shenkt—. Yo ya no tengo ninguno, ¿no lo recuerdas? Le dije que había terminado con él. Siempre que puedo, advierto a la gente, y ahora te toca a ti. Vete. Si vuelves, no me encontrarás de tan buen humor. Vete y habla con aquel a quien sirves. Dile que yo solía ser útil a aquellos a quienes servía. Ni ella ni yo nos arrodillamos.

Sulfur asintió lentamente con la cabeza. Luego, mientras su boca volvía a exhibir la sonrisa que tenía al entrar, dijo:

—Pues, entonces, morid de pie —luego se volvió hacia Monza y repitió la misma reverencia de antes—. Tendréis noticias nuestras —y salió con paso firme y presuroso de la habitación.

—Se lo ha tomado bien —Shenkt enarcó las cejas después de que Sulfur se hubiese ido.

—Hay un montón de cosas que no me has contado —Monza acababa de darse cuenta de que reía.

—Sí.

—¿Quién eres, realmente?

—He sido muchas cosas. Aprendiz, embajador, el que resuelve problemas que se les resisten a otros. Por lo que parece, hoy he sido el que zanja las cuentas de otros.

—Parece mierda ocultista. Cuando quiero oír un acertijo, me voy a ver a una echadora de cartas.

—Eres una gran duquesa. Seguro que alguna viene a visitarte.

—Le conocías —dijo, señalando las puertas con la cabeza.

—Le conocía.

—¿Teníais el mismo maestro?

—El mismo. Antaño. Hace mucho tiempo.

—¿Trabajaste para un banco?

—En cierta manera, sí —su sonrisa era triste—. Suelen hacer algo más que contar monedas.

—Ya lo estoy viendo. ¿Y ahora?

—Ahora, ya no me arrodillo.

—¿Por qué me has ayudado?

—Porque ellos hicieron a Orso, y yo acabo con todo lo que ellos hacen.

—Por venganza.

—Aunque no sea el mejor móvil, de lo malo siempre puede salir algo bueno.

—Pero había algo más.

—Claro que sí. Como eras la responsable de todas las victorias de Orso, te vigilaba, pensando que él perdería parte de su fuerza cuando yo te matase. Pero sucedió que Orso se me adelantó. Por eso te curé, sin dejar de pensar que podría convencerte para matar a Orso y ocupar su lugar. Pero subestimé tu determinación, y entonces te escapaste. Y, como había supuesto, proseguiste con tu empeño de matar a Orso…

—Y ocupé su sitio —Monza se agitó en la silla que había pertenecido a su antiguo jefe, sintiéndose un tanto incómoda en ella.

—¿Por qué alterar el curso de un río que ya ha decidido seguir un camino? Digamos que nos hemos ayudado el uno al otro —y entonces puso de nuevo su extraña sonrisa de calavera—. Los dos teníamos asuntos que zanjar.

—Al zanjar los tuyos, creo que me he hecho con unos cuantos enemigos muy poderosos.

—Y tú, al zanjar los tuyos, has sumergido a Styria en el caos.

—No era mi intención —pero él tenía razón.

—Cuando se abre la caja de los truenos, las intenciones ya no significan nada. Y ahora la caja ha quedado tan abierta como una tumba recién excavada. Me pregunto qué saldrá de ella. ¿Unos buenos líderes capaces de llevarnos a todos por el buen camino, para que una Styria más luminosa se convierta en el faro que debe seguir todo el mundo? ¿Las sombras despiadadas de los tiranos de antaño, condenadas a seguir las huellas del pasado? —los brillantes ojos de Shenkt no se apartaban de los suyos—. ¿Cuál de las dos cosas serás tú?

—Supongo que no tardaremos en saberlo.

—Eso digo yo.

Se dio media vuelta, sin hacer ruido al andar, y con el mismo sigilo cerró las puertas tras de sí, dejándola sola.

Todo cambia

—Ya sabes que no tienes por qué hacerlo.

—Lo sé —pero Amistoso quería hacerlo.

—¡Si sólo pudiera conseguir que comprendieses que el mundo de fuera está lleno de… infinitas posibilidades! —el frustrado Cosca se retorcía en la silla de montar. Mientras ambos cabalgaban por el camino que salía del desafortunado pueblo en el que habían acampado las Mil Espadas, Cosca hacía lo imposible para que Amistoso lo comprendiese. Pero no lo lograba. Por eso se sentía molesto. En lo que le concernía, pensaba que muy pocas cosas eran mejor. Y eso significaba que el infinito era peor, porque se hallaba demasiado lejos para que le incomodase.

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