—¿Aún le duele? Quizá conozca una manera de mejorarle el ánimo —juntó sus largas manos—. Ya le he quitado los puntos.
—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Apenas unas horas.
—Me refiero a antes de ahora.
—Pues, exactamente, doce semanas —ella le miró fijamente—. Parte del otoño y del invierno: el año nuevo no tardará en llegar. Es un buen momento para cualquier comienzo. Que se haya despertado no tiene nada de milagroso. Sus heridas eran…, bueno, creo que estará complacida con mi trabajo. Sé lo que hago.
Sacó un cojín grasiento de debajo del jergón y se lo puso bajo la cabeza, tocándola con la misma desconsideración con que el carnicero manipula la carne y, finalmente, echándole la barbilla hacia delante para que ella pudiera verse. No tuvo más remedio que seguir sus instrucciones. Su cuerpo era una silueta borrosa bajo una basta manta gris, cruzado como estaba por las tres tiras de cuero que lo sujetaban en pecho, caderas y tobillos.
—Las tiras son para su propia protección. Para evitar que se dé la vuelta en el jergón mientras duerme —chasqueó la lengua—. No queríamos que se rompiese nada, ¿verdad? ¡Ja… ja! No queríamos que se rompiese nada —terminó de aflojar la última tira y levantó la manta, cogiéndola con el índice y el pulgar mientras ella miraba hacia abajo, desesperada por no poder verlo todo de golpe.
Él apartó la manta como quien muestra el premio que está a punto de repartirse.
Ella apenas reconoció su propio cuerpo. Completamente desnudo, magro y marchito como el de un mendigo, con la piel pálida y tirante por culpa de unos feos bultos óseos, surcado en toda su extensión por unas abrasiones enormes de color negro, marrón, púrpura y amarillo. Sus ojos recorrieron aquella carne agostada que recobraba la elasticidad después de tocarla. Estaba surcada completamente por estrías rojas. Oscura e inflamada, bordeada de carne rosada, marcada por las señales de los puntos que le había quitado. Había cuatro, uno encima de otro, que en uno de los costados seguían la curvatura de sus hundidas costillas. Y otros más, situados en las caderas, bajo las piernas, en el brazo derecho y en el pie izquierdo.
Se echó a temblar. Aquella carcasa de carnicería no podía ser su cuerpo. Su aliento siseó entre los dientes que castañeteaban, mientras su triste y marchita caja torácica se levantaba al mismo tiempo.
—¡Uh…! —gimió—. ¡Uh…!
—¡Lo sé! Impresionante, ¿verdad? —Él se agachó para quedar encima de ella y seguir con los precisos movimientos de su mano la escalera de marcas rojas que tenía en el pecho—. Las costillas de aquí estaban completamente astilladas, lo mismo que el esternón. Tuve que hacer unas incisiones para arreglarlo todo, ya sabe, y acceder al pulmón. Reduje los cortes al mínimo, pero, como puede ver, el daño…
—¡Uh…!
—Estoy especialmente contento por cómo ha quedado la cadera izquierda —y señaló un zigzag carmesí que iba desde el extremo de su estómago vacío hasta el interior de su pierna marchita, la cual estaba rodeada a ambos lados por un sendero de puntos rojos—. Desafortunadamente, el hueso del muslo se rompió en este sitio —chasqueó la lengua y metió un dedo en el puño que mantenía apretado—. Hace que la pierna sea una pizca más corta, pero, con la suerte que ha tenido, la espinilla de la otra se le rompió y tuve que quitar una pequeñísima sección de hueso para equilibrar la diferencia —frunció el ceño mientras estiraba juntas las dos rodillas, observando luego cómo giraban a cada lado, sus pies caídos sin remedio hacia fuera—. Una rodilla es un poquito más larga que la otra, y usted ya no parecerá tan alta, pero, considerando…
—¡Uh…!
—Veamos —hizo una mueca y apretó suavemente sus marchitas piernas desde los extremos de sus rodillas hasta sus nudosos tobillos. Ella observó que la tocaba como si fuera un cocinero que manipulase un pollo desplumado, y apenas le importó—. Todo ha quedado bien después de quitar los tornillos. Una maravilla, créame. Si los escépticos de la Academia pudieran ver esto, dejarían de reírse. Si mi antiguo maestro pudiera ver esto, incluso…
—¡Uh…! —ella levantó despacio la mano derecha. O más bien el tembloroso remedo de mano que colgaba en el extremo de su brazo. La palma estaba doblada, mermada, con una enorme y fea cicatriz justo donde el alambre de Gobba la había cortado. Los dedos estaban retorcidos como las raíces de un árbol, apelotonados entre sí, el meñique hacia fuera, formando un extraño ángulo. Cuando intentó cerrar la mano, el aliento se le escapó entre los dientes que mantenía apretados. Aunque los dedos apenas se movieran, el dolor le subió por el brazo, haciendo que la bilis le quemase la parte posterior de la garganta.
—Lo he hecho lo mejor que podía. Ya ve que los huesecillos están malamente dañados y que los tendones del dedo meñique han quedado casi separados —su anfitrión parecía sentirse incómodo—. Es una impresión muy fuerte, lo reconozco. Las marcas desaparecerán… en parte. Pero realmente, considerando la caída…, bueno, aquí tiene.
Cuando la boquilla de la pipa se dirigió a su encuentro, ella le dio una ávida chupada y la agarró con los dientes como si fuese su única esperanza. Y lo era.
Partió un trocito del extremo del filete, justo con el mismo tamaño que los que se les dan a las aves para que se alimenten. Monza le observó mientras lo hacía, sintiendo que la boca se le llenaba con una saliva amarga. Hambre o debilidad, no había mucha diferencia. Lo cogió sin entusiasmo, lo acercó a sus labios, tan débil que la mano derecha le tembló por el esfuerzo, lo obligó a pasar por entre sus dientes y lo envió esófago abajo.
Estremecida, como si acabara de tragarse cristal molido.
—Despacio —murmuró él—. Muy despacio. Desde que te arrojaron montaña abajo sólo has tomado leche y agua azucarada.
El pan se agitó en su estómago y entonces tuvo ganas de vomitar, notando un calambre en las tripas justo donde Fiel le había clavado el puñal.
—Aquí —pasó una mano alrededor de su cráneo con cuidado, pero también con firmeza, le levantó la cabeza y acercó una botella de agua a sus labios. Ella bebió dos veces seguidas y se miró los dedos. Sentía unos bultos desconocidos en una sien—. Tuve que quitarte unos cuantos trozos de cráneo. Los reemplacé por monedas.
—¿Monedas?
—¿Hubieras preferido que te dejara los sesos al aire? El oro no se oxida. No enmohece. Por supuesto que fue un tratamiento muy caro, pero permitía recuperar la inversión en caso de muerte; como no ha sucedido, bueno…, creo que debo darlo por bien empleado. Sentirás el cuero cabelludo algo abultado, pero el cabello volverá a crecerte. Ese cabello tan bonito que tienes. Negro como la noche.
Dejó caer su cabeza con suavidad en la almohada y sus manos permanecieron un instante encima de ella. Un roce muy suave. Casi una caricia.
—Por lo general, suelo ser un individuo taciturno. Quizá haya pasado mucho tiempo solo —una vez más exhibía su sonrisa de muerto—. Pero he descubierto que tú… sacas lo mejor que hay en mí. Lo mismo que la madre de mis hijos. En cierta manera, me la recuerdas.
Monza le devolvió una sonrisa que más bien era una mueca, aunque un calambre de repugnancia hubiese comenzado a trabajarle las tripas. Se juntaba con la debilidad que comenzaba a sentir en aquellos momentos. La necesidad le producía sudores fríos.
Tragó saliva y dijo:
—¿Podría…?
—Claro que sí —y le acercó la pipa.
—Más cerca.
—¡No quiero juntarlos! —dijo ella siseando, mientras intentaba juntar tres dedos de la mano, porque el meñique seguía tan tieso como antes, aunque mucho más cerca de los otros de lo que antes hubiese estado. Recordó lo ágil que solía ser con los dedos, lo segura y rápida que era, y la frustración y la furia fueron mucho más fuertes que el dolor—. ¡No quieren juntarse!
—Llevas echada ahí varias semanas. No te he remendado para que te pases el tiempo fumando y sin hacer nada. Inténtalo con más ganas.
—¿Estás intentando fastidiarme?
—Muy bien —cerró la mano alrededor de la suya y forzó sus dedos doblados para que se cerraran en un puño. Los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas cuando su respiración fue demasiado agitada para poder gritar—. No estoy seguro de que comprendas lo mucho que te estoy ayudando —apretaba cada vez con más fuerza—. No se puede crecer sin el dolor. No se puede mejorar sin el dolor. El sufrimiento nos lleva a terminar grandes cosas —los dedos de su mano buena tiraron de la de él, arañándola, pero sin éxito—. El amor es como un cojín que sólo sirve para descansar en él, pero sólo el odio podrá hacer de ti una persona mejor —la soltó y ella se relajó, lloriqueando, viendo que sus dedos temblorosos se iban apartando poco a poco los unos de los otros y que sus cicatrices se volvían de color púrpura.
Quería matarlo. Quería lanzarle todas las invectivas que conocía. Pero le necesitaba de mala manera. Por eso reprimió su lengua, sollozó, tragó saliva, apretó los dientes y aplastó la nuca nuevamente contra la almohada.
—Y ahora, cierra la mano —ella miró fijamente su cara, tan inexpresiva como una tumba recién abierta—. Hazlo, o yo lo haré por ti.
Gritó por el esfuerzo, mientras el brazo entero le temblaba hasta el hombro. Poco a poco, los dedos se fueron acercando, pero el meñique siguió tan tieso como antes.
—¡Mira, cabrón! —agitó su puño, adormecido, nudoso y retorcido, bajo la nariz de él—. ¡Mira!
—¿A que no ha sido tan difícil? —le acercó la pipa y ella se la arrancó de los dedos—. No tienes por qué darme las gracias.
—Y ahora veremos si puedes…
Ella chilló y se tropezó con las rodillas; habría caído si él no la hubiese agarrado.
—¿Ya? —frunció el ceño—. Ya deberías caminar. Los huesos se han soldado. Por supuesto que duele, porque… quizá haya quedado algún fragmento metido en una articulación. ¿Dónde te duele?
—¡Por todas partes! —exclamó ella.
—No creo que se trate solamente de tu cabezonería. No me gustaría volver a abrir sin necesidad las heridas de las piernas —pasó sin esfuerzo un brazo por encima de sus rodillas y la levantó para que se tumbase en el jergón—. Ahora vuelvo.
Ella le agarró.
—¿Volverás enseguida?
—Enseguida.
Sus pisadas se desvanecieron en el pasillo. Ella escuchó cómo se cerraba la puerta de delante y luego el sonido de la llave en la cerradura.
—Hijo de mala madre —se incorporó y balanceó las piernas fuera del jergón. Hizo una mueca cuando sus pies tocaron el suelo, y enseñó los dientes mientras se levantaba, gruñendo por lo bajo mientras salía del jergón y se ponía de pie.
Le dolía de una manera infernal, pero se sentía bien.
Respiró profundamente, se aclaró las ideas y comenzó a andar como un pato mareado por el extremo de la habitación, mientras el dolor subía por tobillos, rodillas, caderas y espalda, y ella alargaba los brazos para equilibrarse. Llegó hasta el armario y se agarró a una de sus esquinas, abriendo el cajón. La pipa estaba dentro, junto a un tarro de vidrio verde abullonado en el que aún quedaban unas cuantas bolas negras de cáscaras. Cuánto la deseaba. Tenía la boca seca y las palmas de las manos sudorosas por la adicción. Cerró el cajón de un golpe y regresó tambaleante al jergón. Sufría unas punzadas heladas por todo el cuerpo, pero cada día se iba sintiendo más fuerte. Pronto estaría preparada. Pero aún no.
Como había dicho Stolicus,
«la paciencia es la madre del éxito.»
Cruzó la habitación y luego regresó adonde estaba, maldiciendo entre dientes. Otra vez, gimiendo, tambaleándose, bufando. Se apoyó en el jergón el tiempo suficiente para recobrar el aliento.
Y luego volvió a cruzar la habitación.
A ella le habría gustado que el espejo no sólo tuviera la fractura que lo recorría, sino muchas más.
¡Tu cabello es como una cortina de medianoche
!
Los cabellos que le había afeitado en la parte izquierda de la cabeza le crecían como si fueran una costra asquerosa. Los demás colgaban lacios, enmarañados y grasientos como algas marinas.
¡Tus ojos relucen como zafiros penetrantes y sin precio
!
Amarillos, inyectados en sangre, legañosos, rodeados de carne viva, dentro de unas órbitas que se habían vuelto de púrpura oscuro a causa del dolor.
¿Labios como pétalos de rosa
?
Cuarteados, resecos, grises por las pieles sueltas y la baba amarillenta que se acumulaba en sus comisuras. En sus chupadas mejillas podía ver tres largas costras, úlceras marrones sobre un blanco de cera.
Monza, esta mañana estás especialmente hermosa.
A ambos lados de su cuello, retorcidas como un rollo de pálidas cuerdas, veía las rojas cicatrices que le había dejado el alambre de Gobba. Parecía una mujer que acabase de morir por culpa de la plaga. Apenas parecía tener mejor pinta que los cráneos apilados en la repisa.
En la imagen que contemplaba en el espejo, su anfitrión sonreía.
—¿Qué te dije? Tienes muy buen aspecto.
La mismísima diosa de la guerra.
—¡Parezco una maldita curiosidad de feria! —dijo en tono de burla, y la bruja decrépita que se agazapaba en el espejo la miró con aire burlón.
—Estás mejor que cuando te encontré. Deberías aprender a ver el lado bueno de las cosas —tiró el espejo encima del jergón, se levantó y se puso la casaca—. Ahora debo marcharme, pero volveré, como siempre. Sigue ejercitando la mano y conserva las fuerzas. Más adelante te haré un corte en las piernas para descubrir por qué te resulta molesto estar de pie.
—Sí. Comprendo —Monza intentó esbozar una sonrisa cansada.
—Bien. Entonces, hasta pronto —y se echó al hombro el saco de arpillera. Sus pisadas hicieron crujir las tablas del pasillo, luego echó la cerradura. Ella contó muy despacio hasta diez.
Saltó del jergón y cogió de la bandeja un par de agujas y un cuchillo. Se acercó al armario, abrió el cajón y echó la pipa, junto con el tarro, en uno de los bolsillos de sus pantalones prestados, que colgaban de los huesos de sus caderas. Avanzó a trompicones por la habitación con un crujido de tablas bajo sus pies desnudos. Fue al dormitorio, hizo una mueca mientras sacaba sus viejas botas de debajo de la cama y gruñó cuando se las puso.
Salió de nuevo al pasillo, jadeando por el esfuerzo, el dolor y el miedo. Se arrodilló al lado de la puerta de la calle, aunque mejor sería decir que se agachó gradualmente hasta que sus ardientes rodillas quedaron encima de las tablas. Hacía mucho tiempo que no forzaba una cerradura. Metió y sacó las agujas, ayudándose con la mano torcida, y luego hizo palanca con ellas.