Al fin, venganza.
El frío viento llegaba desde el mar y barría los muelles de Talins de una manera magnífica. O espantosa, según lo bien o mal abrigado que uno estuviera. Escalofríos no era de los que llevan mucha ropa encima. Sin darle importancia, se ajustó la liviana casaca en los hombros, más por comodidad que por otra cosa. Entornó la mirada y afrontó con talante mísero la última racha. Era evidente que aquel momento hacía honor a su sobrenombre. Llevaba así varias semanas.
Recordaba cuando se había sentado cerca del fuego, calentito, arriba en el Norte, en una confortable casa de Uffrith, con la barriga llena de carne y la cabeza llena de sueños, hablando con Vossula de la maravillosa ciudad de Talins. Lo recordaba con algo de amargura, porque aquel maldito comerciante, de ojos llorosos y cuentos almibarados que tenían que ver con su patria, le había convencido para hacer aquella travesía de pesadilla hasta Styria.
Vossula le había dicho que el sol siempre lucía en Talins. Por eso Escalofríos había vendido su excelente casaca antes de partir. ¿Verdad que no quería terminar sudoroso? Por eso mismo, mientras temblaba como la ahorquillada hoja de otoño que está a punto de caer de la rama, le pareció que Vossula no había hecho mucho honor a la verdad.
Escalofríos observaba las inquietas olas que mordisqueaban el muelle, lanzando su helada lluvia sobre los pocos esquifes podridos que quedaban en sus podridos amarres. Escuchó los crujidos de las guindalezas, los graznidos de las indefensas aves marinas, el golpeteo del viento en las persianas bajadas, los gruñidos y las quejas de los hombres que le rodeaban. Todos apelotonados en los muelles por la débil esperanza de encontrar trabajo, y dando pie al mayor cúmulo de historias tristes jamás contadas. Mugrientos y encanijados, con rostros macilentos y vestidos con harapos. Hombres desesperados. Para resumir, hombres como Escalofríos. Excepto que habían nacido allí. Cómo había podido ser tan estúpido para irse a vivir a aquel sitio.
Con el mismo cuidado con que el avaro saca su tesoro, extrajo lentamente del bolsillo interior de su casaca lo que le quedaba de la hogaza de pan duro y mordió un trocito, asegurándose de no desaprovechar ni una migaja. Entonces vio que el hombre que estaba más cerca de él se le quedaba mirando y se relamía los labios. Como Escalofríos se sintió abrumado, no tardó en ofrecerle el pan.
—Gracias, amigo —dijo el otro mientras lo devoraba.
—No es nada —dijo Escalofríos, que había estado partiendo madera durante varias horas para conseguir la hogaza. Sí que era algo, de hecho algo que le había costado mucho trabajo. Los demás le miraban con esos ojos grandes y llenos de tristeza que ponen los cachorrillos cuando tienen hambre. Movió las manos y dijo—: Si tuviera pan para todos, ¿qué coño creéis que haría en este sitio?
Volvieron la cabeza, rezongando. Él se aclaró la garganta y lanzó un escupitajo. Junto con un trozo de pan duro, era lo único que había pasado por sus labios aquella mañana, antes de salir por el otro lado. Había llegado con el bolsillo repleto de monedas de plata, el rostro lleno de sonrisas, el pecho henchido de felicidad y esperanza. Tras tres semanas de estar en Styria, de aquellas tres cosas sólo le quedaban los posos más amargos.
Vossula le había dicho que la gente de Talins era tan amistosa como los corderos y que recibía como invitados a los extranjeros. Pero él sólo había encontrado desdén, y descubierto que mucha gente se servía de los trucos más infames para aligerarle de su dinero cada vez más exiguo. En las esquinas de aquella calle no repartían segundas oportunidades. No más que lo que se hacía en el Norte.
Del barco que acababa de atracar en el muelle salían muchos pescadores que tiraban de las cuerdas y se quejaban del velamen. Escalofríos vio que los individuos desesperados que estaban con él se animaban al pensar que alguno podría encontrar trabajo. Él mismo sintió en el pecho un asomo de esperanza, por mucho que aquel trabajo pudiera ser duro, y tensionó los dedos de sus pies por si tenía que echar a andar deprisa.
El pescado salía de las redes para caer en el muelle, plata que se retorcía bajo el húmedo sol. La pesca era un trabajo tan bueno como honrado. Una vida entre salmuera, sin palabras hirientes, donde todos los hombres luchan contra el viento, recogen del mar su plateado botín y nada más. Un noble oficio, o eso se decía Escalofríos, olvidándose de lo mal que huele el pescado. Digamos que, en aquellas circunstancias, cualquier trabajo que hubiese conseguido le habría parecido el más noble.
Un individuo tan borracho como una cuba bajó de un salto del barco y se pavoneó delante de los mendigos, como dándose mucha importancia. Ellos comenzaron a empujarse unos a otros para que se fijase en ellos. Escalofríos supuso que debía de ser el capitán.
—Necesito dos hombres —dijo, echando hacia atrás su gorra gastada y mirando los rostros desanimados de aquellos hombres que lo esperaban todo de él—. Tú y tú.
Como es evidente, Escalofríos no estaba entre ellos. Bajó la cabeza junto con los demás mientras la afortunada pareja se apresuraba en seguir al capitán hacia su bote. Uno de ellos, el bastardo al que le había dado el pan, ni siquiera se molestó en buscarlo con la mirada para regalarle una palabra de afecto. Aunque, muy posiblemente, sean los actos lo que define al hombre y no lo que recibe, como solía decir el hermano de Escalofríos, recibir algo bueno siempre le evita a uno morir de hambre.
—A la mierda —y echó a andar tras ellos, abriéndose camino entre los pescadores y sorteando cubos y carretillas repletos de sus estremecidas capturas. Llegó a cubierta, donde el capitán se entretenía haciendo algo, y exhibió la mueca más amistosa que pudo encontrar—. Bonito barco el suyo —dijo, aunque le pareciera una sucia bañera llena de mierda.
—¿Y?
—¿Sería tan amable de considerar la posibilidad de contratarme?
—¿A usted? ¿Qué sabe de pesca?
Escalofríos tenía una mano muy buena con el hacha, la espada, la lanza y el escudo. En el Norte era un Hombre Afamado que dirigía las cargas y que mantenía en su sitio la línea de la batalla. Que recibía muy pocas heridas graves y que infligía muchas que eran mortales. Por eso, como se le daba muy bien atacar, comenzó por agarrarse al argumento con la misma fuerza con la que el hombre que está a punto de ahogarse se agarra a un madero a la deriva.
—Solía pescar mucho cuando era niño. En el lago, con mi padre —sus pies tocaban directamente los tablones a través de las suelas. La luz se reflejaba en el agua. Veía las sonrisas de su padre y de su hermano.
—¿En un lago? Muchacho, aquí pescamos en el mar —el capitán no compartía su nostalgia.
—¿En el mar? Pues creo que nunca he practicado ese tipo de pesca.
—Entonces, ¿por qué me hace gastar mi maldito tiempo? Tengo más pescadores de Styria que los que necesito, los mejores, con doce años en la mar —señaló con una mano a los individuos ociosos que se alineaban en el embarcadero, los cuales más bien parecían haber pasado doce años en una cervecería—. ¿Por qué le iba a dar trabajo a un mendigo del Norte?
—Porque trabajaré duro. He tenido una racha de mala suerte. Sólo le estoy pidiendo una oportunidad.
—Todo eso está muy bien, pero aún no me ha dicho por qué tengo que ser yo el que tenga que darle trabajo.
—Sólo una oportunidad…
—¡Fuera de mi barco, bastardo pálido! —el capitán sacó un largo garrote de madera sin pulir y dio un paso adelante, como si fuera a pegar a un perro—. ¡Lárgate, y llévate contigo tu mala suerte!
—Quizá no sea buen pescador, pero siempre he tenido cierto talento para hacer sangrar a la gente. Mejor será que bajes ese garrote antes de que te lo haga tragar por las malas. —Escalofríos acompañó aquella advertencia con una mirada aviesa. Una mirada asesina que procedía del Norte. El capitán se estremeció y se detuvo en seco, para luego rezongar. Dejó caer el garrote y llamó a gritos a uno de los suyos.
Escalofríos se encogió de hombros y no volvió la cabeza. Caminó lentamente hasta la boca de un callejón, dejó atrás los pasquines pegados en las paredes y las palabras pintarrajeadas en ellos. Hasta que llegó a las sombras que se agazapaban entre los edificios apelotonados unos contra otros y fue consciente de que los ruidos de los muelles se iban apagando tras él. Le había ocurrido lo mismo con los panaderos y los herreros, con cualquiera de los oficios de aquella maldita ciudad. Incluso tuvo la esperanza de que el oficio de zapatero remendón le resolviera la vida, hasta que aquel zapatero le mandó a la mierda.
Vossula le había dicho que en Styria podría hacer cualquier tipo de trabajo, pues sólo tenía que buscarlo. Al parecer, y por motivos que no podía ni imaginar, el tal Vossula debía de haber estado mofándose de él todo el tiempo. Aunque Escalofríos le hubiera hecho todo tipo de preguntas, en aquel momento en que se hundía en la mugre del portal y sus botas desgastadas pisaban el agua de las alcantarillas, por no hablar de las cabezas de pescado que le hacían compañía, se dio cuenta de que no le había hecho la única pregunta que importaba. La única que le rondaba por la cabeza nada más llegar a aquel sitio.
Dime, Vossula… si Styria es tan maravillosa como dices,
¿qué diablos haces aquí, en el Norte
?
—Maldita Styria —masculló en norteño. El dolor que sentía detrás de la nariz significaba que estaba a punto de llorar, aunque aquello no le produjera ninguna vergüenza. Caul Escalofríos. Hijo de Cuello Rechinante. Un Hombre Afamado que se había enfrentado a la muerte en mil situaciones. Que había luchado al lado de los hombres más célebres del Norte… Rudd Tresárboles, Dow el Negro, el Sabueso, Hosco Harding. Que había dirigido la carga contra la Unión cerca de Cumnur. Que había mantenido la línea contra mil shankas en Dunbrec. Que había combatido en los Sitios Altos durante siete días de matanzas. Sintió que una sonrisa se insinuaba en su boca al pensar en las situaciones de violencia y arrojo de las que había salido vivo. Aunque fuera consciente de haberse apartado malamente del buen camino, qué felices le parecían aquellos días. Al menos no los había vivido solo.
Levantó la mirada al escuchar unos pasos. Cuatro individuos caminaban despacio por el callejón, siguiendo el camino que él había tomado desde los muelles. Tenían esa mirada triste que la gente suele poner cuando está pensando alguna maldad. Escalofríos se aplastó contra la puerta, esperando que la maldad que planeaban no tuviera nada que ver con él. Su corazón latió desacompasadamente cuando se abrieron en semicírculo a su alrededor. Uno de ellos tenía la nariz roja e hinchada, de esas que sólo se consiguen bebiendo mucho. Otro, tan calvo como una bota, asía un palo largo cerca de la pierna. Un tercero tenía una barba que le cubría todo el pescuezo, además de unos dientes marrones. Como no eran unos individuos finos, Escalofríos supuso que no debían de estar pensando en ninguna fineza.
El que iba al frente hizo una mueca. Era un bastardo de aspecto desagradable, con una cara larga que parecía de rata.
—¿Qué tienes para nosotros?
—Me gustaría tener algo que valiera la pena. Pero no lo tengo. Podéis seguir vuestro camino.
Cara de Rata miró enfadado a su compañero calvo, molesto por el hecho de que no pudieran sacar nada, y dijo:
—Pues danos las botas.
—¿Con este tiempo? Me quedaré helado.
—Pues quédate helado. Mira, me importa una mierda. Las botas, ahora, antes de que te dé una patada por hacerte el gracioso.
—Maldita Talins —exclamó Escalofríos cuando las ascuas de la conmiseración que anidaba en su garganta se aventaron, volviéndose ardientes y ansiando sangre. Le fastidiaba haber caído tan bajo. A aquellos bastardos no les servían sus botas, sólo querían sentirse importantes. Pero habría sido una locura luchar uno contra cuatro, y sin ninguna arma encima. No era una buena elección acabar muerto por un matón cualquiera, por mucho frío que hiciese.
Se agachó y comenzó a quitarse las botas, pero sin dejar de rezongar. Entonces, de un rodillazo, alcanzó a Nariz Roja en las pelotas y le hizo doblarse en dos. Lo cierto es que él estaba tan sorprendido como los demás. Quizá el hecho de quedarse descalzo fuera más de lo que su orgullo podía permitirse. Aplastó la barbilla de Cara de Rata, agarró las solapas de su casaca y lo lanzó como un ariete hacia uno de sus compañeros, de suerte que ambos cayeron en el suelo y maullaron como gatos bajo la tormenta.
Escalofríos agarró el garrote del bastardo calvo cuando caía y le atizó con él en el hombro. El hombre tropezó, ya perdido el equilibrio, y abrió una boca desmesurada. Escalofríos le colocó un directo en el extremo de la barbilla, tirándole de espaldas y haciéndole chillar. Luego le siguió para aplastarle la cara con un puño… una, dos, tres, cuatro veces, hasta que se la dejó hecha un desastre y su sangre le manchó el brazo de la casaca.
Se levantó a gatas, mientras Calvito escupía los dientes en el arroyo. Nariz Roja seguía doblado, quejándose, con las manos metidas entre las piernas. Pero los otros dos acababan de sacar los cuchillos con un reluciente relampagueo de metal. Escalofríos se agachó, apretó los puños, respiró hondo y su mirada fue de uno a otro mientras su ira languidecía. Quizá debiera darles las botas y asunto terminado. Lo más seguro es que las cogieran de sus pies, ya muertos y fríos, tras un breve instante de dolor. Maldito orgullo, que tanto daño hace al hombre por cosas de poco valor.
Cara de Rata se quitó la sangre de la nariz.
—¡Oh, ahora eres hombre muerto, cabrón norteño! No vales ni… —de repente sacó una pierna por debajo de su cuerpo y se derrumbó con un chillido. El puñal cayó de su mano, rebotando en el suelo.
Alguien salió de las sombras que estaban a su espalda. Alguien alto y encapuchado que sostenía tranquilamente una espada en su pálido puño izquierdo, cuya sutil hoja, que atrapaba la poca luz del callejón, relucía asesina. El último de los ladrones de botas que aún se tenía en pie, el de los dientes llenos de porquería, miró aquellos palmos de acero con ojos tan grandes como los de una vaca y comprendió de repente que su puñal era una birria.
—Puedes echar a correr para cogerlo —Escalofríos frunció el ceño y bajó la guardia, porque aquella voz era de mujer. A Dientes Marrones no hubo que decírselo dos veces. Se dio media vuelta y echó a correr hacia la salida del callejón.
—¡Mi pierna! —Cara de Rata aullaba mientras se agarraba la rodilla por detrás con la mano ensangrentada—. ¡Me has jodido la pierna!