—El rey de los venenos —dijo ella, con un susurro cargado del necesario temor.
—Guarda este secreto cerca de tu corazón, pequeña, y sírvete de él sólo en
extrema
necesidad. Sólo contra el blanco más peligroso, sospechoso y astuto. Sólo contra aquellos que conozcan íntimamente el arte del envenenador.
—Comprendo. La precaución primero, y siempre.
—Muy bien. Es la lección más importante —Morveer se repantigó en su silla y juntó los dedos de ambas manos—. Ahora conoces mi más profundo secreto. Aunque tu aprendizaje haya terminado…, espero que sigas a mi lado, como mi ayudante.
—Será un honor seguir a tu servicio. Aún tengo mucho que aprender.
—Aprenderemos juntos, querida —Morveer levantó la cabeza al escuchar el lejano tintineo de la campanilla de la puerta—. Los dos juntos.
Como dos figuras se acercaban a la casa por el camino que atravesaba el huerto, Morveer tomó su catalejo y lo apuntó hacia ellas. Un hombre y una mujer. Él era muy alto, de aspecto poderoso, con una casaca raída y los cabellos largos. Un norteño, a juzgar por su apariencia.
—Un primitivo —dijo para su capote. Como tales hombres tenían tendencia al salvajismo y a la superstición, los tenía en muy poca estima.
Luego apuntó su catalejo hacia la mujer, que vestía como un hombre. Caminaba en línea recta hacia la casa, resuelta. Por lo que parecía, justo hacia él. Sin duda un rostro hermoso, enmarcado por un cabello tan negro como el carbón. Pero su belleza era de la variedad adusta e inquietante, realzada aún más por el propósito siniestro que podía verse en ella. Un rostro que, al mismo tiempo, delataba desafío y amenaza. Un rostro que, aún viéndolo durante un instante, no se olvidaba fácilmente. Su belleza no podía compararse con la del rostro de la madre de Morveer, porque, ¿acaso existe algún rostro que sea más bello que el de la madre de uno? Su madre casi había trascendido la humanidad en lo concerniente a sus buenas cualidades. Su sonrisa pura, a la que besaba la luz del sol, estaba grabada para siempre en el recuerdo de Morveer como…
—¿Visitas? —preguntó Day.
—La señora Murcatto acaba de llegar —chasqueó los dedos, señalando la mesa—. Quita todo esto, ¡pon atención!, con el máximo cuidado. Y luego trae vino y pastelillos.
—¿Los quieres con algo?
—Sólo con ciruelas y albaricoques. Quiero dar la bienvenida a mis invitados, no matarlos. O, al menos, no hasta que haya escuchado lo que tengan que proponerme.
Mientras Day dejaba rápidamente la mesa libre, le ponía encima un paño y retiraba las sillas, Morveer tomó ciertas precauciones elementales. Luego se repantigó en su silla, cruzó sus piernas, enfundadas en unas botas de caña alta, e hizo lo propio con sus manos, dejándolas encima de su pecho para aparentar ser un caballero campesino que disfrutase en su hacienda con las delicias del aire invernal. Porque, a fin de cuentas, eso es lo que era.
Cuando sus visitantes estuvieron más cerca de la casa, se levantó con la más cordial de las sonrisas. La señora Murcatto caminaba con un asomo de cojera. Aunque la disimulara bastante bien, los largos años que Morveer llevaba en el oficio habían conseguido que sus percepciones fueran tan agudas como el filo de una navaja, por lo que no se le escapó el detalle. Llevaba una espada al costado derecho, al parecer bastante buena, pero a él no le importó gran cosa. Las espadas eran unas herramientas feas y poco sofisticadas. Aunque los caballeros puedan llevarlas, sólo los que son patanes y vengativos se ponen al cinto una de ellas. El guante que llevaba en la mano derecha sugería que intentaba ocultar algo con él, porque la izquierda, que llevaba al aire, mostraba una piedra preciosa de color rojo sangre, tan grande como la uña de su pulgar. Si tal y como parecía, era un rubí, su valor debía de ser muy elevado.
—Soy…
—Usted es Monzcarro Murcatto, antaño capitán general de las Mil Espadas y después al servicio del duque Orso de Talins —como Morveer pensó que lo mejor sería evitar aquella mano enguantada, le ofreció la palma de su mano izquierda, levantada hacia arriba en un evidente gesto de humildad y sumisión—. Un caballero de Kanta al que ambos conocemos, Sajaam, me dijo que vendría a visitarme —ella le estrechó brevemente la mano, con fuerza y profesionalmente—. ¿Cómo se llama usted, amigo? —Morveer se inclinó hacia delante con cierto empalago y estrechó la mano derecha del norteño entre las suyas.
—Caul Escalofríos.
—Ciertamente, ciertamente, siempre me ha parecido que sus apellidos norteños eran deliciosamente pintorescos.
—Y ahora, ¿qué le parecen?
—Bonitos.
—Oh.
Morveer siguió estrechándole la mano unos instantes más, para soltarla luego y decir:
—
Se lo ruego
, tomen asiento —sonrió a Murcatto cuando ésta se abrió paso hasta su silla con una tenue mueca de dolor en el rostro—. Debo confesar que esperaba que usted fuese considerablemente menos hermosa.
—Y yo que esperaba que usted fuese considerablemente menos amistoso —ella frunció el ceño al escuchar aquellas palabras.
—Oh, puedo ser indudablemente menos amistoso cuando lo deseo, créame —Day apareció en silencio y deslizó una bandeja de pastelillos encima de la mesa, junto con una bandeja que contenía una botella de vino y varias copas—. Pero ahora no lo deseo en absoluto. ¿Vino?
Sus visitantes intercambiaron una mirada de agobio. Morveer hizo una mueca al quitar el corcho y se sirvió una copa.
—Aunque los dos sean mercenarios, supongo que no robarán, engañarán y extorsionarán a aquellos con quienes se entrevistan. Del mismo modo, yo no enveneno a la gente con la que me relaciono. ¿Quién me pagaría entonces? Están a salvo.
—Aún así, nos disculpará si no tomamos nada.
—¿Puedo…? —Day acababa de coger un pastelillo.
—Hínchate si quieres —y luego, dirigiéndose a Murcatto, añadió—: Así que no han venido a verme por el vino.
—No. A encargarle un trabajo.
Morveer examinó las cutículas de sus uñas y dijo:
—La muerte del gran duque Orso y de otros, supongo. —Mientras ella se sentaba en silencio, él se sentía obligado a hablar, como si tuviera que explicar aquel comentario—. No hay que ser un lince para suponerlo. Orso dijo que usted y su hermano habían sido asesinados por los agentes de la Liga de los Ocho. Luego escuché por boca de nuestro común amigo Sajaam que usted estaba menos muerta que escarmentada. Y puesto que no había habido ninguna reunión lacrimógena con Orso, ni éste había hecho ninguna declaración feliz de su milagrosa supervivencia, debemos asumir que la existencia de los asesinos de Ospria era, de hecho…, una fantasía. El duque de Talins es hombre de temperamento notoriamente violento, y las muchas victorias de usted la hicieron demasiado popular para su gusto. ¿He dado en el blanco?
—Se ha quedado bastante cerca de él.
—Entonces, mis más sentidas condolencias. Es evidente que su hermano no la acompaña, porque bien sé que ambos eran inseparables —sus fríos ojos azules parecían helados. El norteño que estaba a su lado parecía más siniestro y silencioso que nunca. Morveer se aclaró convenientemente la garganta. Aunque las espadas sean unas herramientas poco sofisticadas, una hoja metida por las tripas mata tanto a los listos como a los tontos—. Comprenderá usted que soy el mejor en mi oficio.
—Es un hecho —dijo Day, alejándose de los dulces durante un instante—. Un hecho indiscutible.
—Las muchas personas de calidad que han probado mis habilidades podrían atestiguarlo si pudieran, pero, ciertamente, no pueden.
Day movió tristemente la cabeza y apuntó:
—Ni una sola.
—¿Algo más? —preguntó Murcatto.
—Lo mejor cuesta dinero. Más dinero del que usted, que ya no cuenta con su patrón, quizá pueda permitirse.
—¿Ha oído hablar de Somenu Hermon?
—El nombre me es familiar.
—A mí no —dijo Day.
Morveer se sintió obligado a explicárselo:
—Hermon era un emigrante indigente de Kanta que, supuestamente, se convirtió en el comerciante más rico de Musselia. El lujo de su estilo de vida era notorio, su largueza legendaria.
—¿Y?
—¡Ay!, estaba en la ciudad cuando las Mil Espadas, que cobraban del gran duque Orso, se hicieron con Musselia. Aunque la pérdida de vidas se mantuviera bajo mínimos, la ciudad fue saqueada y no se volvió a oír hablar de Hermon. Ni de su dinero. Se supuso que aquel comerciante, como suelen hacer los de su gremio, había exagerado muchísimo al hablar de sus riquezas, y que, además de sus vistosos y gloriosos arreos, no tenía… nada. —Morveer tomó un pequeño sorbo de vino y miró a Murcatto por encima del borde de vidrio de su copa—. Pero otros lo sabrán mejor que yo. Los comandantes de aquella particular campaña fueron…, ahora no recuerdo sus nombres. Eran hermano y hermana. Creo.
—Hermon era mucho más rico de lo que aparentaba ser —Monza le miraba directamente a los ojos.
—¿Más rico? —Morveer se agitó en el asiento—. ¿Más rico ? ¡Ay de mí! ¡Un punto para Murcatto! ¡Fíjese cómo me retuerzo sólo con escuchar la mención de una suma infinita de generoso oro! ¡La suficiente para pagar mi magra minuta más de dos docenas de veces, no lo dudo! Vaya…, veo que mi invencible avaricia les ha dejado finalmente… —levantó una mano y golpeó con su palma encima de la mesa— paralizados.;
El norteño comenzó a deslizarse lentamente hacia un lado hasta caer de la silla e ir a parar al césped un tanto pelado que se encontraba entre los frutales. Rodó suavemente sobre su espalda con las piernas por el aire, exactamente en la misma postura que había adoptado de sentado, el cuerpo tan rígido como un leño, los ojos mirando hacia arriba en busca de ayuda.
—Ah —observó Morveer, mientras miraba por encima de la mesa—. Me parece que el punto va ahora para Morveer.
Murcatto movió los ojos hacia uno y otro lado, y después hacia atrás. Una de sus mejillas se llenó de tics nerviosos. Su mano enguantada se agitó ligeramente encima de la mesa en la que se apoyaba y luego se detuvo.
—Funciona —murmuró Day.
—¿Acaso lo dudabas? —Morveer, a quien nada le gustaba más que una mala audiencia, no pudo resistirse a explicar cómo lo había hecho—. Lo primero que hice fue aplicarme aceite de semilla amarilla en las manos —las levantó y extendió los dedos—. Para impedir que el agente me afectase, ya sabes. A fin de cuentas, no quería sentirme paralizado de repente, ya me entiendes. ¡Debe de ser una experiencia ciertamente molesta! —añadió, cloqueando, y Day se unió a él una octava más alta mientras se agachaba para tomarle el pulso al norteño, con el segundo pastelillo asomándole por entre los dientes—. El ingrediente activo era un destilado de veneno de serpiente. Extremadamente efectivo incluso sólo con rozar a alguien. Puesto que tuve las manos de su amigo entre las mías durante más tiempo, él ha recibido una dosis mucho mayor. Tendrá suerte si hoy puede moverse…, si yo le dejo que se mueva, naturalmente. No obstante, creo que usted no ha perdido la facultad de hablar.
—Bastardo —dijo Murcatto entre dientes, porque no podía mover los labios.
—Ya veo que no la ha perdido —se levantó, rodeó la mesa y se puso a su lado—. Crea que lo siento de veras, pero ya sabe que yo, tal y como le sucedió a usted, soy una persona que se encuentra de manera precaria en la cima de su profesión. Los que tenemos ciertas dotes excelentes y hacemos grandes cosas, estamos obligados a tomar precauciones extremas. Ahora que la he librado de la facultad de poder moverse, usted y yo podremos hablar con absoluto candor acerca del… gran duque Orso —se bebió de golpe un buen trago de vino y observó a un pajarillo revolotear entre las ramas. Murcatto no dijo nada, pero apenas importaba, porque Morveer hablaba por los dos.
—Comprendo que sufrió una terrible injusticia. Traicionada por un hombre que le debía demasiado. Su querido hermano asesinado, y usted… convertida en algo que ya no es lo que antes era. Mi propia vida se ha visto desordenada por vuelcos dolorosos, créame, así que siento simpatía por usted. Pero el mundo rebosa de una fealdad que nosotros, los individuos humildes, sólo podemos alterar… en pequeñas dosis —frunció el ceño y miró a Day, que masticaba ruidosamente.
—¿Qué? —dijo ella con un rugido, porque tenía la boca llena.
—Despacio, si te es posible, porque estoy intentando hacer una exposición —ella se encogió de hombros y se chupó los dedos, haciendo un ruido de succión completamente innecesario. Morveer lanzó un suspiro de desagrado—. La inconsciencia de la juventud. Pero ya aprenderá. El tiempo avanza en un único sentido para nosotros, ¿eh, Murcatto?
—Ahórreme la jodida teoría —dijo ella entre dientes.
—Entonces vayamos a la práctica. Con su notable concurso, Orso se ha convertido en el hombre más poderoso de Styria. No pretendo tener su comprensión de las cosas militares, pero apenas hace falta recurrir al mismísimo Stolicus para comprender que, después de su gloriosa victoria en la Margen Alta acaecida el año pasado, la Liga de los Ocho debe de estar al borde del colapso. Sólo un milagro salvará a Visserine cuando llegue el verano. Los de Ospria tendrán que firmar la paz o ser aplastados, dependiendo del humor de Orso, que, como usted sabe mejor que nadie, tiende a lo segundo. A finales de este año, a menos que ocurra un accidente, Styria tendrá por fin un rey. Será el final de los Años de Sangre —apuró la copa y la agitó con alegría—. ¡Paz y prosperidad para todos! Quizá un mundo mejor. A menos, supongo, que uno sea mercenario.
—O envenenador.
—Al contrario, tenemos mucho más trabajo en tiempos de paz. En cualquier caso, mi posición se reduce a que el hecho de matar al gran duque Orso, además de la aparente imposibilidad de conseguir tal cosa, no parece servir a los intereses de nadie. Ni siquiera a los suyos. No le traerá de vuelta a su hermano, ni su mano o sus piernas —ella no movió ni un músculo de la cara, aunque quizá pudiera deberse a la parálisis inducida por el veneno—. Lo más seguro es que el intento acabe por traerle la muerte, y a mí la mía. Creo que debe detener esta locura, mi querida Monzcarro. Debe detenerla ahora mismo y no volver a pensar en ella.
Los ojos de Monza eran tan inmisericordes como dos botes de veneno.
—Sólo la muerte me detendrá. La mía o la de Orso.
—¿No le importa el coste? ¿No le importa el dolor? ¿No le importan los muertos que puedan quedar tirados por el camino?
—No me importan. —dijo ella con un gruñido.