La mejor venganza (11 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
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—Seis y uno.

—¿Qué? —el hombre que tenía a la derecha intentó empujar a Amistoso con un brazo titubeante—. Fuera de aquí, jodido lo…

La cuchillada le abrió la cabeza hasta el caballete de la nariz. Antes de que su compañero, que se encontraba en la entrada izquierda del callejón, hubiese podido acercarse, Amistoso cruzó la calle y lo apuñaló. En cinco ocasiones seguidas, aquel cuchillo largo le trabajó las tripas; luego Amistoso retrocedió y le rebanó la garganta por detrás, le pataleó en las rodillas, haciéndole caer, tambaleándose, en el empedrado.

Hubo una breve pausa mientras Amistoso recobraba el resuello. El primero de aquellos hombres, el que había recibido la enorme herida en el cráneo, tenía los ojos cubiertos por un montón de sesos desparramados. El otro seguía con cinco puñaladas en el cuerpo, echando sangre por la cuchillada de la garganta.

—Bien —dijo Amistoso—. Seis y una.

La furcia comenzó a gritar, con una de sus empolvadas mejillas manchada por varias gotas de sangre negra.

—¡Eres hombre muerto! —exclamó Gobba con un rugido, mientras daba un paso tambaleante hacia atrás y sacaba un reluciente cuchillo de su cinturón—. ¡Te mataré! —pero ni se movió.

—¿Cuándo? —preguntó Amistoso mientras aflojaba la presa que sus dos manos hacían sobre las hojas que empuñaba en ellas—. ¿Mañana?

—Yo…

El garrote de Escalofríos cayó sonoramente sobre la nuca de Gobba. Un buen golpe, justo en el mejor sitio, que hizo que sus rodillas se doblasen como si fueran de papel. Se derrumbó, la floja mejilla que choca contra el empedrado, el cuchillo que acaba de escurrirse de su puño desmañado y rebota.

—Ni mañana ni nunca —dijo la mujer con un chillido.

—¿Por qué no echa a correr? —Amistoso la miraba.

Ella voló hacia la oscuridad, tambaleándose por culpa de sus zapatos de tacón, y su aliento entrecortado pudo escucharse calle abajo, junto con el tintineo de su campanilla.

Escalofríos observó, ceñudo, los dos cadáveres mojados que yacían en la calle, mientras dos charcos de sangre se abrían paso por las rendijas del empedrado, tocándose, mezclándose, convirtiéndose en uno.

—Por los muertos —musitó en la lengua del Norte.

—Bienvenido a Styria —dijo Amistoso, encogiéndose de hombros.

Instrucciones sangrientas

Monza bajó la mirada hacia su mano enguantada mientras enseñaba con rudeza los dientes y flexionaba los tres dedos que aún podía mover… abrir y cerrar, abrir y cerrar, escuchando el soniquete de chasquidos y crujidos que hacían cada vez que apretaba el puño. Sentía una extraña tranquilidad, máxime teniendo en cuenta que su vida, si es que podía llamársela así, pendía del filo de una navaja.

Jamás confíes en nadie más allá de sus propios intereses
, había dicho Verturio, y ella comprendía que el asesinato del gran duque Orso y de sus allegados no iba a ser un trabajo sencillo. No podía confiar en aquel silencioso presidiario más de lo que confiaba en Sajaam, y hasta ahí era lo más lejos que llegaba su meada. Tenía la corazonada de que el hombre del Norte era medianamente honrado, aunque lo mismo había pensado de Orso, con resultados no muy buenos, que digamos. No le habría sorprendido mucho que la hubiesen llevado a un Gobba sonriente, listo para devolverla a Fontezarmo para que la arrojasen por segunda vez montaña abajo.

No podía confiar en nadie. Pero necesitaba a alguien.

Unos pasos precipitados fuera de la casa. La puerta que se abre de golpe y tres hombres que entran por ella. Escalofríos a la derecha, Amistoso a la izquierda. Gobba a rastras entre los dos, la cabeza colgando, uno y otro brazo apoyado en los respectivos hombros de sus captores, arrastrando las botas por el serrín del suelo. Vaya, al menos por el momento podía confiar en aquellos dos.

Amistoso arrastró a Gobba hasta el yunque…, una masa de hierro negro situada en el centro del piso. Escalofríos cogió una larga cadena, con esposas en cada extremo, que daba vueltas alrededor de la base del yunque. Aún seguía con el ceño fruncido. Su sentido de la moralidad, siempre que lo tuviera, debía de estar escociéndole.

Aunque la moral pueda ser algo conveniente, en situaciones como aquella sólo sirve para fastidiar.

Los dos no trabajaban mal juntos, aun siendo respectivamente mendigo y presidiario. No perdían tiempo ni hacían movimientos innecesarios. No daban muestras de estar nerviosos, y eso que iban a cometer un asesinato. Monza siempre había tenido buen ojo a la hora de contratar a la gente. Amistoso cerró las esposas alrededor de las gruesas muñecas del guardaespaldas. Escalofríos cogió la lámpara y giró su regulador, de suerte que la llama parpadeó con mayor intensidad al otro lado del vidrio y la luz se derramó por el interior de aquella siniestra fragua.

—Despertadlo.

Amistoso vació un cubo de agua en la cara de Gobba. Éste tosió, tomó aliento con dificultad y movió la cabeza mientras las gotas brillaban en sus cabellos. Intentó levantarse, pero la cadena tintineó y tiró de él hacia atrás. Miró a su alrededor con ojillos furiosos.

—¡Estúpidos bastardos! ¡Los dos sois hombres muertos! ¡Muertos! ¿No sabéis quién soy? ¿No sabéis para quién trabajo?

—Yo sí que lo sé —Monza intentó caminar como siempre lo había hecho; pero sin conseguirlo del todo. Entró cojeando en la zona iluminada y echó la capucha hacia atrás.

El grueso rostro de Gobba se llenó de arrugas.

—¡No! ¡No puede ser! —abrió unos ojos como platos. Incluso más grandes que platos. Por la impresión, luego por el miedo y después por el horror. Se echó hacia atrás con un ruido de cadenas—. ¡No!

—Sí —ella sonreía a pesar del dolor—. ¿Estás muy jodido? Has ganado peso, Gobba. Más de lo que yo he perdido. Hay que ver cómo salen las cosas. Esa sortija que llevas ahí, ¿es la mía?

Llevaba el rubí en el dedo meñique, un destello rojo sobre hierro negro. Amistoso se acercó a él, le quitó la sortija de un tirón y se la lanzó a Monza. Ella la cogió en el aire con la mano izquierda. El último regalo de Benna. El que les había hecho sonreír cuando cabalgaban montaña arriba para ver al duque Orso. Aunque el delgado anillo metálico estuviese arañado y un poco doblado, la piedra preciosa aún relucía con el color de la sangre, el color de una garganta acuchillada.

—La estropeaste un poco al intentar matarme, ¿verdad, Gobba? ¿Qué te parece? —le llevó algún tiempo poder metérsela en el dedo corazón de la mano izquierda, pero al final pudo pasarla por el nudillo—. Se ajusta a mi dedo tan bien como siempre. Menuda suerte.

—¡Mira! ¡Podemos hacer un trato! —Gobba tenía el rostro bañado en sudor—. ¡Seguro que se nos ocurre algo!

—A mí ya se me ha ocurrido. Pero me temo que no tengo una montaña a mano. —Bajó el martillo del estante (un martillo de mango pequeño, con un cubo de pesado acero por cabeza) y sintió cómo se le movían los nudillos de la mano izquierda al coger su mango con fuerza—. A cambio te voy a descuartizar con esto. ¿Sois tan amables de agarrarle fuerte? —Amistoso le dobló el brazo derecho para ponerlo encima del yunque y le abrió los dedos de la mano, blancos dedos encima del oscuro metal—. Deberías haberte asegurado de que había muerto.

—¡Orso lo descubrirá! ¡Él lo descubrirá!

—Claro que lo descubrirá. Pero cuando yo le arroje desde su propia terraza, no antes.

—¡Jamás lo conseguirás! ¡Te matará!

—Estuvo a punto de conseguirlo, ¿lo recuerdas? No tuvo ningún reparo.

A Gobba se le hincharon las venas del cuello por el forcejeo, pero Amistoso le sujetaba con fuerza todo el cuerpo.

—¡No puedes hacer nada contra él!

—Quizá no. Pero ya veremos. Sólo puedo asegurarte una cosa —y levantó el martillo—: que tú no lo verás.

La cabeza del martillo cayó encima de sus nudillos con un ligero sonido metálico de aplastamiento… una, dos, tres veces.

Cada uno de los golpes hizo que su mano vibrara y lanzase un dolor agudo hacia arriba del brazo. Pero aquel dolor no era tan fuerte como el que sentía Gobba en aquellos momentos. Boqueó, gritó y tembló. El rostro inexpresivo de Amistoso se tensionó.

Él se apartó del yunque y movió la mano hacia un lado. Monza fue consciente de que apretaba los dientes mientras el martillo hendía el aire y caía. El siguiente golpe le aplastó la muñeca y se la dejó ennegrecida.

—Aún tiene peor aspecto que la mía —dijo, encogiéndose de hombros—. Bueno, cuando se trata de pagar una deuda, es de gente bien nacida añadir los intereses. Venga la otra mano.

—¡No! —exclamó Gobba, babeando—. ¡No! ¡Piensa en mis pequeños!

—¡Piensa tú en mi hermano!

El martillo le aplastó la otra mano. Ella apuntaba con cuidado a la hora de atizar un nuevo golpe, tomándose el tiempo y cuidando los detalles. Las yemas de los dedos. Los dedos. Los nudillos. El pulgar. La palma. La muñeca.

—Seis y seis —rezongó Amistoso, y su voz dominó los rugidos de dolor que lanzaba Gobba.

—¿Eh? —Monza escuchaba lo fuerte que le latía la sangre en los oídos. Por eso no estaba segura de haberle oído bien.

—Seis veces y luego otras seis —Amistoso soltó el cuerpo del guardaespaldas de Orso y se frotó una palma con otra—. Con el martillo.

—¿Y qué? —preguntó ella, cortante, sin comprender el significado.

Gobba estaba echado encima del yunque, las piernas atadas, tirando de las esposas y escupiendo saliva mientras intentaba en vano desplazar aquel enorme trozo de hierro con todas sus fuerzas, pero sin mover sus ennegrecidas manos, porque se le habían quedado inertes.

Ella se inclinó sobre él y dijo:

—¿Acaso te he dado permiso para que te vayas?

Con un sonido de nuez rota, el martillo le partió una rótula. Cayó de espaldas al suelo. Mientras tomaba aire para gritar, el martillo se estrelló nuevamente contra su pierna y se la rompió de mala manera.

—Este trabajo es muy duro —Monza frunció el ceño, porque acababa de sentir una punzada en el hombro mientras se quitaba la casaca—. Será que ahora no estoy tan ágil como antes —se subió una manga de la negra camisa y descubrió la larga cicatriz de su antebrazo—. Siempre decías lo fácil que se te daba hacer sudar a una mujer, ¿eh, Gobba? Y pensar que me reía de ti —se secó la cara con el brazo—. Esto demuestra que no mentías. Soltadle.

—¿Está segura? —preguntó Amistoso.

—¿Te preocupa que pueda agarrarte por los tobillos? Que lo intente —el presidiario se encogió de hombros y se agachó para abrir las esposas que mantenían sujeto a Gobba. Desde las sombras, Escalofríos miraba a Monza con cara preocupada—. ¿Te pasa algo? —preguntó ella, un tanto molesta.

Él no contestó.

Gobba se apoyó en los codos para avanzar por el suelo manchado de serrín, arrastrando tras de sí la pierna rota y gimiendo, sin ser consciente de ello. Como ella al detenerse, rota, al pie de la montaña situada bajo Fontezarmo.

—Uuuuurrrrhhhh…

Monza aún no había disfrutado ni la mitad de lo que quería, y por eso estaba más enfadada que nunca. Aquellos gemidos tenían algo que le fastidiaba muchísimo. La mano le latía de dolor. Esbozó una sonrisa forzada y fue cojeando tras él, intentando disfrutar un poco más.

—Debo confesarte que estoy desilusionada. ¿Acaso no se jactaba Orso todo el tiempo de tener como guardaespaldas a un tipo muy duro? Supongo que ahora vamos a descubrir lo duro que eres. Más blando que este martillo, yo…

Dio un traspié, se ladeó al pisar mal y se dirigió, tambaleándose, hacia un horno. Al tocarlo con la mano izquierda por el lado en que estaba protegido con ladrillos, tuvo que apartarla por el calor. Entonces gritó.

—¡Mierda! —y se venció hacia el otro lado como si fuera un payaso, chocando contra un cubo que envió una rociada de agua sucia a una de sus piernas—. ¡Joder! —se inclinó sobre Gobba y le amenazó con el martillo de una manera tan ridícula que no tardó en sentirse avergonzada—. ¡Bastardo! ¡Bastardo! —dijo entre gruñidos y borborigmos mientras le golpeaba con aquella cabeza de acero en las costillas. Luego intentó levantarse, pero, como sólo lo consiguió a medias, acabó por retorcerse la pierna.

El dolor le subió por la cadera y le hizo gritar. Cayó al lado de la cabeza de Gobba con el martillo en la mano, y siguió golpeándole hasta que le dejó con media oreja. Cuando Escalofríos dio un paso para acercarse a ella, ya se levantaba con mucho dolor. Gobba lloriqueaba, sentado en el suelo y apoyando la espalda en un enorme cubo de agua. Las manos se le habían hinchado hasta el doble de su tamaño acostumbrado. Unos mitones flojos de púrpura.

—¡Confiesa! —dijo ella, siseando—. ¡Confiesa, jodido gordinflón!

Pero Gobba estaba demasiado entretenido, mirando la carne que le colgaba de los brazos y gritando. Sus gritos eran roncos y breves, como gemidos.

—Lo va a oír alguien —comentó Amistoso, aunque no parecía que le importase demasiado.

—Pues ciérrale la boca.

El presidiario se inclinó hacia Gobba con un alambre entre las manos, se lo pasó alrededor del cuello y tiró con fuerza de él, convirtiendo sus gritos en quejidos.

Monza se agachó a su lado, de suerte que sus respectivas caras quedaron a la misma altura. Sintió cómo le quemaban las rodillas al ver aquel alambre que cortaba su gordo rostro. Igual que el de Gobba le había cortado a ella el suyo. Le picaban las cicatrices que le había dejado.

—¿Qué se siente? —le miró con ojos que parpadeaban, intentando obtener alguna satisfacción de todo aquello—. ¿Qué se siente? —pero nadie lo sabía mejor que ella. Los ojos de Gobba se hincharon y su papada tembló, pasando del rosa al rojo y al púrpura. Monza se levantó, para ver mejor—. Estaba a punto de decir que eras un desperdicio de carne buena. Pero ahora veo que no.

Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, aspiró profundamente por la nariz, apretó con más fuerza el mango del martillo y lo levantó.

—¿Traicionarme y luego dejarme con vida?

El golpe cayó entre los porcinos ojos de Gobba con el mismo sonido que hace un adoquín al romperse. Él arqueó la espalda y abrió la boca de una manera desmesurada, pero sin emitir sonido alguno.

—¿Destrozarme la mano y luego dejarme con vida?

El último golpe le abrió la cabeza. La sangre negra borboteó por su piel púrpura. Amistoso soltó el alambre y Gobba cayó hacia un lado. Despacio, casi con gracia, volvió la cabeza y se quedó inmóvil.

Muerto. No había que ser un genio para verlo. Monza torció el gesto mientras intentaba abrir los dedos, que le dolían. El martillo retumbó en el suelo, su cabeza reluciente por la sangre, un mechón de pelos pegado a uno de sus extremos.

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